Capítulo 10

Los gemidos de Pokey sacaron a Gideon de un sueño intranquilo. Alzó la cabeza y miró el reloj. Eran las cinco y media de la mañana, demasiado temprano para que el perro quisiera salir.

Gideon dudaba de que Heidi estuviera levantada a esas horas. Quizás alguien hubiera entrado en el jardín.

Apartó las sábanas y se levantó. Pokey estaba junto a la puerta cerrada, expectante. Gideon se puso el albornoz, sintiendo curiosidad por saber qué inquietaba al perro.

– Vamos, chico. Enséñame por qué estás tan nervioso.

En cuanto acabó de atarse el cinturón de la bata, abrió la puerta del dormitorio. Pokey echó a correr por el pasillo. Gideon vio luz en la cocina, al otro lado de la casa. Como había apagado todas las luces antes de irse a la cama, comprendió que Heidi debía de haberse levantado.

Para su sorpresa, la encontró sentada en el sofá del comedor, completamente vestida. Estaba leyendo uno de los diarios de Amy. Pokey se apoyó contra sus piernas y ella le acarició la cabeza.

– Gideon -dijo suavemente al verlo entrar en la habitación. A él le gustó la forma en que lo recorría con la mirada, como si no pudiera contenerse-. Siento haberte despertado.

– No te preocupes. Llevaba un rato pensando en levantarme. ¿Qué tal has dormido? -no pudo evitar preguntárselo, porque todavía parecía cansada. Y estaba tan guapa que de nuevo lamentó que hubieran pasado la noche separados.

– Bien.

«Embustera», pensó él.

– Bueno, no es cierto -admitió ella-. Me he pasado horas dando vueltas, intentando aclarar todo esto. Hace un rato me di cuenta de qué era lo que me inquietaba -volvió a mirarlo una vez más-. Me alegro de que te hayas levantado. Necesito contártelo.

Con la llegada de la mañana, había vuelto la realidad. Y Gideon lamentaba su intrusión.

– Primero dejaré salir a Pokey y le daré de comer. Vamos, pequeño -al cabo de un momento, regresó a la cocina-. Voy a hacer café. ¿Lo quieres con azúcar y leche?

– Sí -respondió ella alzando la voz.

En cuanto Gideon llevó las tazas a la mesa, Heidi se unió a él, cargada con los diarios.

– Cuéntame qué te ronda por la cabeza -él se sentó en una silla, junto a ella, y le dio su café.

Heidi se lo bebió casi todo de un sorbo.

– Mmm, qué rico. Gracias -dijo antes de dejar a un lado la taza-. Quiero enseñarte algo -buscó rápidamente la primera página de cada diario y las colocó sobre la mesa en orden cronológico-. Según la fecha de la primera anotación, por entonces Amy debía de estar en séptimo curso. ¡Pero ninguna chica de doce años escribiría esto! Mira la letra, el nivel de vocabulario, y compáralo con los otros cinco diarios. Yo no soy grafóloga, pero soy maestra y les pido a mis alumnos que guarden sus trabajos en un archivador. Los que llevan conmigo desde séptimo curso han mejorado considerablemente con el tiempo. Siempre hay diferencias, indicios de que ganan en madurez y capacidad de comprensión. Pero, según esto, Amy escribió igual de los doce a los diecinueve años. No veo ese cambio gradual. No hay faltas de ortografía. La estructura gramatical es notable. Y todos los volúmenes muestran el mismo grado de madurez.

Gideon dejó el café y observó las hojas. ¡Heidi tenía razón! Al ordenar los diarios de aquella forma, su uniformidad saltaba a la vista. Ello hizo que en la mente de Gideon cristalizara una teoría que hasta ese momento había permanecido en estado embrionario. Asombrado por la sagacidad de Heidi, la agarró de la mano y se la apretó.

– ¿Sabes lo que has hecho?

Ella lo miró fijamente.

– No.

– Ayer por la mañana, mientras leía el primer volumen, tuve la impresión de que no era un diario de verdad. Cuando terminé de leerlos todos, sentí que había leído el esbozo de una novela o de una obra de teatro escrita con mucha astucia. Todo parecía orquestado con un único propósito.

