Capítulo 14

Era la una de la madrugada. Max debería haberlo llamado ya. Gideon apartó la sábana y se levantó. Tras la tensa noche que habían pasado por culpa de Kevin, le resultaba imposible conciliar el sueño.

Pero no podía culpar a su hijo de su inquietud. Era otra cosa lo que lo obsesionaba. Al pensar en su relación con Heidi, se había dado cuenta de que siempre era él quien se acercaba a ella. Heidi no había tomado la iniciativa ni una sola vez desde que se conocían. Naturalmente, siempre respondía a sus besos. Esa noche, en su apartamento, había sido un buen ejemplo de ello. ¿Pero había sido solamente porque él había forzado la situación?

Se preguntó, no por primera vez, si no sería demasiado mayor para ella. Max le había asegurado que no, pero después de aquel día sus dudas se habían afianzado. ¿Se estaba engañando al creer que Heidi estaba tan interesada como él en mantener una relación?

Tal vez la situación de Kevin era demasiado difícil para una mujer de veintiséis años que nunca había estado casada. El sarcasmo que le había lanzado Fay acerca de lo joven que era Heidi le había hecho mella, después de todo.

Incapaz de seguir soportando aquellos pensamientos sombríos, se puso un chándal y salió de puntillas del dormitorio, dirigiéndose a la cocina. Dejaría una nota sobre la encimera, por si Kevin se levantaba. Le diría que iba a correr un rato por la playa y que volvería a la una y media.

Se guardó el teléfono móvil en el bolsillo de la sudadera y se deslizó por la puerta de atrás sin ponerse la chaqueta. La bruma se había convertido en una niebla espesa y húmeda.

Echó a correr. Necesitaba agotarse físicamente si quería librarse de la tensión que había acumulado. La presencia de Heidi había despertado en él sueños que nunca se había atrevido a tener, ni siquiera tras conocer a Fay. Por aquel entonces, era demasiado inmaduro para comprender la riqueza que atesoraba la vida, y su vacuidad cuando las cosas no iban bien.

Con Heidi, le parecía que podía conseguir todo aquello que creía fuera de su alcance. Pero eso no ocurriría, no podría ocurrir, si ella no compartía el mismo sueño. Aquel temor era lo que lo atormentaba.

Cuando volvió a casa, la luz de la cocina estaba encendida. Seguramente Pokey lo había oído salir y había despertado a Kevin. Su hijo abrió la puerta antes de que metiera la llave en la cerradura. Miró fijamente a Gideon, sin decir nada.

– Siento que te hayas asustado al ver que no estaba -cerró la puerta tras él.

– No me he asustado.

– Me alegro. Vámonos a la cama, ¿quieres?

Apagó la luz y se dirigió a su cuarto. Kevin y Pokey lo siguieron por el pasillo.

Gideon se quitó la ropa y se metió en la ducha. Cuando salió, con el albornoz puesto, Kevin estaba sentado en la cama, esperándolo.

– Papá, ¿puedo hablar contigo un momento?

– He tenido un día muy largo. ¿No puede esperar hasta mañana?

– Creo que no.

Gideon respiró hondo.

– Si vas a decirme que ojalá no hubiera conocido a Heidi, ya sé lo que sientes al respecto. Y ella también.

Kevin desvió la mirada, compungido.

– Se trata de mamá.

– Adelante, habla -Gideon se sentó en la cama, a su lado.

– Hoy me llamó cuando estaba en el colegio. Cuando fui a secretaría a responder al teléfono, me dijo que quería que fuera a su casa después de clase. Dijo que saldría pronto del trabajo para que cenáramos juntos. Yo le dije que íbamos a ir a casa de Gaby y Max. Entonces se puso a llorar. Me dijo que iba a venir aquí, a hablar contigo, porque había cometido un gran error al dejarme vivir contigo si piensas casarte con una chiquilla. Intenté decírtelo en el coche, después de clase, pero me dijiste que hablara delante de Heidi. La verdad es que yo no quería que ella se enterara de lo que había dicho mamá. Es un asunto privado, y además podía herir los sentimientos de Heidi. No quería ser antipático con ella, de verdad. Solo intentaba advertirte, por si traías a Heidi a casa. Temía que mamá se presentara y la avergonzara otra vez.

