Capítulo 15

Heidi acababa de colocar los cubiertos en el cajón del aparador cuando sonó su teléfono móvil. Era Gideon. Tenía tantas ganas de volver a verlo que sintió un nudo en el estómago.

– Hola, Gideon -dijo-. ¿Dónde estás?

– Yo iba a hacerte la misma pregunta.

– Todavía estoy en casa de mi madre. ¿Puedes venir, o quieres que nos encontremos en mi apartamento? ¿Qué te resulta más fácil?

La leve vacilación de Gideon disolvió en parte su alegría.

– Max y yo tenemos un asunto que resolver y que nos llevará todo el día de mañana y quizá también pasado mañana. Puede que tenga que cancelar la clase.

Ella apretó con más fuerza el teléfono. «No te atrevas a mostrar tu desilusión, Heidi Ellis».

– ¿Tiene que ver con Kristen y Stacy?

– Sí. Te lo contaré todo cuando te vea.

Estaba siendo excesivamente misterioso.

– Por favor, no hagas nada peligroso -dijo ella ansiosamente.

– Lo que vamos hacer es pura rutina.

Gideon era un maestro quitándole importancia a las cosas.

– Empiezo a entender los miedos de Kevin. Querer a un informático o a un dentista es muy distinto a querer a un policía.

– Heidi… -su voz sonó tan profunda y enronquecida que Heidi apenas la reconoció.

– Te quiero muchísimo, Gideon. No sabes cuánto.

– ¿Tienes idea de cuánto deseaba oírte decir esas palabras? -preguntó él-. ¡Vaya momento has elegido para decírmelas!

– No lo he elegido -dijo ella-. Lo he dicho sin pensar.

– Gracias a Dios -musitó él-. Creo que sabes que me enamoré de ti la primera vez que te vi.

Heidi notó un nudo en la garganta.

– Eso esperaba… incluso antes de saber que estabas libre.

– Ahora ya no estoy libre -afirmó él con firmeza-. Me tienes atado tan fuerte que nunca te librarás de mí.

– ¿Es que crees que te dejaría escapar?

– ¿No te importa que tenga un hijo de catorce años?

– Gideon, por favor, estás hablando con una hija única que siempre deseó tener la casa llena de gente. Seguramente fue eso lo que me llevó a hacerme maestra. No te confundas. Me he enamorado de ti y de Kevin. Él forma parte de ti. Los dos sois maravillosos. ¿Me dejas que vaya a recogerlo a la escuela, Gideon? Lo llevaré a tu casa y me quedaré con él estas dos noches, si es necesario. Necesitamos tiempo para hacernos amigos. Funcionará, porque tenemos un común denominador: tú.

Hubo un momento de silencio.

– ¿Heidi?

– ¿Qué?

– Por favor, dime que esta conversación no es un sueño.

– No lo es -respondió ella con voz trémula-. Iré a buscar a Kevin a las tres, como hicimos ayer. En cuanto se monte en el coche, te llamaremos para demostrarte que todos estamos bien despiertos y esperando que vuelvas a casa.

La voz de Gideon sonó ronca al decir:

– Después de todos estos años preguntándome si mi mujer ideal existía, no creo que sepas lo feliz que soy. Te quiero, Heidi Ellis.

– Yo también a ti, Gideon. Ten cuidado -apagó el teléfono y corrió descalza al cuarto de estar, donde sus padres estaban hablando-. ¿Sabéis una cosa? -los dos rompieron a reír-. ¿Qué? -sonrió Heidi.

Su padre sacudió la cabeza.

– Ah, cariño, ya lo sabemos.

– Hace varias semanas que lo sabemos -añadió su madre.

– Soy tan feliz que creo que voy a estallar. Tenéis que conocer a Kevin. Mientras Gideon acaba de investigar el caso de Dana, yo me quedaré con su hijo un par de días.

– Tráelo aquí. Iremos a pescar.

– Estoy segura de que le encantará. Oh. Dios, ¿ya son las dos y diez? ¿Dónde están mis zapatos? Tengo que irme. Hasta luego. Gracias por todo. Creo que a Gideon le habéis encantado.

– A nosotros nos encanta él por haberle devuelto la luz a tus ojos. Ha habido momentos en que nos preguntábamos si volveríamos a verla.

– Yo no sabía que había hombres como él. Es tan… tan generoso.

