Capítulo 7

No llegué a averiguarlo porque para cuando los dos se hubieron vestido, Alex parecía haber olvidado sus intenciones de mostrarme físicamente su agradecimiento. Ninguno estaba cansado después de la cena y el baño, aunque yo tenía que taparme la boca para ocultar los bostezos. James me estrechó contra él en la tumbona y nos tapó a los dos con una mantita para protegernos del frío del lago. Había comprado unas mechas aromatizadas para la estufa que desprendían una fragancia amaderada.

– Pues a mí me huele a culo -dijo James-. A culo sudado.

Alex hizo una mueca de mofa.

– ¿Y cómo sabes tú eso?

Yo había levantado los pies a la tumbona para tapármelos y que no se me enfriaran. El hombro de James era una almohada demasiado dura, pero apoyé la mejilla en él de todos modos. De esa forma estaba cerca de él y podía ver a Alex al mismo tiempo.

– Sí, James. Quiero oír la respuesta a eso.

Bajo la manta, su mano se deslizó entre mis muslos. Tenía los dedos un poco fríos, pero enseguida se le caldearon.

– Es una forma de decir que no huele a nada «fresco» como reza el paquete. Oye, Alex, dame uno -James señaló el paquete de cigarrillos de Alex.

Éste se lo lanzó. James sacó uno y me lo tendió.

– ¿Anne?

Le lancé una de mis miradas que él mismo había bautizado como «qué coño haces». Efectivamente, con la mirada pretendía decirle qué coño hacía ofreciéndome un cigarro.

– Deja que lo adivine… -Alex inhaló y retuvo el humo-. No fumas.

– No fumo, no. Y James tampoco, ¿verdad? -me senté, poniendo algo de distancia entre nosotros.

– Sólo cuando bebo, cariño -encendió el cigarrillo y dio una calada, pero soltó el humo en medio de un pequeño acceso de tos.

– ¡Ja! Serás mariquita -Alex sonrió de oreja a oreja y exhaló un anillo de humo.

Intercambiaron una nueva salva de insultos y, para mi alivio, James apagó el cigarrillo sin dar más caladas. Me atrajo hacia sí, deslizó la mano por debajo de mi brazo y la ahuecó contra mi pecho. Empezó a estimularme el pezón con el pulgar, hasta que éste se endureció. Me besó en la sien y no despegó los labios durante un rato.

Frente a nosotros, Alex permanecía en una sombra iluminada por la brasa ocasional de su cigarrillo cada vez que inhalaba y la luz procedente de la ventana de la cocina. James y él habían ido a la par en las botellas que habían bebido. Se llevó otra a los labios.

– No nadas. No bebes. Tampoco fumas -dijo con voz ronca-. ¿Qué es lo que sí haces, Anne?

– Ésa soy yo. Una buena chica -no era verdad. O no sentía que fuera verdad.

– Igual que Jamie -Alex apoyó los pies en el borde de nuestra tumbona, uno entre los pies de James y el otro junto a los míos. Sus pies tensaron la manta enredándose alrededor de nuestros talones.

– ¿Por qué lo llamas Jamie?

Bajo la manta, James continuaba con su lenta caricia. Había penetrado bajo mi camiseta, acariciando el perfil de mi sujetador de encaje. Yo fingía no darme cuenta, aunque era algo imposible de ignorar.

– ¿Por que no lo haces tú?

No me parecía justo que, pese a estar los dos bebidos, fuera yo la que no tenía una respuesta ingeniosa.

– Porque… se llama James.

– Alex es el único que me llama Jamie -dijo James contra mi sien.

Sentí un escalofrío por el cuello ante la combinación de su cálido aliento y la caricia de sus hábiles dedos. Me removí y, al hacerlo, mi pie se golpeó contra el de Alex, pero de esa forma di oportunidad a James de meterme la mano entre los muslos otra vez. Él la colocó mucho más arriba esta vez, tocándome casi el clítoris con el pulgar.

– ¿Por qué? ¿Por qué no Jimmy? ¿O Jim?

Alex no podía ver lo que James me estaba haciendo y puede que ni siquiera le importara. James había bebido la suficiente cerveza para asegurarse de que a él no le importara. Era yo la que debería mostrar más contención. No podía permitirme el lujo de utilizar el exceso de alcohol para justificar mi falta de compostura.

– Porque su nombre es Jamie -dijo Alex como si eso lo explicara todo.

Tal vez para ellos, pero yo seguía estando fuera. No había oído la mitad de sus bromas particulares y no comprendía las que sí había oído.

James quitó la mano de entre mis piernas para buscar mi mano y colocarla sobre el bulto de sus vaqueros antes de seguir con lo que estaba haciendo. Su erección presionaba dentro del pantalón. Me acarició con el pulgar mientras el otro se abría paso bajo mi sujetador para ocuparse de mi pezón.

Yo no estaba borracha, pero sentía una especie de mareo. No era contraria a que me metiera mano sutilmente en un lugar público, pero James estaba decidido a provocarme un orgasmo.