– Oh, Kevin -rodeó a su hijo con el brazo-. Perdóname. Siento haberte malinterpretado.

– Entonces, ¿no me harás volver con mamá?

– No. ¿Por qué piensas eso?

– Porque no me he portado bien con Heidi. Recuerdo lo que me dijiste acerca de que Frank tenía miedo de mí. Creo que a Heidi también le doy miedo.

Si la situación no hubiera sido tan delicada, Gideon se habría echado a reír de alegría al comprender que su hijo por fin estaba madurando.

– Puede que sí, un poco.

– Te vi mirarla durante la cena. La mirabas igual que Max mira a Gaby. Como… como si fueras realmente feliz.

Gideon sonrió.

– Eso es porque tenía a mis dos personas favoritas a mi lado. A mi hijo, y a la mujer con la que quiero casarme.

Kevin alzó la cabeza.

– ¿Se lo has pedido ya?

– No. Ni siquiera le he dicho que la quiero.

– ¿Y eso?

– Por un lado, porque aún no ha llegado el momento. Todavía estoy trabajando para intentar sacar a su amiga de la cárcel. Por otro, ella tampoco me ha dicho que me quiere. Tal vez no sienta lo mismo que yo. No se puede forzar a otra persona a que te quiera. Tiene que ser algo que surja de ella.

– Ella te quiere, papá.

– No estoy tan seguro.

– Yo sí. Esa noche, en clase, cuando le dijiste que estabas divorciado, se le puso una cara de alegría… A mí me sentó mal -reconoció en voz baja-. Y luego, en el restaurante, antes de que se diera cuenta de que yo estaba allí, Brad me dio un codazo y me dijo: «¡Vaya! Tu padre tiene en el bote a esa pelirroja».

Gideon sacudió la cabeza, riendo suavemente.

– No lo sabía.

En realidad, apenas podía creerse que estuvieran manteniendo aquella conversación. Pero se alegraba de ello. Su amargura empezó a disiparse.

– Papá, a partir de ahora prometo ser amable con Heidi.

Gideon notó que se le encogía el corazón y le dio a Kevin otro abrazo.

– No podría pedir más.

– ¿Y si mañana viene mamá?

– Que venga.

– ¿Aunque Heidi esté aquí?

A Gideon le gustó cómo sonaba aquello. Todavía faltaba algún tiempo para que Kevin aceptara del todo la situación, pero estaban haciendo progresos.

– Por supuesto. Con el tiempo, tu madre acabará haciéndose a la idea.

– Sí -Kevin se levantó de la cama-. Además, mamá no tiene derecho a decir nada. Tú tuviste que acostumbrarte a Frank.

«Bueno, bueno, bueno», pensó Gideon.

– Buenas noches, papá. Hasta mañana. Vamos, Pokey -apagó la luz al salir de la habitación.

Gideon se deslizó bajo la sábana de mucho mejor humor. Si no hubiera sido tan tarde, habría llamado a Heidi para decirle lo que había pasado. Deseó que estuviera allí en ese momento. En su cama. En sus brazos. La deseaba tanto…

Transcurrieron diez minutos.

Max aún no lo había llamado, lo cual significaba que debía pasar algo. Gideon tendría que esperar hasta el día siguiente para averiguarlo. Dejando escapar un suspiro, se tumbó boca abajo, intentando dormir.

Cuando al fin sonó el teléfono, miró el reloj y vio, asombrado, que había dormido toda la noche y que eran ya las siete de la mañana.

Descolgó el teléfono, figurándose que sería Max.

– Aquí Poletti.

– Hola, Gideon.

Era la voz de Heidi. El hecho de que llamara tan temprano solo podía significar que había algún problema. Gideon se sentó, temiendo que inventara alguna excusa para que no se vieran ese día.

– ¿Qué sucede, Heidi?

– Supongo que la vida de detective te hace sospechar automáticamente cada vez que te llaman -bromeó ella.

Gideon respiró aliviado.

– Es verdad, lo siento.