– Hacerle daño a Dana, quieres decir.

Él le soltó la mano.

– Eso está claro. Pero hay mucho más. Lo que acabas de descubrir es tan importante que, sin tu inspiración, yo no habría podido juntar todas las piezas del rompecabezas tan deprisa.

Ella abrió mucho los ojos, asombrada.

– ¿Insinúas que he descubierto algo que puede servirnos?

– Más de lo que imaginas. Si lo que dices es cierto, significa que Amy escribió todos estos diarios recientemente. ¿Qué indica eso?

– Que a los diecinueve años se puso a reconstruir su pasado en forma de diario -dijo Heidi inmediatamente.

– Tal vez.

– O que quizá pensara hacer pasar los diarios por auténticos. Sé que es un poco rebuscado, pero puede que esperara que algún día se hiciera una película sobre ellos en la que ella sería la estrella. Otra posibilidad es que escribiera conscientemente una historia de ficción con la esperanza de publicarla en algún momento.

– Ambas cosas son posibles.

– Pero te convencen tan poco como a mí.

– ¿Por qué lo sabes?

– Por tu tono de voz. Por tu lenguaje corporal.

Él esbozó una sonrisa. Le encantaba que Heidi lo conociera tan bien. Ello significaba que había estado observándolo, pensando en él.

– No vas a decirme cuál es tu teoría, ¿verdad?

Él apuró el resto del café.

– Aún no. Primero tenemos que saber si vamos por el buen camino. En cuanto me vista y desayunemos, iremos a tu casa para que recojas tus cosas. A esa hora ya podré hacer unas cuantas llamadas sin despertar a la gente. Primero quiero hablar con la señorita Winegar, la maestra de la que habla Amy. La que le dio el diario.

– Creo que se inventó su nombre, igual que todo lo demás, Gideon.

– Si eso es cierto, cuantas más mentiras descubramos, mejor perfilaremos la auténtica personalidad de Amy. Dime una cosa. Cuando eras pequeña, ¿no tuviste nunca uno de esos cuadernos en los que los dibujos se pintaban rellenando los casilleros según los números? Si había un tres, lo pintabas de amarillo; si había un cuatro, de azul, etcétera -Heidi asintió-. Bueno, pues así es como miro yo a los sospechosos durante una investigación. Al principio, son una forma sin colorear. Cuando descubro un dato, relleno un casillero. Luego destapo una mentira y relleno otro espacio. Una mentira a menudo lleva a otra. Y el dibujo empieza a tomar forma hasta que, poco a poco, llego a la verdad.

Se produjo un silencio y Heidi escudriñó sus ojos un momento.

– Acabas de decir «sospechosos» -dijo finalmente-. Pero Amy fue la víctima.

A Gideon lo alegró comprobar de nuevo la sagacidad de Heidi. Sin embargo, no resistió la tentación de burlarse un poco de ella.

– Me has decepcionado.

Ella pareció dolida.

– No te comprendo.

– Has incumplido la primera regla de Daniel Mcfarlane.

Pensando que era mejor dejarla reflexionar un rato, Gideon se levantó de la mesa. Le puso las manos sobre los hombros y se inclinó para besarla en el cuello.

– Si quieres empezar a preparar el desayuno mientras me visto, no me quejaré.

Cuando iba por el pasillo oyó pasos tras él.

– Gideon… -Heidi entró en el dormitorio y se puso delante de él, de modo que Gideon tuvo que detenerse y mirarla de frente-. ¿Estás insinuando que Amy planeó su muerte para que pareciera que Dana la asesinó?

– Señorita Ellis, es usted una lumbrera.

Ella se llevó las manos a la boca.

– Pero entonces… ¡estaba loca!

– Tal vez sufriera una auténtica enfermedad mental. Veremos si podemos averiguarlo. Y también averiguaremos si consumía drogas y si estaba tan trastornada por ellas que no se comportaba racionalmente.

Heidi gruñó.

– No había pensado en las drogas. Pero, si fuera así, quedaría algún rastro… ¿no?