Y lo estaba consiguiendo. Mi clítoris estaba tan hinchado como mis pezones, a pesar de las dos capas de tela que separaban su mano de mi cuerpo. Era la presión constante lo que me estaba llevando al orgasmo. La presión justa. Era… perfecto.

James y Alex siguieron charlando, compartiendo recuerdos, aunque me di cuenta de que ya no hablaban de los padres de Alex ni de los años posteriores al instituto. Continuaron burlándose mutuamente sin piedad, diciendo cosas que habrían llevado a las manos a otros hombres.

Ellos hablaban. James me acariciaba y apretaba de forma intermitente al tiempo que empujaba su pene erecto contra mi mano con creciente insistencia. Mi excitación fue aumentando poco a poco, como cuando un helado empieza a gotear y sabes que se te desbordará cuando se derrita por completo.

Era mi marido quien me tocaba, pero a su amigo a quien miraba yo mientras mi sexo se humedecía y mi clítoris palpitaba. Era como si los dos, James en la versión rubia y Alex en la versión morena, trabajaran de forma conjunta. Las manos de James, la voz de Alex mientras nos hablaba de Asia. De los sex shops que había allí, en los que uno podía comprar todo lo que quisiera.

– Creía que en Singapur no había sitios de esos. Creía que eran ilegales.

¿Por que conocía mi marido las leyes sobre sexo de Singapur?

– Lo es en Singapur, pero no en otros lugares. Siempre hay sitios donde buscar si quieres.

– Y tú querías -dijo James con voz ronca.

A esas alturas de la noche hacía frío, aunque bajo la manta, James y yo podríamos hacer fuego de lo calientes que estábamos. A Alex no parecía molestarle el frío. Se había abrochado la camisa, pero, por lo demás, no parecía afectarle.

– ¿Y quién no querría? -respondió Alex con voz ronca-. Buscarte una chica, un chico, uno de cada. Allí podrías encontrar tu criado, Anne.

Me temblaba la cara interna de los muslos y respiraba entrecortadamente a medida que la seducción furtiva dirigida por las manos de mi marido conseguía su propósito. No era tanto lo que hacía, puesto que aquella clase de estimulación me habría dejado insatisfecha en otras circunstancias, como el tiempo que estaba dedicándole.

– ¿Anne quiere un criado? Es la primera noticia -el tono de voz de James no indicaba que fuera a alcanzar el orgasmo de un momento a otro. Claro que yo no le estaba acariciando el pene erecto con la suficiente energía y dedicación.

– Sí, quiere un criado con tanga que cocine y limpie para ella -dijo Alex riéndose por lo bajo con malicia-. ¿Y quién no querría?

– Yo no dije… que tuviera que ir en tanga -cambié ligeramente de postura y puse una mano encima de la que me acariciaba entre las piernas. James no pilló la indirecta, porque no dejó lo que estaba haciendo. La presión era lenta e inexorable, y de vez en cuando levantaba un poco el dedo de mi clítoris, obligándome a morderme el labio para no soltar un gemido.

– No necesita un criado. Me tiene a mí -James metió la nariz en mi pelo a la altura de mi cuello. Me mordisqueó. Sentí su lengua. Cerré los ojos.

– Tú, amigo mío, no sabes cocinar.

– Tienes razón -la carcajada de James retumbó en mi oído. Presionó, relajó el dedo-. Pero tú sí. Y ahora te tiene a ti.

Yo prestaba atención a su conversación de borrachos sólo a medias, concentrada como estaba en el placer que iba creciendo entre mis piernas. Cerré los dedos en torno al brazo de la tumbona. Acompasé la respiración al lento movimiento de la mano de James. Dentro. Fuera. Presión, relajación.

Si seguía así iba a correrme abundantemente. Inevitablemente. No había manera de evitarlo a menos que obligara a James a retirar la mano y me alejara de él. Y aun así había alcanzado un punto en el que algo tan simple como el roce de las bragas podría llevarme a alcanzar el clímax.

– No te está haciendo caso.

Oí que la tumbona de Alex se arrastraba por la cubierta de madera y sentí que la nuestra se movía un poco al levantar los pies que tenía apoyados en ella.

Abrí los ojos de par en par por la sorpresa. Alex se inclinó hacía delante, las manos en las rodillas, de manera que su rostro quedó en el centro del rectángulo de luz procedente de la cocina.

– Sí que está haciendo caso -dijo James.

Y entonces me corrí. No fue algo vertiginoso como un rayo, sino en forma de plácidas olas. El clímax se presentó en forma de músculos tensos y temblorosos, respiración entrecortada y párpados pesados mientras trataba de disimular cualquier indicio del orgasmo que estaba experimentando. Sin embargo, mis ojos se abrieron de repente, clavé las uñas en el brazo de la tumbona y me mordí el interior de la mejilla para evitar soltar un grito.

