Capítulo 10

Me desperté temprano y me arrastré hasta la ducha. Acuclillada en el suelo, abrazándome las rodillas, dejé correr el agua caliente mientras el pánico cundía en mí. ¿Qué había hecho? ¿Qué habíamos hecho? ¿Qué iba a suceder a partir de ese momento?

Comprendía lo que era el sexo y el placer. Comprendía el deseo. El amor. Yo amaba a mi marido. Él me proporcionaba placer, y yo trataba de corresponderlo. Pero lo de la noche anterior no había tenido nada que ver con el amor. Lo de la noche anterior había sido sólo deseo y pasión. Anhelo carnal desenfrenado.

También sabía lo que era eso.

Me había enamorado por primera vez a los diecisiete años. Michael Bailey, no Mike. Jugaba al béisbol y al fútbol. Aquel año fue el capitán del equipo. Era muy guapo y simpático, y yo no era la única chica que estaba loca por él.

Nos sentaron juntos en clase de Álgebra. Compartimos sala de estudio el primer semestre de nuestro último año de instituto y nos sentamos juntos. Las matemáticas no eran mi fuerte, ni el suyo, pero descubrimos que estudiando juntos se nos hacían más digeribles los deberes. La primera vez que quedamos fue para estudiar en la cocina de su casa, comiendo las galletas que su madre sacaba del horno.

Se suponía que yo no era la clase de chica que le gustaba, la callada y estudiosa Anne Byrne, con sus gafas, la que nunca se metía en líos. Los deportistas del instituto salían con las chicas populares, igual que en las películas. Sin embargo, la vida no es una película, y por alguna razón le pareció lo más natural del mundo tomarme de la mano cuando me acompañó aquel día a casa. Igual de natural que el beso de buenas noches que me dio en el porche, para volverse caminando después, un chico convertido en un hombre casi de la noche a la mañana.

Nunca invité a Michael a casa. Comparada con la suya, mi casa parecía un manicomio, donde mis hermanas chillaban, me quitaban la ropa y jugábamos a indios y vaqueros. En mi casa las cosas nunca estaban mucho tiempo limpias, todo olía a tabaco y las comidas podían ser vergonzosamente bulliciosas o dolorosamente silenciosas, esto es, cuando mi padre estaba en uno de sus días malos, en cuyo caso todas tratábamos de hacer el menor ruido posible.

Me enamoré de la familia de Michael casi tanto como de él. La señora Bailey era la madre perfecta, siempre en casa, siempre perfectamente peinada y maquillada, aunque estuviera limpiando los suelos. Su padre era un agradable hombre con gafas a quien le gustaba hacer juegos de palabras para horror de Michael, pero que a mí me encantaban. Michael tenía un hermano mayor en la universidad a quien nunca conocí, pero a juzgar por las fotos parecía una versión un poco mayor de Michael. No se decían tacos, ni se fumaba ni se bebía.

Los Bailey me aceptaron sin reservas, con total naturalidad, como si no fuera distinta al montón de novias que Michael había tenido antes que yo. Y supongo que, por entonces, no lo era. Pero quería serlo. Quería gustarle más que cualquier otra chica. Quería que me quisiera más.

Yo era Catherine. Él era mi Heathcliff. Si todo hubiera desaparecido excepto él, habría seguido siéndolo. Michael era el sol, la luna, las estrellas, el alfa y el omega. Era el océano y yo me zambullí sin importarme que pudiera ahogarme.

Que iba a ir a la universidad estaba fuera de toda duda. Llevaba deseándolo desde que hice las primeras pruebas de aptitud en noveno curso. Había cursado solicitud a diversas universidades, pero al final me decidí por Ohio State porque era la que tenía mejores planes de financiación de estudios. La primavera de mi último año de instituto cumplí los dieciocho, me aceptaron en Ohio State y empecé a contar los días que faltaban para irme de casa. Lo único que empañaba mi absoluta felicidad era saber que tendría que dejar a Michael, aunque como también él había solicitado entrar en Ohio State aún albergaba la esperanza de que pudiéramos seguir juntos.

El sexo era algo que todo el mundo quería practicar y, había gente que lo hacía, algo de lo que los chicos se jactaban y que las chicas no querían admitir que hacían. Yo hacía todo lo que él quería que hiciese. Se corría en mis manos, mi boca, entre mis senos. Entre mis muslos. Le entregué mi virginidad sin pensármelo dos veces, sin que se me pasara por la cabeza la posibilidad de darle largas. Se la habría entregado antes si él me lo hubiera pedido, pero supongo que creyó que le diría que no.

