Capítulo 19

Era el momento de que todas las piezas encajaran milagrosamente en su lugar. De que Evelyn declarara que se había equivocado y me pidiera perdón. De que mi padre dejara de beber y de comportarse como un ser patético. De que mi madre y mis hermanas arreglaran sus vidas. De que Alex desapareciera para siempre y James y yo viviéramos felices y comiéramos perdices en nuestra casita, con nuestro perro y cinco hijos que nos adoraban.

Pero, como es natural, nada de eso ocurrió.

No obstante, algo sí cambió dentro de mí. Dejé de creer que podía arreglarlo todo. Yo no tenía que ser la que siempre se ocupara de todo. Y, sorprendentemente, se las arreglaron sin mí.

El verano que cuatro meses atrás me había parecido tremendamente largo y repleto de posibilidades había dado paso al otoño. Aún demasiado pronto para que los árboles empezaran a mudar, llegaron las nubes y el frío. Mi jardín descuidado me hacía burla, recordándome constantemente todos los planes que había desaprovechado. Lo compensé comprando bolsas de bulbos y una nueva herramienta especial para sacar la tierra a la profundidad justa donde debían enterrarse. También compré unos guantes de jardinero y aditivos para la tierra, una regadera y un sombrero que se ataba debajo de la barbilla, y que siempre se quedaba colgado detrás de la puerta de la cocina.

No se me escapaba el paralelismo de la situación. James y yo habíamos pasado el verano arrancando de raíz las cosas y ahora era el momento de ver si podíamos hacer que crecieran nuevas plantas.

– Me ha llamado Mary -dijo Claire, pasándome otro bulbo de narciso. Estaba de seis meses. Tenía la barriga y los pechos redondos como sandías, y se negaba a agacharse para ayudarme a plantar. Prefería observar cómo lo hacía yo sentada al sol otoñal. Su ayuda consistía en hacer comentarios sobre mis decisiones y pasarme un bulbo de cuando en cuando.

A mí también me había llamado Mary. No era ninguna sorpresa, teniendo en cuenta lo enganchada que estaba al móvil. Me concentré en rastrillar otra porción de terreno para plantar otro bulbo sin hacer ningún comentario.

– Está bien -continuó Claire, como si no se me hubiera ocurrido-. Me ha dicho que las clases le van muy bien.

– Me alegro -contesté yo, limpiándome el sudor de la frente. Hacía una temperatura agradable, pero trabajando tenía calor-. ¿Qué tal está Betts?

– Bien. Van a ir a pasar Acción de Gracias a su casa este año. Me muero por saber qué pasa.

– Acción de Gracias -repetí yo, sentándome sobre los talones-. Creo que este año prepararé yo la cena. ¿Quieres venir?

Claire se pasó la mano por encima del estómago.

– ¿No vas a ir a casa de los Kinney?

– No.

– ¿Vas a decirles que vengan a cenar aquí?

– Creo que no. No -respondí yo con una sonrisa.

– Entonces yo sí vengo, cariño. Lo último que me apetece es que la señora Kinney me someta al tercer grado sobre qué voy a hacer con el bebé.

Alcancé mi botella de agua y di un buen sorbo.

– ¿Qué piensas hacer con el bebé?

Claire se tomó un momento antes de responder.

– Voy a quedarme con él.

Yo ya lo sabía. No era eso lo que quería saber.

– ¿Qué dicen papá y mamá?

– Mamá dice que lo que diga papá, y él no quiere hablar del asunto.

– Cómo no -dije yo con una sonrisa.

Ella se encogió de hombros.

– Patricia me ha dicho que me puedo quedar con ella todo lo que quiera, incluso después de que nazca el bebé.

– Decirlo es fácil. ¿Qué tal lo llevas?

Ella sonrió.

– Bien. Desde que echó a Sean, está mucho menos nerviosa. El dinero de Alex le ha venido muy bien.

Estaba claro que estaba tirando el anzuelo para hacerme hablar, pero yo decidí no morderlo.

– Me alegro.

– Y yo he conseguido trabajo en Alterna. Necesitan personal de guardería. Me han dicho que me pagarán la matrícula de los tres créditos que me faltan para conseguir mi diplomatura si trabajo con ellos un año como mínimo.

– Un año es mucho tiempo, Claire. ¿Puedes comprometerte a tanto? -bromeé.

Ella soltó una carcajada.

– No voy a casarme con ese trabajo, Anne.

