Capítulo 6

El teléfono parecía sonar en el agitado sueño de Gideon. Pero cuando aquel sonido se repitió una y otra vez, Gideon se dio cuenta de que no podía ser así. Medio dormido, descolgó el aparato situado junto a su cama.

– Aquí Poletti.

– ¿Por qué no me dijiste que Kevin se fue a tu casa en autobús después de la fiesta?

Fay.

Gideon se sentó en la cama y miró el reloj: eran las cinco y media de la mañana.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos en la sala de urgencias del hospital de Santa Ana. Kevin se despertó con dolor de estómago, pero el médico no le encontró nada raro. Casi me da un ataque cuando insinuó que mi hijo tenía problemas psicológicos y que necesitaba que lo viera un especialista -Gideon cerró los ojos con fuerza-. Le dieron un sedante suave y pareció calmarse un poco. Entonces fue cuando me contó que te había visto en el restaurante manoseando a una pelirroja. ¿Es que no podías mostrar un poco de discreción delante de él y de sus amigos?

Cuando estaba enfadada, Fay solía exagerar o ponerse ofensiva. Pero esta vez se había pasado de la raya. Gideon se levantó, intentando refrenarse.

– Ahora mismo voy para allá.

– Me alegro, porque Kevin se niega a irse a casa hasta que te vea. Está convencido de que ya no lo quieres, y teme no volver a verte. Frank no puede hacer nada, porque Kevin no le hace ningún caso. Nuestro matrimonio iba bien hasta ahora. Te aseguro que ya no puedo más, Gideon. Tú causaste el problema. Ahora, resuélvelo.

A Gideon se le ocurrió una solución temporal. Y, en su estado de nerviosismo, tal vez Fay la aceptaría. Valía la pena intentarlo.

– Sé que se suponía que hoy te tocaba a ti estar con Kevin, pero dadas las circunstancias, ¿por qué no dejas que pase el día conmigo? Así podremos hablar.

– Me parece bien, siempre y cuando te asegures de que no vuelva a reaccionar así.

– Eso no puedo prometértelo, Fay.

– Entonces, Kevin tiene razón.

– ¿Qué quieres decir?

– Dice que vas a casarte con ella.

No era una idea descabellada, dados sus sentimientos hacia Heidi.

– Aún no lo sé.

– Bueno, bueno. Menuda sorpresa.

Gideon suponía que sí.

Exhaló el aire que había estado conteniendo. Siempre había sabido que, desde su divorcio, Fay mantenía la ficción de que no había vuelto a casarse porque ninguna mujer podía compararse con ella. La confesión de Kevin sin duda había supuesto un duro golpe para su ego. Fay quería a su hijo, pero Gideon sabía que la causa de su crispación no era el estado de Kevin, sino el hecho de que él hubiera encontrado al fin una mujer que, desde el punto de vista de su ex mujer, podía competir con ella. Fay debía de estar muerta de curiosidad. Si Gideon volvía a casarse, Kevin tendría una madrastra. Y Fay era sumamente competitiva.

– Cuando las cosas vuelvan a la normalidad, tendrás que traerla a casa a tomar una copa.

– Todavía es pronto para eso, Fay. En este momento, Kevin es lo único que me preocupa. Dile que llegaré enseguida.

Media hora después, Gideon entró en el hospital de Santa Ana. Fay y su marido estaban en el pasillo, junto a una sala de urgencias con las cortinas echadas.

– Frank -Gideon le hizo una inclinación de cabeza y, después de saludar a Fay, entró a ver a su hijo, que estaba sentado al borde de la camilla, completamente vestido.

– Hola, papá -dijo Kevin con voz trémula. El brillo de rabia había desaparecido de sus ojos, afortunadamente.

Gideon sintió un nudo en la garganta al abrazar a su niño. Pero Kevin ya no era un niño. Iba camino de ser un hombre. Esa era la verdad. Y su forma de tratarlo debía cambiar a partir de ese momento. Kevin lo rodeó con los brazos.

– Lo siento, papá. No te dije en serio todas esas cosas -dijo en voz baja, escondiendo la cara en el pecho de Gideon.

– Y yo siento que te encuentres mal. ¿Qué tal tu estómago?

– Un poco mejor.