Se tiene la percepción general de que la primera vez siempre es horrible, pero para mí no lo fue. Nos pasamos una hora con los preliminares, acariciándonos el uno al otro. No hay preliminares como esas primeras exploraciones juveniles, cuando desabrocharte un botón es causa de exaltación. Yo pasaba normalmente más tiempo mamándosela que él haciendo lo propio conmigo, pero aquella noche me chupó largo y tendido. Saboreé mis fluidos en sus labios cuando me besó. Para entonces estábamos desnudos, y su pene caliente y erecto me presionaba el vientre.

No habíamos planeado hacerlo, simplemente, ocurrió. Nos besamos. Nos movimos. De alguna forma, nuestras caderas rotaron y encajaron, y cuando me quise dar cuenta su pene erecto estaba a las puertas de mi sexo. Yo me arqueé. Él empujó. Yo estaba húmeda, resbaladiza y abierta a él. Todo ocurrió tan despacio y con tanta naturalidad, que no creo que ninguno de los dos se diera cuenta hasta que embistió y me penetró por completo. No me dolió, y cuando empezó a moverse, yo estaba tan cerca del orgasmo que no pude contenerme y lo agarré del trasero, instándolo a embestir más con más brío. Me susurró mi nombre al oído entre gemidos justo antes de la última embestida y se estremeció. Oírlo me llevó al orgasmo. Los dos nos corrimos con escasos segundos de diferencia aquella primera vez, la única vez que ocurrió. Lo hicimos muchas veces después de aquella vez, pero nunca fue lo mismo.

Como consecuencia del auge del sida, nos bombardearon el cerebro con el uso de condones, y siempre los usábamos. Menos aquella primera vez. Pero ya se sabe, basta con una sola. El caso es que nos tocó.

Creo que supe que estaba embarazada la primera vez que me desperté y las náuseas me hicieron salir corriendo al baño. Como siempre había tenido una regla muy irregular y dolorosa, me convencí de que la sensibilidad de los pechos, las náuseas y los mareos no eran más que síntomas premenstruales. No podía estar embarazada. Dios no me haría algo así.

Claro que no había sido Dios, sino mi propia estupidez.

Faltaban tres días para graduarnos cuando se lo dije a Michael. Como era el último curso y ya habíamos terminado los exámenes, no teníamos que asistir a clase. Aprovechábamos que sus padres estaban trabajando para hacer el amor con total abandono en su camita con el cabecero en forma de rueda de carreta. El sexo era bueno como sólo puede serlo cuando estás enamorado hasta los huesos y todo lo que hace tu pareja te parece maravilloso. Yo me corría más por cuestión de suerte que por nuestras habilidades amatorias, aunque no se podía evaluar con exactitud la magnitud de los orgasmos.

Se quedó tumbado sobre mí, la mano encima de mi vientre, que todavía no había empezado a crecer. Olía a crema bronceadora. Habíamos estado tomando el sol junto a la piscina. Estaba tan enamorada de él que sentía que me iba a reventar el corazón.

Había estado buscando el momento y las palabras perfectas, pero, al final, se lo dije sin andarme por las ramas: «Estoy embarazada». Como si le estuviera diciendo que tenía hambre o que estaba cansada.

En aquella posición no pude verle la cara, pero su cuerpo, tan relajado sobre el mío, se puso de repente tenso como la cuerda de una guitarra. No me preguntó si estaba segura. No dijo nada. Se levantó y entró en el cuarto de baño, cerrando la puerta de un portazo.

Esperé varios minutos a que volviera, oyendo cómo vomitaba. No esperé más. Me levanté, me vestí y me fui de su casa.

No me llamó. Mi corazón se hizo añicos, como cuando se estampa un vaso de cristal contra un muro de ladrillo, y me corté tratando de recogerlos. Lo vi el día de la graduación. Permaneció de pie en el estrado, con la mirada fija en el frente.

Estaba de dos meses, y me faltaban tres para irme a la universidad. Conseguí trabajo de camarera para empezar a ahorrar dinero para la universidad. La vida se abría ante mí. Ante la inminente marcha y sin Michael para que me abrazara, tenía la impresión de que el mundo se derrumbaba bajo mis pies.

El suicidio era una opción demasiado extrema. No tenía dinero para pagar el aborto, por no mencionar lo que le habría costado a mi alma inmortal, de creer que tenía. Llegué a buscar «Adopción» en la guía telefónica, pero entonces me empezaron a sudar las manos y tuve que colgar por miedo a que fuera a desmayarme.