Al parecer, Heidi no sabía que no había habido autopsia. Dana y los Turner la habían mantenido en la más completa ignorancia. Gideon decidió no decírselo todavía.

– Puede que no tenga importancia, pero por ahora no podemos descartar nada. ¿Puedes organizar una reunión con los Turner hoy mismo? Necesitaremos toda la ayuda que puedan prestarnos.

– Los llamaré ahora mismo. Aún no se habrán ido a trabajar. Cuando sepan que estás investigando el caso, estoy segura de que se sentirán tan agradecidos que harán todo lo que puedan -salió rápidamente de la habitación.

Gideon se dirigió a la ducha. Estaba impaciente por encontrar la prueba que sacaría a Dana de la cárcel. El día que eso ocurriera, la vida de Dana empezaría de nuevo. Y la suya también. Sin embargo, no se quejaba de lo que tenía. Heidi ya había pasado una noche bajo su techo. Aunque no hubiera dormido en su cama.


El recreo ya había terminado en el colegio Las Palmas cuando Heidi y Gideon entraron en el despacho de secretaría. Dana y ella habían estudiado allí. Nada parecía haber cambiado desde entonces, salvo por la presencia de ordenadores. La secretaria levantó la vista del suyo.

– ¿Puedo ayudarlos en algo?

– Espero que sí. Me llamo Heidi Ellis. Soy la profesora del colegio Mesa que llamó hace una hora, intentando localizar a una profesora de lengua llamada Winegar. Este es el detective Poletti, del departamento de policía de San Diego.

– ¿Cómo está? -dijo la otra mujer-. Esta mañana, después de llamar usted, les he preguntado a todos los miembros del personal que han entrado en la oficina si conocían ese nombre. Dos de los profesores llevan aquí treinta años. Dicen que nunca han oído hablar de la señorita Winegar.

– Mentira número uno verificada -musitó Gideon, deslizando la mano por la espalda de Heidi-. ¿Y ahora qué, Sherlock?

Ella apenas podía concentrarse mientras la tocaba.

– Gracias por su ayuda. ¿Tienen en el archivo los anuarios del colegio? Quisiéramos ver un par de ellos.

– Creo que el señor Delgado los tiene guardados en el armario de detrás de su escritorio. El señor Delgado dirige la mediateca. Está en el pasillo siguiente, a la derecha. Le diré que van para allá.

– Gracias. Ah -dijo Heidi-, ¿podría imprimirnos una copia de la lista de profesores actuales, con el número de sus aulas? Yo fui alumna de este centro. Si faltaran los anuarios que estamos buscando, me gustaría hablar con los profesores cuyos nombres recuerde.

– Tome una copia de encima del mostrador. Las tenemos ahí para los padres.

– Gracias otra vez.

Gideon deslizó la mano hasta su cintura y la condujo fuera del despacho.

– Felicidades -murmuró-. Empiezas a pensar como un detective. Estoy impresionado.

– Elemental, mi querido Watson -bromeó ella, pero su cumplido le produjo un intenso placer-. He tenido que desarrollar mis habilidades de sabueso para sobrevivir en esta jungla.

Él seguía riéndose cuando entraron en la mediateca, que estaba llena de estudiantes. El hombre del mostrador les hizo un gesto con la mano.

– ¿Señor Delgado?

– Buenos días. La secretaria me ha dicho que venían de camino. He sacado los anuarios de la última década. Será mejor que entren en mi despacho si quieren echarles un vistazo.

El despacho era un cubículo minúsculo, pero al menos estaba desierto. El señor Delgado les llevó una silla más y cerró la puerta.

Heidi empezó a buscar entre el montón de libros hasta que encontró los anuarios correspondientes al séptimo y octavo cursos de Amy. Le dio uno a Gideon y se quedó con el otro.

Los hojearon hasta que encontraron la fotografía de Amy.

– No se parecía mucho a Dana -comentó Gideon.

– No -dijo Heidi-. Cuando conozcas a los Turner, verás que son rubios y más bien bajos. Dana se parece más a su abuela paterna.

– Vamos a comparar la lista de sus profesores con la de los actuales.

