Capítulo 8

Gideon bajó en ascensor al semisótano de la comisaría. Al entrar en la zona de recepción, Ben, un patrullero retirado, lo saludó por encima del ordenador.

– Cuánto tiempo, Gideon.

– Sí, Ben. ¿Qué tal estás?

– No podría estar mejor.

«Lo mismo digo».

Gideon apenas había tocado a Heidi la noche anterior, pero aquella sutil caricia le había bastado para saber que la poderosa química que había entre ellos no era producto de su imaginación. Volvería a verla esa noche, pero aún eran las siete de la mañana, y le parecía que quedaba una eternidad para su cita.

– El jefe me dijo que ibas a bajar. ¿Qué necesitas?

– El expediente del asesinato de Amy Turner.

– ¿Recuerdas la fecha del juicio?

– Fines de agosto. Ron Jenke dirigió la acusación. El abogado defensor era John Cobb.

Ben lo buscó en el ordenador y levantó la mirada hacia Gideon.

– ¿Qué necesitas exactamente?

– Léeme la lista.

– Además del sumario y de la transcripción del juicio, tengo seis diarios y un sobre con las cosas que había en el bolso de la difunta.

– Déjame verlo todo.

– De acuerdo. Enseguida vuelvo.

Mientras esperaba, Gideon llamó a la oficina del forense del distrito para ultimar los detalles de la clase del miércoles por la noche. Como aún quedaban un par de días, esperaba que Kevin cambiara de opinión y lo acompañara. Le dolía que su hijo estuviera enfadado, y sabía que una forma eficaz de ponerle fin a aquella situación sería dejar de ver a Heidi, pero no quería hacerlo por muchas razones, de índole personal y no tan personal. A esas alturas ya sabía que Heidi era muy importante para él.

Y, en cualquier caso, romper con ella no resolvería los problemas más profundos de Kevin. Lo cierto era que cualquier mujer a la que Gideon quisiera resultaría una amenaza para la estabilidad emocional de su hijo. Solo el tiempo diría si el chico necesitaba ir a terapia de nuevo.

Fay se había enfurecido cuando, unos años antes, Gideon había insistido en llevar a Kevin al psicólogo para que lo ayudara a afrontar sus miedos. Su ex mujer decía no creer en la psicoterapia. Sin duda, porque muchos de sus actos no soportarían semejante escrutinio.

Gideon sospechaba que se negaría rotundamente a que Kevin asistiera al psicólogo en ese momento. Ello podía perturbar el precario equilibrio entre madre e hijo. Kevin era ya un adolescente que coqueteaba con la idea de irse a vivir con su padre, y Fay temía que la psicoterapia lo impulsara a dar el paso definitivo. Gideon sabía que su ex mujer quería mantener la situación tal y como estaba a toda costa. Perder el control sobre su hijo minaría el edificio de su autoestima, que tanto le había costado construir.

– Aquí tienes -de vuelta al presente, Gideon se giró hacia el otro hombre-. Solo tienes que firmar este impreso. Puedes usar la habitación A.

– Gracias.

Tras firmar el estadillo, Gideon recogió el material y se lo llevó al primer despacho vacío que vio más allá de la puerta que Ben había cerrado tras él. Lo puso todo sobre la mesa. El voluminoso archivador contenía documentos legales separados por secciones y ordenados alfabéticamente.

Gideon solo pensaba echarle un vistazo a aquel material antes de comenzar su turno una hora después, pero cuando acabó de leer el parte policial, estaba demasiado enfrascado en la lectura como para detenerse. Sacó el teléfono móvil y llamó a Rich Taggert, el detective que trabajaba con él en el caso de asesinato que les habían asignado la semana anterior. Le explicó que estaba ocupado con un asunto pendiente y que llegaría tarde a su punto de encuentro.

Rich se mostró conforme. Convinieron en llamarse más tarde. Aliviado por disponer de unas horas más, Gideon le dio las gracias y continuó trabajando.

Después de revisar el contenido del sobre, se sumergió en la lectura de los documentos y perdió la noción del tiempo.

– Dios mío -musitó al acabar de leer la transcripción del juicio.