Fue una pesadilla peor que la de que me ahogaba. Me mataba la ansiedad cada vez que me pasaba las manos por el estómago o sonaba el teléfono y no era Michael. Pero tampoco cesaba nunca, como acaban haciendo otras pesadillas.

Sabía que estaba mal, pero bebí el primer sorbo que me quemó la garganta. Estaba de pie en la cocina con la botella de mi padre en la mano, esperando sentir lo que él sentía. Lo que debía de sentir, cuando no podía dejar de beber. Esperé a que el aturdimiento o algo, cualquier cosa, se apoderara de mí e hiciera desaparecer aquella ansiedad que me iba matando. No sentí nada.

Así que bebí un poco más, un chupito del tirón, que me hizo toser y atragantarme, pero conseguí tragármelo. Se asentó en mis tripas como un viejo amigo. Bebí otro chupito. Al tercero, la vida ya no me parecía tan mala, y comencé a entender la atracción que ejercía el alcohol. Más tarde, de rodillas delante del retrete, vomitando con tanta violencia que me rompí un capilar, pensaría que jamás volvería a beber.

Dos semanas más tarde, cargada con una bandeja de filetes especialmente pesada, sentí una horrible punzada de dolor que me desgarraba por dentro. Otra. Se me pasaron el tiempo suficiente para que pudiera servir la comida, pero una hora después empezaron de nuevo. Fui al cuarto de baño del personal y vi que tenía un coágulo de sangre del tamaño de mi pulgar en las bragas. Ahogué las lágrimas con las dos manos mientras me colocaba una compresa, y regresé al trabajo.

Acabé el turno como pude. Una vez en casa, me metí en la ducha y vi caer la sangre por mis piernas y perderse en el desagüe. Mi risa parecía más un sollozo. No sabía qué hacer, sólo que Dios había escuchado unas oraciones que yo no había elevado.

En agosto, Michael fue al local en el que trabajaba yo. Pidió un refresco, que le llevé en vaso alto con una rodaja de limón. Le entregué una pajita sin que me la pidiera, con el extremo por el que iba a beber cubierto por papel protector, como si fuera a contaminarlo con los dedos.

– ¿Qué tal estás? -me preguntó con ojos huidizos, aunque era una hora de poco trasiego y los otros clientes estaban sentados en otra sección de la cafetería.

– Bien -dije yo, intentando recordar cómo había sido amarlo.

– ¿Cómo va…? -terminó la frase dirigiendo la vista a mi abdomen.

– Ya no está -dije yo, como si en vez de nuestro bebé se tratara de una molesta erupción cutánea que hubiera hecho desaparecer a base de pomada.

No me dolió la expresión de alivio que vi en su rostro. Yo había sentido lo mismo. Sólo que él no había visto la sangre, ni había tenido que soportar los dolores, como tampoco había tomado cartas en el asunto en modo alguno. Tal vez no fuera justo juzgarlo. Éramos jóvenes y habría huido de haber podido, de no haber sido porque llevaba el problema en mi seno.

– Eso es… -dejó la frase en el aire. No había tocado el refresco. Carraspeó al tiempo que hacía ademán de tomarme la mano, pero no lo hizo-. ¿Fue muy caro?

Quería estar furiosa con él, pero dado que mi amor por él había quedado reducido a cenizas, no pude encontrar nada que transformar en rabia. Al no recibir una respuesta, Michael debió de dar por hecho que sí. Asintió con la cabeza y expresión huidiza.

– Te daré el dinero. Y, Anne… lo siento.

Yo también lo sentía, pero no tanto como para contarle la verdad. No tanta como para devolverle el dinero. Me hacía falta para la universidad. Había pagado quinientos dólares en libros para el primer curso.

El vapor se separó como una cortina cuando salí de la ducha y agarré una toalla. Hacía mucho de todo eso. Me había dejado una cicatriz, igual que otras muchas cosas. Lo malo era que a veces me preguntaba qué habría sucedido si no hubiera deseado con tanta fuerza perder aquel niño. Me habían diagnosticado endometriosis, que puede ser causa de infertilidad. Una cosa no había tenido nada que ver con la otra, pero en mi mente estaban íntimamente relacionadas. Nadie podría asegurarlo.

Me sequé y permanecí en la puerta del cuarto de baño envuelta en la toalla. Oí dos voces masculinas. Hablaban y reían.

Sabía qué me había hecho pensar en Michael. Había sido el anhelo. Amaba a James, pero nunca lo había deseado ardientemente. No como había deseado a Michael. O a Alex.

