Capítulo 1

– ¿De veras te dijo el señor Cobb que no puede hacer nada más?

– Sí.

A Heidi Ellis se le encogió el corazón al mirar a su mejor amiga a través de la mampara de plexiglás del penal para mujeres de Fielding, a las afueras de San Bernardino, California. Dana Turner siempre había sido una belleza alta, de cabellera negra y carácter vibrante. Pero aquellos siete meses y medio de confinamiento le habían pasado factura.

Horrorizada ante la visión de aquella criatura pálida y frágil que parecía haber adelgazado aún más desde su última visita, Heidi temió que su amiga no aguantara un año en aquel lugar, y mucho menos treinta. Estaba en prisión por el asesinato de su hermana: un asesinato que no había cometido.

Heidi apretó el teléfono con más fuerza.

– No puedo creerlo.

– Debes hacerlo -dijo Dana con voz apagada-. Dicen que es uno de los mejores criminalistas de California del Sur. Yo ya me he resignado a que esta sea mi vida a partir de ahora.

– ¡Yo nunca me resignaré!

– No tienes elección. A mis padres les dije lo mismo. Están tan destrozados que envejecen un año cada vez que vienen a verme.

No era de extrañar. Habían perdido a Amy, y su hija mayor había sido encarcelada erróneamente por su asesinato.

– Creo que es mejor que no vengáis a verme. Lo único que conseguís es deprimiros aún más.

Ni Heidi ni sus padres habían sido llamados a declarar en el juicio contra Dana. En realidad, la propia Dana les pidió expresamente que no asistieran. Heidi se sintió terriblemente impotente por ello. Seguía sintiéndose así, pero la rabia había empezado a ocupar el lugar de la angustia.

– Ya me conoces, Dana. Me niego a quedarme de brazos cruzados. Tiene que haber una forma de reabrir tu caso y de que se celebre un nuevo juicio. Alguien mató a tu hermana. Quienquiera que cometiera el crimen está ahí fuera, andando libremente, mientras que tú… -se calló, temiendo deshacerse en lágrimas delante de Dana. Tomando aire para calmarse, añadió-. No sé cómo voy a hacerlo, pero encontraré un modo de sacarte de aquí, cueste lo que cueste.

La dulce sonrisa de Dana le hizo añicos el corazón.

– Te quiero por ser tan leal. Pero en ocasiones hay que saber rendirse, y esta es una de ellas.

– En cuanto salga de aquí, llamaré a tu abogado y le preguntaré qué tengo que hacer exactamente para que el tribunal revise tu caso.

Su amiga sacudió la cabeza tristemente.

– El señor Cobb ha trabajado sin descanso en mi defensa. Si dice que se acabó, es que se acabó.

– Esa es solo su opinión, Dana. Nadie es infalible. Estoy pensando en contratar a otro abogado y empezar de cero. El asesor jurídico de mi padre conoce a un abogado de Los Ángeles que tiene tan buena reputación como el señor Cobb. Si tu abogado no puede ayudarnos, llamaré al otro esta noche, en cuanto llegue a casa.

Dana frunció el ceño.

– No se te ocurra gastar el dinero de tu familia para intentar ayudarme. Lo único que conseguirás será desperdiciarlo. Y no podría soportarlo.

– Mis padres también te quieren, Dana. Dicen que quieren contribuir porque creen en tu inocencia. ¡Te conocen de toda la vida! -el bello rostro de Dana se contrajo, y rompió a llorar-. Voy a sacarte de aquí. Mientras estés tras esas rejas, no podré ser feliz.

– No digas eso. Tú tienes que seguir con tu vida.

– ¿Qué vida sería esa? ¡Somos como hermanas! Cuando tú sufres, yo también sufro. Tú me apoyarías en cualquier circunstancia, así que dejemos esta discusión. Esta noche, cuando te vayas a dormir, piensa que ya habré hecho unas cuantas llamadas para hacer que se reabra el proceso.

– ¡No debes arruinar tu vida por mí! -gritó Dana, escondiendo la cara entre las manos.

– Eso debo decidirlo yo. Y cuanto antes me vaya de aquí, antes saldrás en libertad. Así que te dejo por ahora. La próxima vez que venga a verte, te traeré buenas noticias. Aguanta, Dana. Aguanta.

