Capítulo 13

Al ver el nombre de Jim Varney en el cartel de la ventanilla del banco, Heidi le lanzó a Gideon una mirada cargada de sentido. Desde que el día anterior habían visitado la gasolinera, había hecho unas cuantas llamadas para informarse del paradero del antiguo empleado.

Cuando la mujer que iba delante de ellos en la cola acabó su transacción, Heidi se acercó a la ventanilla. El hombre rubio de detrás del mostrador la observó con evidente interés.

– ¿Puedo ayudarla, señora? -tenía un pronunciado acento sureño.

– Espero que sí. Me llamo Heidi Ellis. ¿Usted no trabajaba antes en la gasolinera de Lyle, en Mission Bay? Mi familia va mucho por allí.

– Sí, señora. Trabajé allí un tiempo la primavera pasada -esbozó una amplia sonrisa-. Pero no recuerdo haberla visto… Estoy seguro de que me acordaría.

– Supongo que fui a echar gasolina cuando no estaba de servicio -se volvió hacia Gideon-. Permítame presentarle al detective Poletti, de la brigada de homicidios de San Diego.

La sonrisa del joven se desvaneció.

– Hola, señor.

Gideon asintió con la cabeza.

– Buenos días, señor Varney. Estoy investigando un caso de asesinato -le enseñó su identificación-. ¿Podría sustituirlo alguien mientras hablamos en privado? No tardaremos mucho.

El joven parecía confundido.

– Eh, sí, claro. ¿Por qué no se sientan junto a aquella mesa? Enseguida estoy con ustedes.

– Creo que está muerto de miedo -musitó Heidi mientras cruzaban la pequeña sucursal bancaria y se sentaban junto a una mesa.

– Solo se comportan así al ver mi placa los que tienen algo que esconder. Si se le ha borrado la sonrisa, ha sido solamente porque nos has presentado antes de que le diera tiempo a insinuársete.

– Te equivocas.

– De eso nada -replicó él, sin rastro de humor-. Ese tipo te estaba desnudando con la mirada.

– Eso es absurdo.

– Y no es el único. Si no me crees, mira a esos tres de la fila. No te quitan los ojos de encima.

– Gideon, por favor -Heidi nunca lo había visto así. Casi sin darse cuenta, lo tomó de la mano-. No sabía que fueras tan quisquilloso -bromeó, intentando hacerlo sonreír.

– A veces, por las mañanas -reconoció él al cabo de un breve silencio. Era su primera muestra de buen humor desde que había ido a recogerla al apartamento. Sin embargo, siguió mirándola fijamente-. Eres preciosa, ¿lo sabías?

Heidi se puso colorada.

Jim Varney eligió ese momento para acercárseles. Se sentó tras la mesa. Gideon seguía dándole la mano a Heidi, y el joven lo notó.

– Estoy a su disposición -dijo-. ¿De qué querían hablarme?

Gideon apretó los dedos de Heidi una última vez y, soltándole la mano, sacó del bolsillo la factura de la gasolinera y la puso sobre la mesa.

– ¿Son estas sus iniciales, señor Varney?

El otro hombre miró la hoja.

– Sí, señor.

– Como verá, Dana Turner firmó la factura. ¿Ese nombre significa algo para usted?

– No, señor -dijo sin vacilar.

– ¿Quiere decir que no recuerda el caso Turner? Ocurrió en Mission Bay.

– Ah, sí… Algo oí, pero por entonces acababa de terminar los exámenes finales en la universidad y me fui a Houston, a casa de mis padres, a pasar el verano. Ahora he vuelto para acabar mis estudios.

El testimonio de aquel hombre era esencial para el caso de Dana. Heidi apenas podía estarse quieta.

– Si le enseñara unas fotografías, ¿cree que podría identificar a la mujer que firmó esa factura? Según dice aquí, compró diez litros de gasolina.

El cajero se encogió de hombros.

– No lo sé. Eso fue hace casi un año. Puedo intentarlo.

– Bien.

