Capítulo 4

Tras beber en la fuente del pasillo, Gideon acompañó de nuevo a Kevin a la clase.

– ¿Qué te parece lo que has visto hasta ahora?

– Bastante interesante. ¿Pero podríamos irnos a las ocho y media, por favor?

– A esa hora acaba la clase.

– Lo sé. Pero esas mujeres son igual que mamá. Les encanta cotillear y no saben cuándo parar. ¿Me prometes que no se lo permitirás?

Gideon se echó a reír.

– Eso está hecho.

Los alumnos ya estaban en sus sitios cuando entraron en el aula. Durante la primera hora de clase, Heidi Ellis se había apresurado a desviar la mirada cuando sus ojos se encontraban con los de Gideon. Aquella actitud esquiva intrigaba y desconcertaba al detective.

Contento porque hubiera llegado aquel momento, Gideon levantó la mirada hacia Heidi. Esta tenía la cabeza agachada parecía enfrascada en sus notas. No por primera vez, Gideon se quedó sin aliento al ver aquel cabello rojo que le caía sobre los hombros.

– Si estás preparada, estamos deseando escucharte.

Al verla levantarse, le resultó difícil fingir un interés desapasionado. Estaba sumamente atractiva con su jersey negro de manga corta y sus pantalones de lana de color gris.

Heidi se aclaró la garganta.

– Dana Turner, de veinticinco años, se marchita lentamente en una celda. Ha sido encarcelada por el asesinato de su hermana menor, Amy, de diecinueve años, asesinato que no cometió. Acaba de enterarse de que el detective que contrataron sus padres después del juicio ha abandonado el caso al no encontrar nuevas pruebas -el temblor de su voz alertó a Gideon de que aquella no era una historia ficticia. ¿De qué le sonaba el nombre de Dana Turner?-. Su abogado cree en su inocencia, pero no puede hacer nada por ella a menos que salga a la luz una prueba concluyente que permita la reapertura del caso. Según el informe policial, los padres de Amy regresaron una noche a casa tras asistir a una cena y encontraron la habitación de su hija en llamas. Cuando lograron sacarla al pasillo, estaba inconsciente. El equipo médico que llegó poco después confirmó su fallecimiento. En el juicio se presentaron pruebas indiscutibles de que las hermanas se pelearon físicamente justo antes del incendio. Ambas tenían arañazos y hematomas similares en todo el cuerpo. Se encontraron asimismo restos del pelo y la piel de Amy en una sortija y bajo las uñas de Dana Turner. Ello, y las huellas dactilares que se descubrieron en una lata de gasolina hallada en el garaje de los Turner, permitió a la fiscalía convencer al jurado de que Dana mató a su hermana a sangre fría, dejándola inconsciente de un golpe primero e incendiando su cuarto después, de modo que Amy murió asfixiada por inhalación de gases tóxicos.

Heidi hizo una pausa y puso el papel sobre el escritorio, delante de Gideon. Mirando a la clase, añadió:

– Eso es todo lo que tengo, porque todavía no sé el final de la historia.

A juzgar por el silencio que se apoderó del aula cuando regresó a su sitio, su emocionada exposición había causado un gran impacto entre sus compañeros. Gideon se puso en pie.

– Gracias, Heidi -al decir su nombre, ella giró la cabeza en su dirección. Sus ojos se encontraron, y Gideon observó que los de ella tenían la misma expresión implorante que había visto el viernes anterior. Podía sentir la tensión que emanaba de ella-. La leeré y te la devolveré en la próxima clase con algunos comentarios.

– Gracias -musitó ella.

Gideon hizo un esfuerzo por apartar la mirada y procuró recomponer sus ideas.