Colgó el teléfono y se levantó. Dana hizo lo mismo. Juntaron las manos contra el cristal. La cara marchita de su amiga fue lo último que vio Heidi antes de darse la vuelta y salir del edificio; lo último que oyó fueron los espantosos sonidos de las puertas que se cerraban tras ella.

Hasta cierto punto, Dana siempre había sufrido claustrofobia. Heidi podía imaginarse cuánto se había agudizado su dolencia desde que estaba allí. Sin embargo, el médico de la prisión se negaba a darle medicación. Otra injusticia que había que corregir.

En cuanto se metió en su coche, Heidi sacó el teléfono móvil y llamó a sus padres. Por suerte, estaban en casa. Les pidió que llamaran a los Turner, averiguaran el número del señor Cobb y volvieran a llamarla. A medio camino de San Diego la llamó su padre para darle el número. Telefoneó inmediatamente, y no le extrañó toparse con el buzón de voz del abogado. Un domingo a última hora de la tarde, podía estar en cualquier parte.

– Señor Cobb, soy Heidi Ellis, la amiga de Dana. Acabo de ir a verla a la cárcel. Necesita medicación para la claustrofobia. Sin duda podrá hacerse algo al respecto. Pero, lo que es más importante, debemos sacarla de allí -le tembló la voz-. Ese no es sitio para ella. Si sigue allí, no durará mucho. Quiero que se reabra el caso. Le agradecería muchísimo que me llamara a casa para decirme qué hay que hacer para conseguirlo. Seré franca con usted. Si piensa que no puede hacer nada más por ella, dígamelo, por favor, para que mi familia y yo busquemos otro abogado. Le ruego que me llame en cuanto pueda. No importa que sea tarde. Muchísimas gracias.

Heidi dejó el número de su apartamento y colgó. Se sintió mejor tras hacer la llamada, pero cuando al llegar a San Diego seguía sin tener noticias del señor Cobb, empezó a ponerse frenética. Incapaz de concentrarse, condujo hasta la casa de sus padres, en Mission Bay. Había que tomar decisiones urgentes. La vida de su amiga se marchitaba con cada minuto que pasaba en prisión.


Eran las nueve y diez del jueves por la noche cuando Gideon Poletti se acercó al set de las enfermeras.

– ¿Podría decirme cuál es la habitación de Daniel Mcfarlane?

La enfermera encargada del registro de la planta de oncología del hospital de Santa Ana levantó la vista de un historial.

– Está en el ala oeste, en la 160. Por favor, sea breve. Mañana van a operarlo.

– Eso me han dicho.

Gideon había recibido una llamada de Ellen Mcfarlane mientras estaba rastreando una pista relacionada con un caso de desaparición. Su marido, el antiguo jefe de Gideon, estaba en el hospital con cáncer de próstata.

El año anterior, la jubilación del brillante y sagaz jefe de la brigada de homicidios de San Diego había hecho pasar un mal rato a todos sus compañeros de la policía local. A pesar de que otro detective cualificado y con largos años de servicio a sus espaldas había ocupado la jefatura de la brigada, resultaba imposible reemplazar al viejo jefe Mcfarlane.

Gideon y Daniel siempre habían sido buenos amigos, tanto en el trabajo como fuera de él. Pero desde su jubilación el mayor de los dos se prodigaba poco, y Gideon llevaba varios meses sin verlo.

Siguiendo las flechas que indicaban el camino hacia el ala oeste, Gideon encontró la habitación 160. Ellen estaba junto a la cama de su marido. Daniel parecía tan animoso como siempre, pese a que estaba a punto de someterse a una operación. A diferencia de otros hombres al final de la sesentena, aún conservaba casi todo su pelo negro, finamente entreverado de canas.

– ¡Gideon! -se incorporó en la cama-. Me alegro de que hayas podido venir.

– Vine en cuanto pude -abrazó a Ellen, que se excusó para que pudieran hablar a solas. Gideon estrechó la mano de Daniel y, acercando una silla, se sentó junto a la cama-. Siento lo de tu enfermedad.

– Yo también -el hombre mayor se echó a reír-. Pero el médico dice que es una operación rutinaria y que dentro de nada estaré como nuevo. He decidido creerlo.

– Yo también lo creo, Daniel. Ahora, dime, ¿qué puedo hacer por ti?