Al hacerlo me encontré con los ojos de Alex, que, nada más sentir el último espasmo de placer, se reclinó de nuevo en la tumbona y cruzó las piernas apoyando el pie descalzo en la rodilla.

– Sí, te estaba haciendo caso -dijo-. Pero la verdad es que los tangas me quedan fatal.

La sensación de tibieza ascendió y finalmente desapareció, dejando en su lugar una sensación fría que nada tenía que ver con el aire nocturno. Mi orgasmo clandestino debería haberme relajado, pero no hizo más que incrementar la tensión. Un largo e incómodo silencio cayó sobre nosotros.

Al cabo de un momento, Alex se levantó.

– Bueno, señoras, me voy a la cama. Necesito mi cura de sueño.

Hice ademán de salir de debajo de la manta y deshacerme del abrazo de James con intención de dar las buenas noches a nuestro invitado como era debido, pero no conseguí ir muy lejos cuando Alex se inclinó sobre nosotros, una mano apoyada en cada uno de los brazos de la tumbona. Pude percibir su aroma otra vez, una mezcla de cedro y flores exóticas. También olía a humo y a alcohol. El suyo era un aroma formado de varias capas, tan complejo como parecía ser el propio hombre.

La luz de la ventana le atravesó el rostro, acentuando sus ojos, grandes y redondos. Me había parecido que eran castaños, pero en ese instante pude comprobar que eran de color gris oscuro. Sonrió de medio lado, un poco vacilante.

– Buenas noches -dijo Alex y me dio un suave beso en la mejilla. Hizo lo mismo con James sin hacer ninguna pausa, y después nos dio unas cariñosas palmaditas en la cabeza mientras se separaba de la tumbona-. Hasta mañana.

– Buenas noches -respondí yo con un hilo de voz.

Lo seguí con la mirada cuando se metió en la casa, sujetándose un momento en el marco de la puerta para recuperar el equilibrio. Al cabo de un minuto se apagó la luz de la cocina y nos quedamos a oscuras. James me estrechó contra sí, buscando mi boca con la suya.

– Cariño, llevo toda la noche esperando hacer esto -me mordisqueó los labios y me instó a abrir la boca para introducir la lengua en ella.

– James… -protesté débilmente, tratando de contenerlo con una palma sobre su pecho y ladeando la cara.

James metió la mano entre mis piernas nuevamente.

– No podía dejar de tocarte.

Yo lo miré.

– Estás borracho.

De nuevo la sonrisa, aquella copia de la sonrisa de su amigo. James la había ensayado, estaba claro, pero seguía sin ser una sonrisa propia. En él quedaba demasiado rígida. Codiciosa.

Así y todo no podía negar el efecto que aquella sonrisa ejercía sobre mí, cómo me hacía sentir. Cómo, al verla, adivinaba en su rostro lo que estaba pensando, y cuánto me hacía disfrutar con sus ideas.

James movió un poco la mano.

– Te ha gustado, ¿verdad?

Efectivamente, me había gustado.

– Ha sido una falta de educación, cuando menos.

Soltó una carcajada al tiempo que me estrechaba contra su cuerpo y me besaba. Sabía a cerveza. Volví la cabeza suavemente cuando intentó capturar mi boca.

Se conformó con restregar los labios sobre mi mentón y mi cuello.

– Pero te ha gustado, Anne.

– No sé qué pensar -susurré echando un vistazo sesgado hacia la casa. La luz de la habitación de Alex, que podía ver desde la terraza, estaba encendida-. ¡Es tu amigo! Ha sido…

– Ha sido tremendamente excitante -masculló sin despegar los labios de mi piel-. Tocarte de esa manera hasta provocarte un orgasmo. Como aquella vez en el cine, o aquel fin de semana que fui a verte a la universidad y tu compañera de habitación no quiso dejarnos a solas.

– Sí, pero aquello fue… se trataba de… -no se me ocurría qué decir.

– Esto ha sido mucho mejor -susurró James con voz ronca. Me mordió el cuello, suavemente, pero la presión de sus dientes hizo que expulsara el aire con brusquedad-. Tengo la polla tan dura que podría levantar ladrillos.

No exageraba. Gimió un poco cuando lo toqué. Al notar que le metía la mano por dentro de los vaqueros, masculló una imprecación y se recostó en la tumbona girando la cadera de tal forma que presionaba con el pene contra mi mano.

– Chúpamela -me susurró-. Llevo pensando toda la noche en lo mucho que me apetecía que me chuparas la polla. Anne. Métetela en la boca.

Le desabroché el botón y la cremallera muy despacio. Abrí la bragueta todo lo que pude y saqué su miembro erecto. Palpitaba ardiente en mi mano. James elevó las caderas para que pudiera bajarle el pantalón un poco. Cuando empecé a subir y bajar la mano ahuecada a lo largo de su verga. James gimió.

– ¿Quieres que te la chupe? -le pregunté en voz baja para que no nos oyeran los vecinos o nuestro invitado, supuestamente dormido-. ¿Quieres que me la meta en la boca?

