Capítulo 7

A Heidi no le resultó difícil divisar a Gideon entre la multitud. Siempre sobresalía por su estatura, su pelo negro y sus rasgos cincelados, y ese día destacaba especialmente porque llevaba una camisa de franela de cuadros rojos y unos pantalones negros.

Kevin y Pokey parecieron verlo al mismo tiempo. El perro empezó a ladrar alegremente mientras cruzaban el aparcamiento hacia él. Heidi los siguió a escasa distancia para que Kevin tuviera tiempo de saludar a su padre.

Cuando se acercó al coche, Gideon estaba acariciando al perro mientras Kevin rebuscaba en la guantera y sacaba un par de caramelos. A Heidi se le había quedado la boca seca por el miedo a que Gideon le dijera que no estaba convencido de la inocencia de Dana.

Él alzó la cabeza para mirarla. Heidi no pudo adivinar nada por su expresión.

– Siento haber tardado tanto.

– No nos hemos dado cuenta -murmuro ella-. Pokey sabe hacer un montón de trucos. Y Kevin se los ha hecho ejecutar todos para mí. Lo mejor es cuando levanta la patita y da la mano.

– Eso solo lo hace con la gente a la que le gustan los perros -le informó Gideon.

– ¿Y cómo no iba a gustarle a alguien esta preciosidad? -se agachó para acariciarle las orejas. El perro se acercó un poco más y frotó el hocico contra sus piernas.

– Creo que ya hemos pasado suficiente tiempo aquí. ¿Qué os parece si nos vamos a casa?

La inesperada sugerencia de Gideon causó a Heidi un agudo dolor en el pecho. Antes de que pudiera decir nada, él añadió:

– Por desgracia, la hora de visita casi ha terminado y, siendo domingo por la tarde, habrá mucho tráfico. Creo que es mejor que salgamos ya, si queremos llegar a una hora razonable. ¿Nos vamos?

– Sí, claro -dijo Heidi, pero su corazón no estaba de acuerdo. Evitando la mirada de Gideon, se dio la vuelta y abrió la puerta trasera del coche antes de que él le sugiriera que se sentara delante. Por su propio bien, necesitaba poner cierta distancia entre Gideon y ella.

Seguramente Gideon estaba intentado averiguar cuál era la mejor forma de darle las malas noticias, y no quería que Kevin estuviera presente. Y, por otra parte, sin duda sabía que para Dana sería terrible que Heidi entrara en la sala de visitas y se derrumbara.

Kevin le ofreció un caramelo a Heidi, pero ella declinó el ofrecimiento. El chico se sentó delante, con Pokey. Se produjo un tenso silencio mientras Gideon se sentaba tras el volante y arrancaba. Tras pasar el control de la puerta de la prisión, Gideon encendió la radio, sintonizándola en una radio fórmula. Otra artimaña no muy sutil para evitar una conversación embarazosa. El perro empezó a mirar por encima del asiento, gimiendo suavemente. Kevin se dio la vuelta.

– ¿Quiere que Pokey pase atrás?

A pesar de la hostilidad que le había demostrado el día anterior en el restaurante, Heidi aún tenía esperanzas de gustarle a Kevin, y se sintió aliviada al ver que se mostraba amable con ella.

– Estaba esperando que me lo dijeras. Ven aquí, Pokey -llamó al perro-. Vamos, chico -Kevin ayudó al perro a pasar al asiento de atrás. Pokey se pasó un minuto dando vueltas y después se echó, apoyando la cabeza sobre el regazo de Heidi. Su presencia la reconfortó. Sabía que, para un adolescente confundido y vulnerable como Kevin, un perro podía significar un gran consuelo. Y, en ese momento, también lo significó para ella.

Pokey se cree que ha muerto y que está en el cielo de los perros.

Aunque Heidi evitó mirar a Gideon por el espejo retrovisor, su comentario la hizo esbozar una sonrisa.

«¿Qué me estás ocultando, Gideon? Pensaba que tú podrías salvar a Dana. No puedo creer que no puedas hacer nada».

Hicieron una última parada para comprar sándwiches y refrescos. Cuando volvieron al coche, Heidi se las ingenió para que el perro se sentara delante, con Kevin. Durante el resto del camino, se dedicó a ordenar los exámenes de sus alumnos. En cuanto vio la señal de Mission Beach, se inclinó hacia delante.

– ¿Puedes llevarme a casa antes que nada? Aún tengo trabajo que hacer. Debo acabar unas cosas para las clases de mañana.

Gideon le lanzó una mirada enigmática.

– Iba a sugerírtelo.

