Capítulo 2

¡La clase estaba completa!

Heidi se sintió sumamente decepcionada. Llevaba todo el día pensando en asistir a aquel curso. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que era justamente lo que necesitaba para aprender a investigar un crimen.

Debió de quejarse en voz alta, porque Carol dijo:

– Ojalá no tuviera que decirte que no. Sin embargo, se me está ocurriendo una idea…

– Creo que es la misma que se me ha ocurrido a mí. Carol, pero no sería justo quedarme rondando por el aula con el pretexto de que tengo mucho que hacer.

– Entonces, habla con él antes de clase. Pregúntale si está dispuesto a admitir a alguien más en su clase. Nunca se sabe.

Sí, decidió. Eso haría.

– Tienes razón. Lo intentaré. Gracias.

Regresó a su aula, borró la pizarra y colocó las sillas en semicírculo para la clase nocturna. Luego se apresuró a volver a casa para cenar y cambiarse con la intención de regresar al colegio. A las seis y cuarto aparcó en el aparcamiento del colegio y volvió a entrar en el edificio a toda prisa. No quería que Mcfarlane supiera que era su aula la que estaba usando, para que no creyera que intentaba presionarlo. Su plan consistía en esperar en el pasillo hasta que apareciera. Entonces le rogaría que la admitiera en su clase. Si le decía que sí, le diría cómo había tenido noticia del curso.

Unas cuantas personas entraron en el edificio delante de ella. Heidi dejó atrás la secretaría y se dirigió con decisión hacia el ala oeste, pero aminoró el paso al ver que la puerta de su aula estaba abierta. Miró su reloj. El señor Mcfarlane llegaba con cuarenta minutos de antelación. Si se había adelantado para preparar su clase, tal vez no querría que lo molestaran.

Tras una leve vacilación, Heidi asomó la cabeza por el quicio de la puerta. Abrió los ojos desmesuradamente al ver a un hombre de facciones ásperas y unos treinta y cinco años escribiendo en el encerado. Debía de medir un metro ochenta cinco o metro noventa y tenía el pelo negro, muy corto y ondulado. Su traje azul marino, conjuntado con una camisa azul cielo, no conseguía disimular su musculatura.

Heidi se sorprendió mirándolo fascinada. Aquel no podía ser el detective jubilado que Carol le había puesto por las nubes. De pronto, se sintió desanimada. Un hombre mayor podía ser más maleable. Pero de aquel desconocido no sabía qué pensar.

Tal vez el señor Mcfarlane no podía acudir esa noche y había mandado un sustituto. En ese caso, era posible que no la dejara entrar en la clase. Pero, por otra parte, tal vez fuera simplemente un ayudante y el señor Mcfarlane llegaría enseguida. Solo tenía que entrar en el aula y preguntarlo.

Tras mirarlo un minuto más, cayó en la cuenta de lo embarazoso que sería que la sorprendiera observándolo con tan evidente delectación. Armándose de valor, entró en la clase y contuvo el aliento al ver que él levantaba la vista. Entre sus espesas pestañas negras relucían dos ojos de un azul brillante, del mismo tono que su camisa. Aquellos ojos la observaron con admiración contenida.

– Hola -dijeron los dos al mismo tiempo.

Él sonrió y dejó la tiza.

– Hola. Soy el detective Gideon Poletti.

– Yo soy Heidi Ellis.

Su mirada entornada vagó por el rostro y cabello de Heidi. A ella se le aceleró el pulso.

– Su nombre no está en la lista.

– No. He venido pronto para ver si podía unirme a la clase -dijo ella, notando con desagrado que apenas le salía la voz-. Supongo que tendré que esperar para hablar con el señor Mcfarlane.

– Al señor Mcfarlane lo operaron esta mañana y no podrá venir al menos durante un mes.

– ¡Oh, vaya! -ella se mordió el labio para contener las lágrimas que amenazaron con saltársele en cuanto supo que el señor Mcfarlane no iría. Contaba con aquella oportunidad para intentar ayudar a Dana, aunque fuera a largo plazo. Últimamente tenía los nervios a flor de piel. Apenas podía ocultar sus emociones.