Le gustaba oírmelo decir. Y a mí me gustaba decirlo. Durante el sexo era el único momento en el que no tenía que fingir, el único en el que no tenía que mostrarme educada, ni morderme la lengua para no decir lo que verdaderamente sentía.

– Sí -jadeó el, introduciendo los dedos en mi pelo-. Chúpame la polla como tú sabes. Qué bien.

En condiciones normales, su forma de arrastrar las palabras me habría quitado las ganas. Me habría distanciado de él, física y mentalmente, igual que hacia siempre que estaba cerca de alguien que hubiera bebido de más. Esa noche todas las normas parecían haber cambiado. James no se mostraba beligerante ni melancólico. No tenía que conducir y, por tanto, no pondría en peligro su vida ni la de los de alrededor. Alex y James habían estado bebiendo. Estaban borrachos. Y aunque en condiciones normales eso me habría puesto muy nerviosa, esa noche era diferente por alguna razón.

Tal vez fuera porque Alex tenía talento para contar historias. O tal vez se debiera a que estaba bebido, pero no hasta el límite de babosear, tambalearse y tirarlo todo. Bebía con técnica, como quien juega a los bolos. O al golf. Y James, que no estaba acostumbrado a beber mucho y solía ponerse muy tonto cuando lo hacía, parecía seguir los pasos de Alex. No estaba haciendo tonterías. Aparentemente sólo estaba cachondo.

Busqué una posición cómoda, me eché la manta por encima de los hombros y me tumbé. Puede que no la tuviera como para levantar ladrillos, pero estaba tremendamente erecta. Tracé el borde del glande con la punta de la lengua y a continuación me la metí en la boca milímetro a milímetro en vez de hacerlo de una tacada, acostumbrándome a su tamaño.

Nunca me han parecido atractivos esos penes monstruosos. Grande no siempre es mejor. Me horrorizaban esos miembros enormes, surcados de venas y del tamaño del brazo de un bebé, como los de las películas porno, y verlos me hacían que cerrara las piernas como si me fuera la vida en ella. Nunca me ha atraído la idea de follarme un tronco de árbol, la verdad.

James tenía un pene grueso, más corto que la mayoría de los que había visto, pero perfectamente proporcionado. Puedo metérmelo en la boca hasta la base sin atragantarme. Chupársela es para ambos un regalo y un placer. Me encantan los sonidos que emite cuando lo tomo en mi boca.

Emitió ese sonido en ese momento, un gemido entrecortado apenas audible que no llegaba a un jadeo. Enredó los dedos en mi pelo y tiró sin llegar a empujarme hacía abajo, pero casi.

Habría pasado horas con la boca entre sus piernas, chupando y lamiendo. Pero ése no era momento para la parsimonia. Nada de dilatar el jugueteo. Llevaba empalmado desde que empezó a acariciarme disimuladamente bajo la manta hasta el punto de haber hecho que me corriera delante de su amigo. Empujaba hacia arriba mientras yo se la chupaba. Estaba a punto.

Me eché la manta por encima de la cabeza, escudándome frente a la noche. Le hice el amor con los labios y la lengua, acariciándole el pene con una mano mientras le chupaba la punta. Incluso a oscuras lo conocía. Su forma y su sabor. La forma en que se movía según se acercaba el orgasmo. Ni siquiera a oscuras podría fingir que se la estaba chupando a otro.

¿O sí podría?

Fantasear no tenía nada de malo. Si imaginar que estás en la cama con tu actor o tu cantante favorito te ayuda a correrte, ¿por qué no hacerlo? No le hacía daño a nadie. Sólo resulta un problema cuando la fantasía es la única manera de hallar placer y no una mera forma de potenciarlo.

Yo había vivido fantasías con famosos en más de una ocasión, pero esta vez el rostro que se me apareció en la mente tenía unos enormes ojos grises y el pelo castaño le tapaba las orejas. Tenía también una sonrisa perezosa y olía divinamente. No pensaba en una fantasía inalcanzable. Pensaba en Alex.

– Qué bien -dijo James.

Yo pensé en su sonrisa, en la que le había robado. Me metí la mano entre las piernas, dentro de las bragas y me encontré con una carne húmeda que, aunque satisfecha una vez, distaba mucho de estar saciada. Busque el clítoris con el dedo sin perder el ritmo. El enhiesto botón se movía con facilidad de lo empapado que estaba.

Pensé en su sonrisa. Su aroma. Pensé en los vaqueros caídos. En los pies descalzos. En el torso descubierto.

Mi cuerpo vibraba de placer. Mi mano se movía al ritmo de mi boca. James gemía y empujaba. Mi vientre se tensó y me empezaron a temblar los muslos. Mi clítoris palpitaba. Mi sexo palpitaba como si tuviera vida propia, arrebatado de placer.

Yo chupaba, lamía y succionaba. Estaba a punto de correrme. Él estaba a punto de correrse. El mundo desapareció de mi vista. No existía más que la negrura debajo de la manta, nada más que el olor a sexo, el sonido del sexo, el sabor del sexo.