– Los Turner dicen lo mismo de ti, cariño. Pero eso tu madre y yo ya lo sabíamos, por supuesto. Creo que Gideon y tú sois muy afortunados por haberos encontrado el uno al otro.

Las palabras de su padre la acompañaron durante todo el trayecto hacia el colegio de Kevin. Llegó con diez minutos de antelación. Delante del colegio había dos autobuses azules. Heidi aparcó tras ellos, pero la euforia que sentía poco antes se había desvanecido, y ahora estaba nerviosa.

Una cosa era mostrarse segura al decirle a Gideon que se ocuparía de Kevin. Y otra bien distinta mostrarse segura cuando Kevin estaba a punto de salir de clase y encontrarse a la novia de su padre esperándolo.

En el peor de los casos, Kevin le pediría que lo llevara al trabajo de su madre. Heidi estaba preparada para eso, pero esperaba; contra toda esperanza, que le diera una oportunidad.

El colegio empezó a vaciarse en cuanto sonó la sirena. Heidi salió del coche y se acercó al poste de la bandera, donde estaba segura de que Kevin la vería. Pasaron varios minutos antes de que lo viera andando junto a otro chico que le resultaba familiar. Debía de ser Brad, el amigo de la fiesta de cumpleaños. Cuando estuvieron lo bastante cerca para no tener que gritar, Heidi lo llamó. Los dos chicos volvieron la cabeza hacia ella.

– ¡Hola! -Kevin pareció sorprendido, pero Heidi no vio hostilidad en sus ojos-. ¿Y mi padre?

– Está trabajando. Yo me ofrecí a venir a recogerte. ¿Te molesta?

Él se ajustó la mochila.

– No.

En un momento de inspiración, Heidi dijo:

– ¿Y tu amigo? Brad, ¿no? ¿Quieres que te lleve? Lo haré encantada.

– No, déjelo. Pensaba tomar el autobús.

– Venga, vente… -insistió Kevin.

– Tal vez te apetezca venir a casa con nosotros. Tengo teléfono móvil. Puedes llamar a tu madre y preguntarle si te deja. Dile que iremos a tomar una pizza y un helado.

– ¡Venga, hazlo!

El entusiasmo de Kevin la animó más que cualquier otra cosa. Los chicos sostuvieron una breve discusión. Heidi oyó que Brad decía algo acerca de que la madre de Kevin nunca dejaba que sus amigos se quedaran a cenar o a pasar la noche en su casa. Estuvieron cuchicheando un rato. Finalmente, Kevin dijo:

– Brad se viene con nosotros. Venga, vámonos -corrieron hacia el coche y se montaron en él antes de que Heidi se sentara tras el volante.

– Ten -le dio a Kevin el móvil-. Tu padre quiere que lo llames. ¿Por qué no lo llamas primero, y luego Brad llama a su casa?

– De acuerdo. Gracias.

Al cabo de un momento lo oyó hablar con Gideon. Parecía contento y animado. Un par de minutos después, Kevin le pasó el teléfono.

– Papá quiere hablar contigo.

Se oyeron más murmullos en el asiento trasero mientras Heidi se acercaba el teléfono al oído.

– ¿Gideon?

– ¿Va todo bien por ahora? -preguntó él.

– Sí.

– Le he dicho que puede que no vaya por casa en un par de días, y que te has ofrecido a quedarte con él. Se lo ha tomado muy bien.

– Me alegro mucho. ¿Qué te parece que Brad se quede a pasar la noche con nosotros?

– ¿Tú quieres?

– Creo que tal vez así Kevin se sienta más a gusto, teniendo en cuenta que es la primera noche que se queda solo conmigo.

– Está claro que tienes buen instinto. Me parece muy bien. Pero ojalá pudiera asistir a vuestra fiesta de pijamas. Te garantizo que tú al menos no ibas a pegar ojo.

– ¡Gideon! -Heidi se puso colorada.

– Eso es lo que pasa cuando dos personas que se aman locamente se van de luna de miel. No te entendí mal, ¿verdad? Vas a casarte conmigo, ¿no?

Heidi no podía creer que se le estuviera declarando mientras los chicos estaban atentos a cada palabra de su conversación.

– ¡Sí! -gritó.

Él se echó a reír alegremente.

– Bien. Hablaremos de los planes de boda la próxima vez que te tenga en mis brazos. Si voy demasiado deprisa para ti, no pienso disculparme.