Una expresión compungida cruzó la cara de Daniel, algo que Gideon no había visto nunca. Tuvo la impresión de que su amigo iba a pedirle un favor poco habitual.

– Si no puedes o no quieres ayudarme, no tienes más que decirlo. Sería un sacrificio por tu…

– Daniel -lo interrumpió Gideon, que sentía una enorme curiosidad-. ¿De qué se trata?

– Está bien. En cuando me retiré, empezaron a bombardearme con peticiones para que diera conferencias, seminarios, entrevistas y todas esas cosas. Hasta me ofrecieron un puesto en la universidad.

Gideon asintió.

– Me lo imagino.

– Lo rechacé todo porque le había hecho una promesa a mi mujer. Hemos pasado casi todo este año viajando o descansando en nuestra cabaña, en Oregón. Pero hace un par de semanas recibí una llamada de la junta de educación del distrito pidiéndome que diera un curso de criminología en la escuela de adultos municipal. Kathie, mi hija, que es maestra, forma parte de la junta directiva, y fue ella quien lo propuso. Creo que la preocupa que su padre se apoltrone.

– Y seguramente tiene razón.

Daniel sonrió.

– Sí y no. Estoy trabajando en un libro, y la verdad es que me divierte muchísimo. Pero no te mentiré. A veces, hecho en falta la vieja descarga de adrenalina. Pero, en fin, esa no es la cuestión. Acepté dar el curso para complacer a Kathie. La primera clase fue anoche. Pero esta mañana el doctor me llamó a casa para darme los resultados de unos análisis que me hice la semana pasada. Me dijo que quería ingresarme enseguida para operarme lo antes posible -Gideon comprendió adónde quería llegar-. La siguiente clase es mañana por la noche. El trimestre de primavera dura seis semanas, y las clases son los miércoles y los viernes por la tarde, de siete a nueve. Si todo va bien, podré dar las últimas seis clases. Pero necesito que alguien me sustituya lo que queda de abril y parte de mayo. Y quiero que esa persona seas tú.

– Yo no soy profesor, Daniel.

– Ni yo -dijo Daniel con una sonrisa-. Lo único que tienes que hacer es fingir que estás investigando un asesinato. Actúa como si estuvieras a cargo de la investigación en la escena del crimen. Cuéntales los pasos que sigues para que sepan qué estás pensando y haciendo. Extiéndete sobre los detalles forenses, porque eso les interesa particularmente, y ¡ya está!

– No, qué va. Yo no soy el legendario Daniel Mcfarlane.

Daniel ignoró su comentario.

– Antes de que digas que no, escúchame, Gideon. Mi hija me ha convertido en una especie de dechado de virtudes, y no lo soy. Sin embargo, conozco a un hombre que sí lo es, y eres tú.

– Venga ya… -dijo Gideon con sorna.

– Es la verdad. El día que dejaste la policía de Nueva York y viniste a San Diego fue un día de suerte para todos nosotros. Desde el principio destacaste entre los demás agentes. En estos años te has distinguido una y otra vez. El modo en que ayudaste a atrapar a esa banda de la mafia rusa el pasado otoño fue realmente impresionante.

– No me atribuyas el mérito a mí, Daniel. Mi amigo Max Calder es quien lo merece.

– Sé que fue una labor de equipo. Pero, gracias a tu trabajo como infiltrado, los peces gordos pensaron en ti para sustituirme. Sin embargo, no les gusta ascender a ese puesto a ningún detective de menos de cuarenta y cinco años.

Gideon se había puesto en pie.

– Nunca aceptaría tu antiguo puesto. No solo porque nadie puede estar a tu altura, sino porque Kevin necesita verme con frecuencia. Esa misión especial me costó un año de vida durante el cual apenas pude ver a mi hijo. Kevin está mucho más contento desde que volví al servicio normal.

– Eso es lo mejor de ese curso. Si te toca ver al chico esas noches, puedes llevártelo contigo. Podría hacer los deberes al fondo de la clase.

Gideon dejó escapar un gruñido.

– Eres un viejo zorro, Mcfarlane. Continúa. Todavía te estoy escuchando.

– Les darás clases a diez escritores de novelas de misterio, la mayoría de ellos mujeres.