Proseguí un rato más con las plantas hasta que me empezaron a doler las rodillas y la espalda. También me dolían los dedos de empuñar las herramientas. Me estiré con un gemido hasta que me crujieron las articulaciones. Entonces me levanté y contemplé mi obra.

– Está bonito -dijo Claire, sacando el pulgar hacía arriba-. Quedará precioso en primavera.

Costaba ver la hermosura en un rectángulo de tierra desnuda. Yo, desde luego, no era capaz de visualizar las flores de vivos colores en que se convertirían los bulbos que acababa de enterrar. Menos mal que mi hermana sí podía.

Levantamos la vista al oír el crujido de unos neumáticos en la grava. Esperaba a James, pero no me sonaba de nada aquel coche azul.

– ¡Es Dean!

Había sido testigo de las muestras de entusiasmo de Claire ante una película, un cantante o un programa de televisión. Jamás la había visto con una expresión como la que puso cuando vio al chico que bajó del coche. Se le iluminó el rostro por completo. También me fije en otra cosa: en cómo se llevaba las manos a la barriga, casi en un acto reflejo.

– Esto… ¿Te importa que no me quede a cenar? No pensé que fuera a salir tan pronto del trabajo -dijo, volviéndose hacia mí.

Yo la miré enarcando una ceja.

– ¿Dean?

Claire se sonrojó de verdad, algo que tampoco la había visto hacer nunca.

– Es un amigo.

– Ya, ya.

El chico se acercó caminando hacia nosotras, con las manos en los bolsillos. Dean, alto y delgado, con el pelo castaño claro y la nariz cubierta de pecas, no era el típico chico gótico que solía gustarle a Claire. Claro que un director de instituto tampoco encajaba en el perfil.

– Claire -dijo Dean con un leve acento sureño en la voz-. He salido antes. Pensé que a lo mejor te apetecía ir a cenar conmigo.

El chico me miró y me tendió la mano.

– Hola. Soy Dean.

Estrechaba la mano con firmeza y su mano era cálida.

– Anne. Soy la hermana de Claire.

Ella puso los ojos en blanco.

– Venga, Anne, como si no se lo hubiera dicho yo cuando le expliqué que estaría aquí y cómo llegar.

Dean tenía una sonrisa agradable, de ésas que hacían que te salieran arruguitas en torno a los ojos. Miraba a mi hermana como si fuera un tesoro. Me gustó de inmediato.

– Claire iba a quedarse a cenar -dije yo maliciosamente-. Tú también estás invitado.

Los dos respondieron al mismo tiempo.

– Vale -dijo él.

– No, gracias -dijo ella.

Se miraron y respondieron de nuevo utilizando la respuesta del otro. Los tres nos echamos a reír.

– Relájate -le dije a Claire-. No diré nada que te avergüence. Te lo prometo. Y mantendré a James a raya también.

Lo cierto era que no quería cenar sola con mi marido. Su presencia aliviaría un poco la tensión que había entre nosotros. Cuando estábamos a solas, guardábamos un silencio que no era de enfado, sólo de tristeza. No sabía muy bien qué iba a suceder con nosotros. No teníamos la sensación de que se hubiera acabado. El problema era que no sentíamos mucho de nada.

Claire vaciló durante un momento. Había conocido a algún que otro chico con los que había salido, pero a pesar de lo que fanfarroneaba y me contaba de su extravagante vida amorosa, mantenía oculta casi toda la verdad. Mis hermanas y yo le tomábamos el pelo diciéndole que se avergonzaba de nosotras cuando sabíamos que probablemente no era cierto del todo.

– A mí no me importa -dijo Dean.

Me preguntaba cuánto tiempo llevarían saliendo juntos y qué tipo de hombre empezaría a salir con una mujer embarazada.

– Hay lasaña, Claire. Y pan de ajo.

Ella gimió y se puso una mano en el estómago.

– Eso, hazme chantaje. Mi hermana hace la mejor lasaña del mundo, Dean. Y un pan de ajo para chuparse los dedos.

– Es el único talento que tengo -le dije yo.

Él nos sonrió a las dos.

– A mí me parece un buen plan, ¿no crees?

Claire se mordisqueó el labio inferior y, al final, asintió.

– De acuerdo. Pero nada de pedir a Anne que te cuente historias de cuando era pequeña ni que te enseñe los álbumes de fotos, ¿entendido?

Ninguno de nosotros se dio por aludido ante su amenaza, a pesar de su semblante serio. Dean se pintó una «X» en el pecho con los dedos.