– No quiero que te disculpes. Deseo lo mismo que tú. Y cuanto antes.

– Sabes elegir el momento, ¿eh, Heidi? Pues deja que te advierta que yo también.

La línea quedó muerta.


A Gideon no dejaba de asombrarlo que, a cualquier hora del día o de la noche que fuera a los calabozos de la comisaría, estos siempre rebosaban de gente. Sobre todo, los sábados por la mañana. En efecto, los calabozos eran un hervidero de detenidos como Manny Fleischer, que a menudo se ponían violentos, de modo que resultaban un submundo particularmente desagradable.

Esa mañana, a las cinco y media, Gideon había llamado a John Cobb. El abogado le había dicho que se encontraría con él en la comisaría a las siete. Gideon estaba sentado en una silla, con la cabeza apoyada contra la pared, intentando descabezar un sueño mientras aguardaba.

La tarde anterior, Max y él habían detenido a Fleischer en la escuela, con la ayuda de Kristen y Stacy. Pero el conserje no había accedido a hablar hasta esa mañana.

Gideon había mandado a Max a casa, con Gaby, unas horas antes. La idea de un hogar tenía ahora un nuevo significado para Gideon. Heidi le había dejado un mensaje en el buzón de voz, diciéndole que Kevin y ella habían pasado la noche del viernes en casa de sus padres y que ese día pensaban ir a pescar.

Aunque le encantaba que Heidi y su hijo se llevaran tan bien, estaba deseando estar a solas con ella otra vez. Tenía tantas cosas que contarle que apenas sabía por dónde empezar.

– ¿Detective Poletti?

Abrió los ojos y vio que el célebre abogado estaba de pie frente a él. Impecablemente afeitado y trajeado, al verlo Gideon recordó que llevaba dos días sin ducharse ni afeitarse.

– Señor Cobb -se puso en pie y le estrechó la mano-. Siento haberle despertado tan temprano. Gracias por venir.

– Llámeme John y no se disculpe. Estaba deseando conocerlo desde que Heidi Ellis me llamó y me dijo que estaba decidida a reabrir el caso de Dana. En toda mi carrera solo he perdido dos casos en los que el instinto me decía que mi cliente era inocente. El de Dana Turner es uno de ellos.

Gideon asintió.

– Yo sentí lo mismo la primera vez que fui a visitarla a la cárcel.

– Sus padres fueron a mi oficina el jueves por la tarde -dijo John-. Gracias a las pruebas que ha reunido, he hecho que mis ayudantes preparen las solicitudes para la vista oral. Antes de que acabe el día, las enviarán por mensajero a Ron Jenke y al juez Landers. Ayer tarde recibí una llamada del juez que me sorprendió mucho. Ha hecho un hueco en su agenda para oír el caso el martes.

Faltaban tres días. «Gracias, Daniel».

– Es algo inaudito, y Ron está frenético -continuó John Cobb-. Pero no se ha opuesto porque hasta él comprende que los resultados de la autopsia le han dado la vuelta al caso. Sabe que obran en nuestro poder evidencias que desafían el veredicto que el jurado emitió basándose en pruebas circunstanciales -sacudió la cabeza-. Sin embargo, es una lástima que los Turner no autorizaran la autopsia la primera vez.

– Estoy de acuerdo.

– Cuando acabemos aquí, volveré a mi despacho. Mis ayudantes están dispuestos a hacer horas extra para preparar el caso. Le he dado instrucciones a mi secretaria para que anule todos mis compromisos hasta el martes, para que podamos trabajar sin interrupciones.

– Yo me pasaré por casa para asearme un poco y luego me reuniré con usted -su reencuentro con Heidi y Kevin tendría que esperar un poco más.

– Bien.

– John, las amigas de Amy, Kristen y Stacy, están dispuestas a declarar que Amy decía a menudo que odiaba a Dana. Pero aún nos falta una prueba.

– ¿Se refiere a que no tenemos a nadie que pueda declarar que Amy planeaba suicidarse? -el otro hombre asintió-. Me doy cuenta de ello. Vamos, veamos qué podemos obtener del señor Fleischer.


Al ver entrar a Dana en la sala del tribunal, esposada y escoltada por una agente de policía, Heidi dio gracias al cielo por no haber tenido que contemplar aquella dolorosa imagen durante el primer juicio. No dejaban de asombrarla las vejaciones que había tenido que soportar su amiga. ¿Cómo había podido resistirlo?