– Me alegro. ¿Qué te parece si pasamos el día juntos?

Kevin alzó la cabeza. Un destello iluminó sus ojos.

– ¿Mamá me deja?

– Ya he hablado con ella.

– Qué bien -dijo Kevin tímidamente. Se bajó de la camilla y corrió a darle un abrazo de despedida a su madre. Gideon lo siguió a cierta distancia.

– Lo llevaré a tu casa a la hora de irse a la cama -le dijo a Fay-. Bueno, Kevin, vámonos.

Salieron de la sala de urgencias y cruzaron las puertas que daban al aparcamiento. Al acercarse al coche oyeron ladridos.

– ¡Pokey! -Kevin sonrió por primera vez desde el viernes-. ¡Lo has traído, papá!

Pokey sabía que necesitabas que te alegraran un poco.

Kevin montó en el asiento delantero y abrazó a su perro, que lo recibió con entusiasmo irrefrenable. A medio camino de Ocean Beach, el chico parecía ser de nuevo el de siempre. Pero, antes de que llegaran a casa, debían hablar de algunas cosas. Dependiendo del resultado de la conversación, Gideon sabría qué decirle a Heidi cuando la telefoneara.

– Kevin, quiero hablarte de una cosa -su hijo le lanzó una mirada cautelosa-. Por favor, escúchame sin interrumpirme hasta que acabe. Luego podrás hacer todas las preguntas que quieras.

– De acuerdo.

– Gracias -Gideon respiró hondo y empezó-. La mejor amiga de Heidi Ellis, Dana Turner, está en la cárcel por un asesinato que, según Heidi, no cometió -los ojos castaños de Kevin se agrandaron de asombro-. Dana y ella crecieron juntas. Son, más que amigas, hermanas. Aunque el caso está cerrado, Heidi asegura que su amiga es inocente y está decidida a encontrar nuevas pruebas para liberarla. Se apuntó al curso de Daniel con la esperanza de convencerlo para que la ayudara. Pero, ahora, yo soy su profesor. Desde el principio nos sentimos atraídos el uno por el otro, y a los dos nos pilló por sorpresa. No sé si mis sentimientos hacia ella crecerán o se debilitarán. Pero, por ahora, me siento muy a gusto con ella. Un día crecerás y te enamorarás. Te casarás y seguramente tendrás hijos. Pero tu familia, tu madre y yo, seguiremos formando parte de tu vida. En este momento, a mí también me gustaría encontrar una mujer con la que compartir mi vida. Tal vez Heidi sea esa mujer. Tal vez no. Pero lo que siento por ella es lo bastante fuerte como para que necesite averiguarlo. Hoy había planeado llevarla a la prisión de San Bernardino a ver a su amiga. Seré sincero contigo. Se lo sugerí, sobre todo, porque quería estar con ella. Pero también quiero hablar con Dana. Si mi instinto me dice que algo no va bien, emprenderé una investigación por mi cuenta para averiguar si se pasó por alto alguna prueba esencial. Dicho lo cual, ¿te apetecería venir a la prisión con nosotros? Nos llevaremos a Pokey y podrás dar una vuelta con él mientras nosotros entramos a ver a Dana Turner. Si no quieres venir, llamaré a Heidi y le diré que la acompañaré a la cárcel en otra ocasión. Lo que importa es que hoy pasemos el día juntos, tú y yo. Antes de que contestes, recuerda que, si vienes con nosotros, podrás conocer a Heidi un poco mejor. Para mí es muy importante que os llevéis bien. Si, cuando llegues a conocerla un poco mejor, sigue sin gustarte, te aseguro que hablaremos de ello -miró a su hijo-. Ha sido un discurso muy largo, seguramente el más largo que has escuchado sin decir nada. Ahora es tu turno.

Un largo silencio. Finalmente, Kevin dijo:

– Iré a la prisión con vosotros.

Gideon soltó el aire que había estado conteniendo. Aclarándose la voz, dijo:

– ¿Sabes qué? Creo que eres un hijo estupendo.

Kevin lo miró fijamente.

– Seguramente ella me odia, después de lo que hice.

– En absoluto.

– A Frank no le gusto.

– Frank te quiere mucho. Pero le das miedo.

– ¿Miedo?