– Te lo juro.

– ¿Anne? -me preguntó, señalándome con un dedo.

– A mi no me mires -dije yo con fingida inocencia-. Ni siquiera recuerdo historias embarazosas sobre ti. A menos que contemos aquella vez…

– ¡Anne!

– Cálmate, hermanita -le dije-. Tus secretos están a salvo conmigo.

Ya me estaba sacando el dedo corazón, pero miró a Dean y lo cambió por el puño cerrado en sentido amenazador. Interesante.

– Voy a darme una ducha rápida. Servíos lo que queráis para beber, chicos -dije mientras me limpiaba las manos.

No fue una ducha tan rápida. Me sentía tan bien debajo del agua caliente que no quería salir Me alivió los nudos de tensión que se me habían formado en los hombros y la espalda, y silenció los sonidos del exterior. No oía nada más que el agua correr. Cuando terminé, el cuarto de baño estaba lleno de vapor

– Hola.

Aunque lo dijo con voz suave, el saludo de James me pilló por sorpresa y me golpeé el codo con el marco de la puerta. Me sujeté la toalla. Debía de acabar de llegar, porque aún no se había cambiado de ropa.

– Hola.

Nos quedamos mirándonos un momento hasta que fui yo quien rompió el contacto visual para acercarse al cajón de la ropa interior. James se quitó la ropa de trabajo y la echó al cesto de la ropa sucia. Yo lo observaba mientras me ponía las bragas y el sujetador.

El verano no había producido muchos cambios en él. Estaba más delgado, más fuerte, un poco más bronceado en los brazos a causa del trabajo al aire libre. Pero seguía siendo el mismo hombre con quien había hecho el amor apasionadamente unos meses atrás. Se movía de la misma forma, olía igual y hablaba igual. Los dos seguíamos siendo iguales, pero distintos al mismo tiempo. En una ocasión lo observé mientras dormía, con el corazón en la garganta, sin poder creer lo afortunada que era de tenerlo. Ahora, observándolo mientras se desnudaba, tuve la misma sensación de caer al vacío, como cuando montaba en la montaña rusa.

James me pilló mirándolo.

– ¿Anne?

Volví a la realidad y me di la vuelta para buscar unos vaqueros y una camiseta.

– ¿Vas a ducharte? La cena estará lista en unos cinco minutos.

– Sí, me hace falta.

Sentí sus ojos clavados en mí mientras me subía los vaqueros y los abrochaba.

– ¿Has visto a Claire y a su amigo?

– Sí. Dean. Parece un chico agradable.

– Sí -contesté yo, tocando una camiseta doblada que no era mía. La dejé y busqué otra.

– ¿Es su novio?

Me la puse y miré a James, cómodo en su desnudez.

– No lo sé.

Me sonrió.

– ¿Vas a preguntárselo?

– Delante de él no. Le he prometido que no la avergonzaría. Y tú tampoco deberías.

– Vale, vale -dijo, levantando las manos al tiempo que se metía de espaldas en el cuarto de baño-. Me comportaré como es debido.

– Bien, porque si no, vas a tener un problema.

Él se detuvo con los ojos brillantes.

– Ooh. ¿Y qué vas a hacer, darme unos azotes?

– Eso es lo que tú querrías -respondí yo con una sonrisa al tiempo que le tiraba mi toalla-. Cuélgala dentro.

Él me hizo una reverencia.

– Tus deseos son órdenes para mí.

– Eso estaría bien -dije yo sin darme cuenta de cómo debió de sonar.

James se irguió, escudándose con la toalla.

– Anne…

– El horno está pitando -le dirigí una rápida sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, aunque probablemente no lo consiguió, y salí de la habitación.

Había metido la lasaña en el horno para que se calentara. Sólo quedaba tostar el pan y dar vueltas a la ensalada, tareas en las que Claire y Dean estaban dispuestos a echar una mano. Puse la mesa y serví té con hielo. Cuando James salió de la ducha, la cena estaba lista.

Fue una velada muy agradable. Dean demostró ser un chico educado y divertido. Era interesante observar la dinámica que se traían Claire y él. Claire se mostraba más amable y cariñosa con él, pero no hasta el punto de tratar de cambiar de personalidad. Parecía más bien que estuviera mostrando otro aspecto de ella. James y él hicieron muy buenas migas. Hablaron de deportes, herramientas y otras cosas sobre las que ni Claire ni yo teníamos nada que decir. Aunque a mí no me importaba no tener que hablar mucho.