– Necesitaremos la ayuda de Emily antes de que os mande los deberes de esta noche. No hace falta que te levantes, Emily. ¿Puedes describirnos el despacho en el que fue hallado el cadáver de tu historia? Hazlo con detalle. Y despacio, para que podamos tomar apuntes -cuando Emily acabó su descripción, Gideon añadió-. Bien. Ahora que podemos imaginarnos el lugar del crimen, estos son vuestros deberes para el próximo día: recorred la habitación tantas veces como sea necesario para confeccionar una lista de pruebas forenses: fotografías, huellas dactilares, todo lo que se os ocurra. Yo haré una lista similar. El viernes, cada uno leerá la suya y yo os pasaré una copia de la mía. Aquel cuya lista se acerque más a la mía, recibirá un premio -la clase se alborotó, regocijada, y en ese instante sonó la sirena-. Permitidme que os recuerde otra vez la regla número uno de Daniel Mcfarlane: no deis nunca nada por sentado.

– No lo haremos -dijeron casi todos.

Para su sorpresa, Gideon vio que Heidi se escabullía por la puerta. Estaba claro que había decidido marcharse sin decir adiós. Y, por alguna razón, Gideon sospechaba que pretendía huir de él. Deseó correr tras ella, pero la presencia de Kevin se lo impidió.

– Vámonos, papá.

– Primero, ayúdame a poner los pupitres en su sitio.

Juntos acabaron aquella tarea en un abrir y cerrar de ojos. Gideon recogió sus cosas y, en cuanto apagó las luces y cerró con llave, salieron.

– Yo llevaré la hoja de asistencia, si quieres -dijo Kevin.

– Gracias. Te espero en el coche.

Gideon se apresuró a salir del edificio, con la esperanza de hablar un momento con Heidi antes de que saliera del aparcamiento. Por desgracia, su Audi ya había desaparecido.

Dado que Heidi no parecía dispuesta a responder a las preguntas que lo asaltaban, Gideon decidió recurrir a la única persona que sabría si el nombre de Dana Turner tenía algún significado en especial: Daniel Mcfarlane.

Después de dejar a Kevin en casa de su madre, se pasaría por casa de Daniel. Su mentor había regresado el lunes del hospital y, según le había dicho su mujer, se encontraba mejor y estaba deseando saber qué tal iba el curso.

– Papá, ¿por qué esa escritora no dijo cómo acababa su historia? ¿No tenéis que saber el final para inventaros las pruebas?

– Heidi Ellis no es escritora -dijo Gideon-. Es profesora de geografía. Da clases en el aula que utilizamos.

– Mmm. Tiene unas fotografías muy interesantes en las paredes -giró la cabeza hacia Gideon-. ¿Crees que se tiñe el pelo?

Conteniendo la risa, Gideon dijo:

– No creo que sea posible fabricar un tinte de ese color, ¿tú sí?

– Supongo que no. Es guapa, para ser maestra.

«Es guapa y punto, campeón. Te lo dice uno que sabe de lo que habla».

– Pero si tiene un hijo pelirrojo, lo siento por él.

– ¿Y eso por qué? Tú no estarías nada mal con el pelo rojo -bromeó Gideon.

– ¡No gracias!

– Bueno, ¿cómo van tus deberes?

– Ya los he acabado.

– Estupendo -Gideon giró a la derecha y siguió calle abajo, hasta detenerse frente a la casa de Fay-. Ya hemos llegado. Tu madre te ha dejado la luz del porche encendida.

– Ojalá pudiera irme a dormir con Pokey y contigo.

– Sí, ojalá -se inclinó sobre el asiento y le dio un abrazo-. Hasta el viernes, a las seis y media en punto.

Kevin se abrazó a él.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, hijo. Que mañana pases un buen día.

Decirle adiós a su hijo siempre le resultaba triste. Se quedó mirando a Kevin hasta que entró en la casa y a continuación puso rumbo a Lomas del Mar, donde vivía Daniel.

Veinte minutos después, Ellen le abrió la puerta de la casa. Gideon encontró a Daniel tumbado en el sofá de su despacho, viendo la televisión. Comprobó con alivio que la operación no había dejado a su amigo muy maltrecho. Esperaba que la quimio no le resultara demasiado dura.

