Heidi estaba limpiando el cuarto de baño cuando llamó Gideon.
Al entrar apresuradamente en el dormitorio para contestar al teléfono, cayó en la cuenta de que era casi mediodía. Estaba tan agitada esperando la llamada del detective Poletti, que sin darse cuenta casi había acabado las faenas domésticas a las que dedicaba los sábados.
– ¿Hola? -dijo, notando con disgusto que casi estaba jadeando.
– ¿Heidi? -la voz de Gideon era profunda y vibrante. Heidi se dejó caer sobre la cama que acababa de hacer-. Soy Gideon Poletti.
– Bue… buenos días -tartamudeó ella.
– ¿Te pillo en mal momento?
– No, qué va. Estaba limpiando la casa. Necesitaba un descanso, de todos modos.
– Yo también. Llevo toda la mañana trabajando en un caso complicado. ¿Cómo tienes la agenda este fin de semana? ¿Te viene bien salir a cenar esta noche, o mañana?
Heidi apretó con fuerza el teléfono.
– Esta noche, si no te importa -dependiendo del resultado de su conversación, Heidi pensaba visitar a Dana al día siguiente, domingo. El viaje duraría todo el día. Nunca regresaba antes del anochecer.
– Bien. A mí también me viene mejor. ¿Puedes estar lista a las cinco? Hay un nuevo restaurante mexicano en la plaza Oakdale al que tengo ganas de ir. No aceptan reservas, pero me imagino que, si llegamos pronto, no tendremos que esperar mucho. Confieso que podría comer comida mexicana todos los días, y no me hartaría.
– A mí también me encanta. Me parece muy bien. Estaré lista a las cinco.
– ¿Dónde vives?
– En un edificio de apartamentos, en el 422 de la avenida Brierwood, en Mission Beach. Está solo a tres manzanas del colegio Mesa. Apartamento C. Subiendo las escaleras, a la derecha.
– Te encontraré.
Heidi oyó un clic. Se estremeció ligeramente al recordar las palabras que Gideon había elegido: «Te encontraré». Lo había dicho en un tono tan significativo que le pareció que había querido dar a entender algo íntimo.
Luego se reprendió a sí misma. Se sentía tan atraída por él que hasta en aquella breve conversación creía encontrar insinuaciones escondidas entre líneas.
Debía actuar con cautela, no dejarse llevar por su imaginación. ¿Y si había malinterpretado los motivos de su invitación? Gideon era un profesional. Sin duda la había invitado a salir con el único propósito de averiguar por qué había utilizado el caso Turner para su sinopsis. Era probable que solo la discreción y la curiosidad instintiva propia del detective lo hubieran impulsado a hablar con ella en privado.
Haciendo un esfuerzo por recordarlo, Heidi acabó de limpiar la casa y después pasó varias horas haciendo recados. Regresó al apartamento alrededor de las tres para lavarse el pelo y arreglarse.
Se cambió de ropa unas cinco veces, y finalmente decidió ponerse un vestido de gabardina azul marino, con botones en la parte delantera. Era un vestido elegante, pero no excesivamente formal, y lo bastante abrigado como para protegerla del relente.
A las cinco en punto sonó el timbre. No queriendo parecer demasiado ansiosa, Heidi esperó un momento antes de responder. En cuanto abrió la puerta, sintió el impacto de aquellos brillantes ojos azules que la recorrieron de arriba abajo, desde los altos zapatos de tacón de color azul marino hasta el último mechón de su pelo.
Sin decir nada, Heidi también recorrió a Gideon con la mirada. Llevaba un elegante polo negro y unos chinos marrones. Sabía que mirarlo de aquel modo era de mala educación, pero no podía evitarlo.
– Lle… llegas justo a tiempo -tartamudeo.
– Sí, me han dicho que es uno de mis peores defectos.
Heidi sonrió.
– Nada de eso.
– No te preocupes, si no estás listas todavía.
– Lo estoy. Deja que vaya por el bolso y nos iremos.
Dejando la puerta abierta, se acercó apresuradamente al sofá y recogió el bolso. Luego volvió junto a él, cerró la puerta y empezó a bajar las escaleras. Gideon la siguió y, al llegar a la calle, la asió del codo y la condujo hacia su Acura, que estaba aparcado junto a la acera. Al abrir la puerta del coche, dijo de repente:
– Por cierto, estás preciosa con ese vestido.