Los dos levantaron la vista cuando abrí la puerta. Dos hombres tremendamente guapos con sonrisas que intentaban denodadamente ser idénticas. Olía a café. Alex me tendió una mano.

– Anne, vuelve a la cama -dijo.

Y lo hice.


Estaba en el aparcamiento de la cafetería cerrando el coche cuando vi que Claire salía de un coche deportivo de color negro a dos espacios de donde había aparcado yo. Cerró la puerta con todas sus fuerzas y le hizo un corte de mangas al conductor antes de que el coche saliera pitando de allí. Se dio la vuelta y me vio.

– ¡Los hombres son una mierda! -se quejó-. ¡La madre que parió a esos mamones!

Por una vez no estaba en desacuerdo.

– ¿Quién era ése?

– Nadie -me dijo-. Y cuando digo nadie, me refiero a que es un capullo inútil y fracasado.

– Creía que habías dicho que no tenías novio -dije yo, intentando hacerla reír, pero Claire estaba muy cabreada.

– No lo tengo -miró en la dirección que había tomado el coche-. Y si lo tuviera, no sería él.

Un coche desconocido aparcó junto al mío y se bajó Patricia. Cerró la puerta y se guardó las llaves en el bolso. Al darse cuenta de que la estábamos mirando enderezó ligeramente los hombros.

– El monovolumen gastaba mucho combustible. Lo hemos cambiado por éste.

Mi hermana no había conducido un coche usado en toda su vida. Miré a Claire, que no estaba haciendo caso. Mary apareció en ese momento con el coche de mi madre. Parecía que estábamos en una comedia de errores.

– ¿Dónde está el Escarabajo? -preguntó Claire.

– Tengo que cambiarle los neumáticos -contestó Mary, al tiempo que sonaba su omnipresente teléfono dentro del bolso. Metió la mano para apretar algún botón y el sonido paró-. ¿Vamos? Me muero de hambre.

A pocas semanas de la fiesta, habían empezado a llegar las confirmaciones. Saqué un montón de tarjetas con un «sí» o un «no» marcado en una de las caras.

– Madre mía, viene todo el mundo -Claire revisó otras cuantas tarjetas más y las puso en el montón con las demás-. Joder, chicas. Vamos a ser doscientos.

– Vamos a tener que llamar a la empresa de catering -dijo Patricia, siempre pragmática.

– ¿Dónde vamos a meterlos a todos? -pregunté sin esperar respuesta.

– Ya lo arreglaremos -la respuesta alegre de Mary nos llamó la atención a todas. Pareció sorprendida-. ¿Qué? Lo arreglaremos, ¿no?

– Vale, Mary Alegría de la Huerta -dijo Claire poniendo los ojos en blanco-. Si tú lo dices.

– Pues claro, ¿por qué no? -dijo Mary alegremente.

La miré detenidamente. Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes y una sonrisita fija en los labios. A ella también le pasaba algo. A todas nosotras. Era el verano de los secretos. Por lo menos parecía que Mary ocultaba algo bueno.

Nos repartimos lo que quedaba por hacer. Vajilla de papel, adornos, recuerdos de la fiesta. Discutimos los pros y los contras de contratar a alguien para que se ocupara de recoger después de la fiesta, y al final optamos por no gastar más dinero. El personal de la empresa de catering recogería lo que manchara y no habría platos para lavar, puesto que serían de papel.

– Podemos alquilar un contenedor de basura -dijo Patricia-. Que vengan a recogerlo al día siguiente.

– Deberías alquilar también un retrete portátil -apuntó Claire. Me robó unas cuantas patatas fritas más del plato tras acabarse las suyas-. Dos cuartos de baño para doscientas personas no van a ser suficientes.

Eso tampoco era una mala idea. Nuestra reunión estaba yendo bien, sin riñas. Patricia estaba inusitadamente callada, Mary desacostumbradamente radiante. Claire se excusó de pronto a mitad de la comida, pálida. Mis otras hermanas se volvieron a mirarme, como si yo tuviera una explicación.

– A mi no me miréis. Mary, tú la ves más que yo -dije yo, levantando las manos.

– Últimamente no -contestó Mary, mojando una patata frita en ketchup, pero no se la comió, sólo la miró sonriente-. Ha estado trabajando mucho y yo he estado fuera de la ciudad.

– ¿Fuera de la ciudad? ¿Dónde? -Patricia estaba sacando el dinero justo de su consumición otra vez.

– He pasado unos días con Betts. Quería mirar apartamentos para cuando empiece la universidad en otoño, y tenía que hacer papeleo.

Patricia levantó la vista de la calderilla.