El detective la miró con preocupación.

– Comprendo su decepción. Daniel es una leyenda en esta parte del estado. Por desgracia tuvo que buscar un sustituto y me pidió a mí que hiciera los honores. Yo no le llego ni a la suela del zapato, pero es usted bienvenida si quiere unirse a la clase.

– Gracias -musitó ella-. Muchísimas gracias. Por favor, no crea que tengo algo personal contra usted por cómo he reaccionado. Es que esperaba que el señor Mcfarlane me admitiera en el curso. Y cuando me dijo que no iba a venir, pensé que…

– No se preocupe -le aseguró él antes de que pudiera acabar-. Bienvenida a la clase.

Ella le estrechó la mano que le tendía, agradecida. Al sentir la fortaleza de su mano, notó que una especie de tibieza se extendía por su cuerpo. Se preguntó si él habría sentido lo mismo.

Al separarse de ella, Gideon dijo:

– Siéntese en el semicírculo. Parece que el profesor que da clase aquí durante el día se tomó la molestia de ordenar la clase para nosotros. Tendré que buscar un modo de darle las gracias, sea quien sea.

– Ya lo ha hecho -contesto ella con voz trémula.

Él parpadeo, asombrado.

– ¿Esta es su aula?

– En efecto. Así es como me enteré de lo del curso de criminología. El señor Mcfarlane dejó algo escrito en la pizarra el miércoles por la noche.

Gideon esbozó una sonrisa.

– ¿Qué ponía?

– Regla número uno: nunca dar nada por sentado.

– Eso es muy propio de Daniel.

– ¿Se conocen ustedes bien?

– Fue mi jefe hasta que se jubiló, el año pasado.

Ella no conseguía apartar los ojos de su intensa mirada.

– Si lo eligió a usted para que lo sustituyera, esta clase debe de ser muy afortunada.

«Yo soy muy afortunada», pensó. «Tal vez tú puedas ayudarme».

– No la entiendo.

– Teniendo en cuenta su reputación, estoy segura de que el señor Mcfarlane no le habría pedido que lo reemplazara si no fuera usted el mejor.

– Eso sería muy halagüeño, de ser cierto.

El encanto de aquel hombre empezaba a surtir efecto sobre Heidi.

– Gracias otra vez por permitirme participar. Iré a pagar la matrícula después de clase.

– Bien -él se acercó a la mesa del profesor y le entregó la hoja de asistencia-. ¿Por qué no anota aquí su nombre? Asegúrese de poner también su número de teléfono, por si tuviera que ponerme en contacto con usted. No creo que me surja ningún imprevisto, pero nunca se sabe.

Heidi tomó la hoja. Al lado de cada uno de los nombres de los demás alumnos había un número de teléfono. Era ridículo, pero por un instante Heidi había pensado que el detective Poletti quería el suyo por razones personales.


Gideon se dio la vuelta y se puso a escribir en la pizarra. Era importante que se mantuviera ocupado hasta que llegaran el resto de los alumnos. Si no, caería en la tentación de contemplar a la maestra sentada a solo unos pasos de él.

Solo había una palabra para describirla: impresionante. Aquella mujer era impresionante.

Baja y curvilínea, tenía una cabellera roja y brillante que le caía sobre los hombros, y unos ojos azules que se iluminaban o ensombrecían dependiendo de sus emociones. Gideon pensó que todos sus alumnos debían de estar enamorados de ella. Era como el adorno más reluciente del árbol de Navidad, aquel que atraía las miradas una y otra vez.

Solo habían cruzado unas pocas palabras, pero Gideon ya acusaba el impacto de su personalidad y se sentía extrañamente excitado. ¿Cuántos años hacía que no sentía una conexión tan inmediata al conocer a una mujer?

Su aula era tan impresionante como ella. A Gideon le gustaba la idea de que aquel fuera su ámbito. Aquello le decía muchas cosas sobre ella. Artefactos y fotografías de todos los continentes colgaban de las paredes, dispuestos con el buen gusto de un decorador.