Su sonrisa. Su carcajada, baja y con un poso de picardía. El guiño ardiente de un cigarrillo en la oscuridad.

James dejó escapar un grito ronco y se empujó una vez más dentro de mi boca. Yo me lo tragué todo, su sabor me inundó. Me corrí por segunda vez esa noche, vigorosamente, con brusquedad, y noté como si algo se quebrara en mi interior. La tumbona crujió cuando los dos nos estremecimos de placer.

Apoyé la mejilla en el muslo de James con los ojos cerrados. Él retiró la manta y el aire frío me bañó el rostro. Entonces me acarició suavemente el pelo.

– Joder -murmuró, arrastrando un poco las palabras-. Cuántas ganas tenía. No te haces idea.

Aguardé un segundo o dos y al cabo nos levantamos, doblamos la manta y nos fuimos a la cama. Me detuve delante de la puerta cerrada de la habitación de invitados mientras James entraba dando tumbos en la nuestra.

Había estado pensando en Alex mientras me corría, algo de lo que debería sentirme culpable, de no ser porque tenía la sensación de que a lo mejor James también había estaba pensando en él.


Amaneció muy deprisa, y eso que yo no había bebido. A pesar de ello James se levantó a la hora de todos los días. Me desperté al oír la ducha y a alguien cantando.

¿James cantando? Me apoyé en un codo y escuché atentamente. Era algo de… ¿Duran Duran? Y no de la gira por la vuelta del grupo a principios de los noventa, sino un clásico de los ochenta. Estaba cantando no sé qué de «plata azul» cuando decidí meterme bajo las mantas en protesta, tratando de volver a dormirme.

No sirvió de nada. A la luz del día, aunque apenas había empezado a clarear, la víspera me parecía más un sueño que algo vivido de verdad. Esperaba sentirme abochornada. O culpable. Lo que me tenía en vilo no era el flirteo que me traía con Alex, porque, al fin y al cabo, ¿quién podía culparme por reaccionar a su magistral ejercicio de seducción? No, lo que me hizo abrir los ojos como platos a pesar de lo mucho que ansiaba volver a dormirme era James.

James cantando canciones de Duran Duran. James bebiendo. James insistiendo en que le hiciera una mamada en un ataque frenético de deseo.

– Buenos días -húmedo de la ducha, se metió en la cama a mi lado para darme un beso-. ¿Qué tal has dormido?

– Bien -me di la vuelta sobre la almohada y lo miré-. ¿Y tú?

– Como un lirón -sonrió de oreja a oreja y me besó otra vez. Después se levantó de un salto y empezó a vestirse.

Yo lo observaba.

– ¿Te encuentras bien?

Él me miró por encima del hombro mientras se enfundaba los vaqueros y la camiseta.

– Sí. ¿Por qué?

– Porque anoche bebiste mucho. Los dos bebisteis mucho.

James agarró unos calcetines y se sentó en la cama a ponérselos.

– Alex soporta bien el alcohol, cariño. Y yo también. No te preocupes.

– No estoy preocupada -me puse de rodillas detrás de él, le rodeé el cuello con los brazos y le di un beso en la mejilla.

Él me dio unas palmaditas en el brazo y volvió la cabeza para besarme como era debido.

– Hacía mucho que no lo veía, Anne. Sólo nos estamos divirtiendo un poco. Es divertido tenerlo en casa.

Yo no dije ni «sí» ni «no». James se levantó y se echó el pelo hacia atrás con una mano mientras se colocaba la gorra con la otra. Agarró entonces el cinturón de cuero, lo introdujo por las trabillas del vaquero y se lo abrochó con dedos hábiles. Se colgó el móvil de la pinza del cinturón y se metió la cartera en el bolsillo trasero. Las botas, probablemente con las suelas llenas de barro reseco de la obra, estarían junto a la puerta lateral.

– Tengo que irme -dijo-. Te quiero. Que pases un buen día.

Debí de poner cara de perplejidad porque me miró con una sonrisa de oreja a oreja.

– Con Alex. Pensándolo mejor, Anne, no lo pases demasiado bien. No te metas en líos.

– Como si lo hiciera alguna vez -contesté yo poniendo los ojos en blanco.

Él soltó una carcajada.

– Como venga a casa y me lo encuentre con un tanga…

Le lancé una almohada.

– ¡Cállate!

James agarró la almohada y me la tiró.

– Hasta luego.

– Que tengas un buen día -de pronto me acordé de algo-: Ah, sí, James, mañana ceno con mis hermanas, ¿recuerdas? Para hablar de la fiesta.

– De acuerdo -respondió él mientras se ponía un cortavientos-. Entonces puede que salgamos por ahí. Iremos a algún sitio de ésos donde sirven alitas y ven los deportes. No te preocupes, tesoro, somos mayores ya. Encontraremos algo que hacer

¿Por qué la idea me causaba incertidumbre?