Era hora de que Kevin supiera la verdad sobre ciertas cosas.

– Sí. Teme hacer algo que te moleste, porque cree que tu madre dejará de quererlo.

Kevin parpadeó, asombrado. Estaba claro que nunca se había detenido a pensar en ello. Guardó silencio hasta que llegaron a casa.


Al ver el Acura desde la ventana, Heidi cerró la puerta del apartamento y corrió hacia el coche, llevando en la mano un maletín. Mientras estaba en la ducha, Gideon le había dejado un breve mensaje en el contestador. Llegaría a las diez, como estaba previsto. Pero con Kevin.

Heidi sabía que lo que pasara ese día, fuera lo que fuese, marcaría el futuro de sus relaciones. Siendo consciente de ello, temía equivocarse con Kevin. Si intentaba actuar como una amiga, él la ignoraría. Si se comportaba como una madre, se ofendería. Y, si actuaba como una maestra, se enfadaría. Así que no tenía opción, pues se equivocaría de todos modos. Lo único que podía hacer era dejarse guiar por Gideon.

Este debía de tener doce o trece años más que ella. La diferencia de edad no importaba. Pero el hecho de que él tuviera un hijo de catorce años, sí. Si Heidi no conseguía ganarse la simpatía de Kevin, la animosidad de este enturbiaría su relación con Gideon. Tal vez incluso la arruinaría sin remedio. De modo que, por razones personales, Heidi temía el resultado de aquel viaje. En cuanto a Dana, cinco minutos con ella convencerían a Gideon de que su amiga era incapaz de cometer un asesinato.

Gideon acababa de salir del coche cuando la vio. Kevin salió inmediatamente, sosteniendo a un perro entre los brazos. Sin duda su padre le había dicho que se sentara atrás: la primera de muchas otras cosas de las que el chico, naturalmente, se resentiría.

– Hola a los dos.

– Buenos días -dijo Gideon, haciendo un rápido inventario visual de su cara y de su cuerpo… al igual que Heidi con él. El perro ladró, desviando su atención.

– Así que este es Pokey. ¿Muerde? -Kevin dijo que no con la cabeza. Ella acarició la cabeza del perro y recibió a cambio un lametazo en la mano-. Se parece a Snoopy -su comentario produjo una leve sonrisa. Heidi miró a Gideon-. ¿Te importa que me siente atrás? Tengo que sacar las actas para apuntar las notas de unos exámenes, y prefiero acabarlo cuanto antes.

Gideon la miró dándole a entender que sabía lo que pretendía, y asintió. Abrió la puerta trasera del coche y le sostuvo el maletín mientras ella entraba. Heidi se estremeció al sentir el roce de su mano sobre el muslo cuando él le devolvió el maletín. El efecto de su contacto resultó electrizante. Se miraron y la expresión de deseo que vio en los ojos de Gideon le cortó la respiración.

Él cerró la puerta y rodeó el coche para sentarse tras el volante. Heidi decidió esperar hasta que llegaran a la autopista para sacar sus papeles y, de momento, se contentó con mirar las casas que dejaban atrás al atravesar a toda velocidad los barrios residenciales llenos de árboles. En cierto momento, vio que Gideon la estaba observando por el retrovisor.

– Vas muy callada.

Ella le sonrió.

– Ya hablo demasiado en clase. La verdad es que es un alivio poder relajarse y que a una la lleven de un lado a otro… aunque el chofer sea un policía -Gideon se echó a reír, y Heidi se sintió ridículamente emocionada-. Tiene gracia, ¿verdad? -continuó-. Cuando uno tiene la edad de Kevin, siempre piensa en lo emocionante que será conducir un coche. Luego, cuando te sacas el carné y llevas un tiempo conduciendo, te das cuenta de que es un auténtico lujo que otro haga el trabajo por ti.

Gideon volvió a reírse. Heidi no sabía si Kevin le estaba prestando atención. Pero lo importante era que él no se sintiera ignorado.

Cuando entraron en la autopista, Heidi abrió el maletín y sacó los exámenes que había corregido el día anterior. Sacando de otro compartimiento el libro de actas, emprendió la rutinaria tarea de anotar las calificaciones. Por el rabillo del ojo, vio que una cabeza rubia se giraba hacia ella.