El mobiliario tampoco era el típico de un colegio. Heidi había hecho llevar a su aula una enorme mesa de caoba, además de una pequeña lámpara de escritorio de bronce, una cómoda silla de cuero acolchado y una alfombra oriental en tonos azules y verdes. Había varios arbolillos plantados en tiestos y rodeados de docenas de macetas con plantas florecidas. Heidi había conseguido crear un ambiente confortable y acogedor. Gideon nunca había visto una clase como aquella. Todo en aquel lugar lo atraía. Ella lo atraía. Sin darse cuenta, dejó que su mirada vagara hasta su pelo, que parecía tener vida propia.

No llevaba anillo de casada, lo cual resultaba sorprendente. Una mujer tan femenina y deseable sin duda habría sido reclamada por algún hombre afortunado hacía mucho tiempo. Pero tal vez viviera con alguien.

Desde su divorcio, Gideon había demostrado una actitud glacial hacia el sexo opuesto. Por eso le resultaba perturbador descubrir que podía sentirse tan atraído por una mujer de apenas un metro sesenta, a la que tendría que alzar en brazos si quería besarla.

– Señoras y señores -dijo una voz masculina por el sistema de megafonía, sacando a Gideon de los pensamientos en los que llevaba enfrascado largo rato-. Soy Larry Johnson, jefe del programa de educación para adultos de la región norte. Bienvenidos al colegio Mesa. Son las siete, hora de que empiecen las clases. Si tienen problemas para encontrar su aula, por favor pásense por la secretaría de la escuela municipal en el vestíbulo principal. Disponemos de planos del edificio. A las ocho y media, la sirena anunciará el final de las clases. Si tienen que resolver algún asunto en la oficina, la secretaria, Carol Sargent, estará allí hasta las nueve. Los profesores, por favor, recuerden que deben llevar las hojas de asistencia a secretaría antes de marcharse. Que disfruten de sus clases.

Mientras Gideon estaba perdido en sus pensamientos, el resto de los alumnos había entrado en el aula. Cuando se dio la vuelta, descubrió que todas las sillas del semicírculo estaban ocupadas. Dos hombres y ocho mujeres lo miraban expectantes, aguardando una explicación. Nueve mujeres, contando a la atractiva recién llegada que parecía más preocupada que los demás. Gideon no lograba quitarse de la cabeza la expresión de desilusión que había visto en sus ojos al decirle que Daniel no podría impartir el curso.

– Buenas tardes. Soy el detective Poletti, pero pueden llamarme Gideon. Trabajo en la brigada de homicidios del departamento de policía de San Diego. Siento ser portador de malas noticias, pero me temo que el teniente Mcfarlane ha tenido que someterse a una operación urgente esta mañana. Su mujer me ha dicho que todo salió bien y que el doctor opina que podrá incorporarse al curso a mediados de mayo a más tardar. Pero, por el momento, tendrán que conformarse conmigo -imaginó que oía un suspiro de desilusión colectivo, a pesar de que los alumnos no emitieron ningún sonido-. Nadie comprende mejor que yo cómo se sienten ante esta noticia. Cuando dejé la policía de Nueva York y me trasladé aquí, hace catorce años, entré a trabajar como detective a las órdenes del teniente Mcfarlane. No hay mucha gente en el cuerpo que posea su inteligencia y su instinto. Su reputación a la hora de resolver crímenes es inigualable. Yo he tenido la suerte de trabajar a sus órdenes hasta que se retiró, el año pasado. Les aseguro que su marcha dejó en el departamento un vacío imposible de llenar. Dicho lo cual, la vida debe continuar. Daniel me pidió que impartiera este curso hasta su regreso. Estoy preparado para honrar sus deseos, pero no me lo tomaré como una afrenta personal si prefieren dejar de asistir a clase y retomar el curso cuando él vuelva -una mano se levantó. Era la de la pelirroja-. ¿Sí, señorita Ellis?

– Heidi, por favor. Esta es mi primera clase, y no puedo hablar por los demás, pero yo no tengo intención de dejar las clases. Estoy deseando empezar -la vibración de su voz resonó en sus oídos.