Pese a haberla convencido para que se quedaran a cenar, no conseguí que se quedaran a ver una película. Me respondió poniendo los ojos en blanco, como era típico de ella. Metió la fuente donde había preparado la lasaña en el agua jabonosa y se secó las manos.

– Aunque quisiera, no -me dijo-. Dean me va a llevar al cine.

– ¿Entonces estáis saliendo como pareja? -miré hacia el cuarto de estar, donde James le estaba enseñando algunos recuerdos de su época de deportista-. Míralos. James. Dean. James Dean.

Y volví a pensar en Alex.

– Muy bueno, Anne -dijo Claire, dándome unas palmaditas en el hombro-. Qué ingeniosa.

Yo asentí y retomé la tarea de fregar los cacharros.

– ¿Qué puedo decir? Soy una persona instruida.

De las palmaditas en el hombro pasó a rodearme los hombros con un brazo.

– ¿Estás bien?

– Sí, claro -sonreí-. ¿No lo estoy siempre?

Me lanzó una frambuesa.

– Mientes muy mal.

– ¿Desde cuándo conoces a Dean?

Se mordió el labio inferior otra vez, una manía que me recordaba a Mary.

– Un par de años.

Me quedé tan sorprendida que la miré con los ojos como platos.

– ¿Qué?

Ella me miró con aire de culpabilidad, otra expresión que no era habitual en ella.

– Me has oído bien.

– Pero… vosotros no…

– ¿Que si habíamos salido juntos? No -sonrió para sí cuando lo miró-. No había funcionado hasta ahora.

– ¿Ahora sí está funcionando? -tuve que preguntar. No sólo era mi hermana menor, era la más pequeña de todas mis hermanas menores.

– Creo que sí. Sí -lo miró de nuevo y su sonrisa se amplió-. Sí.

– Me alegro por ti. ¿Y lo del bebé no le importa?

– La verdad es que sí le importa el bebé, Anne -respondió con ironía-. Y eso es algo a tener en cuenta, ¿no te parece?

– Sí, listilla.

– No voy a casarme con él ni nada por el estilo. No te hagas ilusiones todavía.

– Me gusta verte con alguien que te hace feliz, Claire. Nada más.

La habría abrazado de no tener las manos cubiertas de jabón.

Claire miró hacia el cuarto de estar, a los dos hombres enfrascados en su conversación, y de nuevo me miró a mí.

– Ojalá pudiera decir yo lo mismo de ti.

Asentí al cabo de un momento.

– Se me pasará. Se nos pasará. Es sólo un bache, nada más.

Claire se inclinó sobre mí.

– ¿Puede que tenga algo que ver con cierta persona?

Esta vez fui yo quien puso los ojos en blanco.

– ¿Tú que crees?

– Creo que tendrías que encontrar la manera de desligarte de él o los dos vais a ser muy infelices -contestó con toda seriedad.

Agarré un paño y me sequé las manos.

– Lo sé. Créeme. lo sé. Y sería muy fácil echarle la culpa a él de lo que nos está pasando, Claire, pero no es sólo culpa suya.

– ¿Sabes que Alex le dijo a Pats que no iba a cobrarle intereses y que sólo tendría que pagarle unos pocos cientos de dólares al mes hasta que pueda pagar más?

– ¿De verdad? Es muy generoso por su parte. ¿Se supone que eso habría de ayudarme?

Ella sacudió la cabeza.

– No. Lo que digo es que… el día que os pillé en la cocina, ¿recuerdas?

No estaba muy segura de querer hablar de aquel día.

– Sí.

– Nunca te había visto mirar a nadie de aquella forma, eso es todo.

Y yo que pensaba que había tenido cuidado de no mirarlo en absoluto.

– ¿Y?

Se encogió de hombros, miró a James y de nuevo a mí. -Me gusta verte con alguien que te hace feliz. Conseguí sonreír, aunque con cierta amargura.

– Déjà-vu.

– Sí -respondió Claire, riéndose.

– Se ha ido -dije yo con un hilo de voz-. Es mejor así. Me va a costar tiempo, nada más. A veces, las cosas no ocurren como las habías previsto.

Claire se dio unas palmaditas en la barriga.

– Y que lo digas.

Parecía que los chicos estaban dando por terminada su fascinante conversación sobre béisbol o lo que fuera. Levanté la barbilla y tomé aire profundamente.

– Pasadlo bien en el cine.

– Lo haremos -miró a James y a Dean, que volvían charlando a la cocina-. Piensa en lo que te he dicho, Anne.