– Quería hablar contigo antes de que salieras de casa. Mis padres quieren conocerte. Cuando dejes a Kevin en el colegio, ¿podrías pasarte por su casa? Estás invitado a desayunar -él cerró los ojos con fuerza. Estaba esperando la oportunidad de conocerlos-. Yo me voy ahora, a ayudar a mamá a prepararlo todo. También ha invitado a los Turner. Cuando le dije a mi madre que esta misma mañana sabrías los resultados de la autopsia, pensó que debíamos reunirnos todos para animarlos, sea lo que sea lo que descubra el doctor Díaz.

Gideon notó el temblor de su voz. Del resultado de la autopsia dependían muchas cosas. Nadie lo sabía mejor que Heidi.

– Estaré allí a las nueve menos cuarto. Dale las gracias a tu madre de mi parte.

– Ya lo he hecho. Hasta dentro de un rato -la línea quedó muerta.

Gideon colgó, sintiendo que necesitaba hacer algo para desfogar el estallido de alegría que se había apoderado de él.

– ¿Kevin? -saltó de la cama y corrió a la habitación de su hijo. Pokey salió a la puerta, saltando y ladrando-. ¡Hora de meterse en la ducha! ¡Arriba, campeón!

– ¡Cielo santo, papá! ¿Qué te pasa?

– Te lo contaré de camino al colegio. Pokey. Voy a darte el desayuno. Lástima que no sea tan bueno como el que me espera a mí.

Aquellas palabras resultaron proféticas. Marjorie Ellis había preparado un desayuno suculento a base de jamón, huevos al plato, bizcochos, barquillos de chocolate y una piña jugosa y suculenta.

Heidi le llenó tantas veces el plato que, al final, Gideon apenas podía moverse. Y, en realidad, no sintió ningún deseo de moverse cuando Heidi se sentó a su lado, en el sofá. Todo el mundo se había acomodado en el cuarto de estar de los Ellis para disfrutar del café. Gideon no se cansaba de contemplar la panorámica sobre la bahía.

La casa parecía una versión agrandada del apartamento de Heidi por su estilo y decoración. A Gideon no dejaba de sorprenderlo cuánto se parecían madre e hija. La señora Ellis era aún una mujer muy guapa; llevaba el pelo rojo muy corto, peinado de una forma que favorecía su rostro.

Rowland Ellis era tan alto como Gideon. Tenía un porte muy digno, con sus rasgos aristocráticos y su cabello plateado. Al conocerlos, Gideon comprendió de dónde había sacado Heidi su belleza y su encanto.

Sus padres le gustaron muchísimo. Hicieron todo lo posible porque se sintiera a gusto en su casa. Y, en cuanto a los Turner, Gideon ya les había cobrado afecto.

Heidi se había acurrucado cómodamente contra él. Aquel habría sido un momento perfecto… si la vida de Dana no pendiera de un hilo.

Heidi se subió la manga de la camisa y la chaqueta del traje para mirar el reloj.

– Son las diez y cinco -musitó.

Gideon sabía qué hora era. Notó que empezaba a sudarle la frente. Si se había equivocado sobre la autopsia…


Heidi lo vio entrar en la otra habitación para hacer la llamada y cruzó los brazos sobre la cintura con fuerza. El padre de Dana se levantó de la silla y fue a sentarse con ella, pasándole un brazo por los hombros.

– Si no fuera por ti, Rosaroja, no habríamos llegado tan lejos. Pero aunque no se produzca el milagro ni siquiera con la ayuda de Gideon, Christine y yo queremos que sepas que has sido un rayo de luz en nuestras vidas. Dana te llama su ángel de la guarda -continuó con voz emocionada-. Dios obra a través de ti, querida mía. Nunca lo olvidaremos.

Heidi apoyó la cabeza en su pecho y ambos empezaron a llorar en silencio. Ella no se movió hasta que notó que su padre se ponía en pie. Entonces, alzó la cabeza. Le dio un vuelco el corazón al ver que Gideon estaba de pie, junto al piano, muy quieto.

– ¿Qué te han dicho?

Tras mirarla un momento, él posó la mirada sobre la madre de Dana. Se acercó a ella y se sentó.

– Christine -la tomó de las manos-, debería reconfortarte saber que había una razón para que el comportamiento de tu hija sufriera un cambio tan drástico. Carlos ha encontrado un tumor cerebral del tamaño de una naranja.