Heidi se echó hacia atrás, procurando que no se notara que estaba dolida. Cuando Gideon paró delante de su apartamento, salió rápidamente del coche. Antes de cerrar la puerta, dijo:

– No hace falta que esperes hasta que entre.

– Te llamaré -fue lo único que dijo Gideon.

– Gracias por el almuerzo y por el viaje. Lo he pasado muy bien. Adiós, Pokey. Cuídate, Kevin.

– Adiós.

Oyó ladrar al perro mientras recorría apresuradamente el camino que llevaba al edificio, cargada con el bolso y el maletín. Tenía tantas ganas de llegar a casa que subió las escaleras corriendo, con la llave en la mano. El Acura no se alejó hasta que entró en el edificio.

Llorando, Heidi se quitó el traje y se puso unos vaqueros y una camiseta. Se calzó unos mocasines y se fue a casa de sus padres en Mission Bay.

Al conocer a Gideon, había cometido el error de depositar en él todas sus esperanzas. Debía informar a sus padres de que, a pesar de que seguía creyéndole un hombre maravilloso, no podría ayudar a Dana después de todo.


Kevin no estaba muy hablador. Gideon temía que se resistiría a volver a casa de Fay, y la idea de que la escena del hospital pudiera repetirse le dejaba un rescoldo de tensión en el estómago.

– Papá, ¿puedo hacerte una pregunta?

– Por supuesto.

– ¿Por qué te has empeñado en volver antes de que la señorita Ellis entrara a ver a su amiga?

– Porque no quiero que hablen todavía.

– ¿Crees que su amiga mató a su hermana?

– Mi instinto me dice que no.

– Entonces, ¿quién la mató?

Su hijo había crecido de la noche a la mañana. Gideon se recordó de nuevo que debía tratarlo de una manera más adulta.

– No tengo ni idea. Pero de una cosa estoy seguro. Dana oculta algo que nadie más sabe. Ni siquiera Heidi.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque la sorprendí en una mentira. Dijo que hablaría conmigo si le guardaba el secreto. Pero no pude prometérselo, así que se cerró en banda.

– ¿Y de qué tiene miedo, si ya está en prisión?

– Exacto. Lo cual significa que está protegiendo a alguien.

– ¿A quién?

– No lo sé, pero voy a averiguarlo. Por desgracia, Dana se puso a la defensiva y acabó diciéndome que no quería que Heidi fuera a visitarla nunca más.

– ¿Por eso nos fuimos tan deprisa?

– Sí. No quería que Heidi entrara en la sala de visitas para que una funcionaria le dijera que Dana no quería hablar con ella.

Su hijo se quedó muy serio.

– Te gusta de verdad, ¿no?

– Sí -dijo Gideon honestamente.

No sabía qué había esperado al dejarlos solos. Pero Kevin no parecía haberse apaciguado.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Antes de que Heidi intente ver a Dana otra vez, debo averiguar qué sabe sobre el asesinato. Luego iré a la comisaría y leeré el caso de Dana de cabo a rabo. Después, empezaré mi investigación.

– Así que, ¿vas a trabajar para ella? -preguntó Kevin.

Gideon comprendió que, a ojos de su hijo, el hecho de que quisiera ayudar a Heidi solo empeoraba las cosas. Aparte de sus celos, significaba que pasarían menos tiempo juntos.

– Sí.

– ¿Va a pagarte?

– Yo no aceptaría su dinero, Kevin.

Su hijo lo miró fijamente, y Gideon pensó que parecía tener más de catorce años.

– Tal vez la señorita Ellis tenga algo que ver con el asesinato y sea ella a quien intenta proteger su amiga.

Aquella observación, destinada a herir a Gideon, hizo que se le pusiera el vello de punta. Sobre todo porque él había pensado lo mismo al hablar con Daniel sobre el caso Turner. Alarmado y entristecido por la actitud de Kevin, no se le ocurrió qué responder.

Pararon frente a la casa de Fay sin hablarse. A Gideon no le sorprendió que su ex mujer saliera inmediatamente a la puerta. Por ello no había querido que Heidi los acompañara. Si Fay veía su hermoso pelo rojo, sin duda se acercaría a hablar con ellos y provocaría una confrontación para la que Heidi aún no estaba preparada.

Kevin abrió la puerta del coche al ver a su madre. Antes de salir, acarició la cabeza de Pokey.

– Sé bueno, Pokey -dijo, evitando mirar a Gideon.

– Nos veremos el miércoles, después del colegio.

– No hace falta, papá. Tú tienes otras cosas que hacer -cerró la puerta con fuerza.

Gideon lanzó un gruñido. Estaba claro que esa noche no iban a arreglarse las cosas.