– Encontrar la manera de desligarme de él. Sí, lo sé. No debería ser tan difícil, Claire, puesto que ya no está.

– Anne -me dijo mi hermana dándome una palmadita en el hombro-, has dado por hecho que me refería a Alex.


Me quedé muy callada cuando mi hermana se fue con su nuevo amorcito. James puso música suave mientras recogía la mesa. Yo me concentré en limpiar a conciencia la fuente de la lasaña, aunque no era necesario que brillara como si fuera nueva.

Desligarme. Dejar marchar a uno de los dos. Una cosa era saberlo y otra muy distinta hacerlo. Dejarlo marchar. ¿Pero a cuál de los dos?

James me acercó la rejilla donde había tostado el pan y la metió en el agua. Me rodeó con sus brazos. Me acarició el cuello con su aliento y, un momento después, me rozó la piel con los labios. Me recliné contra él con los ojos cerrados.

Permanecimos así un buen rato, sin decir nada. Las canciones que salían por los altavoces no eran mis favoritas, pero eran lentas y melodiosas. Nos mecimos un poco. James me puso las manos en las caderas e hizo que me girara sin decir nada. Tal vez no hubiera nada que decir.

En ese momento sonó el teléfono. Los dos lo miramos, pero ninguno se movió pata responder. Saltó el contestador al cabo de dos tonos.

Era él.

– Hola… soy yo. Sólo quería deciros que he terminado lo que vine a hacer a Sandusky. La gente de Cleveland y yo hemos alcanzado un acuerdo. Me voy a encargar de supervisar su filial de Tokyo. Abandono el país otra vez. Sólo quería que lo supierais. Los dos. Y también quería…

Guardó un largo momento de silencio durante el cual James y yo nos quedamos inmóviles, escuchando.

– Quería daros las gracias por el verano -dijo Alex.

Pensé que iba a decir algo más. Mi mente insistía en que no podía limitarse a concluir con un simple «gracias» el verano que habíamos pasado juntos, insistía en que tenía que añadir algo más importante, pero colgó sin más y la grabadora se detuvo.

Abrí la boca para decir algo, pero las palabras se me quedaron atascadas en la garganta. El aire se me escapó entre los dientes. Miré a James, que tenía la vista fija en el teléfono.

Me soltó y se acercó al teléfono con la luz parpadeante que indicaba que no habíamos recibido el mensaje. Sabía que iba a descolgar y devolverle la llamada a Alex. Estaba segura, igual que lo estaba del color de mis ojos o de lo que dolía golpearse el dedo con la cómoda cuando iba al cuarto de baño a oscuras. Lo supe sin ningún género de dudas.

James apretó el botón del contestador. La voz de Alex empezó a hablar de nuevo. James pulsó otro botón.

Borró el mensaje. Se volvió hacia mí.

– Vámonos a la cama -dijo, y eso hicimos.


Era la primera vez que entraba en el hotel Breakers. Nunca me había hecho falta quedarme en el hotel más antiguo del parque, aunque había pasado muchas veces por delante de su grandiosa fachada de color blanco cuando pascaba por la playa.

Poseía una elegancia de otros tiempos, con su hermosa rotonda abierta y su acceso a la playa. Era un hotel con historia. El parque seguía abierto los fines de semana, y fuera, el ruido de las atracciones y los gritos de los visitantes que subían a la montaña rusa llenaban el frío aire de otoño, pero dentro el hotel estaba muy tranquilo. Sereno.

Alex abrió la puerta a mi primer toque. No podía estar esperándome, pero tampoco pareció sorprendido de verme. No se apartó de inmediato para dejarme entrar. Al final se apartó con un suspiro reticente, tal vez con intención de hacer que me sintiera culpable, pero no lo logró.

El sonido de la puerta al cerrarse detrás de mí me resultó atronador e irreversible. Si había alguna posibilidad de que fuera a marcharme, se esfumó con el clic del pestillo. Tuve que cerrar los ojos un momento. Inspiré profundamente una vez. Cuando los abrí, Alex seguía allí. Casi me daba miedo que sólo lo hubiera soñado.

– ¿Sabe Jamie que estás aquí?

– Sí.

– ¿De verdad? -no debía de esperar una respuesta afirmativa.

Alex se pasó una mano por el pelo hacia atrás y la ahuecó contra la nuca. Llevaba una camisa rosa, abierta, y esos vaqueros que yo tan bien conocía. Iba descalzo. Me daban ganas de ponerme de rodillas y besarle todos los dedos. No me moví, sin embargo.