La exclamación de Heidi se sumó a las de los demás. El doctor Turner se levantó y se acercó a ellos.

– ¿Tan grande? -musitó, aturdido.

– Sí. Carlos me ha dicho que se llama meningioma. Estaba asombrado porque se hubiera conservado tan bien. Es uno de esos tumores que crecen lentamente. Probablemente empezó a desarrollarse en su niñez. Carlos va a analizarlo, por si fuera benigno. Lo importantes es que su desarrollo pudo provocar anormalidades en los procesos mentales y en la conducta de Amy que habrían ido empeorando con el tiempo.

– Oh, gracias a Dios, por fin tenemos una respuesta, Ed -Christine se levantó y abrazó a su marido.

Gideon lanzó a Heidi una mirada, y ella se acercó. Gideon no tuvo que decir nada. Por su forma de apretarle la mano, Heidi comprendió que había algo más. El doctor Turner miró por fin a Gideon. Secándose los ojos, le dijo:

– ¿Han encontrado algún rastro de drogas?

Gideon apretó los dedos de Heidi.

– Ha aparecido morfina en el páncreas, el hígado y el conducto urinario. Ello significa que Amy consumía heroína y que murió de sobredosis.

– ¡Gideon! -gritó Heidi, llena de alegría-. Ya podemos llamar al señor Cobb y decirle que reabra el caso -olvidándose de todo, le echo los brazos al cuello.

– Sé que estás emocionada… igual que yo -musitó él entre su pelo-. La autopsia nos ha ayudado a rellenar los seis y los sietes de nuestro dibujo. Pero aún no hemos acabado. Quedan dos cuestiones pendientes…

Aquellas palabras fueron como un jarro de agua fría para Heidi, que se apartó lentamente de él. Mirándolo a los ojos, dijo:

– No comprendo.

Él le puso una mano sobre el hombro, y Heidi notó que estaba temblando.

– Por una parte -dijo Gideon-, aún tenemos que encontrar a la persona que le proporcionaba la droga. Max está trabajando en ello en este momento.

– Pero eso puede llevar mucho tiempo. ¿Es realmente necesario? El doctor Díaz testificará que era heroinómana.

– Queremos que el caso esté claro como el agua para que Dana no tenga que pasar por otro juicio con jurado, ¿verdad?

– Sí, por supuesto -Heidi tragó saliva-. ¿Qué más hay? -los ojos de Gideon se ensombrecieron. Heidi sintió los primeros estertores del pánico-. Dímelo.

– Si hay alguien ahí fuera que sabía que Amy pensaba suicidarse, quiero encontrarlo.

– ¿Y si nadie lo sabía?

– Entonces, el juez podría alegar que aún existe una duda razonable. Si es así, no tendremos más remedio que arriesgarnos a que haya un nuevo juicio con jurado.

– Está claro que no confías mucho en nuestras posibilidades.

Él sacudió la cabeza.

– Nunca se sabe. Sería muy difícil encontrar un jurado imparcial.

Heidi bajó la cabeza.

– Si algo sabemos sobre Amy, es que era muy desconfiada. No creo que les contara a Kristen y a Stacy lo que pensaba hacer.

– Max les apretará las tuercas para que digan todo lo que saben. Lo único que tiene que hacer es decirles que podrían acabar en la cárcel por complicidad. Por lo menos le darán el nombre del camello de Amy. Y, con un poco de suerte, también se les escapará algo más.

– Creo que será mejor que se lo digas a los Turner, antes de que se hagan falsas esperanzas.

– Lo haré ahora mismo.

Con la yema de un dedo, le quitó las lágrimas de las mejillas. Ella se estremeció al sentir su caricia y, tomando aire, se dio la vuelta.

– Oídme. Gideon tiene un par de cosas más que deciros. ¿Por qué no os sentáis? Yo, mientras tanto, haré café.

Necesitaba quedarse sola un momento para recomponerse. Al enterarse de que Amy consumía heroína, había dado por sentado que aquello sería prueba suficiente para sacar a Dana de la cárcel. Pero no era así.

Al volver de la cocina con el café recién hecho, sus padres le salieron al paso.