Gideon buscó en su bolsillo y puso sobre la mesa media docena de fotografías de mujeres morenas, incluyendo una de Dana. Heidi pensó que debía de haberse pasado por la comisaría a primera hora de la mañana para conseguir las fotografías. Todas eran primeros planos.

– Tómese su tiempo, señor Varney.

Heidi contuvo el aliento mientras el joven miraba una fotografía tras otra. No le costó mucho tiempo tomar una decisión. Al fin, sacudió la cabeza.

– No conozco a ninguna de estas mujeres.

– ¿Está seguro?

El joven volvió a observar las fotografías.

– Sí, estoy seguro de que no atendí a ninguna de estas mujeres.

No había reconocido a Dana. Gideon recogió las fotografías y puso dos más sobre el escritorio.

– ¿Y a estas pelirrojas?

– No -dijo él con énfasis, y miró a Heidi-. Un pelo como ese no se olvida.

Gideon pareció ignorar la mirada del joven. Recogió las fotografías y sacó otras cuatro, una de ellas de Amy. Todas eran de mujeres rubias.

– No sé, no sé -murmuró el joven. Estudió las fotografías un minuto más antes de señalar la de Amy. Gideon no dejó traslucir ninguna reacción. Pero Heidi estaba tan emocionada que el corazón le latía frenéticamente y las manos le sudaban-. Esta me resulta familiar, pero es difícil estar seguro viendo solo la cara. Puede que la atendiera.

– Tal vez esto lo ayude a recordar.

Gideon sacó una fotografía de tamaño cartera en la que se veía a Amy con sus dos amigas actrices. Se la dio al otro hombre. Heidi pensó que debía de haberla sacado de los archivos policiales.

Varney empezó a asentir con la cabeza en cuanto la vio.

– Sí, es ella. Bajita y rubia. Le llené una lata de gasolina y la puse en el asiento de atrás de su Jeep. Recuerdo que pensé que tendría problemas si intentaba cargar con la lata ella sola.

Heidi se quedó paralizada, llena de gratitud hacia aquel joven. Todo encajaba. Amy conducía un Jeep. A través del zumbido de sus oídos, oyó que Gideon preguntaba:

– ¿Recuerda todavía la marca del coche?

– En este caso, sí, porque los Jeep no tienen maletero. El coche llevaba puesta la capota rígida, y las emanaciones de la gasolina pueden ser muy tóxicas. Le dije que esperaba que no tuviera que ir muy lejos. Ella puso mala cara y me dijo que no me preocupara. Supongo que pensó que intentaba darle lecciones.

Eso era muy propio de Amy. Heidi agarró a Gideon por el brazo.

– Amy conducía un Jeep de capota rígida -le susurró al oído.

Él asintió.

– Señor Varney, ¿estaría dispuesto a repetir lo que acaba de decirnos ante un tribunal?

– Sí, señor.

– Entonces, dentro de una semana recibirá noticias del señor Cobb, un abogado criminalista de aquí, de San Diego. Gracias por su colaboración.

Si Heidi hubiera estado sola y convencida de que el joven no la malinterpretaría, le habría dado un abrazo. Pero, tal y como estaban las cosas, siguió a Gideon y mantuvo la compostura hasta que llegaron al coche. Pero, cuando entraron en él, dejó escapar un grito de alegría y rodeó el cuello de Gideon con los brazos.

– ¡Lo conseguiste! ¡Se lo sacaste! Eres asombroso, brillante, ¡fantástico! Su testimonio demuestra que Dana no fue a la gasolinera ese día -demasiado emocionada para seguir hablando, se abrazó a él con todas sus fuerzas. Gideon la atrajo hacia sí y enterró la cara entre su pelo.

– Tengo que llamar a John Cobb para contárselo todo. El testimonio de Varney y el diagnóstico del doctor Siricca acerca del trastorno que sufría Amy nos han permitido colorear los casilleros de los cuatros y los cincos de nuestro dibujo. Estamos a medio camino. Este fin de semana, habremos acabado.

Ella alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

– ¿Qué ocurrirá entonces?