– Joder -masculló él, sin mirarme.

– Exacto.

Aquello hizo que levantara la vista rápidamente, con ojos de zorro. Se quitó la mano del cuello y la dejó caer a lo largo del costado, como si quisiera agarrar algo, pero no supiera qué. Entreabrió los labios, pero no dijo nada. Se limitó a mirarme con aquellos ojos grises.

– Necesito saber algo, Alex -mis dedos empezaron a desabrochar los botones de mi camisa, uno a uno-. ¿Tú quieres follarme?

Él no dijo nada, ni siquiera cuando me quité la camisa y la tiré al suelo. Tampoco cuando me bajé la cremallera de mi falda vaquera larga y la deslicé por mis caderas. Me quedé delante de él en bragas y sujetador, para nada la lencería provocativa que se esperaría de una mujer que pretende seducir a un hombre, sino un conjunto de sencillo y cómodo algodón.

Su mirada me quemaba en la piel, pero no retrocedí. Abrí los brazos.

– ¿Quieres?

Él me agarró con brusquedad y dureza, algo que había esperado pero que no por eso evitó que emitiera un grito ahogado de sorpresa.

– ¿Es a eso a lo que has venido?

No traté de zafarme, aunque me estaba clavando los dedos en la parte superior de los brazos.

– Sí.

Me acercó a sí. No había olvidado lo que era estar en sus brazos. Todo él encajaba perfectamente en mí, a la perfección.

– Jamie es mi mejor amigo -me susurró al oído.

Puede que tuviera remordimientos de conciencia, pero su pene no tenía tantos escrúpulos. Me estaba apretando a través de la tela vaquera. Me acordaba de lo que era tenerlo en mis manos y pegado a mi cuerpo o dentro de mi boca. Me estremecí al recordarlo.

– Es mi marido -le susurré yo.

Le había crecido un poco el pelo, ahora le cubría las orejas y me hacía cosquillas al rozarme. Nos quedamos así un rato, con la respiración entrecortada, mejilla contra mejilla. Aflojó la presión sobre mis brazos y me soltó. Yo no me aparté.

Él soltó un gemido y se retiró un poco para poder contemplar mi rostro. Primero se concentró en mis labios. Después en mis ojos.

– ¿Por qué, Anne? ¿Por qué ahora?

– Porque lo deseo -respondí simple y llanamente-. Porque te vas.

Al ver que no respondía, le quité la camisa. Le saqué los brazos de las mangas. Cuando quedó desnudo de cintura para arriba, posé las palmas abiertas sobre su piel. Se le endurecieron los pezones a mi contacto y se le puso la piel de gallina. Entonces me incliné hacia delante, rodeándole la cintura con los brazos, y apoyé la mejilla en su pecho, justo encima de su corazón.

– Porque tengo que dejarte marchar -dije al final-. Porque tienes que irte.

Él me rodeó con sus brazos y me estrechó con fuerza. Sus dedos trazaron con suavidad el perfil de mis omóplatos.

– Me voy. Es lo mejor.

– No lo es -susurré yo-. Pero da igual.

Levanté la vista y le enmarqué el rostro con mis manos para acercarlo al mío. Lo besé lentamente y sin piedad, sin darle oportunidad a apartarse. Sus manos se tensaron en mi cintura al principio, y después se relajaron. Nuestras bocas se unieron y nuestras lenguas se encontraron. Me tragué su aliento.

La cama estaba a corta distancia, pero nos llevó un rato llegar. Le bajé la cremallera y metí la mano. Allí estaba su pene caliente. Lo acaricié, algo no exento de dificultad con los vaqueros puestos. Alex rompió el beso y apoyó su frente en la mía con los ojos cerrados.

– Anne -dijo. Nada más que eso. Esperé porque tenía que haber más, pero cuando no dijo nada más, sonreí, enganché los dedos en la cinturilla de los vaqueros y tiré de ellos hacia abajo. Me arrodillé ante él y lo ayudé a salir de ellos.

Él estaba desnudo y yo no, pero yo estaba de rodillas. Su pene se alzó, duro, y mi boca y mis manos acudieron a su encuentro. Alex volvió a gemir, más alto esta vez. Enredó los dedos en mi pelo mientras empujaba dentro de mi boca. Deslicé una mano a lo largo del pene y sopesé sus testículos en la palma.