– Ya. Deja que lo adivine. Has visto a ese tipo otra vez.

Mary parecía confusa.

– ¿Que tipo?

– Se refiere al tipo con el que te acostaste -explique yo.

Mary puso una mueca rara.

– ¿Joe? No.

– Pues desde luego tienes un color de cara estupendo -comentó Patricia colocando las monedas en ordenados montoncitos encima de los billetes.

Ninguna dijo nada. Patricia se quedó quieta un momento. Mary levantó el mentón, casi desafiante.

Vaya, vaya. Acababa de pillarlo. Igual que Patricia. No me atreví a mirarla.

– Joder -dijo Claire cuando se sentó de nuevo-. ¡La madre que parió a esos mamones!

Se quedó mirándonos, pero todas habíamos encontrado algo más interesante que hacer.

– ¿Que ha pasado aquí?

Y ni aun entonces rompimos el silencio, tal como nos habían enseñado a hacer.


James no se acordó de preguntarme que tal me había ido en el médico hasta bastante después.

– Bien -respondí yo acercándome un poco más al espejo para aplicarme la máscara de pestañas-. Me dijo que es bueno que haya disminuido el dolor. La intervención funcionó.

James se había afeitado y olía a la loción de romero y lavanda que se había puesto en la cara.

– ¿Y qué te ha dicho de las posibilidades de que te quedes embarazada?

– Dijo que podíamos intentarlo en cualquier momento -respondí yo sin pestañear

Él sonrió de oreja a oreja.

– Estupendo.

Tapé el tubo plateado, lo guardé en mi bolsa de las pinturas y me volví hacia él.

– No creo que éste sea el mejor momento para intentar quedarme embarazada, James. Piénsalo bien.

Se quedó inmóvil a mitad de camino de meterse el cepillo en la boca.

– Si no follas con él, no veo el problema.

Me crucé de brazos.

– No puedo creer que me estés diciendo esto. Nos hemos acostado los tres juntos dos veces. ¿Qué te hace pensar que un día hagamos algo más que chuparnos y hacernos pajas?

– Tú… no lo hagas y ya está -dijo James, encogiéndose de hombros, como si no tuviera importancia. Como si ver a tu mujer meterse en la boca la polla de otro hombre no estuviera mal pero en el coño sí.

En algún lugar de nuestra casa, Alex nos esperaba para ir a cenar. En algún lugar entre nosotros, pese a no encontrarse en la habitación. Fruncí el ceño, pero James parecía impasible.

– Me parece que no eres consecuente -le dije.

Él me acarició suavemente la mejilla y se puso a lavarse los dientes.

– Alex lo comprende -dijo con la boca llena de pasta.

Tardé un par de segundos en procesar la información.

– Explícate.

James escupió, se enjuagó y dejó el cepillo en su repisa, tras lo cual se giró y me sujetó de los brazos.

– No tiene ningún problema con ello. Sabe que tal vez queramos tener hijos. No le importa no follarte.

– ¿Habéis hablado de esto? -pregunté con gran esfuerzo, porque las palabras se me habían quedado atascadas en la garganta-. ¿Sin mí?

No le quedaba bien la cara de picardía.

– No es para tanto, Anne.

Yo me zafé de sus manos.

– Sí que lo es. ¿Cómo os atrevéis a hablar de algo así sin que esté presente? ¿Qué estabais haciendo? ¿Negociar?

Algo que no podría describir como culpa exactamente le cruzó el rostro.

– Nena, no te pongas así.

– ¿Qué habéis hecho? ¿Habéis impuesto algunas normas?

James desvió la mirada.

– Algo así, sí.

Sentí que me ponía pálida.

– ¿Qué normas?

– Oh, vamos, nena…

Aparté la mano que intentaba ponerme encima.

– ¿Qué normas?

James se apoyó en la encimera del cuarto de baño con un suspiro.

– Sólo que… no puede follarte. Eso es todo. Todo lo demás está permitido si tú quieres.

Me puse a recorrer la habitación de arriba abajo mientras ponderaba la cuestión. Habían estado hablando a mis espaldas. Habían hablado de mí.

– ¿Puede comerme el coño?

James se frotó la cara, pero respondió.

– Sí. si es lo que quieres.

– ¿Y yo puedo comerle la polla?

– Sólo si tú quieres, Anne -repitió James con paciencia-. Todo eso es sólo si tú quieres.

– ¿Desde cuándo? -pregunté con voz firme.

– ¿Desde cuándo qué?