– Que Cobb presentará una solicitud de audiencia ante el juez bajo cuya jurisdicción se encuentra el caso de Dana. También le mandará una notificación a Jenke. En cuanto la reciba, Jenke se pondrá a llamar a Cobb como un loco. Mientras tanto, el juez fijará una fecha para la vista oral.

– ¿Habrá jurado?

– No, si las pruebas son tan concluyentes que el juez se ve obligado a invalidar el veredicto anterior. Sin embargo, si decide que todavía hay dudas razonables, ordenará otro juicio con un nuevo jurado. Pero no me gustaría que Dana pasara por eso otra vez.

Heidi se estremeció.

– A mí tampoco.

– Por eso primero tenemos que rellenar todos los huecos de nuestro dibujo.

A continuación, le dio un largo y apasionado beso. Cuando al fin la soltó, Heidi se había sonrojado. La gente que había en el aparcamiento del banco los estaba mirando.

Gideon esbozó una sonrisa seductora, la primera que Heidi le veía esa mañana. Aliviada al ver que estaba de mejor humor, se recostó en su asiento.

– Qué descaro, besarme en público -bromeó.

– ¿Te refieres al beso que nos hemos dado los dos… y con idéntico entusiasmo, debo añadir? Tengo noticias para ti, cariño -a Heidi le dio un vuelco el corazón al oír que la llamaba «cariño»-. Eso no ha sido descaro. Ya verás, ya, lo descarado que puedo ser cuando quiero -murmuró, arrancando el coche.

Sin poder contenerse, ella dijo:

– ¿Eso es una promesa?

– No deberías preguntarme eso cuando voy conduciendo.

Ella reprimió una sonrisa.

– ¿Adónde vamos ahora?

– A casa de los Turner -dijo él-. Ed me llamó a primera hora de la mañana. Ayer, Christine y él fueron a la compañía telefónica y consiguieron copias de todas las facturas que les pedí. Entre los cuatro averiguaremos si hay algún número interesante.

– ¿Crees que se atrevió a llamar a algún camello desde el teléfono de sus padres?

Al detenerse frente a un semáforo, Gideon se volvió hacia ella.

– Tal vez. No olvides que estaba planeando su propia muerte, pero quería que Dana pagara por ello.

– Así que insinúas que tal vez procurara no llamar desde su móvil para que la policía no encontrara ninguna pista.

– Tenía acceso a la casa de sus padres, que estaba vacía cinco días a la semana. Como ellos trabajan todo el día y Dana vivía en Pasadena…

– Tienes razón.

– Hay algo más, Heidi.

– ¿Qué?

– Ed y Christine son muy confiados, muy desprendidos. El hecho de que sus hijas pudieran echar gasolina y cargarlo en su cuenta siempre que lo necesitaban es solo un ejemplo de ello.

Heidi asintió.

– Son casi demasiado generosos.

– Los padres de Dana no me parecen de esos que revisan con lupa la factura del teléfono a fin de mes, a ver cuánto ha gastado cada cual. Amy sabía que tenían demasiados asuntos importantes en la cabeza para preocuparse por esos pequeños detalles. Seguramente se aprovechó de ello.

– No lo dudo ni un segundo.

– ¿Sabes si tienen Internet?

Al comprender adónde quería ir a parar, Heidi exclamó:

– ¡El correo electrónico! ¡Claro!

– Sí, eso también, pero yo estaba pensando en los chats y las páginas web que Amy podía visitar. Tal vez revelen cuánto tiempo pasaba conectada… y qué andaba buscando.

Heidi pensaba aceleradamente.

– ¿No deberíamos revisar las cuentas de las tarjetas de crédito de los Turner?

Él le apretó suavemente la pierna.

– Vuelves a leerme el pensamiento.

– Gideon, está claro que Amy estaba tan enferma que no me sorprendería que tuviera su propia página web y que la pagara con el dinero de sus padres.

– Es posible -sonrió levemente-. Tenemos muchas cosas que hacer antes de ir a recoger a Kevin a las tres -al oír el nombre de su hijo, Heidi bajó los ojos y se miró las manos-. Sabe que vas a acompañarme, Heidi.