Asombrado por lo que había leído, tomó los diarios de color crema con rebordes dorados y empezó a leerlos por orden cronológico. Al acabar el último volumen, se apartó de la mesa y lo recogió todo. Salió al área de recepción con los brazos llenos.

– Gracias, Ben.

El policía revisó los materiales.

– De nada, hombre.

Gideon estaba tan impaciente que, sin esperar el ascensor, subió corriendo las escaleras hasta el despacho del teniente Rodman, en el tercer piso. Todavía le extrañaba entrar allí y no encontrar a Daniel sentado tras la mesa.

El teniente alzó la cabeza al verlo entrar en la habitación.

– ¿Te ha dado Ben lo que necesitabas?

– Sí, gracias.

– Daniel dijo que era importante.

– Lo es -Gideon hizo una pausa-. ¿Tiene un minuto para hablar?

– Claro. Siéntate.

Gideon se sentó en una silla, frente a la mesa.

– Iré directo al grano.

– Como siempre -dijo el otro hombre con una sonrisa-. ¿Qué te ronda por la cabeza?

– Quiero dejar el caso Simonds.

El teniente Rodman ladeó la cabeza.

– ¿Es que Rich y tú no congeniáis?

– No, el problema no es ese. Siento un gran respeto por Rich. Es un tipo estupendo -Gideon se inclinó hacia delante-. Teniente, seré franco con usted. Por puro accidente, he conocido a una mujer que está convencida de que su mejor amiga está en la cárcel por un asesinato que no cometió.

– Te refieres al caso Turner.

Gideon asintió.

– Quiero que me dé permiso para investigarlo.

– ¿Investigar un caso cerrado?

– Sí.

El otro hombre lanzó un suave silbido. Gideon esperaba aquella reacción.

– ¿Qué indicios tienes?

– Ayer fui a la cárcel y hablé con Dana Turner. Durante nuestra conversación, la pillé en una mentira. Se negó a decirme nada más y al instante se marchó de la sala de visitas. Me imaginé que estaba protegiendo a alguien. Esta mañana, después de revisar los archivos judiciales, me topé con la prueba que estaba buscando. Dana Turner cometió perjurio para proteger a otra persona.

Los ojos del teniente se achicaron.

– ¿Insinúas que podría haber un cómplice?

– Eso parece a primera vista. Pero mi instinto me dice que hay otra explicación. Ron Jenke tenía tanta prisa por apuntarse un tanto antes de las elecciones que no hizo bien sus deberes. Me gustaría retomar la investigación donde él la dejó.

El teniente Rodman se recostó en la silla giratoria.

– ¿De cuánto tiempo estamos hablando?

– ¿Cuánto puede darme?

– No mucho. Tenemos montones de casos pendientes que requieren un hombre con tu experiencia. Incluyendo el caso Simonds -Gideon sintió su mirada clavada en él-. Esa mujer debe de significar mucho para ti.

La imagen de Heidi apareció ante sus ojos.

– Yo soy el primer sorprendido, créame.

El silencio se extendió entre los dos.

– Está bien. Tienes una semana. Si para entonces no has obtenido ninguna prueba concluyente, tendrás que seguir investigando en tus horas libres.

– Gracias, teniente -dijo Gideon, sinceramente agradecido-. Estoy en deuda con usted.

– Dile al sargento de mi parte que le asigne a Rich otro compañero. Ah, y Gideon… que esto quede entre nosotros. Si te sirve algo, espero que tengas suerte.

«Yo también».

– ¿Puedo pedirle un par de favores más?

– Adelante.

– Necesito fotocopias de la transcripción del juicio y de los diarios de Amy Turner.

– De acuerdo. ¿Qué más?

– ¿Le importaría llamar al alcaide de la prisión Fielding para que me deje pasar inmediatamente? Son las nueve y media. Si me voy ahora, puedo estar allí antes de comer.

Si el teniente lo solicitaba, Gideon tendría las puertas del penal abiertas. Dana no tendría más remedio que hablar con él.

– Lo haré ahora mismo.

– Gracias otra vez -se estrecharon las manos.