Los demás alumnos demostraron idéntico entusiasmo, pero Gideon apenas lo notó, porque aún seguía pensando en la declaración de Heidi. Como le había ocurrido unos minutos antes, cuando le pareció casi desesperada por unirse a la clase, adivinó tras sus palabras una urgencia que iba más allá del simple interés. No era tan engreído como para pensar que aquella mujer sentía una atracción personal hacia él. Su instinto, refinado por largos años de trabajo detectivesco, le decía que a Heidi Ellis le iba algo de vital importancia en aquel curso. Eso en sí mismo lo intrigaba. Deseaba averiguar qué andaba buscando.

Y también quería saber si estaba comprometida. Tras pasar lista, dijo:

– Gracias por confiar en mí. Daniel me dijo que esta clase me gustaría. Debo admitir que estoy deseando enseñaros los rudimentos de la investigación criminal. Seguramente disfrutaré mucho más que vosotros, por la simple razón de que, por una vez, no tendré que enfrentarme a un homicidio real -todos se echaron a reír… salvo Heidi Ellis, que desvió la mirada. Antes de irse a casa esa noche, Gideon pensaba descubrir qué pasaba dentro de aquella linda cabecita-. Tengo entendido que debíais traer una sinopsis de la novela de misterio en la que estáis trabajando. Las recogeré al final de la clase. Este fin de semana las leeré y os las devolveré con algunas anotaciones. De momento, ¿por qué no las sacáis y empezamos las exposiciones orales? Dos minutos deberían bastaros para resumirles a vuestros compañeros el argumento esencial de vuestra historia. Yo me abstendré de hacer comentarios hasta que todos hayáis tenido oportunidad de hablar. Después os diré qué misterio he elegido para que lo analicemos en clase. ¿Señor Riley?

– Llámame Bob.

– De acuerdo, Bob. Veo que ya estás listo. Empezaremos contigo. Ven aquí para que todos podamos oírte.

El otro hombre se acercó al encerado.

– Mi historia trata de un asesino en serie de Houston, Texas, que quiere vengarse de la maestra que lo humilló siendo niño -sorprendida por aquel principio inesperado, Heidi levantó la mirada y, por casualidad, sus ojos se encontraron con los de Gideon. Ambos sonrieron. Fue un instante íntimo que duró unos segundos, pero Gideon sintió una conexión con ella aún más fuerte que la vez anterior-. Está tan lleno de odio que, al cabo de los años, consigue un empleo de pintor en la junta de educación de Houston. Así es libre de entrar en cualquier colegio público a la hora que quiera y de actuar sin levantar sospechas. Acecha su oportunidad y estrangula a sus víctimas, que siempre son maestras. Su maestra de la infancia se jubiló hace mucho tiempo, pero eso a él no le importa. Diez maestras son asesinadas antes de que lo atrapen.

Los ojos de Gideon se encontraron con los de Heidi una vez más. Luego dio las gracias a Bob y le pidió a Nancy, la mujer sentada junto a él, que se acercara y leyera su sinopsis.

– Estoy muy nerviosa, chicos, así que no os riáis. Mi historia trata de dos esquiadores profesionales, chico y chica, que están entrenándose en Vail, Colorado. Llevan seis meses viviendo juntos y comparten habitación en el hotel donde se aloja el equipo americano. Pero su relación está plagada de violentas discusiones. Ella lo acusa a él de no sentir interés por su carrera y de querer acaparar la fama. Él la acusa a ella de acostarse con otros. Una mañana, tras completar la primera manga del entrenamiento, suben en el telesilla doble para empezar la segunda. A medio camino hacia la cima de la montaña, ella cae al vacío. Steve queda horrorizado, pero no puede hacer nada hasta que llega a la cima. Entonces baja esquiando hasta el lugar donde ella ha caído. Cuando la encuentra, ya está muerta. Se abre una investigación, y se llega a la conclusión de que Steve la empujó con intención de matarla. Él proclama su inocencia y afirma que estaba enamorado de ella. Pero los hechos sugieren lo contrario -Nancy miró a Gideon-. Es todo lo que tengo por ahora.