– Ya lo sé. Es sólo…

Se detuvo en la puerta y se dio la vuelta.

– ¿Sí?

– Ten cuidado -dije, sin lograr expresar con esa advertencia lo que realmente quería.

– Siempre lo tengo -me guiñó un ojo y se fue.

Esperé hasta que el sonido de su camioneta se apagó para levantarme. No estaba muy segura de qué iba a hacer con Alex esa mañana, pero de lo que no tenía duda alguna era de que no habría ningún tanga de por medio.


Al final resultó que no tuve que hacer nada con él. Me pasé la mañana en el ordenador buscando empresas de catering y proveedores de carne para asar en horno en la tierra. Adoro Internet. Una vez vi una pegatina en un coche que decía «Internet ya no sirve sólo para ver porno». Estaba totalmente de acuerdo.

También me gustaba disfrutar del silencio en la casa, tanto que se me había olvidado que no estaba sola. Preparé café, navegué un poco por la red, leí mi correo electrónico, chateé durante unos minutos con una amiga del colegio con quien hablaba casi a diario pese a que vivía lejos. Actualicé mi curriculum y pensé en subirlo a un buscador de trabajo, pero no había hecho más que empezar cuando sonó el timbre de la puerta.

Pasaba del mediodía y no me había dado ni cuenta. No esperaba a nadie y por eso me sorprendió doblemente encontrar a mi hermana Claire en la puerta. Llevaba un pantalón clástico de color negro a juego con una camiseta también negra con pequeñas calaveras y unos atrevidos zapatos a rayas negras y rojas. Se había recogido el pelo debajo de un gorro rojo. Parecía más pálida que de costumbre, pero deduje que se había pasado con el maquillaje blanco.

– Qué pasa, tú -dijo, abriéndose paso junto a mí en dirección a la cocina sin esperar a que la invitara-. Me muero de hambre.

La seguí.

– Ya sabes dónde está el frigorífico. Sírvete tú misma.

Eso hizo. Agarró un recipiente con melón cortado en dados y un tenedor. Se comió unos cuantos casi sin respirar y juraría que vi que su rostro recobraba algo de color.

– Siéntate -le señalé la mesa-. ¿Café?

– Beberé agua.

Ya le estaba sirviendo una taza cuando levanté la vista.

– ¿No quieres café?

Claire puso una mueca de desprecio.

– ¿Es que eres dura de oído o qué?

– Como quieras. Agua, entonces -me encogí de hombros-. Sírvete tú misma.

Así lo hizo y después se sentó frente a mí con un suspiro. También se había encontrado una caja de galletas saladas que debían de estar rancias ya, pero se las comió de todas formas.

– Creía que íbamos a cenar mañana las cuatro a las seis -dije.

– Y así es -se limpió las migas del labio, dio un sorbo de agua y suspiró.

– ¿Entonces…? -enarqué una ceja.

– Entonces nada -contestó Claire, encogiéndose de hombros-. Necesitaba salir de casa. Papá está de vacaciones. Al parecer tenía que tomárselas obligatoriamente porque si no las perdería. Así que está por allí.

– Ya. En vez de llevarse a mamá a algún sitio bonito y divertido, ¿qué está haciendo?

Mis palabras eran críticas, pero traté de limarles el tono amargo.

– Se pasa horas en su taller.

Claire no tenía el mismo cuidado. Tampoco se molestó en ocultar su expresión, los labios fruncidos y la nariz arrugada.

Aquello no pintaba bien. Nuestro padre tenía dos pasatiempos en la vida. Jugar a los bolos y construir casas para pájaros. Su equipo iba en cabeza en la liga, y construía réplicas preciosas de edificios famosos para que vivieran los pájaros en ellas. Lamentablemente, ninguna de las dos cosas parecía proporcionarle placer si no iban acompañadas de alcohol.

– No me puedo creer que no se haya cortado un puto dedo nunca -dijo Claire.

– Claire, por Dios. No digas eso.

– Es verdad, porque entonces mamá tendría que servirle todavía más -dijo mi hermana.

Pinchó un cubo de melón con mal humor y se lo comió. Yo alargué la mano para pinchar uno. Estaba dulce y tenía buen sabor. El jugo se me resbaló por la barbilla y nos reímos.

El suave ruido de pisadas sobre el suelo de madera nos hizo volver la cabeza. Alex entró en la cocina. Tenía el pelo revuelto y alborotado. Llevaba un pantalón de pijama de Hello Kitty que le quedaba aún más bajo que los vaqueros e iba descalzo. ¿Desde cuándo me resultaban tan eróticos los pies desnudos de un hombre?

Desapareció tras la puerta del frigorífico mientras revolvía en busca de algo y, al final, emergió con un recipiente de plástico con las sobras del filete y el arroz de la cena. Levantó la tapa y lo metió en el microondas, programó el tiempo y se sirvió una taza de café, todo sin dirigirnos ni una sonrisa.