Tras hablar con el sargento, Gideon salió de la comisaría sintiendo una excitación que no experimentaba desde hacía años. Poco después se paró a echar gasolina y llamó a Rich para decirle que el teniente le había dado una semana para que investigara un asunto pendiente. Dos horas después, se hallaba frente a la mampara de cristal de la cárcel, esperando a que apareciera Dana. Exactamente igual que el día anterior… salvo por una cosa. Esa mañana, Gideon tenía en su poder una información crucial que desconocía el día anterior. Dana Turner no podría escabullirse otra vez.

En cuanto la vio, notó que tenía más ojeras que el día anterior. Era evidente que no había dormido y que se movía con torpeza. La funcionaria de prisiones se vio obligada a levantar el teléfono y a ponérselo en la mano.

– Dana -dijo Gideon. Ella siguió sin mirarlo-. No tienes que decir nada todavía. Solo escúchame. Anoche tuve una larga charla con Heidi. Entre otras cosas, descubrí que no testificó en tu juicio. Según ella, le dijiste que se mantuviera alejada y no permitiste que tu abogado la llamara a declarar como testigo. Me extrañó, pero no le dije nada. En realidad, ni siquiera sabe que estoy aquí -vio que Dana abría y cerraba las manos-. A primera hora de la mañana -continuó-, fui a la comisaría para revisar tu expediente. Leí la transcripción del juicio y los diarios de tu hermana. Está claro que has estado protegiendo a Heidi. Después de lo que me dijo anoche, y de lo que he leído hoy, creo que había suficientes pruebas circunstanciales para que Ron Jenke implicara a Heidi en el asesinato -Dana echó la cabeza hacia atrás, horrorizada-. Sé que estuvo en casa de tus padres la noche del asesinato. Dice que no vio a Amy, y nadie más sabe que estuvo allí. No puede demostrar que no se peleó con tu hermana. Y, para colmo, dice que a la hora en que se cometió el asesinato estaba dando un paseo en coche. Pero tampoco puede demostrarlo -traspasó a Dana con la mirada-. Tú sabías que Heidi no tenía coartada para esa noche y por eso te aseguraste de que su nombre no saliera a la luz. Desde el principio mentiste para protegerla.

– ¡Sí! -gritó Dana.

Por fin empezaban a llegar a alguna parte. Gideon le hizo una seña a la funcionaria para que los dejara solos. Cuando la mujer se alejó, dijo:

– ¿Cómo es que la policía no interrogó a Heidi y a su familia cuando interrogó a los demás vecinos?

– Yo les dije que los Ellis estaban en Nueva York en viaje de negocios, y que Heidi se había mudado a un apartamento hacía al menos cinco años. También les dije que hacía un par de meses que no los veía porque estaba en Pasadena, en la universidad.

– Gracias por ser sincera conmigo. Ahora, acabemos lo que empezamos ayer. ¿Por qué no comienzas desde el momento en que corriste a la lancha y te diste cuenta de que no tenía combustible? -Dana parecía enferma-. Déjame ayudarte. Cuando te pregunté si zarpaste antes de que Amy te alcanzara, ibas a decir que sí, pero luego cambiaste tu versión. Según la transcripción del juicio, testificaste que corriste por la playa durante un rato -ella asintió-. ¿Qué ocurrió realmente? Dime la verdad.

Gideon vio que se removía, inquieta.

– Me alejé de la playa en la barca de remos de los Ellis. Tenía tanto miedo de Amy, que era una excelente nadadora, que remé hasta el otro lado de la bahía y me quedé allí varias horas. Cuando pensé que mis padres ya habrían vuelto, dejé la barca en un espolón de la playa y volví a casa andando. Lo… lo demás ya lo sabe -tartamudeó.

– Ya que has sido sincera conmigo, yo también te seré sincero. Soy detective de homicidios y debo admitir que sentí curiosidad cuando Heidi utilizó un asesinato real para hacer un trabajo de clase. Aunque fugazmente, se me pasó por la cabeza la idea de que pudiera estar involucrada en el asesinato de Amy. Es lógico. Al fin y al cabo, he sido entrenado para asumir que cualquier cosa es posible. Pero, con el tiempo, me di cuenta de que Heidi se había apuntado al curso para intentar ayudarte -sacudió la cabeza-. Nunca he conocido a una persona que muestre tanto amor por una amiga como el que muestra Heidi por ti. Y ahora descubro que si cometiste perjurio para protegerla a ella, para salvarla de este embrollo… Sois las dos excepcionales.