Conteniendo un sollozo, Heidi, que estaba sentada entre sus padres y los de Dana. Tomó de la mano a su madre y a Christine.

Todas las miradas estaban fijas en Dana, cuya palidez daba a su bello rostro un tinte translúcido. Llevaba puesta una falda y una blusa que Heidi conocía, pero las prendas colgaban flojamente sobre su cuerpo esquelético.

Dana se sentó elegantemente a la mesa, junto al señor Cobb, el doctor Díaz y Gideon. Detrás de ellos se hallaban sentados en un banco los demás testigos llamados a declarar, entre ellos Kristen y Stacy. Max, Gaby y Kevin habían tomado asiento unas filas más atrás. Sin que Heidi lo supiera, el chico le había pedido permiso a su padre para faltar a clase con el fin de asistir a la vista.

Como Gideon se había pasado el fin de semana trabajando con el señor Cobb, Heidi había acabado pasando el domingo con Kevin, y sentía que, durante aquellos tres días, el chico había aprendido a confiar en ella. Se sentían a gusto juntos. Kevin le hizo un pequeño gesto con la mano cuando sus miradas se encontraron. Emocionada, Heidi le devolvió el saludo.

Al otro lado de la sala estaba sentado el señor Jenke, con su equipo legal. Parecía un hombre anodino, pero Heidi sabía que en la sala de un tribunal podía convertirse en un auténtico perro de presa.

Había otras personas sentadas a las que Heidi no reconocía. Seguramente amigos o familiares de los testigos. Según Gideon, el hombre que le vendía las drogas a Amy estaba fuera de la sala, bajo custodia policial, y no haría su aparición hasta que le llegara el momento de declarar.

Al mirar a Dana y a Gideon, Heidi tuvo que enjugarse los ojos. Un mes antes, había perdido toda esperanza de poder ayudar a su amiga y ni siquiera había oído hablar del detective Gideon Poletti.

Cuánto había cambiado su vida desde entonces. Porque se había enamorado.

«Por favor, Señor, que la vida de Dana también cambie. Permítele volver a casa y consolar a su familia. Deja que se mueva libremente otra vez… que se enamore…»

– En pie.

El juez entró en la sala. Heidi observó a aquel hombre de gafas de montura metálica que decidiría el destino de Dana. Solo él tenía autoridad para ordenar un nuevo juicio con jurado o dejarla en libertad.

– El Honorable Quínton T. Landers preside la sesión. Pueden sentarse.


Durante la vista se había generado una tremenda tensión. Gideon observó que Ron Jenke se levantaba para interrogar a Kristen. Según John Cobb, la chica sería la última en testificar antes de que Fleischer subiera al estrado. Una vez los letrados acabaran sus alegatos, todo quedaría en manos del juez. Gideon sintió que le faltaba el aire.

– Señorita Welch, en el juicio del pasado agosto, declaró usted que Amy Turner temía que su hermana, Dana, la matara.

– Eso fue lo que ella me dijo.

– Sin embargo, acaba de declarar ante este tribunal que sabía que Amy Turner sentía un odio violento hacia su hermana. Además, ha admitido que Stacy, Amy y usted eran consumidoras habituales de drogas duras. ¿Por qué ocultó esa información durante el primer juicio?

Kristen se encogió de hombros.

– Porque nunca me lo preguntó. Antes de que empezara el juicio, usted mismo me advirtió que contestara solo a lo que se me preguntara y que no dijera ni una palabra más.

Aquella respuesta sencilla y espontánea tuvo un efecto devastador sobre Ron Jenke. Gideon intercambió una mirada con John Cobb.

– No tengo más preguntas, señoría.

El juez le dijo a Kristen que bajara del estrado.

– Señor Cobb, ¿tiene usted más testigos?

– Uno más, señoría.

– Adelante.

Llamo a declarar al señor Manny Fleischer. Un hombrecillo flaco, de aspecto bonachón y expresión asustada entró por una puerta lateral, esposado y escoltado por dos policías. Aquel hombre llevaba años suministrándoles drogas a chicos adolescentes. Merecía que lo condenaran a cadena perpetua. Pero John le había prometido una reducción de la condena si accedía a declarar. Ahora, todo dependía del juez. Sin embargo, teniendo en cuenta que estaba en juego la libertad de Dana, había merecido la pena intentarlo.

Mientras Fleischer prestaba juramento, John Cobb se levantó de la mesa.