– ¿Y si no se queda a esperarnos?

– Entonces, tendrá que volver a ir al psicólogo.

Ella respiró hondo, intentando tranquilizarse.

– Estoy asustada.

– Kevin ha aprendido el arte de la manipulación de una auténtica maestra.

Se refería a su ex mujer, por supuesto. La amargura de su voz era el residuo del dolor que había sufrido por su culpa.

Heidi tenía la impresión de que Gideon necesitaba que le dijera que no iba a dejarse intimidar. Pero no sabía cuánto tiempo soportaría ser la causante del distanciamiento entre Kevin y su padre.

– ¿En qué piensas?

Incapaz de decírselo, Heidi sintió que una nueva crispación se extendía entre ellos. Aquella sensación siguió creciendo mientras estuvieron en casa de los Turner. Salvo un número de teléfono que nadie reconoció, no encontraron nada que pudiera ayudarlos cuando revisaron los pocos mensajes almacenados en el correo electrónico.

A las tres, cuando Gideon aparcó frente al colegio Oakdale, parecía completamente replegado sobre sí mismo. A Heidi le dolía tanto su actitud que no se dio cuenta de que Kevin había salido corriendo hacia el coche hasta que oyó que se abría la puerta trasera del coche.

– Hola, papá.

– Hola.

Cuando el chico entró y cerró la puerta, Heidi se volvió hacia él.

– ¿Qué tal estás, Kevin?

– Bien -de pronto se inclinó hacia delante y le susurró algo a Gideon.

Heidi dio un respingo al oír que su padre decía:

– Si tienes algo que decirme, puedes decirlo delante de Heidi.

Aunque Gideon no utilizó un tono áspero, Kevin pareció tomárselo como una reprimenda. Se echó hacia atrás sin decir una palabra.

Guardaron silencio durante todo el trayecto hacia la casa de Max y Gaby Calder en La Jolla. En cuanto Gideon aparcó, Kevin salió del coche y desapareció por la galería que comunicaba la casa de estilo español con el garaje.

Cuando Gideon rodeó el coche para abrirle la puerta a Heidi, tenía una mirada tan sombría y perturbadora que ella sintió ganas de abrazarlo. Pero no pudo hacerlo porque su anfitriona salió justo en ese momento. Aquella mujer morena, muy guapa y en avanzado estado de gestación, abrazó a Gideon y luego se volvió hacia Heidi.

– He oído hablar mucho de ti. Y muy bien, por cierto. Soy Gaby Calder -le lanzó una sonrisa sincera y acogedora.

– Yo también he oído maravillas de vosotros. Soy Heidi Ellis.

Se dieron la mano y luego Gaby la agarró del brazo.

– Vamos a la terraza. Max está preparando unas copas. ¿Te gusta el vino blanco? Yo no puedo beber más que gaseosa, hasta que nazca el bebé -le confesó.

– Eres muy afortunada por estar esperando un hijo -musitó Heidi.

– Lo sé, créeme -respondió Gaby.

Un momento después, le presentó a Max. Al igual que Gideon, era un hombre alto, moreno y de constitución fuerte. La acogió con una sonrisa. Pero, a pesar de su aparente aprobación, Heidi notó que la observaba cuidadosamente.

– ¿Dónde está Kevin? -preguntó Max. Gaby miró hacia el mar.

– Le dije que esta mañana la marea había arrastrado estrellas de mar hasta la playa. Creo que ha ido a verlas.

Heidi se mordió el labio.

– ¿Os ha parecido que estaba bien?

La otra mujer la miró con compasión al darle una copa de vino.

– Ven a la cocina mientras acabo de preparar la cena.

Aliviada por encontrar a una persona sensible que comprendiera al hijo de Gideon, Heidi acompañó a Gaby al interior de la casa.

– Oh, qué bonita -el blanco reluciente de la cocina contrastaba con las vigas de madera oscura y los bellos baldosines rojos, azules, verdes y amarillos.

Gaby sonrió.

– A mí también me encanta.