A Gideon, que llevaba diez años divorciado, no le pasó inadvertido su guiño. Daniel siempre intentaba convencerlo de que volviera a casarse. Pero Gideon tenía sus propias ideas al respecto. La traición de su ex mujer lo había dejado marcado. Descubrir que no era el padre biológico de Kevin cuando Fay le pidió el divorcio había matado algo en su interior. A pesar de que al cabo de un tiempo empezó a salir con mujeres otra vez, de momento estaba satisfecho con su condición de soltero. Su hijo lo era todo para él.

– Varios de esos escritores ya han publicado -le explicó Daniel-. Otros parecen a punto de hacerlo. Kathie cuenta conmigo, así que quiero que me sustituya el mejor detective del cuerpo. ¿Qué me dices?

Gideon no podía decirle que no. Hacía demasiado tiempo que eran amigos y compañeros.

– ¿Sabes qué? -dijo Gideon-. Hablaré con el sargento para ver si puedo librar esas noches. Cuando le diga que me lo has pedido tú, estoy seguro de que no pondrán ningún impedimento. Lo importante es que te pongas bien.

– Gracias, Gideon. El grupo te gustará. Mañana por la noche llevarán sus últimas ideas para una novela de misterio. Les encargué un pequeño trabajo. Tendrán dos minutos para resumir ante sus compañeros el argumento de sus novelas. Les dije que elegiría el que me intrigara más y que empezaríamos a partir de ahí.

– ¿Dónde son las clases?

– En el colegio Mesa, en Mission Beach. Preséntate en el despacho de dirección unos minutos antes de las siete. Larry Johnson lleva las clases para adultos. Él te dará la hoja de asistencia y la llave del aula.

– De acuerdo. Me ocuparé de ello. Ahora será mejor que me vaya. Creo que ya he abusado bastante de tu compañía.

El otro hombre sonrió, agradecido.

– Te debo una. Naturalmente, te pagarán por el curso -suspiró, aliviado-. No sabes cuánto te lo agradezco.

Gideon lo sabía. Aquel curso podía ser una obligación insignificante para cualquier otro, pero Daniel se tomaba sus compromisos muy en serio. Y Gideon también.

Apretó con firmeza el hombro de Daniel.

– Me alegro de poder ayudarte. Cuídate y haz caso al doctor.

Se estrecharon las manos una vez más, y después Gideon abandonó la habitación. La esposa de Daniel estaba esperando en el pasillo.

– No te preocupes, Ellen. Le he dicho que me encargaré del curso hasta que se reponga.

– Bendito seas -murmuró ella mientras se daban un abrazo de despedida-. Daniel te aprecia muchísimo. No pensó en nadie más para dar ese curso.

– Me alegra saberlo. Tu marido es muy fuerte. Superará todo esto y se encontrará mejor que nunca.

– Espero que tengas razón.

– Sé que la tengo. Llamaré por la mañana para ver cómo está.

– Hazlo, por favor. La operación está prevista para las seis de la mañana.

– Bien. Acabará antes de que te des cuenta.

Gideon dejó el hospital y se dirigió a su casa, en Ocean Beach. De camino, llamó a su supervisor para ver qué podía hacerse con su horario.

Desde su divorcio, cuando Kevin tenía tres años, el miércoles era el día designado para que Gideon visitara a su hijo entre semana. La sentencia judicial también le permitía pasar con él uno de cada dos fines de semana, un día de fiesta sí y otro no, y seis semanas cada verano.

A Gideon no le parecía suficiente, pero Fay volvió a casarse a los pocos meses del divorcio y, debido a su deseo de que Kevin se encariñara con su padrastro, siempre se había negado a salirse de las estipulaciones impuestas por el tribunal. No queriendo causarle más traumas a su hijo, Gideon aceptó la situación. Creía firmemente que los niños necesitaban a sus madres. Pero Kevin estaba ya en octavo curso y no dejaba de insistir en irse a vivir con Gideon.

A Kevin no le desagradaba su padrastro, pero nunca había desarrollado verdadero afecto por él. El chico quería a su madre, naturalmente, pero ella y su marido eran agentes de bolsa muy ocupados.

Hasta que empezó el segundo ciclo del colegio. Kevin había crecido al cuidado de una serie de niñeras. Luego había tenido una ristra de baby siters. Ese era el problema.