– ¡Gideon! ¿Qué te trae por aquí?

Sonrió a Daniel y se sentó en un cómodo sillón, a su lado.

– Me parece que eres un impostor. No tienes pinta de haber salido del hospital hace unos días.

– Me encuentro bastante bien.

– Eso solo lo dice porque tú estás delante, Gideon. ¿Quieres que te traiga un té con hielo, o un café?

– Un té con hielo. Gracias. Ellen.

– Y tú, ¿quieres algo? -le preguntó ella a su marido.

– No, nada, cariño -cuando Ellen salió, Daniel dijo-: Cuéntame qué tal van las clases.

– Debo admitir que estoy disfrutando más de lo que imaginaba. Es un grupo muy inteligente. Por ahora demuestran mucho interés y hacen los trabajos con un entusiasmo que no te puedes ni imaginar.

– Estupendo -Daniel suspiró-. Me alegra saber que aún no quieres tirar la toalla.

– No, nada de eso -el emotivo relato de Heidi Ellis seguía inquietándolo. Metió la mano dentro del bolsillo y, sacando su sinopsis, se la dio a Daniel-. El viernes pasado se unió a la clase una nueva alumna. Aunque no es escritora, insistió en hacer la sinopsis. Quiero que le eches un vistazo.

– ¿Me alcanzas las gafas, por favor? Están ahí, encima de la mesa.

Gideon se las dio y, mientras aguardaba sus comentarios, Ellen entró con el té helado. Gideon se puso en pie para darle las gracias y le pidió que se quedara con ellos.

– Oh, no. No quiero meterme en vuestros asuntos. Que os divirtáis.

– Prometo no quedarme mucho rato.

Gideon volvió a sentarse al salir Ellen de la habitación. Daniel se quitó las gafas y, al levantar la vista del papel, Gideon notó que tenía una expresión que había llegado a reconocer con el paso de los años. Cuando su antiguo jefe parecía mirar al infinito, ello significaba que iba tras la pista de algo importante. Daniel le dio un golpecito al papel con las gafas.

– Este es el caso Turner.

– ¿Así que lo conoces? Ya me parecía que el nombre me resultaba familiar. Cuando la oí leerlo en clase, me pareció que era un relato auténtico -no lograba olvidar la voz emocionada de Heidi, su mirada implorante.

– ¿No lo recuerdas? -preguntó Daniel, sorprendido-. Ocurrió en la zona de Mission Bay. El juicio debió de ser el pasado agosto.

Gideon sacudió la cabeza.

– Debió de ser cuando Max y yo estábamos trabajando en ese asunto de la mafia rusa. Cuando acabamos, me fui de vacaciones con Kevin.

– Sí, claro. Yo por entonces acababa de retirarme, pero recuerdo los rumores que corrían por el departamento porque era año de elecciones y Ron Jenke se anotó otro tanto con el caso Turner. Quería el puesto de fiscal general. ¡Gracias a Dios que no lo consiguió! Entre tú y yo, ese Jenke es un tipo de cuidado.

– Estoy completamente de acuerdo -murmuró Gideon.

Daniel clavó en él una mirada penetrante.

– ¿Quién es esa mujer, Gideon?

– Se llama Heidi Ellis. ¿Su nombre te resulta familiar? -esperaba que no.

– No.

Aliviado, Gideon dijo:

– Enseña geografía en el colegio Mesa. Tú escribiste algo en su pizarra. Así fue como se enteró de lo del curso nocturno.

Daniel asintió lentamente, pero no respondió. Cada vez más ansioso, Gideon asió su vaso de té y lo apuró de un trago.

– Si no es escritora -dijo Daniel por fin-, supongo que es posible que eligiera un asesinato real ocurrido en la zona de San Diego porque así le resultaba más fácil hacer los deberes, pero…

– Pero esa teoría no te convence -acabó Gideon por él-. A mí tampoco. Como no había ido a la primera clase y no aspira a ser escritora de novelas de misterio, le dije que no hacía falta que hiciera la sinopsis, pero insistió en hacerla. Las razones que adujo eran bastante convincentes, pero me pareció que no encajaban con la intensidad de sus emociones.