A Dana se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No sé explicar por qué estamos tan unidas, pero así es.

– ¿Cuándo pensaste que Heidi podía ser acusada del crimen?

– Esa noche, antes de volver a casa, mis padres oyeron que un detective le decía a otro que creían que Amy había sido asesinada. Toda la familia estaba bajo sospecha. Mi padre comprendió lo que significaba aquello y llamó a un amigo que se puso en contacto con el señor Cobb. Este aceptó ser nuestro abogado y nos aconsejó que guardáramos silencio hasta que pudiera hablar con nosotros. En cuanto mi padre me vio, me advirtió de que no respondiera a ninguna pregunta hasta que el señor Cobb estuviera presente. Yo estaba aterrorizada porque sabía que Heidi había estado en casa esa tarde. Pero por suerte nadie más lo sabía, así que evité cuidadosamente mencionar su nombre. Pasara lo que pasara, no quería que se viera implicada.

A Gideon aún le costaba creer en la lealtad que Heidi y Dana se profesaban.

– ¿Por qué fue a verte Heidi esa tarde?

– Creí que había dicho que ya lo sabía.

– Heidi me dio su versión, Dana. Ahora quiero la tuya. Cuando dos personas relatan el mismo incidente, siempre lo hacen de manera distinta. Estoy buscando pistas que me ayuden a saber quién mató a Amy.

Dana se mordió el labio y asintió.

– Ese día por la mañana, Heidi y yo salimos en la barca a tomar el sol y a ultimar los detalles de un viaje a México que pensábamos hacer. Ella se empeñó en remar porque decía que necesitaba hacer ejercicio. Yo imaginé que lo que necesitaba era desfogar su rabia.

– ¿Qué rabia?

– Estaba enfadada consigo misma por haber aceptado una cita a ciegas. En el colegio Mesa había una maestra que tenía un hermano en la Marina. El chico estaba en casa, de permiso, y tenía que embarcarse otra vez al cabo de unos días. Su hermana quería que conociera a Heidi porque decía que eran perfectos el uno para el otro. Se puso muy pesada, a pesar de los recelos de Heidi -Dana hizo una mueca-. Ya sabe de qué clase de situación le hablo -Gideon lo sabía, a su pesar. Años atrás, había tenido que padecer una cita a ciegas por culpa de un colega muy insistente-. Heidi tenía sus dudas, como le digo. Si el chico no le gustaba, se vería en el aprieto de rechazar una segunda cita, hiriendo quizá sus sentimientos. Por otra parte, si a él no le gustaba ella, su amiga se sentiría incómoda. Mientras estábamos en la barca no dejaba de darle vueltas al asunto, intentando decidir qué haría. Ni siquiera hablamos del viaje a México. Al final, sugerí que volviéramos a la orilla y le dije en broma que, si quería, podía quedarse reconcomiéndose en el despacho de mi padre mientras yo seguía haciendo el trabajo para la facultad. Heidi se disculpó por ser tan pesada y dijo que se iba a su apartamento. Nos despedimos en el embarcadero. Pensábamos vernos al día siguiente para ir a la agencia de viajes. Pero, para mi sorpresa, se presentó en casa unas horas después. Estaba muy angustiada porque había deshecho la cita y el chico y su hermana se habían enfadado con ella. Se sentía muy mal y me pidió que saliéramos a dar un paseo en coche. Yo le dije que sí, que me diera solo unos minutos. Pero al final dijo que de todos modos no era buena compañía para nadie y, tras decirme que me llamaría a la mañana siguiente, se fue ella sola.

– Dejémoslo ahí. ¿Sabes si en ese momento Amy estaba en la casa?

– No, ni idea. Pero más tarde, cuando papá me dijo que no hablara con nadie, comprendí que, si la policía se enteraba de que Heidi había estado en casa, empezaría a hacerle preguntas. Y recordé que sus huellas estaban en los mandos de la barca.

– Pero era la barca de su familia. Esas huellas no habrían podido relacionarla con el crimen directamente.