– No me extraña. Yo mataría por tener una cocina como esta. ¡Y mi madre también! -Heidi comenzó a hablarle de los muebles que importaba la familia de su madre.

– Tendré que visitar la tienda de tu madre. Salvo la habitación del bebé, el resto de la casa está todavía a medio amueblar. Te la enseñaré después de la cena -puso los filetes sobre la parrilla caliente.

– ¿Quieres que te ayude? -preguntó Heidi.

– No, todo está bajo control -Gaby alzó las cejas-. ¿Tienes idea de cuántas mujeres andan detrás del soltero más codiciado de San Diego? -Heidi se puso colorada-. Sí, sonrójate -comentó Gaby-. Según mi marido, son muchas.

– Gideon no ha vuelto a casarse por Kevin. Ahora que su madre le permite vivir con él, merece ser lo primero en la vida de su padre.

– Si le has dicho eso a Gideon, no me extraña que pareciera tan furioso cuando llegó -dio la vuelta a los filetes-. ¿Estás enamorada de él?

– Sí -dijo Heidi en un susurro trémulo.

– ¿Se lo has dicho?

– No con esas palabras. Hace muy poco que nos conocemos.

– Max y yo nos enamoramos a primera vista.

– Eso me ha dicho Gideon. Pero, en nuestra situación, hay mucho en juego.

Gaby la miró fijamente.

– Gideon necesita que se lo digas, Heidi. Necesita una mujer como tú, que lo quiera y que luche por él.

– ¿Aunque le haga daño a Kevin?

– Kevin siempre ha tenido el amor de sus padres. No conoce la traición. Quien necesita que lo mimen es Gideon -después de una pausa, añadió-. ¿De qué tienes miedo?

– De que Kevin vuelva con su madre por mi culpa. Eso le rompería el corazón a Gideon.

– No. Tú eres la única que puede romperle el corazón -replicó Gaby-. Espero que te des cuenta antes de que sea demasiado tarde.


Gideon se apartó de la mesa.

– Como siempre, la cena estaba deliciosa, Gaby, pero me temo que tenemos que irnos, o llegaremos tarde a clase.

– La carne estaba buenísima -comentó Heidi-, pero debo decir que los lingüini y las almejas estaban absolutamente deliciosos.

– Estoy de acuerdo -Max le dio a su mujer un sonoro beso.

– ¡La tarta de chocolate sí que estaba buena! -exclamó Kevin con entusiasmo.

Gaby le sonrió.

– La hice expresamente para ti. Vamos, os acompañaré a Heidi y a ti al coche.

Gideon los vio salir de la cocina y se volvió hacia Max.

– Tu mujer se ha superado. Esta cena es una de las mejores que he probado en muchos meses. No, en años.

– Nos moríamos de ganas de conocer a la mujer de la que te has enamorado… y mucho, me parece. Así que queríamos que esta noche fuera especial -hizo una pausa-. Heidi Ellis es un bombón, en más de un sentido.

– Lo sé, te lo aseguro.

– ¿Quieres que te dé mi opinión? -sus ojos se encontraron-. Igual que yo, has tenido que esperar todos estos años a que apareciera la mujer ideal. Ahora que la has encontrado, no pierdas ni un segundo más.

– No pienso hacerlo -dijo Gideon-. Por eso quiero acabar la investigación este fin de semana.

– ¿Encontraste algo interesante en el ordenador de los Turner?

– No, pero tengo que comprobar un número de teléfono.

– Dámelo a mí. Yo lo haré.

– Te lo agradecería. ¿Qué tal te va a ti?

– Esta mañana hablé con el agente Crandall. Está en Balboa Park, vigilando el apartamento de Kristen y Stacy. Dentro de media hora me reuniré con él. Hablaremos con los vecinos, a ver qué podemos averiguar. Luego les haremos unas preguntas a esas chicas. Te llamaré hacia medianoche.

Gideon asintió.

– Estupendo. Te debo una.

– Tal vez te perdone todas tus deudas cuando me digas que vas a dejar con nosotros a Kevin un par de semanas para irte de luna de miel.