Según el abogado de Gideon, Kevin era ya lo bastante mayor para elegir con cuál de sus progenitores quería vivir. Pero Fay pondría el grito en el cielo si Kevin se mudaba a casa de Gideon. Echaría tanta culpa sobre los hombros de su hijo que acabaría traumatizándolo.

Gideon sabía que, a largo plazo, era preferible dejar las cosas como estaban. Se lo había explicado a Kevin, pero el crío había llorado en silencio y se había aferrado a él, jurando que el día que cumpliera dieciocho años se iría a vivir con su padre.

Eran, en efecto, padre e hijo, aunque el padre biológico de Kevin fuera un poderoso corredor de bolsa de Nueva York que desconocía la existencia del chico.

Fay se estuvo acostando con su jefe a espaldas de Gideon mientras fueron novios. Temiendo confesarle la verdad, hizo pasar al niño por hijo de Gideon. Después de casi cuatro años de matrimonio, se lío con otro corredor de bolsa de San Diego y pidió el divorcio.

Aunque Gideon sabía que su mujer perseguía algo que él parecía no poder darle, nunca pensó que fuera capaz de llegar al extremo de buscarse un amante. Impresionado por su negativa a acudir a un consejero matrimonial, solicitó la custodia de Kevin por vía judicial. Entonces fue cuando se enteró de su aventura previa. Un análisis de ADN confirmó que Kevin no era hijo suyo. Sin embargo, el juez que instruyó el caso decretó que Gideon era el padre de Kevin a todos los efectos, y le concedió los derechos de visita más liberales que contemplaba la ley.

A menos que Fay se suavizara, lo cual probablemente no ocurriría nunca, no podía hacerse nada, salvo intentar sacar el mayor provecho posible a una situación que Gideon nunca hubiera deseado que padeciera un niño inocente. Ciertamente, no le apetecía decirle al chico que era hijo de otro hombre. Kevin no necesitaba saberlo. En la época de su divorcio, Gideon había consultado a varios psicólogos y todos ellos le habían dicho lo mismo.

El favor que le pedía Daniel tenía un lado positivo. Gideon aceptaría su sugerencia y se llevaría a Kevin a clase los días de visita. Su hijo siempre había sentido curiosidad por su trabajo. Podía hacer los deberes y escuchar al mismo tiempo. Cenarían antes o después de la clase, y harían de aquellas noches algo especial.

Una vez acabara el colegio, a fines de mayo, Kevin pasaría la primera mitad del verano con Gideon. Ese año, irían de vacaciones a Alaska un par de semanas, a pescar salmones con Max y su mujer, Gaby.

Tras su boda, Max había dejado el FBI y ahora era detective en la misma brigada del departamento de policía de San Diego a la que pertenecía Gideon. Era un poco como en los viejos tiempos, cuando ambos eran polis novatos en Nueva York. Solo que ahora era mucho mejor, porque aquellos sombríos días de dolor y mentiras habían quedado atrás.

Kevin, afortunadamente, adoraba a Max. Y también adoraba a Gaby, que esperaba un hijo para agosto. El chico ya se había ofrecido a hacer de niñera. De momento, la felicidad de Kevin era lo único que le importaba a Gideon.


El viernes por la mañana, Heidi había tocado fondo. En el despacho del señor Cobb le habían dicho que estaba fuera del país y que no regresaría antes del domingo por la noche. El jueves pidió el día libre en la escuela para ir a ver a sus padres y hablar son ellos sobre la situación de Dana. Tras muchos desvelos, decidió que habría que esperar hasta que pudiera hablar con el señor Cobb antes de pedirle a su padre que buscara otro abogado. Era lo más honorable que podía hacerse. Pero le resultaba difícil esperar sabiendo que, para Dana, una semana sin noticias era como un año entero.

Cuando llegó al colegio el viernes por la mañana, estaba emocionalmente exhausta. Revisó con escaso entusiasmo el montón de cartas y folletos que se habían acumulado en su buzón de la escuela durante los dos días anteriores. Tiró casi todo a la papelera y salió apresuradamente de la secretaría dirigiéndose a su aula, al final del pasillo oeste.