– No, pero Heidi solía cortar el césped cuando sus padres no estaban. Lo cual significaba que sus huellas estaban también en la segadora y en la lata de gasolina de su garaje.

Gideon comprendió adónde quería ir a parar.

– Así que temiste que la policía pensara que Heidi te ayudó a incendiar la habitación de Amy.

– Sí. Y me alegro mucho de no haber dicho nada. Sobre todo, después de enterarme de lo que Amy escribió en sus diarios sobre Heidi y sobre mí.

Los diarios.

Gideon había visto muchas cosas horribles en su carrera, pero aquellos diarios estaban llenos de acusaciones espantosas e imposibles de contrastar ahora que Amy estaba muerta. Entre líneas, aquellos diarios traslucían una vena de violencia que no podía considerarse normal desde ningún punto de vista. Al poner aquella prueba en manos de Ron Jenke, la policía había sellado el destino de Dana.

Exhalando un profundo suspiro, dijo:

– ¿Quién más sabe que Heidi estuvo en casa de tus padres esa tarde, además de la propia Heidi, de ti y de mí?

– Nadie más.

– Así que, ¿también se lo ocultaste a tus padres?

– Sí.

– Tu secreto está a salvo conmigo -dijo él suavemente.

Las lágrimas rodaron por las pálidas mejillas de Dana.

– Gracias.

Al confirmar que Dana había estado protegiendo a Heidi, quien a su vez también estaba libre de sospechas, su teoría acerca de la identidad del verdadero culpable comenzó a fortalecerse.

– Gracias por confiar en mí. Prometo hacer todo lo que pueda para sacarte de aquí.

«Mi felicidad también está en juego».

Los ojos de Dana se animaron al oír sus palabras.

– Oírle decir eso significa para mí mucho más de lo que se imagina.

– Aguanta, Dana, ¿de acuerdo? Heidi y yo vendremos a verte el domingo que viene. Ella te manda todo su amor, por cierto.

– Dígale que yo también la quiero.

Gideon asintió y se alejó. Al salir del edificio, miró su reloj. Si no había mucho tráfico, llegaría al colegio Mesa antes de que Heidi acabara su jornada.


– Señorita Ellis -musitó Sherry Flynn. Sherry se sentaba junto a la pizarra lateral, en la que Heidi estaba escribiendo la lista de las páginas que debían leer sus alumnos esa semana.

Heidi miró hacia atrás.

– ¿Qué pasa, Sherry?

La precoz muchacha le lanzó una sonrisa maliciosa.

– Tiene visita.

Heidi giró la cabeza hacia la parte delantera de la clase. Le flaquearon las piernas al ver que Gideon estaba de pie junto a su mesa. Estaba tan guapo con su jersey azul marino y sus chinos marrones que no podía apartar los ojos de él.

Gideon le lanzó un íntimo mensaje de saludo con la mirada. Los estudiantes ya habían visto al recién llegado, y miraban a uno y a otro con alegre expectación. Y allí estaba ella, hecha un lío.

Pero entonces sonó la campana. Sus alumnos salieron del aula como si de un enjambre de abejas se tratara. De pronto, Gideon y Heidi se encontraron solos. Se sonrieron, y Heidi sintió que se le aceleraba el corazón. Aquello no le había pasado nunca. Ni siquiera con Jeff.

Dejó la tiza y se acercó a la mesa.

– ¿Le pasa algo a Kevin? ¿Quieres que dejemos lo de esta noche?

– No. Pero quería verte antes de que te fueras a casa. ¿Hay alguna posibilidad de que pidas el resto de la semana libre?

A Heidi le dio un vuelco el corazón.

– Podría llamar a un sustituto, si es necesario. ¿Por qué?

Gideon dio un paso hacia ella.

– Esta mañana hice un trato con mi jefe. Me ha relevado del caso en el que estaba trabajando y me ha dado una semana para investigar el asesinato de Amy.

– ¿Qué?

Heidi no podía creerse que hubiera hecho aquello por ella.

– Si en ese tiempo no encuentro nuevas pruebas, tendré que seguir investigando durante mis horas libres. El tiempo trabaja contra mí. Necesito a alguien que me ayude y que conozca el caso. Y esa persona eres tú. Naturalmente, seguiré dando el curso nocturno.