Se quedó mirando a Kevin hasta que entró en la casa con Fay, y luego sacó el teléfono móvil para llamar a Heidi y decirle que iba de camino hacia su casa. Pero se encontró con su contestador.

– Heidi, soy Gideon. Si estás ahí, por favor, llámame al móvil -le dio el número-. He dejado a Kevin en casa de su madre y voy de camino a tu apartamento. Tenemos que hablar.

Colgó y se dirigió a casa de Heidi. Cuando llegó a su calle, ella aún no le había devuelto la llamada. En su cuarto de estar había una luz encendida. Preguntándose si estaría en casa, Gideon rodeó el edificio hasta el aparcamiento. El Audi de Heidi no estaba allí.

Contrariado, le telefoneó otra vez.

– Heidi, he venido a buscarte pero no estabas en casa. Voy a llevar a Pokey a casa y luego volveré. Si no estás, te esperaré.

No sabía si Heidi tenía teléfono móvil. Pero, antes de que acabara aquella noche, pensaba averiguarlo. Necesitaba localizarla para quedarse tranquilo.

– Vamos, Pokey. Voy a llevarte a casa. Ya te has paseado suficiente por hoy.


Los padres de Heidi no permitieron que su hija se dejara vencer por la desesperanza porque Gideon no hubiera podido decirle si iba a aceptar el caso de Dana. Su padre le aseguró que podían contratar a otros detectives. Al día siguiente preguntaría en el trabajo. Como era el vicepresidente de la ArnerOil para California del Sur, llamaría a los abogados de la compañía y les pediría consejo. Estaba convencido de que alguno de ellos podría recomendarle a algún investigador privado.

Heidi lo abrazó, agradecida, y se marchó a su apartamento. Pero, a pesar de la promesa de su padre, no estaba tranquila. Gideon no era la clase de hombre que le daría falsas esperanzas si no podía ayudar a Dana. Quizá no lo conociera muy bien, pero sabía que era un hombre íntegro. Además, Gideon no había querido hablar de Dana delante de su hijo, pues este parecía encontrarse en un estado emocional muy precario.

Agotada por intentar poner orden en aquel lío, Heidi decidió que lo mejor sería abandonar el curso de criminología. No tenía sentido seguir asistiendo a él, dado que su padre iba a buscar otro detective. Y, si seguía viendo a Gideon, solo conseguiría sentirse más atraída por él y agravar las inseguridades de Kevin. Gideon podía ser inolvidable, pero había demasiadas complicaciones. Sencillamente, algunas relaciones no podían salir adelante.

Tras estacionar en el aparcamiento del edificio, Heidi subió a toda prisa las escaleras y entró en la cocina de su apartamento. Antes de irse a la cama, escuchó los mensajes del contestador.

Michael Ray la había llamado para pedirle una cita y quería que le devolviera la llamada en cuanto pudiera. Era un universitario que había trabajado una temporada en la tienda de muebles que poseía la familia de su madre. A Heidi le había parecido simpático y bastante guapo. Pero no le interesaba. Desde que conocía a Gideon Poletti, ni siquiera podía imaginar que pudiera haber otro hombre en su vida. Pasara lo que pasara, sabía que le costaría mucho olvidarse de él.

Como si pensar en él lo hubiera conjurado de pronto oyó su voz en el contestador. Gideon le había dejado dos mensajes.

Cielo santo, ¿estaba fuera? ¿En ese mismo momento?

Con el corazón acelerado, Heidi se dio la vuelta y cruzó corriendo el apartamento. Encendió la luz del porche delantero, abrió la puerta y vio que Gideon se acercaba por el camino.

– ¡Gideon! -exclamó-. Acabo de oír tus mensajes. No vi tu coche al entrar.

Él subió las escaleras de dos en dos.

– Tendrías otras cosas en la cabeza.

«A ti. A ti te tenía en la cabeza». Todo lo demás era confuso.

– ¿Puedo entrar?

– Desde luego.

Gideon entró y cerró la puerta.

– ¿Por qué no vamos a la cocina?

– De… de acuerdo -se le hizo un nudo en el estómago. Le indicó el camino hacia la cocina y lo invitó a sentarse a la mesa-. ¿Cuánto tiempo llevas esperándome?

– No mucho.

– Lo siento -se frotó las manos sobre los muslos-. ¿Qué tal está Kevin?

Él la miró fijamente.

– El miércoles no piensa ir a la clase de criminología.

Era peor de lo que Heidi pensaba.

– Lo siento mucho -respiró hondo, intentando calmar su ansiedad-. ¿Quieres tomar algo?