– ¿Por qué no usas el ordenador para hacer eso?

Aliviada porque Kevin mostrara curiosidad, Heidi dejó los papeles un momento.

– Sí que lo uso. Pero el año pasado, un alumno que se dedicaba a la piratería informática en sus ratos libres, se metió en los archivos informáticos del colegio y cambió un montón de notas justo antes de que imprimieran las actas. Fue una auténtica pesadilla, y yo aprendí la lección: desde entonces, guardo una copia de las actas en papel y puestas al día.

– Ah.

Recorrieron quince kilómetros más antes de que Kevin se girara otra vez. Esta vez, Pokey también asomó la cabeza.

– ¿De qué curso son esos exámenes?

– De noveno. De geografía.

– Yo daré geografía el año que viene.

– Y ahora, ¿cuál es tu asignatura favorita?

– Ciencias naturales.

– Puede ser muy emocionante, si se tiene el profesor adecuado.

– El señor Harris es bastante divertido. Una vez que estuvo en México, nos trajo unos insectos recubiertos de chocolate negro para que nos los comiéramos.

– Mmm. Delicioso. ¿Cuál elegiste tú?

– Un saltamontes.

– Y todavía sigues vivo… Felicidades.

Kevin sonrió, y su padre, que la miró de nuevo por el retrovisor, también.

De camino pararon en varias gasolineras, y Kevin paseaba a Pokey de la correa y le daba de beber en su cuenco de agua. Cuando llegaron a San Bernardino, compraron unas hamburguesas en un restaurante de comida rápida y se las comieron en el coche para no dejar solo al perro. Todo transcurrió apaciblemente y, después de comer, salieron de la ciudad y pusieron rumbo a la sierra de San Bernardino. Al cabo de unos kilómetros llegaron al desvío que llevaba al penal para mujeres de Fielding. Heidi se lo estaba pasando tan bien que, al ver la señal, fue como si la golpearan en el estómago con un bate de béisbol. De pronto se sintió culpable porque su vida fuera así de maravillosa, en tanto que Dana se consumía en prisión.

El penal estaba rodeado en su perímetro exterior por una explanada de hormigón dedicada a aparcamiento, un foso y una valla electrificada. No había ni un árbol a la vista. Guardias armados custodiaban la puerta principal. Un cartel enorme decía:


Prisión de mujeres de Fielding. Días de visita:

sábados y domingos, de 9 a 3. Cinco visitas por día como máximo. Pasen por el centro de control de visitantes para ser registrados. Se prohíbe el paso con pelucas, sandalias, pañuelos, blusas transparentes, camisetas cortas, camisetas de tirantes, prendas de color azul, morado o caqui, llaveros y cámaras Polaroid. Compren sus bebidas y cigarrillos en el interior.


Gideon le mostró el carné de identidad al guardia. Heidi le entregó su permiso oficial de visita.

Continuamente hacía solicitudes para ver a Dana, pues había que presentarlas por escrito cinco semanas antes de cada visita.

La puerta eléctrica se abrió para dejarles paso. Había docenas de coches estacionados junto al centro de control de visitantes. Gideon aparcó y, cuando Heidi ya se bajaba, dijo:

– Si no te importa, prefiero entrar yo primero.

Sorprendida, y algo contrariada porque quería avisar a Dana de que había llevado una visita inesperada, Heidi volvió a sentarse.

– Claro, como quieras -dijo suavemente.

– Bueno -Gideon sonrió a Kevin-, enseguida vuelvo.

El cambio de humor de Gideon era sutil, pero evidente. El detective, y no el hombre, iba a encontrarse cara a cara con una mujer encarcelada por asesinato. A pesar de que Heidi creía firmemente en la inocencia de su amiga, Gideon no tenía razones para creer que se hubiera cometido con ella un error judicial.

Heidi lo miró acercarse al edificio a paso rápido. Cuando desapareció en su interior, cerró los ojos con fuerza. ¿Y si, tras hablar con su amiga, decía que no había caso? ¿Y si aquello no servía de nada? Cielo santo, pobre Dana… Lágrimas ardientes se deslizaron entre los párpados de Heidi y rodaron por sus mejillas. Un sollozo se formó en su garganta. Pronto se encontró llorando inconsolablemente.