El corazón de Heidi se volvió loco.
– Gracias.
Quiso decirle que él siempre estaba guapísimo, pero no se atrevió. Era demasiado pronto. Aunque creía percibir una cándida mirada de admiración en sus ojos, pensó que seguramente Gideon hacía que cualquier mujer se sintiera bella. Algunos hombres tenían ese don.
Sin saber qué hacer con las manos, Heidi se abrochó el cinturón de seguridad.
– También hueles muy bien -añadió él antes de arrancar.
Heidi no estaba acostumbrada a recibir tantos cumplidos de un hombre. Jeff, su antiguo novio, no era muy dado a los piropos.
– Será el champú.
– El olor a fresas y el pelo rojo combinan a la perfección. ¿Ese color de pelo lo heredaste de alguno de tus padres?
– De mi madre.
– ¿Y tus hermanos también son pelirrojos?
– Soy hija única -dijo ella-. ¿Y tú?
– Tengo una hermana mayor, casada y con tres hijos. Mis padres y ella viven en Nueva York. Kevin y yo vamos a verlos todos los veranos.
– Kevin es un chico maravilloso -dijo ella. Gideon le lanzó una mirada de reojo.
– A mí también me lo parece.
– Y te adora.
– Yo siento lo mismo por mis padres. ¿Y tú?
Ella le sonrió.
– Sí, yo también. Por suerte para mí, solo viven a diez minutos de mi casa. Puedo quedarme con ellos cuando no me apetece comportarme como una mujer adulta.
Aquel comentario hizo reír a Gideon, y a Heidi le encantó su risa desinhibida.
Estaba tan absorta en la conversación que no se había dado cuenta de que ya habían llegado al atestado aparcamiento de la plaza Oakdale. No parecía haber ni un hueco libre. Pero justo cuando Heidi iba a sugerir que fueran a otro sitio, un coche salió marcha atrás y se alejó.
– ¿Por qué será que a mí nunca me pasan estas cosas? -se lamentó mientras Gideon aparcaba.
Él la miró con un brillo en los ojos.
– Pégate a mí y lo sabrás.
Esta vez, fue ella quien se echó a reír.
– Lo recordaré.
– Bien -musitó él.
Estaban separados, pero Heidi sentía su calor y su energía como si estuvieran uno en brazos del otro. Por el momento, Gideon no había sacado el tema que había motivado aquella salida. ¿Trataría siempre a las mujeres de aquella manera tan galante, hasta cuando se trataba de asuntos policiales? ¿O de veras estaría interesado en ella? Heidi se sentía como si su vida dependiera de la respuesta a aquella pregunta.
Temerosa de desear algo que no podía tener, procuró mantener sus emociones bajo control.
Él salió del coche y le abrió la puerta.
– No hay cola frente al restaurante. Creo que estamos de suerte.
Sus palabras la devolvieron al presente.
– Démonos prisa y elijamos una mesa antes de que se nos acabe la racha.
Heidi admitía tener muchos defectos, pero sentirse superior a los demás nunca había sido uno de ellos. Hasta ese momento. Cuando entró en el restaurante guiada por Gideon, notó que las mujeres que había en el local la miraban con envidia casi palpable. Pero Heidi no podía culparlas por ello. A ella misma, ir acompañada por un hombre tan guapo, alto y elegante como el detective Poletti le parecía un sueño. Y, sin embargo, no lo era.
Gideon le dijo su nombre al maître y después, apoyando la mano sobre la espalda de Heidi, la condujo a la pequeña fila de gente que aguardaba una mesa. Heidi concentró toda su atención en la mano de Gideon, en su leve presión, en el calor de su piel que traspasaba la tela del vestido.
El restaurante, recién abierto, estaba decorado a la manera de un patio mexicano, con multitud de macetas, mesas de azulejos de colores y sillas de hierro forjado. Una ranchera sonaba a todo volumen. Gideon bajó la cabeza para hablarle.
– ¿Quieres tomar una copa en el bar mientras esperamos?
Ella notó que su mandíbula afeitada le rozaba la frente. Su fresco olor a jabón le impregnó la piel. Aunque el contacto fue mínimo, le provocó un suave estremecimiento de placer.
– Me encantaría -logró decir.
– A mí también -musitó él por entre su pelo.