– Diga su nombre para que lo oiga el tribunal.

– Manny Fleischer.

– ¿Su edad?

– Cuarenta y dos -masculló.

– Tendrá que hablar más alto, señor Fleischer -le advirtió el juez.

– ¡Cuarenta y dos!

– ¿Su dirección?

– 3010 de Winward Drive, Sherman Heights.

– ¿A qué se dedica, señor Fleischer?

– Soy conserje.

– ¿Dónde?

– En la Escuela de Teatro Alternativo Pickford.

– ¿Desde cuándo trabaja allí?

– No sé… Desde hace diez años.

– ¿Podría explicarle a la sala por qué fue arrestado el viernes pasado?

Él hizo girar los ojos.

– Me sorprendieron vendiendo éxtasis a unas estudiantes.

– En realidad, acabamos de conocer el testimonio de dos de esas estudiantes. ¿Podría señalarlas entre los asistentes? -el hombre asintió con la cabeza-. El tribunal necesita una respuesta oral, señor Fleischer.

– ¡Sí!

– ¿Alguna vez le vendió drogas a Amy Turner?

– ¡Sí!

– ¿Qué clase de drogas?

– Éxtasis, hachís, cocaína, LSD…

– Algunos testigos han declarado que, pocos meses antes de su muerte, Amy empezó a consumir heroína. ¿Es eso cierto?

– Ya se lo dije a…

– Kristen y Stacy han declarado que, el día que Amy murió, la llevaron a la escuela en coche para que pudiera comprarle más heroína. ¿Es eso cierto?

– ¡Sí!

– ¿Por qué cree usted que se pasó a la heroína?

Él se encogió de hombros.

– Quería un cocolón más potente.

– Dado que vive usted en una zona de lujo como Sherman Heights, sin duda cobrará mucho por las sustancias que vende.

– A Amy no le importaba pagar.

– Pero el día que murió, Amy no tenía dinero. Así que, ¿cómo es posible que volviera a casa con una cantidad de heroína más grande de lo normal? ¿Qué clase de trato hicieron?

– Me dio su tarjeta de crédito y su número secreto. Dijo que podría retirar el dinero en cuanto depositara el cheque de su matrícula. Yo sabía que su padre estaba forrado, así que pensé que por qué no.

Gideon cerró los ojos. Sabía adónde quería llegar John. Aquel hombre era brillante. «Sigue así…»

– ¿Cuánto le dio?

– Mucho.

– Porque quería usted el dinero.

– Claro.

– ¿Era suficiente para matarla?

– Si la esnifaba toda de una vez, sí.

– ¿Cree usted que era eso lo que pretendía?

– Yo no le leo el pensamiento a la gente. Lo único que me dijo fue que iba a darse el viaje de todos los viajes.

Gideon se crispó. «Eso es. Eso es lo que estábamos esperando.»

– Gracias, señor Fleischer. No tengo más preguntas.

El juez se volvió hacia Ron Jenke.

– ¿Quiere usted interrogar al testigo?

– No, señoría.

– Puede bajar del estrado, señor Fleischer.

Mientras el camello salía escoltado de la sala, Ron Jenke dijo:

– Si al tribunal le parece bien, querría hacer una declaración ahora y renunciar al alegato final.

– ¿Le parece bien, señor Cobb?

– Sí, señoría.

– Adelante, señor Jenke.

El letrado se puso en pie lentamente, pero no se apartó de su mesa.

– Teniendo en cuenta las pruebas presentadas, estoy persuadido de que Amy Turner planeó su propia muerte de modo que pareciera que su hermana la había asesinado. Tengo el convencimiento de que se ha cometido un tremendo error judicial en el caso de Dana Turner -se volvió hacia la mujer sentada junto a Gideon-. Le pido disculpas, señorita Turner, a usted y a su familia, por el sufrimiento que han tenido que soportar. Señoría… -se dirigió de nuevo al juez-, quisiera solicitar la puesta en libertad de esta joven.

Se oyeron gritos de alegría en la sala. Entre ellos, los de Heidi. Gideon no pudo refrenarse y apretó las manos heladas de Dana entre las suyas. Ella no se movió. Estaba todavía en estado de shock.

El juez se quitó las gafas y se inclinó hacia delante.