Hasta que oyó el gemido del perro, no recordó que estaba acompañada.

– ¿Señorita Ellis?

– ¿Mmm?

Avergonzada por haber perdido el control delante de Kevin, se secó las lágrimas con ambas manos y alzó la cabeza.

– ¿Quiere dar un paseo con Pokey? -preguntó el chico, muy serio.

Ella se aclaró la garganta.

– Sí, si me acompañas.

– Claro -los tres salieron del coche-. Papá me contó lo de su amiga. ¿Estaba llorando por eso?

– Lo siento, Kevin -Heidi respiró hondo-. Siempre lloro cuando pienso en la situación de Dana. Ahora, de pronto, he sentido pánico al pensar que quizá tu padre decida que no puede hacerse nada por ella. Pero, naturalmente, no sería culpa suya. Ha sido muy amable por venir a verla, pero las posibilidades de encontrar nuevas pruebas para reabrir el caso son muy remotas, casi insignificantes.

Kevin no respondió. Pero Heidi no esperaba qué lo hiciera. Echaron a andar. Pokey iba delante, tirando de la correa. Kevin seguía sus pasos. Y Heidi los seguía a ambos.


Gideon estaba sentado frente al cristal, esperando que apareciera Dana. Sabía que había sorprendido a Heidi al trastocar el orden de sus visitas. Pero quería pillar a Dana desprevenida y, por ello, le había pedido a la funcionaria de prisiones que no le dijera su nombre, ni su profesión.

Dado que solo conocía los hechos a través del relato de Heidi, su primer encuentro con Dana era crucial. Su experiencia le había enseñado que, a menudo, visitar por sorpresa a un sospechoso o a un testigo le ofrecía la posibilidad de captar un atisbo de su verdadero yo.

Muchos crímenes se resolvían por un presentimiento, una premonición, una sensación instintiva. Gideon no quería pasar nada por alto. Estaba claro que sus esperanzas de tener un futuro con Heidi eran escasas mientras la vida de Dana estuviera en la balanza.

En su deseo por aprovechar aquel encuentro, no había contado con la posibilidad de quedar impactado, pero así fue como se sintió al ver que una morena alta y guapa avanzaba lentamente hacia él. Aunque excesivamente delgada, aquella joven hacía que el uniforme azul de la prisión pareciera un traje elegante. Pero, cuando se sentó, Gideon vio que tenía el rostro demacrado. Sus ojos grises carecían de brillo, y su cara tenía sombras y arrugas impropias de una mujer de veintipocos años.

Heidi tenía razón. El estado de debilidad de su amiga resultaba sobrecogedor. La vida en prisión le había pasado factura. Gideon comprendió al instante que Dana Turner no duraría mucho entre rejas.

Descolgó el teléfono y esperó que ella hiciera lo mismo. En cuanto lo hizo, dijo:

– Hola, Dana.

– Hola -dijo ella con voz trémula. Parecía una chiquilla asustada, no una mujer capaz de asesinar a su hermana a sangre fría-. ¿Es usted uno de los ayudantes del señor Cobb?

– No. Me llamo Gideon Poletti. Soy detective del departamento de policía de San Diego -ella lo miró como si fuera una aparición-. Debido a ciertas circunstancias poco habituales -continuó él-, me pidieron que diera un curso nocturno de criminología para la junta de educación de adultos. Las clases se imparten en el aula de Heidi Ellis, en el colegio Mesa. Heidi se unió al grupo. Así es como supe de ti.

De pronto, los ojos de Dana se llenaron de lágrimas. Al instante se cubrió la cara con la mano libre y empezó a sollozar. Aquellos sollozos le salían del alma, pensó Gideon, conmovido.

– Lo… lo siento -dijo ella al cabo de un momento, cuando recobró el control-. Es que Heidi me dijo que me traería buenas noticias la próxima vez que viniera a verme. Ella ha sido mi ángel guardián, pero no esperaba que contratara un detec… -se interrumpió, y una expresión de dolor cubrió su rostro-. Si no le he entendido bien, perdóneme, por favor.

– No hacía falta que Heidi me contratara -le aseguró a ella-. Me habló de su caso y me dijo que eres inocente. He venido hoy porque quería hacerte unas preguntas.