– Gideon me gusta muchísimo, hija -le susurró su padre.

– ¿Y a quién no? -dijo su madre, emocionada.

Heidi sabía que a sus padres les gustaría en cuanto lo conocieran. También les había hablado de Kevin. Si el chico les daba la oportunidad de conocerlo, también les encantaría.

– Gideon es increíble -musitó ella mientras llenaba las tazas de sus padres.

– Deja. Yo serviré el café -su madre le quitó la cafetera-. Tú vuelve con Gideon.

Heidi se sentó junto a Gideon. Este le pasó el brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.

– Iba a ir a buscarte.

Ella se apretó contra él y entonces se dio cuenta de que los Turner parecían más angustiados de lo que se esperaba.

– ¿Qué ocurre? ¿Por qué tenéis esas caras?

– Porque deberíamos habernos preocupado más por Amy -dijo Christine entre sollozos-. Yo sabía que… que no era normal, pero cuando se negó a seguir viendo al doctor Siricca, debí obligarla. Debimos hacerle análisis para ver si había algo anormal. ¿Por qué no lo hicimos? -su grito angustiado atravesó la habitación.

– Cometimos muchos errores -murmuró el doctor Turner, llorando-. Pero sobre todo me culpo por no haber permitido que se le hiciera la autopsia cuando el señor Cobb insistió.

Su mujer sacudió la cabeza.

– Yo tampoco podía soportar la idea. Parecía innecesario hacerle eso a nuestra pequeña -se balanceó hacia delante y hacia atrás, angustiada-. No sabía que podía haber ayudado a Dana.

El doctor Turner sacudió la cabeza, llorando.

– Cuando pienso en lo equivocados que estábamos… Nuestra hija ha pasado todo este tiempo en la cárcel por culpa nuestra -miró a Heidi-. Si no fuera por ti… Tú nos abriste los ojos -tragó saliva-. Lo hemos hablado con Gideon y hemos decidido pedirle al señor Cobb que solicite fecha para una vista oral inmediatamente. Para entonces, tal vez tendremos la prueba que Gideon está buscando… La prueba de que Amy pretendía suicidarse. Si no, nos arriesgaremos a un nuevo juicio.

Heidi se volvió hacia Gideon.

– Pero pensaba que querías presentarle al juez un caso clarísimo. Si se celebra un nuevo juicio, ¿qué pasará si el jurado llega al mismo veredicto?

Él le acarició el brazo a través de la blusa de seda.

– Prefiero pensar que, con los nuevos testimonios, hay una posibilidad del sesenta por ciento de que el jurado tome los diarios por lo que realmente son.

Heidi respiró hondo.

– ¿Y si no es así?

– Entonces, seguiremos buscando una prueba concluyente hasta que demos con ella. Aunque nos lleve meses. O años.

Heidi recordó que había dicho aquellas mismas palabras el primer día de clase.

– No quiero esperar tanto.

La emoción brilló en los ojos de Gideon.

– Entonces, manos a la obra. Tenemos muchas cosas que hacer antes de recoger a Kevin. ¿Por qué no te sigo a tu…? -sonó su teléfono móvil, interrumpiéndolo-. Perdonadme un momento. Seguramente será Max.

Tras decir hola, Gideon asintió mirando a Heidi y se levantó del sofá para hablar con su amigo en privado. La conversación acabó en cuestión de segundos.

Cuando volvió a guardarse el móvil en el bolsillo, Heidi notó que tenía la cara crispada y comprendió que pasaba algo de vital importancia. Ansiosa por saberlo, se levantó y se acercó a él. Gideon la asió del brazo.

– Tengo que ir a la comisaría a ver a Max. ¿Te quedas aquí?

«¿Es que no sabes que me quedaré donde tú quieras que me quede?», gritó su corazón. Deseaba desesperadamente demostrarle cuánto significaba para ella. Pero aquel no era el momento.

– Me quedaré para ayudar a recoger la cocina, y luego regresaré a mi apartamento -procuró no mostrarse desilusionada.

– Bien. Ven conmigo. Quiero despedirme de los Turner y darles las gracias a tus padres. Luego, acompáñame a la puerta. Necesito estar a solas contigo un momento.