Se hizo el tonto para evitar responder a mis preguntas. No era la primera vez. Era un truco que había aprendido a dominar gracias a su familia, y me parecía tremendamente irritante que intentara hacerlo conmigo.

– ¿Desde cuándo lleváis hablando de esto?

Me tendió los brazos, pero yo levanté una mano para mantener la distancia. James soltó un suspiro al tiempo que se pasaba la mano por el pelo, despeinándoselo. Retrocedió sin mirarme a los ojos.

– ¿Acaso importa?

Por un momento me costó que me saliera la voz.

– ¡Importa! ¡Claro que importa!

– Un tiempo -respondió pasándose la cuchilla de afeitar por las mejillas, aunque estaban tersas-. Salió el tema en una conversación.

– Por favor, explícame cómo pudo salir en la conversación el tema de dejar que tu amigo se follara a tu mujer, James -dije-. Ah, no, perdón. De no dejar que tu amigo se follara a tu mujer.

Se volvió hacia mí.

– De acuerdo. Un día vi la encuesta que habías hecho en una de las revistas que tienes en el baño. Creí que estaba haciendo algo que deseabas.

De haber creído que sólo me decía aquello para tratar de aplacar mi enfado, probablemente habría saltado con algo, pero su sinceridad me pilló desprevenida.

– ¿Qué encuesta?

– Una que hablaba sobre las fantasías sexuales. Respondiste que tu mayor fantasía era estar con dos hombres al mismo tiempo.

Me dejó tan descolocada que creía que el suelo se movía bajo mis pies. Tuve que agarrarme a la encimera.

– No tengo ni puñetera idea de qué hablas.

Una mentira envuelta en verdad puede parecer creíble. A James no se le daba bien mentir, pero creí que me estaba diciendo la verdad, o una parte al menos.

– Eso es lo que decía -me respondió-. Y pensé que lo deseabas. Así que…

– Así que lo organizaste todo. ¿Entonces ha sido todo un montaje?

Él se encogió de hombros y levantó las palmas. Tuve que mirar hacia otro lado para no darle una bofetada.

– ¡No me lo puedo creer! ¡Me has chuleado!

– No ha sido así -respondió con voz queda-. Yo no sabía que iba a venir y que se quedaría con nosotros hasta que llamó aquel día. Pero me pareció que sería un buen momento para intentarlo… Sabía que a él le gustaría la idea. Y quería regalarte algo que pensaba que deseabas.

– Ya, claro, ¿como lo de las vacaciones en un campo de golf? -dije yo en referencia al viaje que organizó para nuestro tercer aniversario, pese a que yo no juego al golf.

– ¿Cómo?

– No importa -respondí yo, pasando junto a él en dirección al dormitorio, para terminar de vestirme.

– Pensé que te gustaría -dijo James desde la puerta-. Y te gustó.

Me di la vuelta bruscamente, la garganta tan tensa por una emoción que no sabía si quería que fuera ira o diversión.

– ¡Ni siquiera me dijiste nunca que mantenías el contacto con él, James! Te pasaste años hablando de él como… ¡como si estuviera muerto! ¡Nunca me dijiste que seguías hablando con él! ¡Dejaste que lo invitara a nuestra boda creyendo que hacía años que no hablabais!

– ¡Y era verdad! -gritó él, demasiado fuerte para un espacio tan reducido-. Me llamó para darme la enhorabuena por la boda. Empezamos a escribirnos algún que otro e-mail. A veces me llamaba. ¡No era para tanto!

– ¿Cuál fue el motivo de vuestra pelea? -le pregunté-. Cuando estabas en la universidad y fue a visitarte. ¿Cuál fue el motivo de la discusión que os mantuvo separados durante tanto tiempo? Era tu mejor amigo. ¿Por qué os peleasteis?

James se dirigió a la cómoda y sacó un par de calcetines. Se sentó para ponérselos. No me miró.

Me había puesto de rodillas para él muchas veces, pero esta vez no había ni un ápice de excitación sexual que me ablandara. Puse las manos en sus muslos y ladeé la cabeza para mirarlo a la cara. Cuando se encontró con mi mirada, tenía el ceño fruncido y los labios cosidos por dedos torpes.

– Tengo derecho a saberlo.

James soltó un suspiro y relajó la expresión.

– Hacía tiempo que no nos veíamos. Yo estaba en la universidad y él trabajaba en el parque. No manteníamos contacto en realidad, pero de vez en cuando me llamaba o lo veía cuando volvía a casa en vacaciones. Había cambiado. Iba a clubes nocturnos. Conocía a gente. Yo quería graduarme a tiempo. Las cosas no estaban como siempre entre nosotros. La gente crece.