– Dios mío, ya me gustaría a mí.

– Pero si está loca por ti…

– Puede ser.

– ¿Qué quieres decir?

– Heidi tiene miedo de que Kevin no la acepte. Le da pánico hacerle daño.

– Cada vez me gusta más.

– A mí también. Gracias por todo. Tengo que irme volando.

Gideon salió y se acercó apresuradamente al coche. Como se temía, Kevin estaba sentado en la parte de atrás, charlando con Gaby por la ventanilla, como si Heidi no estuviera allí.

Gideon le dio un abrazo a la mujer de Max, se deslizó tras el volante y encendió el motor.

– ¿Qué te han parecido los Calder? -preguntó cuando arrancaron.

– Son encantadores. Y ella cocina muy bien.

– En eso, Kevin y yo no pensamos llevarte la contraria.

Como su hijo no respondía, Gideon decidió concentrarse en la mujer sentada a su lado. Notaba que ella temía decir o hacer algo que molestara a Kevin, y aquella situación lo enfurecía. Las palabras de Max seguían resonando en sus oídos. «Ahora que la has encontrado, no pierdas ni un segundo más»

Deseando tocarla, la tomó de la mano y entrelazó los dedos con los suyos. Ella intentó desasirse, pero Gideon la sujetó con firmeza. Al cabo de unos segundos, Heidi dejó de luchar.

Gideon empezó a acariciarle la palma de la mano con el pulgar. Ella se tensó al sentir su caricia. A Gideon le satisfizo notar su respuesta inmediata y su irritación se disolvió, al menos por el momento.


A pesar de lo que había dicho. Kevin entró en el colegio con ellos, pero su silencio sostenido, al parecer dirigido contra su padre, hacía que la situación resultara insoportable para Heidi. La presencia de las animosas escritoras que esperaban junto a la puerta de la clase nunca le había parecido tan reconfortante.

En cuanto Gideon abrió la puerta del aula, Heidi se apresuró a entrar para colocar las sillas. Era un alivio tener algo en qué invertir su energía nerviosa. Mientras miraba atentamente a su alrededor, complacida al ver que los sustitutos lo tenían todo en orden, observó que Kevin se sentaba en su sitio habitual y abría su mochila.

En cuanto Heidi ocupó su lugar en un extremo del semicírculo de pupitres, apareció en la puerta el ponente invitado de esa noche. Era un hombre moreno y fuerte, de unos cincuenta años, que saludó a Gideon como si fueran viejos amigos. Heidi le prestó especial atención porque al día siguiente sería el encargado de hacerle la autopsia al cuerpo de Amy. Gideon se quedó de pie, a su lado.

– Buenas tardes a todos. Como os prometí, nuestro invitado es famoso por su impecable labor como forense aquí, en San Diego. Es el mejor de los mejores. Somos sumamente afortunados de tenerlo aquí esta noche. Por favor, dad una calurosa bienvenida al doctor Carlos Díaz.

Heidi aplaudió, como todos los demás. Miró de reojo a Kevin, para ver cómo reaccionaba. El chico seguía mirando para otro lado.

El forense se aclaró la garganta.

– Es un honor que el detective Poletti me haya pedido que dé una charla a este insigne grupo de escritores de novelas de misterio -sonrió-. Puede que no lo sepan, pero Gideon es una leyenda en el departamento de policía de San Diego. Por ello me siento doblemente honrado de estar aquí. Voy a contarles un pequeño secreto. Yo solía escribir historias de ciencia ficción cuando tenía la edad del hijo de Gideon, aquí presente. No sabía si eran buenas, porque no se las enseñaba a nadie -por el grupo se extendieron murmullos de comprensión-. Hace falta valor para poner en papel lo que sale del corazón, de la cabeza y del alma. Los admiro a ustedes por sus esfuerzos. Si algo de lo que diga esta noche los ayuda a que su obra resulte más auténtica y profesional, me sentiré recompensado.