Era evidente que se la había estado guardando para cuando pudiera gozar de nuestra atención absoluta. Cuando el microondas avisó de que la comida ya estaba caliente, la sacó sin soltar la taza, se dirigió a la mesa y se sentó junto a Claire. Nos miró alternativamente y dio un sorbo de café tras lo que dejó escapar un largo y tenue suspiro de deleite.

– Mmmmmm. Café.

Hay situaciones en las que me he quedado sin saber qué decir, pero no recordaba la última vez que vi a Claire tan impresionada. Las dos nos habíamos quedado mirando boquiabiertas todos sus movimientos. Yo tenía la ventaja de que ya lo conocía, de modo que fui la primera en recobrarme.

– Claire, éste es Alex Kennedy, el amigo de James. Alex, ésta es mi hermana Claire.

– Hola, guapa -dijo Alex dirigiéndole aquella perezosa sonrisa suya al tiempo que la examinaba de pies a cabeza sin ningún pudor. Hasta se inclinó hacia un lado para echarle un ojo a los zapatos.

– Bonitos zapatos -comentó retomando la posición original.

– Bonito pantalón -contestó Claire.

Alex sonrió de oreja a oreja. Lo mismo que Claire. Yo me limité a sacudir la cabeza.

Alex se giró y me miró.

– Buenos días.

– Son casi las tres de la tarde -le dije.

– El jet-lag -contestó él dando un sorbo de café.

Claire se inclinó hacia delante y lo olisqueó un poco.

– ¿Estás seguro de que no es resaca?

– Puede que un poco también. ¿Que tal estaba Jamie esta mañana?

– Se ha ido a trabajar -bebí un sorbo de café, que se me había enfriado.

– ¿James también estuvo bebiendo anoche? -preguntó Claire con cara de sorpresa-. Interesante.

– Alex nos preparó la cena -explique yo-. Había… vino. Y cerveza.

Nunca he prohibido beber en mi casa. Somos todos adultos y sólo porque yo no lo haga no quiere decir que me importe que los demás se tomen una copa de vino o una cerveza con la cena.

– Interesante -fue lo único que dijo mi hermana al respecto.

Le ofreció melón a Alex.

– Toma.

– ¿Que tiene de interesante? -quise saber yo, algo que Alex también había estado a punto de decir.

Claire se encogió de hombros. Alex se rió por lo bajo con aire conspirador. No me hacía ninguna gracia que los dos se aliaran en mi contra, sobre todo porque mientras que Claire podía erróneamente creerse con derecho a juzgarme, Alex no me conocía lo bastante como para tener ese derecho.

– ¿Has hablado últimamente con Patricia?

Nadie como Claire para cambiar de tema cuando no quería hablar de algo.

– No. ¿Debería?

Claire se encogió de hombros con ingenuidad.

– No se. Tal vez. Creo que necesita que la raptemos.

Miré a Alex. No estaba segura de querer tener aquella conversación delante de él. Tenía toda la pinta de que iba a tocar problemas íntimos. Alex estaba ocupado hincándole el diente a las sobras.

– ¿Raptarla? -dijo con la boca llena de carne con arroz-. Parece divertido.

– Nuestra hermana Patricia está casada con un capullo.

– ¡Claire!

– ¿Qué? Lo es. Últimamente se comporta como un capullo, Anne, y tú también lo sabes -se dirigió entonces hacia Alex y dijo-: Necesita descansar de los niños una noche. Además -se volvió hacia mí nuevamente- tenemos que reunirnos otra vez para hablar de la fiesta.

– ¿Vais a celebrar una fiesta? -Alex parecía interesado. Pinchó otro trozo de carne.

– Es para mis padres. Mis hermanas y yo estamos planeando celebrarla en agosto. Por su aniversario de bodas.

– Las cuatro mosqueteras -añadió Claire.

Alex tragó y se limpió la boca con el dorso de la mano.

– Yo también tengo tres hermanas.

Yo sabía que tenía hermanas, pero no cuántas.

– ¿De verdad?

– Pobrecillo -dijo Claire-. Anda que no habrás tenido que escuchar quejas por el puto síndrome premenstrual. Claro que eso explicaría tu gusto a la hora de elegir pijama.

Los dos se echaron a reír dejándome fuera.

– ¿De dónde has sacado este pantalón? -añadió Claire, ladeando la cabeza para verlos mejor igual que había hecho Alex antes con sus zapatos.

– Me lo regalaron.

– ¿Una amiga? -dijo Claire pinchando un trozo de filete del plato de Alex mientras yo observaba, horrorizada y con algo de envidia, la naturalidad con que se comportaba.

– No.

– ¿Un amigo? -Claire sonrió de oreja a oreja.

Alex le devolvió la sonrisa.

– No.

– Como me digas que fue tu madre, vomito.

– Claire, por Dios, ¿es que no sabes preguntar con diplomacia? -la miré, enfadada, y ella me puso los ojos en blanco.