– Está bien. Veamos qué ha traído Patricia.

– Llámame Pat -dijo ella tras ocupar el puesto de Nancy-. Esta es la primera historia que escribo, así que no está tan bien perfilada como las otras. Quiero escribir una novela sobre una enfermera que mata a personas en estado crítico porque piensa que así les hace un favor. Soy enfermera, de modo que me siento a gusto escribiendo sobre un asesinato ambientado en un hospital. Hay muchos sospechosos, incluido un médico del que ella está enamorada y…


Durante el siguiente cuarto de hora, Heidi permaneció sentada, escuchando, todavía turbada por la sonrisa del detective. Este le había parecido atractivo desde que lo vio por vez primera, desde el pasillo. Pero la expresión irónica de su cara y de sus ojos lo hacían completamente irresistible: uno de esos hombres que rara vez se conocían en la vida real. La probabilidad de que fuera soltero y sin compromiso era de una entre un millón, pensó con resignación.

– ¿Heidi? -Gideon la llamó en último lugar-. Si eres escritora, quizá quieras compartir con la clase alguna idea para una novela de misterio.

Ella alzó la cabeza. De nuevo se encontró contemplando unos ojos tan azules como el océano después de que el sol disipara la bruma. Temiendo que resultara sospechoso que se levantara e hiciera un resumen preciso del caso de Dana sin la ayuda de notas, dijo:

– No asistí a la clase anterior y no sabía que había deberes. Así que, si te parece bien, traeré la sinopsis la semana que viene.

Nadie tenía por qué saber que no era escritora. Imaginaba que la mayoría, si no todos, de los alumnos de aquella clase tenían un empleo y se dedicaban a escribir en sus ratos libres. Durante un tiempo, prefería mantenerse en segundo plano. Esperaría a ver qué le decía Gideon de su sinopsis cuando se la diera, el miércoles siguiente.

Odiaba perder el tiempo, pero temía que fuera demasiado pronto para hablarle del caso de Dana. Al fin y al cabo, aquella era la primera clase del detective.

Gideon la observó un momento, como si sopesara su respuesta. Después se levantó de la silla y se colocó frente a ellos, con las piernas abiertas. Heidi procuró no mirar su cuerpo, pero le fue imposible.

– Todas las historias que he oído podrían transformarse en fascinantes novelas de misterio, pero yo no soy editor. Mi trabajo consiste en convertiros en sabuesos profesionales en diez lecciones… al menos, en vuestra imaginación -les lanzó una rápida sonrisa que hizo que el corazón de Heidi latiera más aprisa-. El miércoles pasado aprendisteis que nunca hay que dar nada por sentado. Después de escuchar las sinopsis de vuestros compañeros, comprenderéis el porqué. Seguramente, aunque sabíais quién era el culpable en todas las historias menos en una, la de Nancy, habéis puesto a trabajar vuestras mentes buscando una serie de sospechosos que podrían haber cometido el crimen. Sin duda, muchos de vosotros habríais elegido a otro personaje como culpable.

Heidi asintió, al igual que los demás.

– ¿Alguna vez habéis comido uno de esos pasteles llamados «napoleones»? -varias manos se alzaron, incluida la de Heidi-. Los franceses los llaman mille feuilles. Milhojas. Están formados por muchas capas. Con los misterios ocurre lo mismo. En cuanto se levanta una capa, se encuentra otra, y luego otra. Hay que examinar cuidadosamente hoja por hoja. Se somete la escena del crimen a un análisis minucioso. Se rastrean todas las pistas. Nunca se deja una pregunta sin resolver, aunque ello nos cueste meses, años o, en algunos casos, toda la vida.

Heidi se estremeció. Gideon acababa de dar en la diana. Aunque le costara toda la vida, no descansaría hasta que viera libre a su amiga.