Heidi puso el papel entre los dos. Después de un escrutinio minucioso, dijo:

– Solo veo cuatro profesores de cada anuario que siguen dando clases aquí. Ninguno de ellos es de lengua. Ni siquiera sé si le dieron clase a Amy.

Le dieron las gracias al señor Delgado, salieron del edificio y se dirigieron a la concejalía de educación. Ver trabajar a un detective era toda una revelación. Gideon solo tenía que enseñar sus credenciales y todo el mundo se apresuraba a cumplir sus órdenes. Al cabo de una hora tenían la lista completa de los profesores que habían dado clase a Amy, incluyendo su situación profesional actual y las escuelas donde trabajaban, si era que aún seguían dando clases en aquel distrito.

– Al parecer, su profesora de lengua en séptimo fue una tal señorita Ferron. Su nombre no me suena de nada. Según dice aquí, ya no trabaja en este distrito. Llamaré al ministerio. Ellos la encontrarán. Mientras tanto, regresemos a Las Palmas para hablar con el señor Finch, el profesor de pretecnología. Él es el único que dio clases a Amy y sigue allí.

Volvieron al instituto en el descanso entre dos clases. Cuando se presentaron, el viejo profesor se puso las gafas para mirar las credenciales de Gideon.

– ¿Amy Turner, dicen? Sí, la recuerdo. Qué terrible tragedia… ¡Asesinada por su propia hermana!

Heidi sintió un escalofrío. Gideon se acercó un poco más a ella.

– No estoy tan seguro de que su hermana sea culpable, señor Finch. Por eso estamos aquí. Díganos qué impresión tenía usted de Amy. Podría ser muy importante.

– Bueno… -el hombre se rascó la cabeza-. Era más bien callada. Parecía vivir en su propio mundo. En mi clase no tenía amigas, pero eso no es raro, porque en pretecnología se matriculan muy pocas chicas. Nunca me causó ningún problema. Pero sí recuerdo una cosa. Cada año, antes de las vacaciones de verano, los alumnos hacían relojes de péndulo para regalárselos a sus padres. Amy hizo uno bastante bonito, pero un día, después de clase, lo encontré escondido detrás de una máquina. Eso es lo único relevante que recuerdo de ella.

– Es exactamente la clase de información que necesitamos -le aseguró Gideon-. Si me permite otra pregunta, ¿notó en su comportamiento algo que le llevara a pensar que consumía drogas?

El señor Finch sacudió la cabeza.

– No. Normalmente, los chicos que toman drogas sufren cambios de humor muy bruscos. Se los detecta enseguida porque no manejan bien las máquinas ni las herramientas cuando están bajo la influencia de las drogas.

En ese momento sonó la campana y los estudiantes volvieron a entrar en clase. Se hizo imposible seguir hablando con el estruendo de las máquinas. Gideon le tendió la mano al profesor.

– Gracias. Ha sido de gran ayuda.

– A su disposición.

Salieron lentamente de la escuela, guardando silencio.

– ¿Qué piensas? -preguntó Gideon cuando se dirigían al coche.

– Sigo preguntándome acerca de la visión distorsionada que Amy tenía de su vida. El doctor Turner es un hombre extraordinario y cariñoso que adoraba a sus hijas. Le habría encantado ese reloj.

– Puede que tú y yo lo sepamos, pero los diarios demuestran que Amy sintió desde niña unos celos enfermizos hacia Dana. Teniendo una percepción tan retorcida de la realidad, supongo que albergaba serias dudas acerca de su propia valía.

– Que yo recuerde, Dana siempre fue consciente de que Amy tenía celos de ella. Siempre procuraba no herir sus sentimientos. Y se esforzaba continuamente por animarla y hacer que se sintiera querida.

– Probablemente eso la enfurecía aún más.

– Tienes razón.

No bien habían entrado en el coche, sonó el teléfono móvil de Gideon.

– Es del ministerio.

Heidi miró su reloj. Los Turner los esperaban a la una. Aún les quedaban dos horas para encontrar la pista de la profesora de lengua. Mientras esperaba vio que Gideon anotaba un número en su libreta.