– Ahora no, gracias -su mirada fija la obligó a mirarlo-. ¿Adónde has ido?

– A casa de mis padres.

Él asintió.

– Heidi…, después de hablar con ella, estoy convencido de que Dana no mató a su hermana.

Heidi sintió que el mundo se detenía por un instante.

– ¿No me lo estarás diciendo porque sabes que es lo que quiero oír?

– En absoluto. Llegué a esa conclusión cuando Dana me contó su versión de los hechos. Sin embargo, hay ciertas cosas que no cuadran -dijo él crípticamente-. Creo que hay una persona inocente entre rejas. Y voy a empezar una investigación por mi cuenta.

– ¡Oh, gracias a Dios! -gritó ella, juntando las manos. Emocionada, asió su bolso para sacar la chequera-. Te pagaré un adelanto y…

– Olvídate de eso, Heidi. No quiero que me pagues, y tampoco podría aceptar tu dinero, de todos modos.

– Pero…

– Escucha -dijo él, cortándola-. Creía que te había dejado claro que hago esto por satisfacer mi sentido de la justicia -Heidi se detuvo-. Sé que se está haciendo tarde y que los dos tenemos que madrugar, pero antes de irme me gustaría hacerte unas preguntas sobre el caso de Dana.

Su voz tenía un timbre acerado que resultaba levemente intimidatorio.

– ¿Por qué no te sientas?

– De acuerdo -se sentó frente a él.

– El otro día dijiste que Dana tenía un apartamento.

Ella pareció sorprendida.

– Sí. Antes de que la encerraran, tenía una casa preciosa. Después del juicio, sus padres guardaron sus cosas y dejaron el apartamento.

– ¿Dónde estaba?

– En Pasadena.

– ¿Por qué allí?

– Porque Dana estudiaba en la universidad de Caltech.

– ¿En qué facultad?

– ¿Ella no te lo dijo? -preguntó ella secamente.

– No nos dio tiempo a hablar de su pasado. Solo le pedí que me contara qué hizo la noche del asesinato. Ahora que tengo su testimonio, me gustaría obtener ciertas respuestas de ti.

Heidi dejó escapar un suspiro.

– Lo lamento. No quiero ponerte las cosas difíciles -se apartó un rizo de la frente-. Dana estudiaba física y astronomía.

– Vaya, eso es impresionante.

– Gracias a ella conseguí aprobar la única asignatura de física que di en la carrera. Dana ha heredado el cerebro de su padre.

– Háblame de él.

– El doctor Turner es desde hace años uno de los investigadores más importantes del observatorio astronómico de Monte Palomar.

Él asintió.

– ¿Tienes idea de por qué estaba Dana en casa de sus padres la noche que murió Amy?

De nuevo, Heidi empezó a preguntarle por qué le hacía aquellas preguntas si ya había hablado con Dana, pero al final se calló.

– Yo acababa de terminar el curso, así que mis padres me pidieron que le echara un vistazo a su casa mientras pasaban una semana en Nueva York, comprando muebles. Dana había terminado sus exámenes en Caltech, pero todavía tenía que presentar un trabajo. Yo estaba deseando verla, así que le dije que se fuera a acabar el trabajo en casa de sus padres. Teníamos muchas cosas de qué hablar, porque ella acababa de pasar por una relación tormentosa y estaba deseando contármelo. Además, pensábamos irnos de vacaciones a México en cuanto mis padres regresaran. Teníamos que vernos para ultimar los detalles del viaje.

– ¿Viste a Dana el día que Amy fue asesinada?

– ¡Ya sabes que sí! -estalló ella-. Dana te lo habrá dicho -desvió la mirada-. Perdona. Es la segunda vez que me pongo desagradable contigo.

– No importa -dijo él con calma-. Solo te pido que tengas un poco más de paciencia.

Ella asintió.

– Seguramente Dana te habrá dicho que queríamos ponernos morenas antes de marcharnos a México, así que salimos en la barca de mis padres a tomar el sol a la bahía. No regresamos hasta después de mediodía.

– ¿El embarcadero es de tus padres?

– No, es de mis padres y de los Turner. Ellos tienen una lancha de esquí acuático.

– Ya veo. ¿Qué hiciste entonces?

– Dana se fue a casa a acabar su trabajo. Yo tenía que volver a mi apartamento para arreglarme, porque esa noche tenía una cita a ciegas. La había organizado una amiga maestra que llevaba casi todo el año intentando convencerme para que saliera con su hermano. A mí no me apetecía nada, así que llamé al chico para deshacer la cita. Pensé que seguramente a él tampoco le apetecía.

– Pero descubriste que no era así y que estaba deseando salir contigo, ¿no es así?