– Ay, Anne, relájate. Este tipo es puro sexo a pesar de llevar un pantalón de pijama de chica. Sólo quiero saber quién se lo regaló.

Alex compuso una sonrisa satisfecha y se levantó de la mesa. Llevó el plato al lavavajillas y se sirvió otra taza de café. Mientras, Claire y yo intercambiábamos una de esas miradas que dicen «no entiendo a qué viene tanto alboroto».

– Fue mi amante -levantó la taza en dirección a Claire-. Resultó que era mi cumpleaños. Me hace gracia Hello Kitty.

Claire le hizo una señal con el pulgar hacia arriba. A mí, sin embargo, no me convenció su respuesta.

– ¿Una amante no es una amiga?

Él me miró, pero fue Claire la que respondió.

– Venga, ya, Anne.

Yo la miré de una forma que no podía llevarla a error de ninguna manera.

– ¿Venga qué?

Claire sacudió la cabeza.

– Un amante no es un amigo o una amiga. Es alguien con quien follas, nada más.

Miré a Alex en busca de confirmación. Su silencio era confirmación suficiente. Me observó por encima del borde de la taza.

– Ya, supongo que estoy anticuada.

– No te preocupes, tontita -dijo Claire, levantándose para darme una afectuosa palmadita en el hombro-. No es algo que deba preocuparte en tu caso -me dio un suave apretón-. Me voy al centro comercial. He oído que buscan vendedores en una tienda nueva que han abierto.

– ¿Vas a buscar trabajo? -no estaba siendo sarcástica. Estaba sinceramente sorprendida.

Claire frunció el ceño.

– Sí, la verdad es que es una mierda no tener dinero. Y vivir en casa de nuestros padres. Me queda un semestre de clases y hasta que consiga un trabajo de verdad o pueda solicitar una beca de trabajo, lo mejor que se me ocurre es el centro comercial. A menos que dé un braguetazo con un hombre guapo que me mantenga de una forma a la que no me costaría acostumbrarme.

Se volvió hacia Alex agitando las pestañas con sensualidad. Éste le respondió con una mirada tan tórrida que me dieron ganas de encender el ventilador.

– ¿Tienes a alguien en mente, preciosa?

Claire soltó una carcajada.

– ¿Te estás ofreciendo?

A los dos les gustaba flirtear, lo sabía, y, aun así, ver cómo le ponía ojitos a mi hermana me provocó un arrebato de celos.

– No estoy seguro de valer para el mercado de esclavos sexuales -dijo Alex con un tono que sugería que buscaba eso precisamente-. ¿Cuáles son los requisitos?

– Te los enumeraría, pero mi hermana está aquí. Lo mismo le revientan los oídos.

La tórrida mirada de Alex giró en dirección a mí.

– Apuesto a que lo podrá soportar.

Claire levantó las manos, riéndose a carcajadas.

– Uf, tío, ahí sí que no voy a entrar. Anne, nos vemos mañana para cenar. Alex, un placer conocerte. Me largo.

Pasó a su lado y extendiendo la mano, tironeó juguetonamente del cordón que ceñía la cinturilla del pijama.

– Tu amante tenía buen gusto.

Tras lo cual desapareció por la puerta de atrás, dejándonos solos en la cocina. Alex andaba por la cocina como si llevara allí toda la vida. Por una parte, me alegraba que se sintiera a gusto. Pero por otra… bueno, por otra, tenía la impresión de que ya formaba parte de mi casa y no estaba segura de que me apeteciera que estuviera allí.

– Así que esa es tu hermana -comentó cuando se hubo cerrado la puerta.

– Ésa es mi hermana -me levante-. No nos parecemos mucho.

– ¿Eso crees? -se retiró a un lado para dejar que metiera la taza en el fregadero-. Yo sí veo el parecido.

– No me refería al aspecto físico.

Ya estábamos bailando otra vez en la pequeña cocina, así que me enderecé decidida a no dejar que los nervios se apoderaran de mí. Tendí la mano para que me diera su taza, me la dio y yo la puse en el fregadero. Entonces se apoyó nuevamente en la encimera.

Tenía el pelo revuelto de dormir y unos pezones como monedas de cobre sobre una piel del color del papel de buena calidad; bajo los brazos sendas pequeñas matas de vello así como una delgada línea que comenzaba justo debajo del ombligo y desaparecía bajo la cinturilla del pijama de dibujos.

Maldito.

– Es viernes -dijo, arrancándome del examen mental que estaba haciendo de su cuerpo.

– ¿Y?

Sonrió y, pese a mis esfuerzos por no dejarme engullir por su sonrisa, fue inútil. Fracasé estrepitosamente.

– Un amigo pincha música en un club de Cleveland. ¿Por qué no vamos esta noche?

Hacía siglos que no iba a bailar. James y yo salíamos a cenar y al cine, y a veces íbamos a tomarnos una alitas fritas en alguno de los bares de deportes de la ciudad, pero a bailar…

– Me encantaría. Será divertido.

– Será más que divertido. Será cojonudo.

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