Heidi sintió que se le derretían los huesos, y se alegró doblemente de que Gideon la estuviera sujetando por la espalda. De alguna manera, su mano parecía anclarla al suelo.
Él le hizo una seña a la camarera para indicarle que iban al bar, y a continuación guío a Heidi a través del local lleno de gente, enlazándola firmemente por la cintura.
– ¡Papá! -gritó una voz de niño alzándose por encima del bullicio.
Gideon se puso tenso de repente. Masculló el nombre de su hijo y, al darse la vuelta sin soltar a Heidi, vio que Kevin se levantaba de una mesa, rodeado por otros chicos de su edad. El chico apartó los globos que había en el suelo y corrió hacia su padre.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -su pregunta parecía casi un reproche.
– Cenar, igual que tú -contestó su padre con calma-. ¿Por qué no saludas a la señorita Ellis?
Kevin le lanzó una mirada desdeñosa.
– Hola.
La cordialidad que le había demostrado la noche anterior se había esfumado por completo.
– Hola, Kevin. Eso parece una fiesta de cumpleaños.
– Sí -dijo él de mala gana, con la voz crispada. Miró a su padre otra vez. Sus ojos estaban extrañamente brillantes.
No hacía falta saber leer el pensamiento para comprender lo que sentía Kevin en ese momento. Heidi le caía bien, mientras fuera solo una alumna de su padre. Pero verla allí, del brazo de Gideon, le había causado un auténtico shock.
Sin duda Gideon lo sabía, pero aun así no la soltó. Por el contrario, la agarró con más fuerza. Heidi no llegaba a entender lo que pasaba. Pero lo último que quería era causarles problemas.
Sabía que Gideon se lo explicaría todo más tarde, pero le preocupaba que el chico sufriera.
– ¿Poletti? ¿Poletti? -llamó el maître a su espalda.
Gideon miró a su hijo.
– Nuestra mesa ya está lista. Tenemos que irnos. Te llamaré esta noche para ver qué tal ha ido la fiesta.
El chico palideció. Heidi no podía soportarlo.
– Kevin -dijo, rompiendo el embarazoso silencio-, ¿ya os habéis comido la tarta?
Los ojos del chico eran apenas dos finas líneas cuando por fin se dignó mirarla.
– Sí.
– Entonces, seguramente a tu amigo no le importará que vengas a sentarte a nuestra mesa.
Heidi notó que Gideon se estremecía. No le había gustado su sugerencia.
Tal vez se hubiera precipitado. Seguramente porque daba clases a chicos de la edad de Kevin, y sabía lo vulnerables que eran.
– No, gracias -dijo el muchacho.
Heidi esperó a que Gideon le pidiera a su hijo que los acompañara. Pero él se limitó a decir:
– Parece que tus amigos te están esperando, Kevin. Nos veremos luego -subió la mano hasta el hombro de Heidi-. Vamos a ver cuál es nuestra mesa.
Volvieron a cruzar el restaurante, pero Heidi comprendió que, si se quedaban allí, no podría probar bocado. Se le había quitado el apetito.
Antes de que se acercaran al maître, se volvió hacia él.
– ¿Detective Poletti?
La tensión entre ellos era explosiva. Él hizo una mueca.
– Mi nombre de pila es Gideon. Me gustaría que lo usaras.
– De acuerdo -ella respiró hondo-. Gideon. Si no te importa, me sentiría más a gusto si nos fuéramos de aquí. Podemos cenar en cualquier otra parte. Pero no aquí. Por favor.
Al instante echó a andar hacia la salida, delante de él.
Demonios. Los preciosos ojos azules de Heidi volvían a tener aquella mirada implorante.
Ella había interpretado a la perfección el incidente ocurrido con su hijo. A su modo, parecía ser tan vulnerable como Kevin.
Demonios.
Gideon metió la llave en el contacto.
– Está claro que no tienes hambre. ¿Qué te parece si vamos a mi casa, en Ocean Beach? Cuando lleguemos, tal vez hayas recuperado el apetito.
Ella se mordió el labio inferior.
– ¿Y si Ke…?
– Si eso te preocupa, Kevin vive con su madre y su padrastro -la interrumpió Gideon-. Volverá a casa de su madre cuando acabe la fiesta. Tú y yo tenemos que hablar… a solas.
– Aun así, creo que será mejor que vayamos a mi apartamento. Podemos pedir una pizza, si quieres.
– De acuerdo.