Daniel lo miró fijamente.

– Puede que sea una pariente cercana, o una amiga, que no ha sido capaz de digerir el encarcelamiento de Dana Turner. O puede que…

– ¡No lo digas! -incapaz de continuar sentado, Gideon se puso en pie de un salto y comenzó a caminar de un lado a otro de la habitación. Notaba los ojos de Daniel clavados en él.

– Da la impresión de que tienes un interés personal en esa mujer.

– Tal vez.

– ¿Tal vez?

– Demonios, Daniel…

Sabía lo que estaba pensando su mentor. Era lo mismo que él había ido pensando durante todo el trayecto hacia su casa.

Cuando se trabajaba en homicidios, se manejaban toda clase de estadísticas y perfiles psicológicos. Estaba demostrado que, a menudo, cuando tras cerrar un caso alguien mostraba interés por desenterrarlo, esa persona o sabía algo que aún no había salido a la luz, o era cómplice del crimen. En ciertos casos, resultaba ser el verdadero asesino.

– Dile a Rodman que quieres echarle un vistazo al caso. Llámame cuando hayas averiguado algo.

Gideon asintió con expresión de amargura.

– Gracias. Será mejor que me vaya antes de que Ellen me eche a patadas. Cuídate. Queremos que estés por aquí mucho tiempo.

– Y pienso hacerlo. Ten -le devolvió la sinopsis de Heidi y a continuación le lanzó una mirada penetrante-. En todo el tiempo que hace que somos amigos y compañeros, nunca te había visto perder la objetividad. Esa mujer debe de ser excepcional. ¿Me permites que te dé un consejo?

– ¿Cuál? -masculló Gideon.

– Me sorprende que tengas que preguntarlo. Regla número uno, por supuesto.

Gideon encajó la reprimenda y, tras darle un abrazo a Daniel, se marchó.

Durante todo el trayecto hacia su casa, no dejó de repetirse aquellas palabras: «Nunca dar nada por sentado». Pero cuando aparcó en la rampa de su jardín, aún no había conseguido aclarar sus ideas.

Heidi había despertado en él una intensa atracción que no sentía desde hacía muchos años. Sin embargo, aquella mujer tenía problemas que él ni siquiera empezaba a sospechar. ¿Qué le estaba ocurriendo? Max sin duda podría sacarlo de aquel dilema. Él se había enamorado de Gaby cuando todavía la creía su enemiga, y había pasado por un verdadero calvario hasta qué por fin averiguó la verdad. Por suerte para él, el accidente de automóvil que los puso en contacto había sido solo eso, un accidente, y no parte de una estafa de seguros. Tal vez, el interés de Heidi Ellis por el curso de criminología fuera también únicamente accidental.

Gracias a Daniel, Gideon podría revisar el caso y resolver algunas incógnitas antes de la clase del viernes por la noche. Hasta que se convenciera de lo contrario, actuaría partiendo de la premisa de que Heidi era simplemente una amiga o una pariente angustiada de Dana Turner.

Debía convencerse de ello, porque tenía la intención de llegar a conocerla mucho mejor.


El viernes por la tarde, en cuanto acabaron las clases, Heidi se fue a casa de sus padres para hablarles de su conversación con el señor Cobb. Durante la cena, les explicó por qué se había apuntado al curso nocturno. Sus padres opinaron que acercarse al detective Poletti era una idea excelente.

Cuando partió de nuevo hacia el colegio, estaba impaciente por conocer los comentarios de Gideon acerca de su sinopsis. Pero quería hablarle de Dana sin que nadie los molestara. Quizá Gideon también se llevara a su hijo esa noche, en cuyo caso probablemente se marcharían en cuanto acabara la clase. Si quería mantener una charla a solas con él, lo mejor sería que lo abordara antes de que llegaran los demás.