– Lo sé.

– De modo que un día recibí una llamada suya, así, de repente, cuando estaba preparando los finales. Quería venir a casa a pasar el fin de semana. Le dije que viniera y… bueno, supe desde el primer momento que le pasaba algo, pero no le pregunté. Era como si todo él vibrara. Al principio pensé que se había metido algo, pero me dijo que no había tomado nada. Una noche salimos. Nos emborrachamos. Regresamos a mi apartamento y me dijo que un tipo que había conocido le había ofrecido un trabajo en Singapur y que iba a aceptarlo.

James tomó aire profundamente, muy despacio.

– Pensé que no me importaba. Pero… estábamos borrachos -se pasó la mano por el pelo-. Me dijo entonces que el tipo en cuestión no era un tipo cualquiera, sino un hombre al que se había estado tirando, y… perdí los nervios.

Aquélla no era la historia que había esperado escuchar.

– Oh, entonces vosotros no…

– Tuvimos una pelea muy gorda. Rompimos la mesa de centro y las botellas que había encima -se frotó la cicatriz con gesto ausente-. Estábamos muy borrachos, Anne. Nunca me había agarrado una melopea igual. Me corté. Sangré como un cabrón, lo puse todo perdido -soltó una débil risotada-. Creía que iba a morirme. Alex me llevó a Urgencias. Se marchó al día siguiente.

Yo lo miré.

– Y vas tú y le ofreces un sitio en nuestra cama sin molestarte en preguntarme qué opinaba. Actuaste a mis espaldas y le diste carta blanca para que sedujera a tu mujer, viste cómo me comía el coño, pero no quieres que me folle.

James dio un respingo.

– Creí que…

– No creías nada -le solté.

Nos quedamos mirándonos fijamente. Era la primera vez que discutíamos por algo más importante que quién había olvidado sacar la basura. Me incorporé de mi postura de rodillas, pero me quedé sentada.

– Si no quieres hacerlo… -comenzó a decir James, pero volví a interrumpirlo.

– Quiero hacerlo -mi voz sonaba distante.

Para mí, James tenía más culpa que Alex en lo de su pequeña colaboración. Al fin y al cabo, era James el que estaba casado conmigo, era él quien lo había dispuesto para que Alex se quedara en nuestra casa. James era quien, con gran inteligencia, me había introducido en la idea del voyeurismo, el exhibicionismo y el ménage à trois. James me conocía. Alex no.

Debería haber seguido furiosa, pero saber que James había sido el artífice no hacía variar el hecho de que deseaba a Alex Kennedy casi desde el momento en que lo conocí. Como tampoco hacía variar el hecho de que hacerlo con dos hombres era tan fantástico en la vida real como en la fantasía del cuestionario que yo no había contestado. De lo que se trataba en ese momento era de si elegiría creer los motivos de mi marido para emprender aquella pequeña aventura, o si querría escarbar, con el riesgo que ello suponía de desenterrar cosas que deberían permanecer ocultas.

Elegí creer a James.

Encontré la revista en el fondo de un montón en el revistero que había en el cuarto de baño pequeño. Alguien había señalado Dos hombres, una mujer en respuesta a la pregunta de cuál era su fantasía preferida, pero no había sido yo. Volví al dormitorio con la revista y se la tiré a James, golpeándolo de lleno en el pecho. Entonces la agarró.

– Ahí tienes tu cuestionario -dije con tono furioso, aunque en realidad no lo estaba-. Yo no lo rellené.

– ¿Quién lo hizo entonces? -preguntó él, sosteniendo la revista en alto.

– Y yo qué sé -contesté yo, un dedo en la barbilla fingiendo gesto de inocencia-. ¿Quién me da estas revistas? ¿Pudo haber sido… tu madre?

James, consternado y asqueado, tiró la revista como si hubiera aparecido debajo de una piedra y tuviera ocho patas.

– ¡Por Dios, Anne, qué cosas dices!

No pude contenerme más. Lancé una carcajada. James parecía horrorizado.

– Piénsalo -dije.

– No quiero pensarlo -contestó, estremecido.

Me acerqué a la cama y me senté a horcajadas encima de él, le agarré las muñecas y se las sujeté por encima de la cabeza. Quería dejar claro mi punto de vista.

– Como me entere de que vuelves a hacer algo así -le dije con severidad-, no te lo perdonaré. ¿Lo has comprendido?

Él me miró y dijo:

– Sí.

Roté un poco las caderas y James me recompensó empalmándose.

– Si tienes intención de hablar de este tipo de cosas, tienes que contar conmigo.