– Gracias, señor Jenke, por disculparse ante la familia Turner y la sala. Nuestro sistema no es perfecto, pero permite que las injusticias sean revisadas y, como en este caso, corregidas. Estoy de acuerdo con ambos letrados en que Amy Turner se quitó la vida. Como consecuencia de ello, revoco mi sentencia anterior. Dana Turner, desde este momento es usted una mujer libre. Por favor, quítenle las esposas -la mujer policía hizo lo que le pedía-. Así está mejor -el juez se dirigió directamente a Dana con una sonrisa compasiva-. Es la esperanza de tribunal que con el tiempo supere usted esta terrible experiencia. En el desempeño de mi trabajo me veo obligado a encarar constantemente la fealdad del mundo. Hoy todos nosotros hemos presenciado algo hermoso. Por ello quiero ensalzar el excelente trabajo de investigación del detective Gideon Poletti. Honra usted la placa que lleva -miró a la audiencia-. Se levanta la sesión -tras dar un golpe con la maza, se bajó del estrado.

Aquel sonido pareció despertar a Dana a la vida, que se volvió hacia Gideon. Al instante siguiente, Gideon se encontró entre los brazos de una mujer cuyos sollozos de felicidad resonaban en su alma.


Mientras sus padres y los Turner se acercaban apresuradamente a la parte delantera de la sala, Heidi se quedó atrás un momento, mirando al hombre al que amaba abrazado a su amiga del alma.

– ¿Heidi?

– ¡Kevin! -estaba tan contenta que, sin poder refrenarse, agarró al hijo de Gideon y le dio un abrazo-. ¡Tu padre lo ha conseguido! ¡Es tan maravilloso! ¡Lo quiero tanto!

El chico alzó su cara risueña hacia ella.

– Es el mejor.

– Lo es. Ven, vamos con él.

De camino, Heidi abrazó a Max y a Gaby, y luego presentó a Kevin a John Cobb y a los demás testigos cuyo testimonio había servido para remachar el caso.

De pronto, oyó que alguien la llamaba por su nombre. Dana corrió hacia ella. Se encontraron a medio camino y se abrazaron. Se echaron a llorar y ninguna de las dos encontró palabras. Al cabo de un momento, sus padres se fundieron con ellas en un abrazo.

– ¿Hay sitio para uno más? -preguntó una voz masculina.

Heidi vio los ojos azules de Gideon.

– ¡Amor mío! -se arrojó en sus brazos. Gideon la apretó contra su cuerpo, y Heidi se aferró a él, intentando decirle cómo se sentía.

– Salgamos de aquí -musitó él contra sus labios-. Tenemos que hacer planes.

Ella alzó sus ojos brillantes hacia él.

– Gaby me ha dicho que Max y ella fueron a casarse a Las Vegas. ¿Por qué no hacemos lo mismo?

– ¿Cuándo?

– Ahora mismo. Podemos estar de vuelta mañana. Los Calder me han dicho que Kevin puede quedarse con ellos esta noche.

– ¿Pero qué dirán tus padres?

– No voy a casarme con ellos.

– No. Claro que no -su cara se distendió en una sonrisa.

– Cuando volvamos, organizaremos una boda de verdad, con toda la familia y los amigos. Pero no quiero esperar ni un segundo más para ser tu mujer.

– Mi sueño se está haciendo realidad.

– Espero que incluya tener hijos, porque Kevin y yo hablamos a corazón abierto cuando tú no estabas.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Cuando le dije que yo siempre había querido tener hermanos, me dijo que a él le pasaba lo mismo -los ojos de Gideon se iluminaron-. Dice que su madre no quiere tener más hijos, pero sabe que tú sí quieres. Estoy convencida de que era su forma de decirme que le parece bien que nos casemos.

Gideon la asió por los brazos y se los acarició.

– Esto cada vez se pone mejor. La verdad es que quiero dejarte embarazada enseguida -le tembló la voz al decirlo.

– Yo también lo estoy deseando. Pero hay un problema. No sé si Kevin está preparado para que nos vayamos de luna de miel.

– Sé que no lo está, pero vivir contigo será como estar de luna de miel.

– Bueno -musitó ella-, entonces prepárate para que te quieran como no te han querido nunca. Habrá días que te encierre en la habitación para que no te vayas a trabajar.

– Heidi… -sus ojos brillaron.

– Es verdad. Mientras escuchaba los comentarios del juez, me di cuenta de lo hermosa que es la vida. No hay ni un momento que perder. A menos que quieras que trabaje, no pienso dar clases este otoño. Embarazada o no, me quedaré en casa con Kevin y contigo. Estoy dispuesta a mimar a mi detective privado todo lo que quiera.