– Barbara Ferron es ahora Barbara Lowell. Este es el número de teléfono de su casa. Esperemos que este allí.

Marcó el número y Heidi vio, aliviada, que empezaba a hablar con alguien. Al cabo de un momento, le oyó decir que estarían allí enseguida. Gideon colgó el teléfono con una sonrisa de satisfacción y encendió el motor.

– Los Lowell tienen dos hijos. Ella no ha vuelto a dar clases desde que dejó Las Palmas, hace seis años. Se trasladaron hace poco a un piso en City Heights. No tardaremos mucho en llegar.

– Oh, Gideon…

Él la tomó de la mano.

– Sé lo que sientes. Cuando se tiene una corazonada, uno está impaciente porque todo cuadre.

Heidi le apretó los dedos y luego le soltó.

– Ahora entiendo por qué te gusta tanto investigar.

Él asintió.

– Para algunos se convierte en una adicción. Lo cual puede causar estragos en la vida familiar. El año pasado trabajé en una operación especial con Max. Apenas tenía tiempo de ver a Kevin. Supongo que eso contribuyó a agravar sus problemas. Al final, prometí que nunca más antepondría el trabajo a la familia.

Ella bajó la cabeza.

– A ojos de Kevin, el hecho de que estés conmigo resulta tan amenazador como cualquier misión especial.

Gideon le puso una mano sobre el muslo. Heidi sintió una descarga de deseo.

– Seguiremos invitándole a venir con nosotros hasta que se sienta más tranquilo.

Eso era más fácil decirlo que llevarlo a cabo, pero Heidi había caído bajo el hechizo de Gideon y deseaba creerlo. Cuando estaban juntos, todo le parecía posible.

Ya no podía seguir mintiéndose. Estaba enamorada de él. Fuera lo que fuese lo que les deparaba el futuro, sabía con toda certeza que no podía haber nadie más en su vida.


El cuarto de estar del pequeño piso de Barbara Lowell parecía el anuncio de una tienda de cosas para el bebé. Barbara tenía un precioso niño de dos años que se agarraba a los bordes del parque mientras los observaba. Pero Gideon no dejaba de mirar a Heidi, que tenía en brazos al bebé de nueve meses de la antigua profesora. Aquella imagen le hacía desear cosas en las que no pensaba desde hacía años.

La mujer, que parecía estar al final de la treintena, se sentó en una silla, frente al sofá.

– Detective Poletti, debo decirle que, cuando mencionó el nombre de Amy Turner, me dio un vuelco el corazón.

– ¿Por el asesinato?

– También por eso, claro, pero yo estaba pensando en el año que le di clases. Fue mi primera y única experiencia docente. Los profesores veteranos me dijeron que me resultaría muy duro. Con una alumna como Amy, enseguida descubrí que no exageraban. Para ser sincera, me alegré de casarme y de mudarme a Texas con Gary. Solo llevamos aquí desde julio. Ni siquiera sé si volveré a enseñar cuando crezcan mis hijos -suspiró-. En fin, como les decía, solo di clases un año, así que mis recuerdos siguen muy frescos.

– Díganos qué recuerda de Amy.

– Creo que era una chica con muchos problemas.

– ¿En qué sentido?

– Por lo que pude comprobar, no tenía ni un ápice de autoestima. Era evidente por su forma de escribir. La primera redacción que me entregó me dejó pasmada. Pensé que era una broma. Como yo era novata, temí no saber interpretarla, así que se la enseñé a la psicóloga del instituto. Me dijo que estaba de acuerdo en que Amy podía tener serios problemas emocionales, pero que un solo ejemplo no era suficiente para alarmarse. Tal vez estuviera intentando impresionarme, o quizá era una forma de llamar la atención. Yo pensé que, en su caso, ambas cosas podían ser ciertas. La psicóloga me dijo que me mantuviera atenta y que, si aquello se repetía como una pauta, acudiera de nuevo a ella.

– ¿De qué trataba la redacción?

– Les pedí a los chicos que escribieran un texto sobre sí mismos como si pudieran meterlo en una máquina del tiempo para que la gente lo leyera cincuenta años después. Les dije que imaginaran que, al cabo de medio siglo, la única historia que conocería la gente sería la que pudieran espigar entre los textos infantiles. Y que, por tanto, plasmaran en su redacción la esencia y la riqueza de su vida y su cultura.