Entre sus párpados oscuros refulgía un deseo inconfundible. Aquella mirada sostendría a Heidi mientras esperaba su regreso.


De camino a la comisaría, Gideon sacó su teléfono móvil. El juez Landers tenía jurisdicción sobre el caso de Dana. Si Gideon no se equivocaba, Daniel Mcfarlane y él eran compañeros de golf desde hacía mucho tiempo.

Dado que los Turner pensaban ponerse en contacto con el señor Cobb inmediatamente, Gideon estaba decidido a utilizar todos sus recursos para conseguir que el caso se viera en el juzgado tan pronto como fuera posible.

Cuando aparcó en el aparcamiento subterráneo, Daniel ya le había dicho que se pondría en contacto con el juez y que intentaría convencer a Landers para que actuara rápidamente.

Animado por su respuesta, Gideon sonreía aún cuando entró en la oficina y vio a Max hablando con el teniente Rodman. Su superior lo saludó con una inclinación de cabeza.

– Me han dicho que has hecho añicos el caso de Jenke, y eso que solo llevas cuatro días investigando. Eso sí que es un trabajo rápido, hasta para ti, Poletti.

– Tengo mis razones.

El teniente cerró la puerta de su despacho y le lanzó una mirada sagaz.

– Ya te dije que debe de ser una mujer impresionante.

– Créeme, es una pelirroja guapísima -intervino Max.

– ¿Pelirroja? Supongo que eso lo explica todo -añadió el teniente-. Bueno, venga, ponedme al día. Tú primero, Poletti.

Su jefe lo escuchó sin interrumpirlo.

– … y como acabo de conocer los resultados de la autopsia, estoy ansioso por saber qué ha averiguado Max de esas dos chicas.

El teniente clavó su mirada en Max.

– ¿Aún no se lo has dicho?

Max sacudió la cabeza.

– Cuando lo llamé, estaba en casa de los Ellis, con los Turner. Le dije que nos encontraríamos aquí.

– Entonces, oigamos lo que tienes que decir.

– Ayer, Crandall estuvo vigilando a Kristen y Stacy, que viven en una casa alquilada con otras cuatro personas, dos de ellas chicos. De los vecinos no conseguimos nada de interés, así que esta mañana nos apostamos fuera de la casa para sorprenderlas antes de que pudieran hablar con nadie. Kristen salió primero. Nos acercamos a ella. Después de explicarle cómo estaban las cosas, le dije que Stacy y ella podían hablar con nosotros en su casa, o aquí, en comisaría. Prefirieron cooperar. Empezaron a consumir marihuana en el instituto. Ahora consumen lo normal en los ambientes universitarios: cocaína, éxtasis, esas cosas -sacó un sobre del bolsillo y lo puso sobre la mesa-. La conversación está grabada. Estoy convencido de que ninguna de las dos sabía que Amy pensaba suicidarse.

– Maldita sea -masculló Gideon-. Contaba con que alguna de ellas lo confirmara.

– Eso no significa que Amy no se lo contara a otra persona -dijo Max-. Tendremos que seguir indagando. Pero lo que viene ahora te gustará. Las chicas se hicieron amigas de Amy en esa escuela de teatro. Fueron ellas las que le dieron a probar la marihuana. Con el tiempo, quiso probar otras cosas y empezó a consumir LSD. Unos dos meses antes de que muriera, dicen que se quejaba de dolores de cabeza y que empezó a esnifar heroína porque sentía aversión por las agujas.

– Los dolores de cabeza eran provocados por el tumor. Todo encaja.

Max asintió.

– Me dijeron que compraba heroína sudamericana, de la que entra por la costa este. El tipo que se la proporcionaba decía que tenía un noventa por ciento de pureza. Según parece, le cobraba una fortuna por ella.

– La autopsia reveló una intoxicación aguda de morfina. Eso corrobora lo que las chicas te dijeron, porque Carlos no encontró marcas de pinchazos. ¿Quién es el camello?