Dependiendo de su reacción cuando le dijera que el asesinato de su historia era un caso real, Heidi intentaría averiguar si hacía trabajos de investigación por su cuenta. Con la ayuda de sus padres, podría pagarle el precio que le pidiera.

Vio aliviada que la puerta del aula estaba abierta, y procuró no pensar en él más que como en el detective que podía ayudarla a resolver el caso de Dana. Al principio, creyó que no había nadie dentro de la clase. Pero al cabo de un momento vio al hijo de Gideon al fondo del aula, mirando las fotografías que había en la pared. El chico pareció oírla y se dio la vuelta.

– Hola.

– Hola -Heidi dejó el bolso en una silla y se acercó a él-. ¿Dónde está tu padre?

– En secretaría, haciendo fotocopias. Esa de la foto grande eres tú, ¿no? -señaló la fotografía.

– Sí, cuando era mucho más joven, claro -sonrió-. Me extraña que me hayas reconocido entre tanta gente.

– Eso es fácil. Los demás no tienen el pelo rojo. ¿Cómo es que estuviste en África?

El chico era observador. En la fotografía, Heidi llevaba el pelo recogido hacia atrás y cubierto en su mayor parte por un sombrero.

– Mi mejor amiga y yo hicimos un viaje alrededor del mundo al acabar el bachillerato. Mi amiga es esa, la que está de pie entre esos dos africanos.

Los cálidos ojos castaños del chico se agrandaron.

– ¿Disteis la vuelta al mundo?

– Sí. No es tan difícil como parece. Conseguimos una verdadera ganga en una línea aérea. No resulta tan caro, si viajas todo el tiempo hacia el oeste hasta que vuelves a casa. Hicimos todas las escalas que pudimos permitirnos. Kenia fue el sitio que más nos gustó.

– ¿Fuisteis de safari?

– Sí. Vimos de todo, desde gacelas a cebras, y hasta hipopótamos bañándose en un río. Fue fantástico.

– ¿Qué animal te gustó más?

– Los bebés jirafa. Es precioso verlos junto a sus madres. ¿Ves esa foto? -señaló la fotografía de la esquina-. La hice cuando el guía nos llevó a caballo por la montaña. Había mucha niebla. De repente llegamos a la cima y nos encontramos un rebaño entero de jirafas con sus crías, comiendo hojas de los árboles. Pasamos entre ellas sin hacer ruido. Incluso pude acercarme a una de las crías.

– Qué suerte.

– Sí. El guía llevaba a los turistas a aquel lugar desde hacía años, así que las jirafas no se asustaban. ¿Te gustan los animales?

– Sí.

– ¿Tienes alguna mascota?

Él asintió, sonriendo.

– Un perro. Se llama Pokey y mete las narices en todas partes.

– Eso me recuerda a tu padre.

La sonrisa del chico se desvaneció.

– ¿Qué quieres decir?

– Que los detectives meten las narices en todas partes, buscando pistas.

– Ah… ya. Heidi acababa de averiguar una cosa: aquel chico era muy suspicaz en lo que a su padre se refería.

– ¿Quieres ver más fotos de animales? Las tengo en disquetes, si quieres verlas en el ordenador.

– Eso sería estupendo.

– Entonces, ven aquí. Encenderé el ordenador para que puedas empezar. También tengo un disquete con fotos de los gorilas de la reserva Jane Goodall.

Un minuto después, Kevin se hallaba completamente absorto en las fotografías. Heidi se dio la vuelta y, de pronto, dejó escapar un gemido de asombro. A menos de dos pasos de ella estaba su profesor. Llevaba un traje gris claro con una camisa negra. Era el hombre más atractivo que había visto en toda su vida.

– Detective Poletti… ¿cuánto tiempo lleva ahí?

Gideon la recorrió con la mirada un instante, y Heidi sintió que el corazón le martilleaba en el pecho.

– El suficiente como para lamentar que no haya una foto suya con las jirafas.