Sintiéndose aliviado porque Heidi le hubiera ofrecido una solución alternativa para que pasaran el resto de la tarde juntos, Gideon encendió el motor. El trayecto hasta el apartamento de Heidi transcurrió en silencio. Pero a Gideon no le importó. Necesitaba tiempo para aclarar sus ideas.
Conocer a Heidi había cambiado su vida. Se había dado cuenta esa mañana, cuando, al levantarse, había sentido una extraña placidez, una ilusión preñada de expectativas. De pronto, se había sorprendido pensando en un futuro con él que no se había atrevido a soñar desde los tiempos en que, teniendo veintipocos años, era un policía novato en las calles de Nueva York. Y no tenía intención de perder a Heidi Ellis en la línea de salida.
Unos minutos después, entró tras ella en el apartamento. Esa tarde, al ir a buscarla, solo había podido vislumbrar parte del interior. Ahora, al mirar a su alrededor, se fijó en las paredes blancas, en las fotografías enmarcadas y en las láminas impresionistas. Heidi tenía docenas de libros de arte y literatura ordenados en una estantería de madera de nogal, alta y estrecha, que llegaba hasta el techo. Dos sillas de rayas de estilo provenzal flanqueaban una amplia mesa de cristal cuadrada. En el centro de la mesa había un macetero de cobre con una azalea rosa. En los rincones y en los huecos entre los muebles había numerosos arbolillos y plantas de todas clases. Un confortable sofá rojo oscuro, cubierto de cojines de colores, dominaba la pared del fondo. Una alfombra persa, cuya cenefa de flores reunía todos los colores de la habitación, cubría el suelo de tarima.
De no haber sido maestra, Heidi podría haberse ganado la vida como decoradora, pensó Gideon.
– Me siento como si hubiera entrado en uno de esos pisos elegantes del Upper West Side de Nueva York.
A Heidi pareció agradarle su comentario.
– Nadie me había dicho una cosa así. Pero, claro, nunca había conocido a un neoyorquino.
– Ahora soy de California del Sur.
– Pero todavía tienes un leve acento de Nueva York. Espero que no lo pierdas nunca.
Estaban danzando el uno alrededor del otro, iniciando el atávico ritual del cortejo. No eran solamente las palabras. Se comunicaban a tantos niveles distintos que Gideon sintió una alegría que apenas podía contener.
– ¿Cómo quieres la pizza? -preguntó ella.
– Con todo, menos con anchoas.
– Llamaré desde la cocina. ¿Quieres que te traiga un café, o un refresco?
– Un refresco, gracias.
– Enseguida vuelvo.
Cuando Heidi desapareció en la cocina, Gideon se acercó a la mesa y tomó un libro de formato grande en el que se comparaban las pirámides de Egipto con las de Mesoamérica. Intrigado, se sentó en el sofá para hojearlo. Cuando Heidi regresó y puso el refresco sobre la mesa, Gideon levantó la mirada.
– ¿Has estado en ambos sitios?
– Sí. Estuve dentro de la pirámide que estás mirando ahora mismo.
– Debió de ser una experiencia increíble.
– Sí… en más de un sentido -se sentó al otro lado del sofá, con un refresco en la mano-. Casi me muero del calor. Había cincuenta grados en el túnel y el olor era insoportable. Casi todo el tiempo había que caminar agachado. En algunas partes, un hombre de tu estatura habría tenido que gatear.
Él esbozó una sonrisa.
– Nunca lo habría imaginado.
– Yo tampoco -dijo ella-. Cuando llegamos a las cámaras interiores de la tumba, estaba tan desfallecida por la falta de aire que no me enteré de lo que contó el guía. Así que me compré ese libro para ver lo que me había perdido. Pero, claro, nunca lo admitiría delante de mis alumnos.
A Gideon, todo cuanto Heidi hacía o decía le encantaba. Cerrando el libro, se recostó en los cojines, con el refresco en la mano.
– ¿Y las pirámides de Nueva York? -preguntó-. Uno las sube con cincuenta grados en el exterior y, antes de llegar a la cima, ya sufre vértigo. Elige el veneno que prefieras -aquello les recordó los deberes del curso. Heidi le devolvió la sonrisa. Gideon apuró su bebida y puso el vaso sobre la mesa-. Heidi, quisiera disculparme por el comportamiento de mi hijo.
Ella sacudió la cabeza.
– No es necesario.