Heidi lo besó, ofreciéndole una muestra de los placeres que los aguardaban.


* * *

El viernes por la tarde, Gideon le entregó un premio a Bob, el alumno que había sacado mejor nota en el examen que habían hecho tras la charla del forense. El diccionario de bolsillo de términos legales y policiales causó inmediata sensación.

Cuando disminuyó el bullicio, Gideon dijo:

– Si recordáis, Heidi nos leyó una sinopsis acerca de una mujer que se consumía en prisión. Esa mujer había sido acusada falsamente de matar a su hermana. En aquel momento, Heidi no sabía aún el final de la historia -todos asintieron y comentaron lo emocionante que les había parecido aquella historia-. Pero sé de buena tinta que ya la ha acabado. ¿Heidi? Espero que no te importe que lo haya contado, pero estoy seguro de que el resto de la clase quiere saber cómo termina tu historia.

Su mujer desde hacía tres maravillosos días y noches le lanzó una mirada de sorpresa antes de ponerse en pie. Gideon contempló su pelo rojizo, que le caía reluciente sobre los hombros, y recordó que, apenas dos horas antes, había enterrado la cara en aquella hermosa cabellera, después de hacer el amor.

– Bien, así es como acaba mi historia. Aquella mujer llamada Dana tenía una amiga que creía en su inocencia. Como por milagro, su amiga, una profesora, se enteró de que un detective de homicidios estaba dando un curso nocturno de criminología en su aula. Así que se unió a la clase con la intención de aprender cómo se llevaba a cabo una investigación criminal Pero se enamoró perdidamente del guapo detective y de su hijo -todos empezaron a sonreír-. Por pura bondad, el detective le dijo que investigaría el caso si ella aceptaba ser su ayudante. En menos de una semana, el detective le dio la vuelta al caso, y Dana Turner es ahora una mujer libre -dijo con lágrimas en los ojos-. Al parecer, su hermana, Amy, tenía un tumor cerebral que había trastornado su mente y que la empujó a las drogas. Acabó suicidándose, pero lo dispuso todo de modo que pareciera que su hermana la había asesinado. Desde el principio, el detective sospechó que era drogadicta. Insistió en que se realizara la autopsia, que no se había hecho en el momento de la muerte porque la familia no soportaba que el cuerpo de su hija fuera mancillado. Sin embargo, el detective convenció a los padres de Amy de que era necesario hacerla para averiguar la verdad, y le pidió al mejor forense del condado que se encargara de realizarla. El informe de la autopsia desveló que se había encontrado un tumor cerebral y rastros de morfina en el hígado. Ello demostró que la víctima murió por una sobredosis de heroína, y no por intoxicación de monóxido de carbono, como afirmaba el primer informe médico.

Emily alzó la mano.

– Estás hablando de ti y del detective Poletti.

– ¡Sí! -exclamó Nancy.

– ¡Lo sabía!

– ¡Todos lo sabíamos! -gritó Carol.

Heidi miró a Gideon con adoración.

– Me da miedo pensar qué habría ocurrido si Gideon no hubiera aceptado sustituir a Daniel Mcfarlane. Gracias a que nos conocimos, ahora mi amiga es libre para seguir con su vida, y yo he encontrado al hombre de mis sueños. Ahora mi apellido es Poletti. Gideon y yo nos casamos el martes por la noche. Por eso tuvo que cancelar la clase del miércoles. Kevin iba a venir, pero al final prefirió irse a pescar con mi padre, su nuevo abuelo.

Todos rompieron a aplaudir y luego se levantaron de sus sillas y abrazaron a Gideon y a Heidi para felicitarlos. En medio de aquel tumulto, Heidi miró a Gideon.

– Te quiero -musitó en voz muy baja.

Gideon susurró las mismas palabras, y comprendió que su vida no podía ser más feliz.

Cuando la clase acabara, llevaría a Heidi a casa de Daniel. Ya era hora de presentársela y de darle las gracias por haberle ofrecido la oportunidad de encontrar a su alma gemela.

Ya se imagina a Daniel diciendo:

– Sé que en realidad no querías sustituirme. Pensabas que el curso sería un tostón. Así aprenderás a respetar mi regla número uno: nunca dar nada por sentado.

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