– Si algún pequeño detalle os llama la atención -continuó el detective-, escuchad a vuestra intuición y volved a pensarlo, volved sobre él hasta que hayáis satisfecho vuestra curiosidad. Cuando acudo a la escena de un crimen, intento mantener la mente abierta aunque esté convencido de que determinado sospechoso ha de ser necesariamente el culpable atendiendo a las pruebas circunstanciales. Tomemos, por ejemplo, la historia de Nancy acerca del esquiador al que acusan de matar a su novia arrojándola al vacío. No disponemos de mucha información, pero sabemos que iba sentado a su lado y que, por lo tanto, tuvo ocasión de matarla. Sabemos que era celoso, de modo que ciertamente tenía un móvil. No sé cómo piensa acabar Nancy su historia, pero cuando esta clase termine sabrá qué sucede exactamente en la escena de un crimen. Pertrechada con esa información, apuesto a que se le ocurrirán buen número de explicaciones alternativas. La víctima tal vez consumía drogas y se cayó por accidente. O quizá decidió suicidarse, por las razones que sean. O puede que odiara tanto a su novio que se mató con la esperanza de que le echaran la culpa a él. Tal vez estaba embarazada de otro esquiador y no quería que su entrenador se enterara porque la expulsaría del equipo. O quizá esperaba un hijo de su novio y no quería que él lo supiera. O puede que temiera que, si se enteraba, insistiera en que abandonara el esquí. Posiblemente saltó con la intención de abortar, no de matarse. Pero, por otro lado, tal vez la barra de sujeción del telesilla cedió y fue un accidente, pura y simplemente. Quizá hacía viento, el telesilla se balanceó y la chica cayó al vacío antes de que su novio pudiera impedirlo.

– ¡Me encanta esa explicación! -gritó Nancy.

Todos se echaron a reír y emprendieron una animada discusión acerca de la versión que más les gustaba. Todos menos Heidi, que volvió a pensar en el caso de Dana. Según el doctor Turner, el padre de Dana, el fiscal había presentado el caso como si estuviera claro como el agua. Una cuestión de rivalidad entre hermanas que derivaba en celos y, posteriormente, en asesinato.

Pero al escuchar al detective Poletti exponer una posibilidad tras otra para explicar la muerte novelesca de la esquiadora. Heidi se convenció de que, en el caso de Dana, la policía había pasado por alto algo de vital importancia. Algo que podía desvelar la identidad del verdadero asesino.

– Antes de deciros qué historia he elegido para que la analicemos en clase, voy a pasaros un expediente sobre un homicidio que ocurrió en San Francisco hace unos años. Este expediente será vuestro libro de texto. Dentro encontraréis el parte policial, diversos informes sobre las pruebas halladas en la escena del crimen, el informe del forense y una nota de prensa revelando los arrestos que se habían efectuado tras dos meses de investigación. Adelante, echadle un vistazo. Luego, si queréis, podéis salir al servicio, o a estirar las piernas un rato. Retomaremos la clase dentro de cinco minutos.

Solo un hombre llamado Tom salió del aula. Los demás se enfrascaron en la lectura de los expedientes que el detective les había repartido. Heidi hojeó el suyo, pero siguió pensando en Dana. ¡Cuánto deseaba que fuera el caso de su amiga el que se disponían a estudiar!

En cuanto Tom regresó, el profesor les pidió a todos que hicieran algún comentario sobre lo que acababan de leer. Todos coincidieron en una misma cosa: no sabían que pudieran hallarse tantas pruebas en la escena de un crimen. El detective asintió.

– Quizás ahora comprendáis por qué muchos casos no se sostienen en los tribunales. Pueden perderse datos cruciales si los agentes a cargo de la investigación pasan por alto una prueba de vital importancia, o si alguien, a propósito o de forma involuntaria, altera la escena del crimen antes de que llegue el equipo de expertos. Por desgracia, en ocasiones la policía misma es acusada de alterar o incluso de amañar las pruebas. Pero, en fin, hoy no entraremos a tratar ese tema. Bueno, veamos qué historia vamos a analizar. Nos imaginaremos que la escena del crimen está intacta y esperando a que los detectives del colegio Mesa inicien su investigación.