– Yo creo que sí -se inclinó hacia delante-. Kevin siempre ha tenido miedo de que me pasara algo en el trabajo. Cuando era pequeño, lo llevé al psicólogo para ver si superaba sus temores. Ahora es mayor, parece haber mejorado en ese aspecto. Pero, después de su comportamiento de hoy, está claro que ha desarrollado otro problema.
– ¿Quieres decir que hasta ahora no le había importado compartirte?
– No. No he vuelto a casarme, pero durante estos años he salido con varias mujeres, y Kevin siempre pareció aceptar su presencia. Debes comprender que su actitud de esta noche me ha causado un tremendo disgusto. Nunca antes se había comportado así.
– ¿Le habías hablado de los planes que tenías para esta noche?
– No.
– Entonces, creo que comprendo su enfado. Una cosa es vernos en clase y otra bien distinta…
– Descubrirnos juntos en público -la interrumpió él.
Heidi desvió la mirada y bebió otro sorbo de refresco.
– Estoy convencida de que, cuando le expliques la razón por la que me invitaste a cenar, se sentirá más tranquilo.
Gideon sacudió la cabeza.
– ¿Y si también quisiera llevarte a cenar mañana? -preguntó suavemente-. ¿Y pasado mañana?
Heidi deseaba oírle decir aquello más que nada en el mundo. Pero no esperaba que se lo dijera esa noche. Sin embargo, no debía sorprenderse. Dada su naturaleza inquisitiva, Gideon no paraba hasta que encontraba las respuestas que buscaba. El interés que sentía por ella era simple curiosidad profesional, se dijo de nuevo. Nada personal.
– Si voy demasiado deprisa para ti, no pienso disculparme -murmuró él-. Noto que no te soy indiferente. Por eso Kevin se ha enfadado. Por que percibió la química que hay entre nosotros y se sintió amenazado.
Heidi se levantó del sillón bruscamente.
– Tu hijo te adora, Gideon. Y, por mucho que yo disfrute de tu compañía, él es lo primero. Creo que sería mejor que solo nos viéramos en clase.
– A menos que esa sea tu forma de decirme que estás con otra persona, me niego a aceptarlo.
Su franqueza resultaba al mismo tiempo asombrosa y estimulante. Con unas pocas y sucintas palabras, Gideon había establecido las normas básicas de su relación, que exigían de ella idéntica honestidad. Él no se conformaría con menos.
– No hay nadie más, pero…
– Nada de peros -la cortó él en tono casi autoritario-. Eso es lo único que necesito saber. Kevin tendrá que acostumbrarse al hecho de que su padre tiene una vida privada… -una llamada a la puerta los interrumpió-. Iré yo -con una agilidad pasmosa, Gideon se levantó del sofá, adelantándose a Heidi, y pagó al repartidor de pizzas-. ¿Dónde quieres que comamos?
– En el comedor. Allí estaremos más cómodos. Haré una ensalada.
Gideon la siguió a través del cuarto de estar hasta una espaciosa habitación decorada en blanco y amarillo, al fondo de la cual se abría un amplio ventanal flanqueado por dos grandes macetas en flor. Junto a la mesa cuadrada, de madera de roble, había un arcón antiguo adornado con piezas de cerámica pintadas a mano. Aquella habitación soleada encantó a Gideon.
– Tienes un gusto magnífico -dijo cuando se sentaron a disfrutar de la pizza y la ensalada.
– El mérito no es mío. La familia de mi madre tiene una tienda de muebles y antigüedades desde principios del siglo XX, lo cual tiene sus ventajas. Una de ellas es que mi mejor amiga y yo empezamos a trabajar en la tienda cuando teníamos catorce años. Cuando llegaba algo nuevo, nos parecía que no podíamos vivir sin ello y hacíamos horas extra hasta que conseguíamos pagarlo. Si te gusta mi apartamento, deberías haber visto el de Dana… antes de que la metieran en la cárcel.
Por fin. Heidi había estado esperando el momento oportuno para sacar el tema. Ahora ya estaba sobre la mesa. Gideon le lanzó una mirada inquisitiva y dejó sobre el plato su trozo de pizza a medio comer.
– Ella no mató a Amy -exclamó Heidi con los ojos llenos de lágrimas-. Su familia vive al lado de la mía. Crecimos como hermanas. La conozco tan bien como a mí misma. Se está muriendo en esa cárcel, Gideon -le tembló la voz-. Tengo que sacarla de allí o mi vida no valdrá nada.