– Hecho.

Volví a rotarlas. Las pupilas se le dilataron un poco. Elevó las caderas y yo empujé hacia abajo al tiempo que le apretaba los costados con los muslos.

– Y cuando se vaya, se acabó -le dije-. Sólo van a ser unas semanas durante el verano. No es algo que le ofrecerías a una persona cualquiera, ¿verdad? No vas a invitar a Dan Martin a tomarse un vino con un poco de queso y una paja de Anne.

– Claro que no, por Dios -contestó él. Dan Martin era uno de sus obreros. Un tipo majo, aunque yo prefería a los hombres con dientes.

Elevó de nuevo las caderas, pero yo no estaba dispuesta todavía a darle lo que estaba claro que deseaba.

– No quiero que esto suponga un problema entre nosotros, Jamie. Lo digo en serio.

Él sonrió y entonces me di cuenta de que lo había llamado como lo llamaba Alex. Le solté las muñecas y me puso la mano en la mejilla. Nos quedamos así un rato.

– No se interpondrá entre nosotros. Pero si en algún momento quieres que pare, no tienes más que decirlo.

Ponderé su respuesta.

– Sólo quiero saber por qué. La verdad.

– Ya te lo he dicho -contestó él removiéndose debajo de mí, empalmado todavía y a todas luces incómodo-. Pensé que lo deseabas.

Sacudí la cabeza.

– No la respuesta que crees que quiero oír, sino la verdadera razón.

Las manos que me sujetaban las caderas se tensaron.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Porque lo deseaba.

Me meció contra él.

– ¿Querías que te tocara?

– Sí.

– ¿Así? -ahuecó la mano contra mi pecho y yo contuve la respiración.

– Sí.

– ¿Y aquí? -llevó una mano hasta mi trasero y lo estrujó.

– Sí, ahí también.

– ¿Y aquí? -me tocó entre las piernas. Arqueé un poco la espalda, impulsándome contra su mano.

– Sí, James, ahí también.

Me puso entonces sobre la cama y rodó hasta colocarse a mi lado. Buscó mi boca abierta con la suya, avasallándome con su exigente lengua, saboreando para, finalmente, retirarse. Se apartó y me miró a la cara.

– Querías que te besara y que te tocara. Te puso cachonda.

Iba haciendo todas esas cosas mientras las decía, y empecé a excitarme.

– Ya te lo he dicho, sí.

Tenía el rostro muy cerca del mío. Detuvo la exploración de mi cuerpo para mirarme a los ojos. Acercó entonces la boca a la mía, pero, aunque intenté besarlo, no se dejó. Su aliento me acariciaba el rostro.

– Mientras veía cómo te chupaba el coño, sabía exactamente cómo sabrías, las sensaciones que estaría teniendo cuando te metió los dedos, lo húmeda y caliente que te pondrías. Y lo tensa. También sabía el placer que sentiría cuando te metiste su polla en la boca. Ver cómo se la chupabas mientras yo te follaba…

Su voz se volvió ronca y más grave.

– No te haces idea de lo hermosa que eres cuando te corres -añadió.

Yo quería seguir escarbando, preguntarle más cosas. Quería penetrar bajo la superficie de perfección.

– Si vamos a hacerlo, tenemos que ser sinceros el uno con el otro.

– Por supuesto -dijo él en un susurro que me hizo estremecer-. Absolutamente. Te prometo que no volveré a hablar con Alex sobre ti… a menos que sea para tramar nuevas formas de desnudarte.

Sonreí de manera automática.

– Lo digo en serio, James.

– Llámame Jamie -murmuró, lamiéndome la garganta.

No sé cómo, pero se las había ingeniado para desabrocharme los vaqueros y meter la mano.

– Me gusta -añadió.

– Jamie -susurré-. Lo digo en serio.

James me agarró la mano y yo dejé que lo hiciera.

– No soy gay.

Empecé a decir que no me importaba que lo fuera, que lo amaba sin importarme qué genitales prefería, pero un ruido en la entrada del dormitorio hizo que nos diéramos la vuelta. Alex estaba allí de pie, mirando.

No sabía cuánto llevaría allí. Miró nuestras manos entrelazadas, pero no mostró expresión alguna.

– Venía a ver si ya estabais listos -dijo con un tono monocorde.

James se levantó y me rodeó los hombros con el brazo.

– Sí, tío, ya estamos. Un minuto.

Nuestros ojos se encontraron y se mantuvieron la mirada. Alex asintió una vez. Después se dio la vuelta y nos dejó a solas.

Загрузка...