– ¿Qué escribió Amy?

– Un solo párrafo, muy breve y mal escrito, en el que básicamente venía a decir que la vida era un asco y que su familia la odiaba -Gideon y Heidi se miraron-. Corregí las redacciones y se las devolví a los alumnos. En la de Amy escribí una nota, pidiéndole que fuera a verme después de clase. Le dije que no había comprendido el propósito de la redacción e insistí en que lo intentara de nuevo. Para animarla, le di varios ejemplos en los que podía fijarse. Su segundo intento no fue mucho mejor, y durante el resto del año me entregó casi siempre textos fallidos de contenido muy oscuro. Sus padres no venían a las reuniones, pero hablábamos de vez en cuando por teléfono. Decían que habían notado un cambio en ella desde el verano y que la habían llevado a un psicólogo privado. Al saber que los Turner se hacían cargo del problema, me sentí más tranquila. Pero nada cambió realmente.

El bebé empezó a gimotear. Al devolvérselo a su madre, Heidi le dijo:

– Por casualidad, ¿no le pediría a sus alumnos que escribieran un diario?

– No. El departamento de lengua había quitado ese proyecto del currículum el año anterior.

– Desde el punto de vista académico, ¿qué tal manejaba Amy el lenguaje?

– Lo primero que hicimos la psicóloga y yo fue revisar su nivel de vocabulario. Estaba muy por debajo de la media. Escribía como una niña de quinto curso. Pero eso también les pasaba a cierto número de alumnos.

– ¿Cómo se relacionaba con la gente?

– Era reservada, pero no del todo solitaria.

– Señorita Lowell -intervino Gideon-, ¿alguna vez le dio un cuaderno, sugiriéndole que lo usara para anotar sus pensamientos íntimos?

– No -ella sacudió la cabeza-. ¿Por qué lo pregunta?

– Porque la policía encontró seis diarios escritos por Amy que el fiscal utilizó como prueba fundamental para meter a su hermana en prisión. El primer diario data del año que usted dio clase en Las Palmas. El primer párrafo afirma que la señorita Winegar, su profesora de lengua, le dio el cuaderno en el que estaba escribiendo.

– La señorita Winegar…

– ¿Le suena ese nombre?

– ¡Sí! Esperen un minuto.

Salió apresuradamente de la habitación con el bebé en brazos y regresó al cabo de un momento. En la mano izquierda llevaba una enorme muñeca victoriana de aspecto remilgado.

– Esta es la señorita Winegar. Es experta en gramática. Cuando oye que un alumno comete un error en clase interviene diciendo: «Así no se dice. Así no se dice».

Heidi y Gideon se miraron. Él se puso en pie.

– Estoy investigando este caso por encargo de Dana Turner, la hermana de Amy. John Cobb, el abogado de Dana, se pondrá en contacto con usted para pedirle que haga una declaración. Es posible que incluso le pida que actúe como testigo si el caso vuelve a los tribunales. ¿Estaría dispuesta a hacerlo?

– Por supuesto.

– Muchas gracias por su tiempo, señora Lowell. Nos ha ayudado más de lo que se imagina. No hace falta que nos acompañe.

Gideon pasó el brazo por los hombros de Heidi mientras se dirigían hacia el coche.

– ¿Recuerdas el dibujo en blanco? -ella asintió-. Entre el señor Finch y la señora Lowell, ya hemos rellenado los casilleros de los unos y los doses. Ahora debemos continuar por el número tres. Todavía tenemos una hora antes de encontrarnos con los padres de Dana. Tenemos tiempo de acercarnos a la comisaría.

– ¿Qué vamos a hacer allí?

– Te lo enseñaré -abrió la puerta trasera del coche y sacó una fotocopia del primer diario. Cuando Heidi acabó de abrocharse el cinturón de seguridad, se la entregó-. Mira el interior de la portada. ¿Qué ves? -cerrando la puerta, rodeó el coche y se sentó tras el volante.