Un murmullo de emoción cundió por la clase. Heidi no había conocido al señor Mcfarlane, pero dudaba que fuera capaz de cautivar a sus alumnos como el detective Poletti. Aquel hombre poseía un encanto y un carisma tan auténticos que todo el mundo parecía hipnotizado. En realidad, Heidi no conocía a ningún hombre que exudara tanta confianza e inteligencia, sin por ello resultar altanero. Al mirar a su alrededor, se dio cuenta de que sus compañeros de clase parecían cautivados por su personalidad y su desenvoltura.

– Emily Deerborn, he elegido tu historia -todos aplaudieron a la risueña mujer-. ¿Por qué no le pedimos a Heidi que nos lea la sinopsis de nuevo? Cuando acabe, quiero que alguien me diga por qué he elegido esta historia.

Heidi ya lo sabía. O, al menos, eso creía. Tras leer la sinopsis, se sentó. Enseguida se levantaron varias manos, pero Gideon no se mostró satisfecho con las respuestas. Heidi alzó la mano. Él la miró fijamente.

– ¿Qué dices tú, Heidi?

– Yo creo que la mayoría de las historias se basan en móviles que habría que investigar interrogando a sospechosos y a testigos por igual. La historia de Emily, en cambio, trata de un envenenamiento llevado a cabo por cuatro personas, lo cual significa que, para atrapar a los culpables, habría que reunir una cantidad desacostumbrada de pruebas físicas.

Algo brilló en el fondo de los ojos de Gideon.

– Yo no lo habría explicado mejor. En el caso que nos ha presentado Emily, las pruebas forenses desempeñan un papel esencial. Daniel me dijo que os habéis apuntado a este curso para ampliar vuestros conocimientos sobre la ciencia forense -todos asintieron y empezaron a hacer comentarios, pero en ese momento sonó la campana. Gideon miró el reloj-. Es hora de irse. Ahí van vuestros deberes -abrieron los cuadernos y comenzaron a anotar-. Este fin de semana, quiero que os metáis en la piel de un detective. Escribiréis el parte policial de la historia de Emily. Os diré cómo empezar. Es martes por la mañana. Os han llamado a la escena de un posible homicidio. Al entrar en el edificio de oficinas junto a vuestro compañero, os encontráis a dos policías, a dos sanitarios y a un testigo que trabajaba en el mismo despacho que la víctima. Dicho testigo descubrió a su jefe desplomado sobre la mesa al llegar al trabajo y avisó al servicio de emergencias. Con esa escena en mente, haced una lista de todas las pesquisas que creéis que deban hacerse en la escena del crimen. Usad el manual que os he dado si necesitáis ayuda. El miércoles, lo pondremos todo en la pizarra y empezaremos a partir de ahí. Antes de marcharos, dejad vuestras sinopsis encima de la mesa, por favor. Aseguraos de que habéis puesto el nombre.

Los miembros de la clase abandonaron sus sitios y se congregaron alrededor del detective Poletti, al que siguieron cuando salió al pasillo, asediándolo con sus preguntas. Heidi se apresuró a ordenar los pupitres para el lunes por la mañana. Se disponía a borrar el encerado, en el que Gideon había escrito su nombre y un esquema del tema de esa tarde, cuando él entró de nuevo y se le adelantó.

– Gracias -dijo ella.

– De nada -sus ojos parecían reír-. ¿Qué más puedo hacer por ti?

– Nada. Ya me iba. Debo pagar la matrícula antes de que se vaya la secretaria.

– Yo tengo que llevar la hoja de asistencia, así que te acompaño.

Gideon esperó mientras ella apagaba las luces y cerraba la puerta con llave. Después, echaron a andar por el pasillo. Heidi se sentía tan turbada por la presencia física de Gideon que le resultaba difícil actuar con naturalidad. Jeff, su antiguo novio, era un hombre mucho más bajo y de complexión mediana. La figura alta y corpulenta del detective Poletti constituía toda una revelación para ella. Sin embargo, no quería comportarse como las otras mujeres de la clase, que ya habían dejado patente la atracción que sentían por él.