– Dios mío -oyó que musitaba él.
– Cuando supe que el antiguo jefe de la brigada de homicidios de San Diego iba a dar un curso de criminología en mi aula, aquello me pareció una señal del cielo. Por eso…
– No hace falta que me expliques nada -la interrumpió él.
– No sabes lo agradecida que te estoy porque me aceptaras en tu clase. Ya he aprendido muchísimo, y estoy segura de que la policía pasó por alto alguna prueba de vital importancia en el caso de Dana. La otra noche llamé a John Cobb, su abogado…
– Es uno de los mejores del estado.
Ella tomó aliento.
– Espero que tengas razón, Gideon. El señor Cobb cree en la inocencia de Dana, pero dice que no logrará reabrir el caso a menos que encontremos una prueba concluyente.
– Sí, es muy difícil lograr que se reabra un caso ya juzgado.
– Pero no será imposible…
Gideon extendió un brazo y le apretó la mano. Heidi sintió que una oleada de calor se extendía por su cuerpo.
– No. Nada es imposible, si uno lo desea lo suficiente.
– También necesito hacerlo por sus padres. Es tan horrible, Gideon. Se pasan el día entre visitas a la cárcel y visitas al cementerio donde está enterrada Amy -con el pulso martilleándole en los oídos, añadió-: ¿Tú crees que…?
De nuevo fueron interrumpidos, esta vez por el teléfono móvil de Gideon. Frunciendo el ceño, él le soltó la mano y sacó el teléfono del bolsillo del pantalón.
Heidi, que no quería parecer curiosa, se puso a recoger la mesa. Gideon parecía estar intentando aplacar a alguien. Heidi imaginó quién podía ser. Al ver la expresión sombría de Gideon cuando colgó el teléfono, se temió lo peor. Y no se equivocó.
– Era Kevin -dijo él-. Lloraba tanto que apenas entendía lo que decía.
Entristecida, Heidi se apoyó contra la encimera.
– No me sorprende.
Él sacudió la cabeza, frunciendo el ceño.
– A mí sí, francamente. ¿Sabes que se fue del restaurante, tomó el autobús hasta mi casa y está esperándome allí?
– ¿Cómo si el padre fuera él? -bromeó Heidi, intentando quitarle hierro al asunto.
– Exacto. Pero esta noche se ha pasado de la raya. Y, para colmo, su madre no sabe que no está con Brad. Kevin le hizo jurar a su amigo que le guardaría el secreto, pero los secretos siempre acaban saliendo a la luz. Si su madre se entera de lo ocurrido, lo castigará impidiéndole que nos veamos durante una temporada.
– ¿Puede saltarse así tus derechos de visita?
Gideon la miró fijamente.
– No. El juez le diría que debe utilizar otros métodos para enseñarle disciplina a Kevin, pero no quiero darle a Fay la oportunidad de causar problemas. Me temo que debo irme. Cuanto antes lleve a Kevin a casa, mejor.
– Estoy de acuerdo.
Heidi no quería que se fuera, pero sabía que era inevitable. Su hijo lo necesitaba, necesitaba que lo tranquilizara.
– Te llamaré esta noche, aunque sea tarde.
Ella asintió, notando que él tampoco quería irse. Gideon se dio la vuelta bruscamente y salió de su apartamento.
Tras oír que la puerta se cerraba, Heidi entró en el cuarto de estar, se acercó a la ventana y miró por el cristal. Al verlo correr hacia su coche, no pudo evitar que su corazón se fuera tras él.
– ¿Estás enfadado conmigo?
Apretando el volante con fuerza, Gideon arrancó el coche marcha atrás y puso rumbo a Mission Beach.
– No, estoy enfadado conmigo mismo.
Kevin lo miró, sorprendido.
– ¿Y eso?
– He roto una regla que aprendí de Daniel.
– ¿Qué regla?
– Nunca dar nada por sentado.
– No te entiendo.
Gideon respiró hondo.