Heidi sintió un calor en las mejillas y comprendió que había oído casi toda la conversación.

– Papá, tienes que ver estas fotos. Son como las del National Geographic. ¿Y si este verano vamos a Kenia, en vez de a Alaska?

Su padre puso los brazos en jarras.

– Debí imaginar que no podía dejarte solo ni dos minutos en esta aula tan fascinante. Ahora, no me dejará en paz hasta que le prometa que iremos a Kenia.

De pronto, Heidi decidió que debía averiguar inmediatamente un dato crucial.

– ¿Tu mujer y tú habéis llevado alguna vez a Kevin a Alaska?

Hubo una larga pausa.

– Mi ex mujer volvió a casarse hace años -dijo él con voz plana-. Pero, para responder a tu pregunta, todos los veranos Kevin y yo pasamos un par de semanas pescando en una isla, cerca de Anchorage.

Heidi respiró aliviada. Se recordó que solo había dado dos clases con aquel hombre y que su reacción era desproporcionada. Pero recordárselo no le sirvió de nada. Temiendo que el detective se diera cuenta de lo que le pasaba, se giró hacia su hijo.

– Eres un chico afortunado, Kevin. Yo nunca he estado en Alaska.

El chaval siguió mirando la pantalla mientras hablaba.

– Es muy divertido. Para llegar a la isla, hay que ir en un avión de carga.

– ¿Y da miedo?

– Seguramente tanto como esos aeroplanos que llevan a los campamentos de los safaris, en Kenia -dijo su padre-. Vamos a la mesa. Te devolveré tu sinopsis.

Heidi lo siguió, fijándose en su físico imponente. Sabiendo que no estaba casado, dejó de sentirse culpable por el placer que sentía al mirarlo. Con el tiempo, sabría si alguna mujer ocupaba su corazón. Si era que él le daba ocasión de averiguarlo, claro.

Mientras Gideon le devolvía su historia, otros tres alumnos entraron en el aula. Su oportunidad de hablar a solas con él se esfumó. Quizás esa noche, después de clase, podría quedar con él para hablar antes de la siguiente sesión.

– Gracias por permitirme entregarla.

– De nada.

Una vez en su sitio, Heidi empezó a leer las observaciones que Gideon había anotado debajo de la sinopsis.


Heidi, dado que no eres escritora, no puedo dejar de preguntarme por qué elegiste para tu historia un caso real ocurrido en Mission Bay. Debo confesar que estoy intrigado. Si te parece bien, te llamaré este fin de semana para que quedemos fuera de clase.


Mientras saludaba a todo el mundo, Gideon observaba la reacción de Heidi. Ella tenía la cabeza agachada y parecía concentrada en la lectura. Sin embargo, de pronto alzó la cara, agitando una nube rojiza alrededor de los hombros, y mirándolo fijamente asintió con la cabeza sin decir nada.

A Gideon le agradó su respuesta. No, en realidad no le agradó: lo entusiasmó, porque significaba que pronto volvería a verla. El sábado, con un poco de suerte.

Más animado que al llegar a clase, mandó a sus alumnos que escribieran por turnos en la pizarra la lista de las pesquisas que debían hacerse en la escena del crimen. El grupo estaba tan entusiasmado que Gideon decidió no parar a la hora del descanso y dio la clase de un tirón. Unos minutos antes de que sonara la campana, anunció al ganador.

– La lista de Natalie tiene solamente un punto menos que la mía. Felicidades -mientras todos aplaudían, Gideon le entregó a Natalie un paquete envuelto en papel de regalo-. Es un libro de bolsillo titulado Guía de la ciencia forense para aficionados. Espero que algún día te ayude a escribir un best seller.

Aquella mujer con aspecto de abuelita le dio un rápido abrazo antes de que el resto de los alumnos se congregaran a su alrededor, ansiosos por ver el regalo. Satisfecho porque el premio hubiera causado tanta expectación, Gideon decidió llevar un regalo cada semana.