Hay pocas veces en que uno sabe con absoluta certeza que va a hacer algo por última vez. La vida tiene una forma de moverse en círculos que te proporciona la posibilidad de llevarte de vuelta a sitios a los que no esperabas regresar y de alejarte de aquellos a los que sí esperábamos regresar. En muchas ocasiones no prestamos atención a los detalles y se nos escapan entre los dedos preciosos momentos creyendo que tendremos una segunda oportunidad de vivirlos.

Yo no pensaba permitir que se me escapara aquel momento con Alex. No se trataba de explorar su cuerpo. Ya lo conocía. Estaba prestando atención a los detalles. Aquélla sería la primera y la última vez. No quería perderme ni un detalle.

Cerró los puños dentro de mi pelo y tiró. Abandoné mi ejercicio de adoración a su pene y me senté sobre los talones. Él bajó la vista y me miró, ahuecando la palma contra mi mandíbula. Sus ojos resplandecían. Su boca brillaba de humedad por mis besos. Me acarició la mejilla y ascendió hasta mis rizos. Yo cerré los ojos brevemente. Cuando los abrí, me tendió la mano para ayudarme a levantarme, y la tomé.

Alex me condujo a la cama, deteniéndose primero a echar hacia atrás el edredón. Las sábanas blancas estaban frías. Era una cama muy cómoda. Me posó en ella con manos firmes, pero cariñosas, y después se tumbó sobre mí, besándome.

La delgada barrera que constituían mis bragas hacía que cada vez que se restregaba contra mí, la fricción en mi clítoris se multiplicara por dos. Separé los muslos y le rodeé las corvas con mis piernas, atrayéndolo hacia mí. Nuestros besos se tornaron más apasionados, más apremiantes. Nos devoramos mutuamente.

Deslizó los labios sobre mi garganta, me mordisqueó el hombro. Yo me arqueé, con un gemido, y me lamió con la lengua. Su cuerpo me mantenía clavada en la cama, pero no me sentía atrapada. Quería estar allí, debajo de él, alrededor de él.

Alex metió la nariz entre la clavícula, me mordisqueó el pecho justo por encima del sujetador, me bajó el tirante con los dientes. Después metió las manos por detrás de mi espalda y lo desabrochó. Me lo sacó de los brazos y lo lanzó hacía atrás sin importarle dónde caía. Con sus ojos clavados en mí, ahuecó las palmas contra mis senos. Cuando paseó los pulgares por encima de mis pezones, duros y anhelantes, dejé escapar un quejido que habría sido vergonzoso en cualquier otra circunstancia.

– Sé cómo acariciarte -me dijo.

– Sí que lo sabes.

Sonrió de medio lado.

– Quiero que vuelvas a hacer ese ruido.

No tuvo que hacer mucho para arrancármelo de nuevo. Le di lo que quería y él se quedó satisfecho. Reemplazó las manos por la boca y me lamió suavemente primero un pezón y luego el otro. Sus manos encontraron otros sitios que acariciar. Una cadera. Un muslo. Mi vientre. Debajo de mi rodilla. Rodamos por la cama, abrazados, buscando posturas que nos agradaran.

Aunque no estábamos haciendo nada nuevo, y aunque sabíamos que esta vez el final sería distinto, no nos apresuramos en llegar. A cada caricia, cada beso, cada roce y cada lametón le correspondía su momento de gracia.

Alex también estaba prestando atención.

Al final se colocó encima de mí. Su pene me rozaba el clítoris a cada pequeña embestida. Estábamos jadeando y nos latía desaforadamente el corazón. Nos habíamos llevado mutuamente al borde del abismo una y otra vez, retrocediendo en el último momento antes de que pudiéramos alcanzar el orgasmo.

Hasta el placer puede provocar dolor cuando es implacable. Tenía todos los nervios de mi cuerpo a flor de piel y me sentía arder. Cada beso y cada caricia me provocaban escalofríos. El universo había quedado reducido a la boca, las manos y el pene de Alex.

Se movió. Yo me abrí para él. Penetró mínimamente en mi interior, tan sólo el glande, lubricado a causa de mi húmedo sexo. Se detuvo, me lamió los labios e inspiró profundamente. Le temblaban los brazos de tener que sujetarse en aquella postura. Yo me removí y elevé las caderas para facilitarle la entrada.

Alex fue penetrándome muy poco a poco en vez de hacerlo con una fuerte embestida. Nos estábamos mirando a los ojos cuando se hundió por completo en mi interior. Me vi reflejada en ellos.