– Por supuesto -se secó los ojos-. Lo que sea.

– Esta mañana no tengo mucho tiempo, así que, ¿por qué no me cuentas simplemente cómo era tu relación con tu hermana? ¿Por qué os peleasteis la noche que fue asesinada?

Ella encogió los hombros.

– Hasta que empezó a ir al instituto, Amy era una niña dulce, estudiosa y más bien callada. Éramos buenas amigas y nos llevábamos bien. Luego, pareció cambiar de la noche a la mañana. Se volvió arisca e irascible. Dejó de hablar conmigo, como siempre había hecho. A veces me ignoraba por completo; otras, se empeñaba en provocar discusiones. No tenía término medio. Mis padres se alarmaron porque se volvió huraña, dejó de hacer cosas con nosotros y nunca llevaba a sus amigos a casa. La llevaron al psicólogo, pero tras varias sesiones se negó a volver. Empezó a sacar malas notas. La única asignatura que le gustaba era teatro. Decía que quería ser actriz de cine. Mis padres estaban tan desesperados que se mostraron dispuestos a todo con tal de ayudarla. Decidieron apuntarla a una escuela de interpretación de San Diego. Siguió viviendo en casa, pero en la escuela de interpretación empezó a relacionarse con un grupo de adolescentes a los que mis padres ni siquiera tuvieron oportunidad de conocer. Empezó a vestir de otro modo, a hacerse cosas raras en el pelo y a maquillarse. Se convirtió en una déspota. Nosotros estábamos convencidos de que se relacionaba con gente de poco fiar.

»Después de la graduación, se fue a Los Ángeles con unas amigas con la esperanza de matricularse en una renombrada escuela de actores en la que habían empezado varias estrellas de Hollywood. Aunque a mis padres los preocupaba que diera aquel paso, se mostraron dispuestos a pagarle los gastos si la admitían en la escuela. Pero había un problema. Primero, había que pasar una prueba. Por desgracia, ni ella ni sus dos amigas la superaron. Les recomendaron que tomaran más clases de baile y de dicción y que lo intentaran de nuevo al año siguiente. Yo sabía que aquello fue un duro golpe para ella, pero, para mi sorpresa, sus amigas y ella se matricularon en otra escuela de interpretación, aquí, en San Diego. Mis padres respiraron tranquilos porque así la tendrían cerca y al menos podrían mantener el contacto con ella. La noche que la mataron, yo estaba en el despacho de mis padres, haciendo un trabajo en el ordenador.

– ¿A qué hora fue eso?

– Sobre las ocho. Cuando Amy entró, me sobresalté porque creía que estaba sola en casa. Sin decir hola siquiera, empezó a acusarme de haber desordenado su habitación. Yo no sabía de qué estaba hablando. Me dijo que fuera a su habitación y lo viera, y eso hice. Cuando entré, me quedé boquiabierta. Parecía que por allí había pasado un tornado. Lo primero que pensé fue que alguien había entrado en la casa, y que tal vez siguiera allí. Le dije a Amy que había que llamar a la policía. Pero en cuanto descolgué el teléfono, se abalanzó sobre mí y me lo quitó de las manos. Nunca había hecho algo así. Entonces comprendí que estaba realmente trastornada. Se quedó allí de pie, mirándome como una demente, y empezó a gritarme y a acusarme de haberle robado sus diarios. Yo no tenía ni idea de lo que decía. Ni siquiera sabía que llevaba un diario. Pero ella se negó a escucharme y volvió a abalanzarse sobre mí. Yo apenas podía creer que tuviera tanta fuerza.

– ¿Tenía más fuerza de la normal?

– No lo sé, porque nunca antes nos habíamos peleado.

– Físicamente, quieres decir.

– Sí. Ella empezó a tirarme del pelo con todas sus fuerzas. Yo perdí el equilibrio y me caí al suelo. Si hubiera visto sus ojos… Disfrutaba pegándome. Cuanto más intentaba protegerme yo, más fuerte pegaba ella. Yo estaba aterrorizada, porque en cierto momento pensé que no pararía hasta dejarme inconsciente. Por fin, conseguí desasirme y le di una patada que la hizo perder el equilibrio. Entonces me levanté y eché a correr. Salí de casa por la puerta trasera, que era la más cercana, y corrí hacia el embarcadero. Subí a nuestra barca, pensando que estaría a salvo en el agua. Pero la barca no debía de tener gasolina, porque el motor no se encendió.