Ella lo miró, confundida.

– Pone «Artículos de Papelería Millward. Los Ángeles, California». No veo qué… ¡Ah! -se interrumpió-. Quieres saber si este diario se vendía hace siete años.

Gideon arrancó el coche y le sonrió.

– Tienes un don para esto.

– Qué va -dijo ella, con una sonrisa medio burlona-. No se me habría ocurrido ni en un millón de años si no me lo hubieras dicho. Gracias al cielo que hay detectives como tú que ven lo que los demás no vemos.

– Por el bien de Dana, espero que eso sea cierto. Sin embargo, no creo que podamos esperar gran cosa en lo que respecta a los diarios. Sería estupendo descubrir que no se vendían hace siete años, pero es muy posible que lleven décadas en el mercado -al oír que ella suspiraba, añadió-: No te preocupes. Un experto en grafología nos desvelará muchas cosas. Y el departamento forense tiene métodos para identificar la edad del papel y de la tinta.

Ella asintió. Al cabo de un minuto, murmuró:

– Está claro que esa muñeca fascinó la imaginación de Amy.

– Puede que Amy tuviera un nivel de vocabulario muy bajo pero ello no significa que su mente no fuera afilada como una navaja. Ocurre a menudo con los sospechosos cuya personalidad tiene un lado oscuro. Como tú dijiste en una ocasión Amy intercalo verdades entre sus mentiras para poner en manos de Ron Jenke un arma letal.

– ¿Conoces a ese tal Jenke?

– Sí. Hemos coincidido en los tribunales varias veces.

– ¿Cómo crees que reaccionará cuando sepa que va a reabrirse el caso?

– A menos que encontremos una prueba concluyente, hará todo lo posible por impedirlo.

– Pero eso es horrible.

– Tiene que proteger su reputación.

– Pero estamos hablando de la vida de Dana. Si fuera su cliente…

– Eso no importa ahora, Heidi. Cuando reunamos todas las pruebas que necesitamos, Jenke no podrá hacer nada por detenernos.

Sintió los ojos de Heidi clavados en él.

– ¿De veras crees que se suicidó?

– ¿Qué mejor manera de dejar esta vida y conseguir que su venganza se viera cumplida? Amy podía haber escondido sus diarios en cualquier parte, pero los puso a propósito en el armario de Dana antes de prenderle fuego a su habitación. Sabía que sus palabras condenarían a su hermana. Y tenía que asegurarse de que el fuego no los destruiría.

– Pero prenderle fuego a su habitación, sabiendo que moriría… ¿Y su instinto de supervivencia?

– Probablemente lo tenía amortiguado por las drogas, aunque todavía no puedo demostrarlo. Cuando Dana me habló de su pelea, dijo que Amy tenía una fuerza increíble. La suficiente como para derribarla -Heidi lanzó un leve gemido, como si aquello fuera tan doloroso que no podía soportarlo-. Si alguna vez hubieras visto a alguien bajo los efectos de un alucinógeno, sabrías que su mundo está completamente distorsionado. Seguramente Amy lo planeó todo y tomó alguna droga para poder cumplir sus designios.

– ¿Y cómo vamos a averiguar si tomaba drogas? Me temo que sus amigas no nos lo dirán.

– Lo harán si las persuadimos de que el caso va a reabrirse y de que podrían ser acusadas de complicidad en un asesinato.

Notó que Heidi contenía la respiración.

– ¿Crees que es posible que supieran lo que planeaba Amy y que mintieran en el juicio?

– Se me ha pasado por la cabeza. Si están implicadas, lo averiguaremos.

Al cabo de un momento llegaron a la comisaría.

– Vamos, te llevaré al archivo para que veas los diarios.

– Nunca había estado aquí. Da un poco de miedo, pero es emocionante.

Gideon sonrió.

– Kevin dijo lo mismo la primera vez que vino. No te asustes. Este sitio es mi hogar desde hace ya muchos años.

Cuando salieron del coche en el aparcamiento subterráneo, Gideon la asió de la mano y se la apretó con fuerza. Quería que viera dónde trabajaba.

Quería que lo supiera todo sobre él.

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