– No importa. Lo que importa es que durante los últimos dos años has dejado de ser un niño y te has convertido en un adolescente. Ha sucedido sin que yo me diera cuenta… hasta esta noche. Deberíamos haber tenido esta charla hace mucho tiempo. Así habríamos evitado lo que pasó esta noche en el restaurante -su hijo bajó la cabeza sin decir nada-. Yo tengo el convencimiento de que, si uno quiere de veras a una mujer, no vive con ella, como hacen muchos; se casa con ella. Durante estos años, he salido con algunas mujeres, pero cuando llegaba el momento de la verdad me daba cuenta de que no estaba enamorado de ellas. Por eso no he vuelto a casarme. Por eso nunca te has cuestionado el hecho de que viva solo. Mi error ha sido no decirte que siempre he querido volver a casarme, si encuentro a la mujer adecuada.
– ¡Pero eso lo estropearía todo! -estalló Kevin.
Gideon sintió un nudo en el estómago y supo que aquello les llevaría algún tiempo. Debía armarse de sentido común y de paciencia para hacer que su hijo comprendiera que el mundo no se acabaría porque él volviera a casarse.
– Kevin, tú sabes que te quiero más que a nada en el mundo.
Tras un largo silencio, el chico masculló:
– Eso creía.
Gideon comprendió que era la rabia la que hablaba por boca de su hijo. Al fin y al cabo, siempre había tenido que competir con su padrastro por el cariño de su madre.
– Estás enamorado de ella, ¿verdad? -dijo Kevin inesperadamente, en tono de reproche-. Todos mis amigos os vieron agarrados.
«Cielo santo». Aquello le había hecho más daño de lo que Gideon creía.
– Digamos simplemente que me siento muy atraído por ella. Sin embargo, no sé qué pasará en el futuro. Tengo intención de seguir viéndola para averiguar qué puede haber entre nosotros. Pero eso no cambiará mi relación contigo, pase lo que pase. Porque eres mi hijo y somos un equipo. Siempre lo seremos.
Kevin no dijo ni una palabra más durante el resto del trayecto. Cuando aparcaron frente a la casa de Fay, salió del coche sin abrazar a Gideon. Era la primera vez que lo hacía. Y a Gideon le dolió.
Cuando Kevin se giró para cerrar la puerta, en sus ojos brillaba una mezcla de dolor y furia.
– Pensaba que viviríamos juntos cuando cumpliera dieciocho, pero no me iré a vivir contigo si te casas con ella. La odio, y no quiero ir a tus clases nunca más.
Mucho después de que Kevin entrara en la casa, Gideon seguía allí, atónito y entristecido, repitiéndose sin cesar las hirientes palabras de su hijo.
Eran las once y diez cuando Heidi acabó de corregir los exámenes que les devolvería el lunes a sus alumnos. Se sentía aliviada por tener algo en qué ocuparse; una distracción que le impidiera volverse loca esperando a que sonara el teléfono. Aunque, en realidad, no contaba con que Gideon la llamara, pese a que había dicho que lo haría. Kevin estaba enfadado. Sin duda Gideon tardaría largo tiempo en ahuyentar sus temores.
Heidi sabía por su experiencia como maestra lo impredecibles que eran los adolescentes cuando se les revolucionaban las hormonas y los problemas ya no podían resolverse con un abrazo de mamá y una hornada de galletas caseras.
Apagó el televisor, que le había proporcionado ruido de fondo, y se preparó para irse a la cama. Acababa de apoyar la cabeza en la almohada cuando sonó el teléfono. Incorporándose, lo descolgó.
– ¿Hola?
– ¿Heidi? Soy Gideon.
Heidi procuró calmarse.
– ¿Qué tal te ha ido? ¿Kevin ya está mejor?
– Me temo que no.
Su voz sombría la alarmó.
– Lo siento mucho.
– Yo también. Pero ahora no quiero hablar de eso. ¿Qué vas a hacer mañana?
Heidi tragó saliva.
– Tenía pensado ir a visitar a Dana.
– ¿Por qué no paso a recogerte y vamos juntos?
– ¿Lo dices de verdad? -exclamó ella. Estaba segura de que conocer a Gideon le daría nuevas esperanzas a su amiga.
– El lunes pensaba echarle un vistazo a su caso, pero preferiría hablar con ella y formarme una opinión antes de ver su expediente.
Un sollozo escapó de la garganta de Heidi.
– No sabes… No puedes imaginar lo que significará esto para Dana -Heidi no pudo evitar emocionarse.
– Estaré allí a las diez. Pararemos a comer de camino.
– Gracias -musitó ella-. Gracias.
«No sabes cuánto significa esto para mí».