La primera sirena no sonaría en el colegio Mesa de Mission Beach hasta media hora después. Heidi dio un suspiro de alivio al ver que aún le quedaban treinta minutos para preparar el aula. Dado que había comenzado ya el tercer trimestre del curso, había llegado el momento de explicar el tema de Oriente Medio, una región tan extraña para sus alumnos que muchos de ellos ni siquiera sabían que no era un barrio de San Diego. Sus clases consistían en una mezcla a partes iguales de asiáticos, afroamericanos, hispanos y anglosajones. Su objetivo era que, cuando acabara el curso, supieran situar los océanos, los continentes, los países y las principales ciudades en un mapamundi.

Al abrir la puerta del aula, le llamó la atención algo que había escrito en la pizarra: Regla número uno: nunca dar nada por sentado. Frunció el ceño. ¿Por qué habían borrado el esquema que había dejado escrito en el encerado para su sustituto? Miró los libros y papeles que había sobre su mesa, y vio que estaban descolocados. Qué extraño. Los sustitutos solían dejarlo todo tal y como se lo encontraban. Preguntándose qué había pasado, llamó a la secretaría a través del intercomunicador situado tras su escritorio. Respondió una de las secretarias.

– Soy Sheila. ¿Qué desea?

– Hola, Sheila. Soy Heidi. No sabrás por casualidad quién me sustituyó ayer, ¿verdad?

– Sí. Ese seminario que organizaba la junta de distrito nos dejó sin sustitutos, así que varios profesores del colegio te sustituyeron en sus horas libres y dejaron que los chicos hicieran los deberes en clase. ¿Es que hay algún problema?

– No, solo que me ha extrañado que hubieran borrado mi esquema de la pizarra.

– Será seguramente porque acaban de empezar las clases para adultos de la escuela municipal. El señor Johnson se encargó de hacer horario. Ha puesto a alguien en tu aula los miércoles y los viernes de siete a nueve. Espera un segundo, voy a ver de quién se trata… Ah, ya lo tengo. El profesor es un tal Mcfarlane. Según esto, da un curso de iniciación a la criminología -«¿Criminología?». A Heidi le dio un vuelco el corazón-. Si no quieres que esté en tu clase, intentaré cambiarlo de aula.

– ¡No! No, no lo hagas -«por favor, no. Tal vez esta sea la respuesta a mis plegarias»-. No me acordaba de las clases nocturnas.

Todos los profesores debían ceder sus aulas por turnos.

– ¿Seguro que no te importa?

– Segurísimo.

– El señor Johnson dice que, si tenéis alguna queja, le metáis una nota en su buzón y hablará con la persona en cuestión. Se les ha dicho que dejen las aulas como se las encuentran. Si echas algo en falta, haré que te lleven lo que necesites.

– Gracias, Sheila, pero no necesito nada. Solo quería asegurarme de que no había duendes en mi clase.

La otra mujer soltó un bufido poco elegante.

– A veces, los mayores son peor que los críos.

Las dos se echaron a reír, aunque en realidad aquello no tenía mucha gracia.

– Sheila, ¿podrías decirle a uno de tus ayudantes que me traiga una lista de los profesores que se encargaron de mis clases ayer? Quisiera darles las gracias.

– Claro.

– Luego nos vemos.

Apagó el intercomunicador y escribió en la pizarra un esquema del tema de Oriente Medio. Pero mientras escribía no dejaba de pensar en las palabras que acababa de borrar: Regla número uno: nunca dar nada por sentado.

Sus pensamientos retornaron a aquel aciago día de finales de agosto en que se enteró de las malas noticias. Basándose en pruebas circunstanciales, el jurado había declarado a Dana culpable de asesinato en primer grado. El juez la sentenció a treinta años de prisión por matar a Amy.

Desde que se enteró de que su amiga había sido condenada por un crimen que no había cometido, la alegría abandonó su vida. Muchas veces desde aquel día había hablado con los padres de Dana sobre la posibilidad de reabrir el caso, pero no se habían presentado nuevas pruebas. El señor Cobb tenía las manos atadas. Y Dana había perdido toda esperanza.

Heidi no podía culpar ni a Dana ni a sus padres por sentirse tan completamente derrotados. Por eso alguien ajeno a la familia debía encargarse de emprender nuevas acciones. Y Heidi era la persona indicada. A menudo deseaba ser abogada y conocer los procedimientos legales para emprender una investigación por su cuenta. Habría dado cualquier cosa por encontrar una prueba que demostrara la inocencia de su amiga. Si ese curso de criminología podía serle de alguna ayuda…

Cuando se dio cuenta de lo lejos que habían llegado sus torturados pensamientos, la segunda sirena ya había sonado y los delegados de los alumnos habían empezado a dar sus anuncios por el sistema de megafonía.