– Un conserje de cuarenta y dos años que trabaja en la escuela de teatro a la que asistían. Se llama Manny Fleischer. Ellas solo lo conocen por Manny. Los presentó otro estudiante. Está claro que se saca un buen dinero extra vendiéndoles drogas a los estudiantes. Por si eso fuera poco, ¿recuerdas el número de teléfono que me pediste que rastreara? ¿El de las facturas de teléfono de los Turner que no sabíais a quién pertenecía? -Gideon asintió-. Es el número del móvil de Fleischer. Vive en un apartamento de lujo en Sherman Heights. Y está claro que con el sueldo de conserje no podría costearse ese tren de vida. Casi todos los estudiantes de esa escuela tienen dinero. Una fuente constante de ingresos para el viejo Manny. Al igual que Amy, Kristen y Stacy provienen de familias ricas. Pero les da tanto miedo que las relacionen con el asesinato de Amy que están dispuestas a servirnos de señuelo.

Gideon se levantó.

– ¿Cómo contactan con él?

– Suelen llamarlo por teléfono a primera hora de la mañana. Se encuentran con él en la escuela. En el descanso entre las clases pasan a su oficina y realizan la transacción.

– Hagámoslo mañana.

– Ya lo he dispuesto todo. Las chicas nos estarán esperando en su casa a primera hora de la mañana. Por si acaso, les he dicho a Crandall y a Snow que no las pierdan de vista.

– Bien. Eso nos deja las manos libres para ocupamos de Fleischer.

– Bueno, caballeros -dijo su jefe-, parece que mi presencia es superflua. Gideon, felicidades por resolver el caso tan deprisa. Yo diría que tienes pruebas más que suficientes para que el abogado de la familia solicite la reapertura del caso.

– Gracias, teniente.

– ¿Por qué no demuestras más entusiasmo?

– ¿Quiere que le diga la verdad?

– Por supuesto.

Gideon cerró los puños.

– Esperaba que Kristen o Stacy testificaran que Amy planeaba matarse.

El teniente se puso en pie.

– He estado pensando en eso. Si pensaba inculpar a su hermana por su asesinato, solo hay una persona a la que podría habérselo dicho… en caso de que necesitara una dosis letal de heroína.

Gideon miró fijamente a su jefe.

– Manny.

El teniente asintió.

– Quizá se lo contó a él. Los traficantes de drogas son como muertos. No andan por ahí contando chismes.

– A no ser que se enfrenten a la perspectiva de pasarse la vida en prisión -añadió Max-. Vamos, Gideon. Tenemos trabajo que hacer.

Max le dio la mano al teniente. Gideon lo hizo a continuación.

– ¿Cómo podría agradecerle haberme concedido esta semana?

– Invitándome a la boda.

– Nada me gustaría más.

– ¿Pero?

– Algo me dice que Heidi no querrá recorrer el camino hasta el altar a no ser que Dana Turner sea su dama de honor. Y no puede hacerlo si está encerrada en el penal de mujeres de Fielding.

– ¿Insinúas que tu pelirroja no querría casarse contigo esta misma tarde?

– No lo sé.

El otro hombre lo miró fijamente.

– Debería darte vergüenza, Poletti. Siendo tan buen detective, me sorprende que no sepas todavía la respuesta a esa pregunta.

– El jefe tiene razón -dijo Max cuando salieron del despacho y bajaron hacia el aparcamiento subterráneo.

– Ya me conoces. Me gusta ir sobre seguro. Sin embargo, puede que te interese saber que, después de una pequeña conversación con Kevin a la una y media de la madrugada de anoche, estoy haciendo progresos en ese sentido.

– ¿Qué ocurrió?

Gideon le contó la conversación. El comentario de Kevin acerca de Frank hizo reír a Max a mandíbula batiente.

– Te juro que es verdad. Antes de acostarse, Kevin me prometió que se portaría bien con Heidi.

– Entonces, no veo cuál es el problema.

– Después de hablar con Manny Fleischer, puede que esté de acuerdo contigo.

– Si estás preocupado por Kevin, que venga a dormir a casa esta noche. Le diré a Gaby que salga pronto del trabajo y que vaya a buscarlo al colegio. Estará encantada de quedarse con él.

– Eso sería fantástico. Llamaré a Heidi y le contaré el cambio de planes. Puede que todavía esté en casa de sus padres.

El corazón de Gideon empezó a latir más aprisa al pensar que iba a oír su voz.

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