– De modo que, ¿soltó la amarra y empujó la barca antes de que su hermana la alcanzara?

– Sí… No -cambió las palabras tan rápido que, si no hubiera estado muy atento, Gideon no lo habría notado-. No sabía si Amy iba detrás de mí. Solo sabía que quería alejarme de la casa todo lo posible. Así que salí de la barca y corrí por la playa hasta que no pude más. Me senté un rato para recobrar el aliento y luego me acerqué a la casa dando un rodeo para ver si mis padres habían vuelto. Entonces vi horrorizada que delante de la casa había coches de policía y de bomberos. Todos los vecinos se habían congregado ante la puerta. El aire olía a humo. Y el resto ya lo sabe. La policía me acusó de golpear a Amy hasta dejarla inconsciente y de prenderle fuego a su habitación -su voz se convirtió en un débil susurro.

– ¿Fue eso lo que reveló el informe de la autopsia? ¿Qué Amy murió por asfixia?

Dana empezó a llorar.

– No hubo autopsia.

– ¿Qué? -Gideon parpadeó, asombrado-. ¿Por qué? ¿Acaso iba contra las creencias religiosas de la familia?

– No. Al parecer, las pruebas contra mí eran concluyentes, de modo que el juez de instrucción decidió que no era necesario hacer la autopsia. Además, mis padres no soportaban la idea de que… de que abrieran el cuerpo de Amy. Y yo tampoco.

Cielo santo. Si Gideon hubiera estado a cargo de la investigación de aquel caso, habría insistido en que el departamento de policía pagara la autopsia.

– Siento hacerte revivir aquella noche, Dana, pero es esencial si voy a investigar tu caso.

Notó que ella contenía el aliento.

– Entonces, ¿cree usted que yo no maté a mi hermana?

Gideon tenía la corazonada de que era inocente, pero debía ser cruel si quería llegar a alguna parte.

– Sí, pero también creo que tu historia es en parte falsa.

– ¿Qué quiere decir? -exclamó ella.

– Exactamente lo que he dicho -se levantó-. Cuando estés lista para contar toda la verdad, házmelo saber a través de Heidi.

– ¡Espere! Por favor… no se vaya.

– Si no puedes ser completamente sincera conmigo, no tenemos nada más que hablar. Ya estás cumpliendo condena, así que sé que no mientes para salvar el pellejo. Lo cual significa que mientes para proteger a alguien. Hasta que estés dispuesta a decir la verdad, cualquier conversación será una pérdida de tiempo para ambos.

Ella se había puesto en pie. Su rostro se había vuelto aún más pálido.

– ¿No volverá?

– No, a menos que me des una buena razón.

Gideon notó que se debatía entre su determinación de guardar silencio y su necesidad de desahogarse.

– Ha sido un placer conocerte, Dana -hizo amago de colgar el teléfono, pero Dana lo llamó.

– Por favor, no se vaya todavía. Se… se lo diré, pero debe prometerme que esta conversación quedará entre nosotros.

Gideon respiró aliviado. Por fin empezaban a llegar a alguna parte.

– No puedo prometerte eso. No, si quieres que te ayude.

La mirada angustiada de Dana no podía ser fingida.

– Entonces, no puedo decirle nada más, salvo gracias por venir. Por favor, dígale a Heidi que aprecio sus esfuerzos, pero que no quiero que se preocupe más por mí. Será mejor que no venga a verme más.

Antes de que Gideon pudiera responder, Dana colgó el teléfono y desapareció. Gideon se quedó paralizado de asombro. No había habido autopsia, y Dana Turner estaba protegiendo a alguien. ¿Quién podía importarle hasta el punto de preferir rechazar la ayuda de Gideon a desvelar su secreto?

Al salir del edificio y aproximarse al coche, Gideon sintió aquella inyección de adrenalina que tan bien conocía. Como un sabueso que encontraba un rastro, no podía dejar pasar aquel asunto… aunque no le fuera nada personal en ello.

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