– Hola a todos. Queremos felicitar a nuestras chicas del equipo de voleibol por su victoria de ayer ante Clairemont. ¡Así se hace, Mesa! La semana que viene estaremos todos animándoos en el partido decisivo contra Torrey Pines. El siguiente anuncio corresponde al programa del servicio de asuntos sociales previsto para hoy. Los alumnos cuyos apellidos empiecen de la A a la M, irán esta mañana. Los autobuses estarán esperando fuera del edificio dentro de quince minutos. Que los profesores pasen lista, por favor. Avisaremos a los estudiantes cuando sea la hora.

Aquella convocatoria afectaba a un tercio de la clase de Heidi. Por desgracia, se le había olvidado por completo. A decir verdad, últimamente se le olvidaban muchas cosas. Desde su charla con Dana el domingo anterior estaba tan apesadumbrada que le resultaba difícil concentrarse o mostrar interés por algo.

Cuando acabaron los anuncios, Heidi dijo:

– Buenos días, chicos. Los que tengáis que iros en el autobús, aún tenéis tiempo de copiar el esquema de la pizarra. Nadie está exento de los deberes de hoy, así que daos prisa.

Sus alumnos rezongaron, pero sabían que hablaba en serio y se pusieron manos a la obra. Mientras escribían, Heidi no dejaba de pensar en su amiga. Por más que intentaba ponerse en su lugar, no lo lograba.

Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que valía la pena asistir al curso nocturno de criminología que se daba en su aula. Al menos sería una forma de empezar, de despejar algunas incógnitas. Heidi ignoraba cuánto tiempo soportaría ver que su amiga se consumía en prisión. Sobre todo, sabiendo que el verdadero asesino seguía suelto.

Seis horas después, cerró la puerta del aula y atravesó los pasillos atestados de gente que llevaban a la secretaría de la escuela municipal. La secretaria de Larry Johnson seguía en su puesto.

– ¿Carol?

La otra mujer levantó la vista y sonrió.

– Hola, forastera. No te veía desde la fiesta de Navidad, cuando ibas con ese estudiante de medicina con el que salías. Oí decir que la cosa iba en serio.

– Sí, yo pensaba que podía ser el hombre de mi vida, pero al final no funcionó.

Jeff Madsen no había podido soportar la angustia que el caso de Dana le había provocado a Heidi. Tal vez fuera demasiado pedirle a un hombre agobiado por los estudios y las rotaciones en el hospital. En cualquier caso, su relación fue perdiendo sentido. Él dejó de llamarla tan a menudo. Ella dejó de preocuparse. Y un buen día se despertó y comprendió que se había acabado.

– Bueno, ya sabes lo que dicen: has tenido suerte de escapar de una relación abocada al fracaso. Yo pasé por esa misma experiencia varias veces antes de casarme. Recuerda mis palabras. Ahí fuera hay un hombre maravilloso esperándote.

– Ojalá.

La ruptura con Jeff le había pasado factura. Pero mucho más la preocupaba el confinamiento de Dana, que le había robado por completo la posibilidad de ser feliz.

– ¿Con tu físico? ¿Estás de broma?

– Eres muy amable por decir eso, Carol.

– Solo digo la verdad -suspiró-. En fin, debe de haber una buena razón para que entres aquí después de clase.

Heidi asintió.

– Quisiera apuntarme al curso nocturno que se da en mi aula.

Carol hizo girar los ojos.

– Tú y mil más.

– ¿De veras?

– Ese curso lo da toda una eminencia.

– Sheila me dijo que era un tal señor Mcfarlane.

– Sí, el mismísimo Daniel Mcfarlane en persona. Se jubiló el año pasado, cuando era jefe de la brigada de homicidios de San Diego. Ese hombre tiene más medallas que un general. Su hija está en la junta directiva de la escuela municipal, y da la casualidad de que este es el único colegio que tiene la suerte de contar con él para dar un curso de criminología. Es una oportunidad única. Todo el mundo quiere apuntarse. Lo malo es que el señor Mcfarlane no admite más que diez alumnos, y el cupo se completó enseguida. Lo siento.

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