– Oh, Gideon -exclamó ella.

– No me mires así, Heidi, si no quieres que olvide dónde estamos.

Ella quería que lo olvidara. Quería arrojarse en sus brazos.

– Llamaré ahora mismo a la secretaria para que localice a un sustituto. Espera un minuto -temblando de emoción, se colocó tras su mesa y apretó el botón del intercomunicador-. ¿Sheila? Soy Heidi.

– ¡Hola! ¿Qué puedo hacer por ti?

– Me ha surgido un asunto personal urgente y necesito tomarme el resto de la semana libre.

– Uf, la cosa parece grave.

– No te preocupes, no pasa nada. ¿Puedes mirar si el señor Moore o la señora Hardy pueden sustituirme?

– Espera un momento. Veré qué puedo hacer.

– Eres un cielo. Estaré en mi aula, preparando las cosas. Muchas gracias, Sheila -Heidi soltó el botón.

– ¿Puedo ayudarte en algo? -preguntó Gideon.

Ella alzó los ojos hacia él.

– ¿Acaso no sabes que ya has hecho más por mí de lo que podría pagarte? Por favor, siéntate en mi silla mientras riego las plantas. Todo lo demás está preparado. Ya he fotocopiado los mapas y las hojas de trabajo para mis alumnos. La lectura de esta semana está en la pizarra.

Se acercó al armario, sacó una regadera de plástico y corrió a llenarla en la fuente del pasillo. Cuando regresó, Gideon estaba al fondo de la clase, mirando un nuevo despliegue de fotografías.

– Parece que Dana y tú también viajasteis mucho por Oriente Medio.

Heidi regó un poco cada maceta y luego dejó en el suelo la regadera.

– No tanto. No pudimos ir a muchos sitios porque el Departamento de Estado nos lo prohibió, debido a la situación política. Nosotras…

Sonó el timbre del intercomunicador.

– ¿Heidi? Soy Sheila.

– Dime, Sheila.

– La señora Hardy puede venir mañana y el viernes. El señor Moore te sustituirá el miércoles y el jueves.

– ¡Estupendo! Te debo una, Sheila.

– Olvídalo.

Gideon se acercó a ella.

– ¿Estas lista?

– Sí -respondió ella, casi sin aliento.

– ¿Te importa si dejamos lo del mexicano para otro día?

– Claro que no.

– Bien. Me gustaría llevarte a mi casa. Allí podemos cenar y hablar en privado. Si no se nos hace muy tarde, daremos un paseo por la playa.

Iban a quedarse juntos, a solas. Heidi no podía pensar en otra cosa.

– ¿Podemos pasarnos por mi apartamento para que me cambie de ropa?

– Claro. Iremos cada uno en su coche, y luego nos iremos a mi casa en el mío.

La emoción de estar con Gideon no se parecía a nada que hubiera experimentado antes. Tras apagar las luces y cerrar la puerta, Heidi salió del edificio casi flotando al lado de Gideon.

Llegaron al apartamento diez minutos después. Gideon se quedó en su coche mientras Heidi entraba apresuradamente en el apartamento, se duchaba en tiempo récord y se ponía unos pantalones de chándal de color azul marino y una sudadera a juego, con capucha.

En cuanto se puso las deportivas, estuvo lista para marcharse. Gideon le abrió la puerta del coche y partieron. Heidi notaba su mirada penetrante clavada en ella.

– Con ese pelo que tienes, estás guapa con cualquier cosa.

– Gracias -musitó ella.

– Kevin me preguntó si te teñías el pelo. Le dije que era imposible imitar un tono natural como el tuyo.

– Sí, parece que la naturaleza se volvió loca conmigo -bromeó ella, intentando aquietar el latido frenético de su corazón.

– Me recuerdas una ilustración que vi una vez en un cuento de hadas.

– Tal vez sea el mismo que me leían mis padres cuando era pequeña. En la portada había un dibujo de dos niñas corriendo por el bosque subidas a lomos de un enorme oso. Una tenía el pelo negro; la otra, rojo. Se llamaban Blancanieves y Rosaroja.

– Sí, creo que era ese.