Durante el resto de la clase, el doctor Díaz mantuvo cautivado a su auditorio. Heidi estaba tan fascinada por su exposición que, al igual que los otros, protestó cuando sonó la campana señalando el final de la clase. Todos se congregaron rápidamente alrededor del forense y de Gideon. Mientras Heidi empezaba a colocar los pupitres, vio que Kevin se escabullía por la puerta.

Pensó en salir corriendo tras él, pero sabía que rechazaría sus intentos de acercamiento. La situación empeoraba a cada minuto. Sin duda, Gideon convendría en que, si Kevin continuaba así, tendrían que replantearse su relación.

De repente, Gideon apareció junto a ella y la enlazó por la cintura.

– Carlos, esta es Heidi Ellis, la mujer de la que te hablé.

– ¿Cómo está, doctor Díaz? Su charla nos ha dejado completamente hechizados.

Los ojos oscuros del forense relucieron de placer al estrecharle la mano.

– De modo que está usted luchando por liberar a su amiga. Mañana seré tan minucioso como sea posible, se lo prometo.

A Heidi se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Las palabras resultan inadecuadas, pero son lo único que tengo para expresarle mi gratitud. Gracias, doctor Díaz.

– De nada -volvió a mirar a Gideon-. Empezaré temprano. Llámame sobre las diez de la mañana. A esa hora ya podré decirte qué he encontrado. Ojalá sirva de algo.

Gideon le dio la mano.

– Gracias por hacerlo tan pronto.

En cuanto la puerta se cerró tras el doctor Díaz, Gideon tomó en sus brazos a Heidi. Su mirada azul ardía en la de ella.

– Por fin te tengo para mí solo.

Heidi sabía que quería besarla, pero no olvidaba que su hijo los estaba esperando… quizás al otro lado de la puerta.

– No, Gideon -dijo, evitando su boca-. Kevin está ahí fuera. Cuando lleguemos a mi apartamento, deja que me vaya sola, por favor. Mañana hablaremos, después de que lo lleves al colegio.

Apartándose de él, salió apresuradamente al pasillo, temiendo encontrarse con Kevin. Aliviada al ver que no estaba allí, siguió andando hacia la puerta.

Gideon la alcanzó junto a la secretaría. Parecía tan enfurecido que Heidi prácticamente salió corriendo hacia el coche.

Kevin estaba apoyado contra el maletero del Acura. Se irguió al ver que se acercaban. Heidi bajó los ojos para no mirarlo a la cara mientras Gideon le abría la puerta.

– ¿Qué te ha parecido la clase de esta noche, Kevin? -preguntó al sentarse tras el volante.

– No he prestado mucha atención, porque estaba haciendo los deberes de matemáticas.

– Qué pena, porque podías haber aprendido muchas cosas, Puede que el informe del doctor Díaz sea el elemento decisivo que saque a Dana Turner de la cárcel.

Heidi aguardó una respuesta de Kevin. Cuando quedó claro que el chico no pensaba decir nada, se removió inquieta en el asiento y se alegró de vivir cerca del colegio. El trayecto a casa, en medio de aquel angustioso silencio, acabaría enseguida.

Después de lo que le había dicho en el aula, pensaba que Gideon se marcharía tan pronto ella saliera del coche. Pero, para su sorpresa, él apagó el motor y se acercó a su puerta.

– Buenas noches, Kevin -le dijo Heidi a su hijo.

– Buenas noches -respondió él con indiferencia.

Segundos después, al abrir la puerta del apartamento, Gideon entró tras ella y cerró la puerta. Heidi había dejado una lámpara encendida. A su suave luz, la expresión de su rostro la llenó de desaliento.

– Hablaremos mañana -dijo él en tono grave-. Hasta entonces, tendremos que conformarnos con esto.

La besó con un ansia que le llegó al fondo del alma. Mientras la estrechaba en sus brazos, Heidi sintió por primera vez lo que Gaby había intentado decirle esa tarde. En el fondo, aquel hombre fuerte y heroico tenía un alma que anhelaba sentirse completa otra vez. En ese instante, decidió que se ganaría a Kevin porque Gideon era toda su vida. Lucharía por él, pasara lo que pasara.

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