Ella alzó la cabeza y vio que Gideon estaba escudriñando su rostro. Se puso colorada.

– Sí.

– ¿Qué pasó entonces?

– Fue un error no acudir a la cita. Mi amiga me llamó y me dijo exactamente lo que pensaba de mí. Yo me sentí fatal porque sabía que tenía razón. Fui muy cruel -se encogió de hombros débilmente-. No tenía excusa, salvo que las citas a ciegas no son para mí, supongo. En fin, que me sentí muy mal y me fui a casa de Dana por si le apetecía salir a dar una vuelta en coche, a pesar de que sabía que estaba haciendo el trabajo para la facultad.

– ¿A qué hora fue eso?

– Sobre las seis y media. Pero cuando llegué y vi que le quedaba mucho por hacer, me di cuenta de que me estaba comportando como una egoísta. Así que le dije que la llamaría por la mañana y me fui sola -intentando controlarse, añadió-: Si hubiera venido conmigo esa noche, ahora no estaría en prisión.

– No necesariamente -aquel comentario la hizo estremecerse-. Háblame de tu paseo. ¿Adónde fuiste?

– A las colinas, como siempre.

– ¿Adónde exactamente?

– Hay un monasterio cerca del observatorio de Monte Palomar. Voy allí con frecuencia desde hace años. Es un sitio muy bonito y apacible.

– ¿Fuiste sola?

– Sí.

– ¿Te paraste en algún sitio?

– No.

– ¿Te vio alguien?

Ella frunció el ceño.

– No, que yo sepa. Cuando llegué estaba cansada, así que di la vuelta y volví a mi apartamento. Pero, Gideon, ¿qué importancia tiene adónde fuera?

– Intento aclarar las circunstancias de aquella noche. ¿Cuándo te enteraste de lo que había ocurrido en casa de los Turner?

– A la mañana siguiente llamé a Dana para ir a la agencia de viajes. Pensaba pasarme por casa de mis padres, recoger el correo y luego ir a buscarla.

– ¿Desde dónde la llamaste?

– Desde mi apartamento.

– Continúa.

– El doctor Turner respondió al teléfono y me dio las malas noticias -los ojos se le llenaron de lágrimas-. Cuando supe que Dana había sido arrestada por el asesinato de Amy, se me cayó el mundo encima. No pude verla hasta que la soltaron bajo fianza. Nuestras vidas no han vuelto a ser las mismas desde entonces.

– Debió de resultarte muy difícil declarar en el juicio.

Ella lo miró fijamente, sin comprender.

– Yo no asistí al juicio.

Gideon se pasó el pulgar por el labio inferior.

– Cuando estuve en la prisión, no tuve tiempo de hablar con Dana acerca del juicio. No sabía que no fuiste llamada a testificar.

– Le supliqué a Dana que dejara que mis padres y yo actuáramos como testigos de la defensa, pero no lo consintió. Dijo que no quería involucrarnos en sus problemas.

– John Cobb debería haber insistido.

Heidi intentó tragarse el nudo que tenía en la garganta, pero no lo consiguió.

– Yo me sentía muy impotente. Por eso fui a tu clase. No podía soportar seguir de brazos cruzados, sin hacer nada. Por favor, deja que te pague por investigar el caso. Si no, no me sentiré a gusto. Ni mis padres tampoco.

Él sacudió la cabeza.

– Lo que haga por Dana corre de mi cuenta. Ya te he dicho que, si me ocupo del caso, será porque deseo que se haga justicia -apartándose de la mesa, se levantó-. Me reuniré con el abogado de Dana cuando encuentre alguna prueba con la que reabrir el proceso. Hasta entonces, nada de esto será oficial.

Antes de que Heidi pudiera tomar aliento, Gideon entró en el cuarto de estar.

– Gideon, no quiero que gastes tu precioso tiempo trabajando gratis.

Él esbozó una lenta sonrisa.

– Dije que no aceptaría dinero, no que no espere recompensa -Heidi se puso colorada y Gideon sonrió con sorna-. Me refiero al tiempo -añadió él-. A tu tiempo. Quiero que lo gastes conmigo -extendió una mano y le acarició la garganta con un dedo-. Voy a convertirte en mi ayudante. Eso significa que nos veremos tan a menudo como sea posible para seguir investigando. Te recogeré mañana a las cinco y media para ir a cenar. ¿Quieres que probemos otra vez en ese sitio mexicano? -Heidi temblaba tanto que no pudo decir nada-. Me lo tomaré como un sí.

El roce de sus labios contra los de Heidi siguió quemándola como fuego mucho tiempo después de que Gideon se marchara.

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