Ella sonrió.

– Mi padre nos llamaba a Dana y a mí como a las niñas del cuento. Poco después, el doctor Turner también empezó a llamarnos así. Crecimos y nos olvidamos de ello hasta el día que los Turner volvieron a casa después del juicio. Todavía de luto por la muerte de Amy, el señor Turner me abrazó llorando. Solo dijo: «Rosaroja, mi pequeña y hermosa Blancanieves está en la cárcel. ¿Cómo voy a resistirlo?» -de nuevo se le saltaron las lágrimas. Notó que una mano recia le apretaba las suyas.

– Nadie puede devolverle la vida a Amy, pero aún hay esperanzas para Dana.

Heidi giró la cabeza hacia él.

– Ojalá tengas razón.

Él le apretó los dedos.

– Vosotras dos me habéis convencido de ello. Esta mañana fui a ver a Dana otra vez. Al final de la conversación, le dije que haría cuanto estuviera en mi mano por sacarla de allí.

Heidi no sabía cómo expresarle su gratitud. En un gesto espontáneo, alzó sus manos unidas y besó la de Gideon.

– Suerte que voy conduciendo -oyó que decía él.

Azorada por la transparencia de sus emociones, Heidi intentó desasir su mano de la de Gideon. Pero no pudo. Al final lo dejó, prefiriendo disfrutar del contacto físico.

– Estoy segura de que tu visita le dio nuevos ánimos.

– Eso espero. Llevaba mucho tiempo soportando una carga muy pesada. Tal vez esta noche duerma un poco mejor, sabiendo que la comparte con alguien.

Heidi no sabía de qué estaba hablando.

– ¿A qué carga te refieres?

– Desde la noche de la muerte de Amy, Dana guardaba un secreto para evitar que otra persona fuera arrestada. Para proteger a esa persona, llegó a cometer perjurio.

– ¿Te lo dijo ella? -exclamó Heidi.

– La pillé en una mentira y empezamos a hablar a partir de ahí.

– Pero eso no tiene sentido. ¿A quién estaba protegiendo?

– A ti.

Al principio, Heidi pensó que estaba bromeando, o que no le había entendido bien. Luego se dio cuenta de que, aunque no lo conocía desde hacía mucho tiempo, sabía que Gideon siempre decía lo que pensaba. Se giró hacia él.

– No comprendo, Gideon.

– Es muy sencillo. Dana temía que la policía te implicara en el asesinato de Amy. Como nadie sabía que el día del asesinato estuviste con ella no una, sino dos veces, evitó mencionar tu nombre y empezó a distanciarse de ti. Como pensaba mentir en el estrado para protegerte, se aseguró de que ni tu familia ni tú fuerais llamados a declarar como testigos de la defensa. Por último, te pidió que no asistieras al juicio para que no supieras que había mentido.

Heidi se quedó atónita.

– No entiendo nada.

– Lo entenderás cuando leas la transcripción del juicio y los diarios.

– ¿Qué diarios?

– Los de Amy.

– ¿Amy llevaba un diario? No lo sabía.

– Dana tampoco, pero la policía los encontró en su armario después del incendio. Las primeras anotaciones se remontan a sus primeros días de instituto. Esos diarios son la prueba clave que llevó a Dana a la cárcel -frunció el ceño-. ¿Me estás diciendo que no viste nada sobre el caso en la prensa o en la televisión?

– No. Dana dijo que aguantaría mejor aquel calvario si sabía que yo me mantenía apartada de todo ese sensacionalismo. En la escuela la gente hablaba del tema, claro, pero yo hacía todo lo posible por evitarlo. ¿Qué dicen los diarios de Amy?

– Te los he fotocopiado. Después de cenar, los revisaremos detenidamente -ella empezó a temblar. No tanto por lo que Gideon acababa de revelarle, sino por lo que parecía callar-. No te mentiré, Heidi. Lo que dice en esos diarios no te resultará agradable. Los más antiguos resultan dolorosos de leer, y los últimos me han dejado atónito incluso a mí, que rara vez me asombro de nada. Meterse en el interior de la mente de Amy Turner es como meterse en un nido de serpientes. Espero que tú puedas ayudarme a sacar algo en claro.

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