– No serías detective en otra vida, ¿verdad? -preguntó él.

Ella se echó a reír suavemente, sin mirarlo.

– No. Sencillamente se me ocurrió que, tratándose de un caso de envenenamiento, habría que hacer mucho trabajo forense para desenmascarar al culpable.

– Apuesto a que tus alumnos de geografía no te dan gato por liebre -bromeó él.

– No creas. Los chicos de ahora son cada vez más listos.

– Tienes razón -murmuró él-. Sobre todo, en las calles.

Heidi giró la cabeza y alzó la vista hacia él.

– ¿Nueva York es muy distinto?

– No. En todas partes hay bandas.

– Lo sé. La situación es trágica y parece empeorar de día en día.

Gideon entró tras ella en el despacho de secretaría de la escuela municipal.

– ¡Hola! -los saludó Carol, posando su mirada en el hombre que acababa de darle la hoja de asistencia.

– Hola, Carol -dijo Heidi, intentando llamar su atención-. ¿Cuánto te debo por el curso? El detective Poletti ha tenido la amabilidad de admitirme -abrió el bolso y sacó la chequera.

– Ponlo a nombre de la Escuela Municipal. Son cien dólares.

– ¿Solo?

El detective esbozó una sonrisa.

– ¿Acaso no sabes que los policías, igual que los maestros, no trabajamos por dinero?

– Pero no es justo. Teniendo en cuenta todas las veces que tendrás que desplazarte hasta aquí, acabarás gastándote el sueldo del curso en gasolina.

Él se echó a reír.

– Eso no me importa, pero agradezco tu preocupación -sus ojos se encontraron.

Heidi notó que se le aceleraba el pulso al darse cuenta de que parecía estar esperándola. Firmó el cheque y se lo entregó a Carol.

– Gracias. Hasta luego.

– Buenas noches -dijo Carol cuando salieron de la oficina y se encaminaron a las puertas que daban al aparcamiento norte.

Gideon abrió la puerta para dejar pasar a Heidi.

– ¿Dónde está tu coche?

– Ahí enfrente, en el aparcamiento de profesores.

– Antes de que te vayas, quisiera saber si también eres escritora.

– No, no tengo tanta paciencia.

– Yo tampoco. En fin, dadas las circunstancias, no hace falta que me entregues la sinopsis.

– La verdad es que, eh, me gustaría entregártela. No quiero que los demás piensen que me das trato de favor porque no vine a la clase del miércoles, o porque estás utilizando mi aula.

Él sonrió.

– Entonces espero una obra maestra.

Heidi sabía que estaba bromeando, pero resultaba difícil pensar en el caso de Dana como en una obra maestra.

– Ahora has conseguido ponerme nerviosa.

En ese momento salieron del edificio varias madres que saludaron a Heidi. Esta observó sus miradas curiosas al ver a su lado al atractivo detective. Les devolvió el saludo, fingiendo que no sabía lo que estaban pensando. Temiendo que el detective creyera que se demoraba por él, dijo:

– Se me está haciendo tarde, así que buenas noches. Gracias otra vez por admitirme en la clase.

– Ha sido un placer. Hasta el miércoles.

Ella se acercó apresuradamente a su coche, notando que las piernas le flaqueaban. Cuando se sentó tras el volante, Gideon ya había desaparecido entre el gentío que salía del edificio.

Pero qué más daba. Era absurdo fantasear con un hombre que seguramente estaba casado o vivía con alguien. Lo único que debía preocuparla era sacar el mayor provecho posible de aquellas clases. Cuanto aprendiera allí le serviría para empezar a buscar las pruebas ocultas que podían llevar a la reapertura del caso de Dana. O, al menos, le serviría para evaluar la capacidad de un detective privado, si era que decidía contratar a alguno.

Sin embargo, quitarse al detective Poletti de la cabeza resultaba sumamente difícil. El sábado por la tarde, Heidi seguía intentando no pensar en él mientas escribía su sinopsis y hacía los deberes que Gideon les había mandado.

Empezaba a sospechar que aquel hombre se aposentaría para siempre en su cabeza.

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