En medio de aquel revuelo, le hizo a Kevin una seña para que empezara a repartir los deberes para la clase del miércoles.

– Necesitaréis el informe forense del expediente para rellenar esta hoja -dijo, alzando la voz-. La semana que viene traeré a un forense que os hablará de diversos casos de envenenamiento y responderá a vuestras preguntas.

El anuncio despertó nuevos murmullos de aprobación. Media docena de alumnas se detuvieron junto a la mesa para decirle que aquella era la clase más emocionante a la que habían asistido nunca.

Cuando el aula quedó vacía, Heidi seguía allí, colocando los pupitres. Una sonrisa danzaba en las comisuras de su boca.

– Buena jugada, detective. Debo confesar que estoy celosa. Después de seis años enseñando, puedo contar con los dedos de una mano el número de alumnos que me han dedicado elogios tan encendidos.

– Venga, papá, vámonos. Me lo prometiste -dijo Kevin.

Por primera vez desde hacía años, Gideon dudó entre complacer a su hijo y satisfacer sus propios deseos.

– Ve con él -le dijo Heidi en voz baja-. Yo cerraré la clase.

Pero Gideon no quería irse.

– Mañana tendrás noticias mías -respondió casi en un susurro.

– Estaré en casa.

Él asintió, y sus ojos se encontraron una última vez. Pero Kevin ya estaba en la puerta.

– Creo que has olvidado decirle algo importante a Heidi -dijo Gideon, acercando a su hijo.

Kevin se volvió hacia ella.

– Gracias por dejarme usar el ordenador, señorita Ellis. Las fotos son fantásticas.

– Me alegro de que te hayan gustado. La próxima vez, si tienes deberes que puedas hacer en el ordenador, úsalo libremente.

– Gracias.

– De nada. Que te diviertas con Pokey.

Gideon observó la sonrisa de complicidad que intercambiaron Heidi y su hijo.

– ¿A qué se refería? -le preguntó a Kevin cuando salieron al pasillo.

– La señorita Ellis me dijo que tú eras como Pokey, porque siempre andas por ahí, husmeando en busca de pistas.

Gideon sonrió, contento de saber que habían estado hablando de él.

– ¿De qué más habéis hablado?

– Me ha dicho que ha dado la vuelta al mundo.

– Eso es impresionante.

– ¿Cuánto crees que cuesta?

– Mucho más de lo que nosotros gastamos cuando vamos de vacaciones a Alaska.

– Yo creía que los maestros eran pobres.

– Ganan lo justo para vivir.

Aún tenía que averiguar muchas cosas sobre el origen de Heidi Ellis. En cuanto a revisar el caso Turner, aquello tendría que esperar hasta el lunes. Ese día y el anterior había estado investigando un nuevo caso de asesinato, y le había sido imposible pasarse por el archivo de la comisaría.

Pero, de todos modos, dadas las circunstancias, quizá fuera mejor no tener muchas ideas preconcebidas acerca del caso Turner… o de Heidi. La semana anterior, al conocer a Heidi, le había ocurrido algo muy extraño. Algo casi sobrecogedor. Quizá se estuviera anticipando. Pero si a ella le había ocurrido lo mismo, no quería que nada estropeara lo que podía surgir entre ellos.

– Papá, ¿puedes darme un anticipo de mi paga?

Gideon miró fijamente a su hijo mientras se incorporaban a la corriente del tráfico.

– ¿Para qué?

– Mañana es el cumpleaños de Brad. Quiero regalarle un juego de la PlayStation.

– Está bien.

– Gracias.

– ¿Cómo vais a celebrarlo?

– Creo que iremos unos cuantos al cine y que luego sus padres nos llevarán a cenar a algún sitio. No lo sé seguro.

– Parece divertido.

– Sí. Y tú, ¿qué vas a hacer?

«Eso quisiera saber yo».

– Seguramente me pasaré el día trabajando.

¿Y por la noche? Eso dependía de cierta pelirroja. Gideon contaba las horas que faltaban para que la viera otra vez.

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