No es justo lo rápido que me corrí. Me sentía engañada. Mi cuerpo me traicionó respondiendo con demasiada rapidez a la presión de su hueso púbico sobre mi clítoris y a sus embestidas. Su boca capturó todos mis gemidos. Di rienda suelta a la primera oleada de placer, pero sus besos me llevaron de vuelta para que pudiera experimentar un nuevo clímax.

No sé cuántas veces me corrí. No sé si fue una o una docena. Mi cuerpo estaba tan sensibilizado que era como si estuviera dentro de Alex mientras se movía en mi interior. Hicimos el amor interminablemente, y no nos pareció suficiente, pero no teníamos más tiempo.

Aminoró la marcha al final, tardando el doble de tiempo en cada embestida. Me lamió los labios. Nuestros cuerpos estaban pegados por el sudor. Lo rodeé con brazos y piernas, para mantenerlo todo lo pegado a mí que me fuera posible. Si hubiera podido hacer que nuestros cuerpos se fundieran en uno solo, lo habría hecho, cuando el placer me invadió nuevamente y él alcanzó su propio orgasmo con un estremecimiento.

Nos corrimos juntos al final, en una de esas veces en las que todo sale a la primera, sin ningún fallo. Fue mágico, extático, eléctrico.

Perfecto.

Después, permanecimos tumbados el uno al lado del otro en la cama del hotel, mirando al techo, las manos a nuestro costado, entrelazadas. Fuera se oía el chirrido metálico del coche de la montaña rusa al alcanzar la cúspide, el momento de silencio y, finalmente, los gritos al descender a toda velocidad.

No podía durar eternamente. El destino no lo había querido. Me puse de lado y lo miré. Me empapé de las líneas y las curvas de su rostro.

Se podrían haber dicho cosas, pero me bastó con besarlo una última vez. No le pedí permiso para utilizar la ducha, simplemente lo hice. Lo borré de mi cuerpo con el agua.

No se había movido de la cama cuando salí envuelta en una toalla. Me sequé y me vestí. Alex me observaba sin decir nada. Su silencio era de agradecer. Facilitaba mi marcha.

Vestida ya, me arreglé como pude los rizos con los dedos delante del espejo. Con la ayuda del maquillaje, la máscara de pestañas y el brillo de labios me disfracé de alguien que no era. Me alisé la ropa y ya estaba lista para irme.

Lo miré. Seguía sin moverse.

– Adiós, Alex -le dije-. Espero que seas feliz.

No me respondió. Quería que me dijera adiós. Que dijera algo. Pero tenía que ser el canalla harapiento hasta el final. Me dirigió un breve gesto de asentimiento y una media sonrisa que me hicieron preguntarme si lo había arriesgado todo sólo por unas horas de lujuria imposible. Si había sido sólo eso desde el principio. Si había cometido un error yendo a verlo.

– Anne -dijo cuando ya tenía la mano en el pomo.

Me detuve, pero no me di la vuelta.

– Cuando te dije que Jamie había sido la única persona que me había hecho comprender cómo podría ser amar a alguien…

Me giré y lo miré por última vez.

– Bueno, no ha sido la única.

Sólo lamento una cosa de aquel día, y es que la última vez que vi a Alex mi vista estaba borrosa por las lágrimas.

Cerré la puerta a mi espalda y permanecí en el pasillo hasta que recobré la compostura. Después erguí la espalda y me sequé la cara. La playa de fuera era más grande y estaba más limpia que la porción que disfrutábamos en nuestra casa, pero el agua era la misma. El lago estaba revuelto, y el agua fría me oscureció la falda al mojármela hasta las rodillas. Había ido a despedirme de él y eso había hecho. No era un final feliz al estilo de los cuentos de hadas, pero era el único final posible.

– Que seas feliz -susurré al agua.

La perfección es un objetivo demasiado alejado para aspirar a él. A veces, el esfuerzo nos proporciona más satisfacción que el fin en sí mismo. Apreciamos lo que hemos estado a punto de perder más que lo que nunca dudamos. James me esperaba en casa. Allí tenía una vida con él. Con nuestros hijos, si alguna vez los teníamos. No era una vida perfecta, pero sería una buena vida, si los dos nos esforzábamos en que lo fuera. Mi marido me esperaba, y yo llegaría a él a tiempo.

Porque en ese momento, justo en ese preciso instante, permanecí dentro del agua, con el viento azotándome el rostro, sin temor ya a que pudiera ahogarme.

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