Capítulo 1

Estaba bañado en luces y sombras. De puntillas me deslicé hacia la cama, sigilosa como la niebla. Tire de las mantas para ver su cuerpo.

Me gustaba contemplarlo cuando dormía, a pesar de que, a veces, me dieran ganas de pellizcarme para comprobar que no estaba soñando. Que aquel era mi marido y aquella mi casa, mi vida. Nuestra perfecta vida. Que en el mundo había quien tenía muchas cosas buenas y yo era una de esas personas.

James se removió, pero no llegó a despertarse. Me acerque un poco más hasta quedar a su lado. Verlo allí tendido, con aquellas largas y musculosas extremidades suyas cubiertas por una piel tersa y tostada por el sol me hacía cerrar los dedos en un puño de ganas de tocarlo. Me contuve porque no quería despertarlo. Quería seguir contemplándolo un poco más.

Despierto, James no era de los que se están quietos. Sólo mientras dormía se relajaba, se suavizaba, se derretía. Y aunque me resultaba difícil creer que era mío cuando dormía, no me costaba nada recordar cuánto lo amaba.

Yo sabía propiciar el engaño a ojos de los demás. Llevaba el anillo y respondía al nombre de señora de James Kinney. Mi permiso de conducir y las tarjetas de crédito demostraban que tenía derecho a llevarlo. La mayor parte del tiempo nuestro matrimonio se me antojaba algo prosaico, como cuando me ocupaba de la colada y la compra, de limpiar los cuartos de baño, de prepararle la comida para que se la llevara al trabajo o de doblar sus calcetines para guardarlos. En esos momentos nuestro matrimonio era algo sólido, algo con un significado pleno. Duro como el granito. Pero a veces, como cuando contemplaba cómo dormía, la roca se volvía una piedra caliza que se disolvía fácilmente bajo el lento goteo de mis dudas.

La luz del sol se colaba entre las ramas del árbol que se alzaba hasta nuestra ventana, salpicándole en todos aquellos lugares donde me gustaría besarlo. Los oscuros círculos gemelos de sus pezones, las elevaciones de sus costillas, que parecían más escarpadas con el brazo por encima de la cabeza, la mata de fino vello que le empezaba en el estómago para ir a juntarse con el vello más abundante que se alojaba entre sus piernas… Todo en él era largo y esbelto. Pura fuerza. James parecía delgado, a veces incluso frágil, pero bajo la piel era todo músculo. Tenía unas manos grandes y encallecidas, acostumbradas al trabajo duro, pero perfectamente capaces de jugar también.

Me incliné sobre él para rozarle los labios con mi aliento, súbitamente interesada en lo de su capacidad para jugar. Rápido como un rayo me agarró las dos muñecas con una mano y tiró de mí hacia la cama, poniéndose acto seguido encima de mí, y se acomodó entre mis muslos. Lo único que nos separaba era el fino tejido de mi camisón de verano. Se estaba empalmando ya.

– ¿Qué hacías? ¿Estabas viendo cómo dormía?

James me llevó las manos por encima de mi cabeza haciendo que me estirase. Dolía un poco, aunque eso hacía que el placer fuera aún más intenso. Me levantó el camisón con la mano libre y ascendió por mi muslo.

Mientras hablaba, sus dedos rozaban mi vello púbico.

– ¿Por qué me mirabas?

– Porque me gusta -contesté yo en el momento en que sus curiosos dedos me hacían contener el aliento bruscamente.

– ¿Tú crees que me gusta que me mires mientras duermo? -sus labios se curvaron en una sonrisa de engreimiento. Sus dedos me tocaban la piel ya, pero aún no se movían. Yo me reí.

– No, probablemente no.

– Pues te equivocas.

Bajó la boca hacia la mía sin llegar a besarme. Yo estiré el cuello, buscando sus labios, pero él los mantuvo apartados lo justo para evitar el roce. Su dedo empezó a trazar el lento movimiento circular que sabía me haría enloquecer. Sentía calor y una presión dura contra la cadera pero, sin poder mover las manos, que James seguía sujetando, lo único que podía hacer para expresar mis quejas era retorcerme.

– Dime qué quieres que te haga.

– Bésame.

James tenía los ojos de un azul claro como el cielo del verano bordeados de un tono más oscuro. El contraste podía resultar chocante. Las oscuras pestañas bajaron en forma de abanico cuando los entornó. Se humedeció los labios.

– ¿Dónde?

– Por todas partes… -respondí yo, interrumpiendo la frase con un suspiro seguido de un gemido entrecortado en respuesta a sus caricias.

– ¿Aquí?

– Sí.

– Dilo.

Yo no lo hice, al principio, aunque sabía que, tarde o temprano, él conseguiría que hiciera lo que quisiera. Siempre lo hacía. Ayudaba que, normalmente, yo también quería lo mismo que él. Nos complementábamos bien en ese sentido.

James me mordió en aquel sensible punto donde el cuello y el hombro se unían.

– Dilo.

En vez de hacerlo, me retorcí bajo sus manos. Me metió el dedo, a continuación lo sacó y se puso a remolonear cuando yo deseaba que presionara con más vigor. Estaba provocándome.

– Anne -dijo James con seriedad-. Dime que quieres que te chupe el coño.

Antes me desagradaba mucho esa palabra, claro que eso fue antes de que conociera su poder. Es la palabra que utilizan algunos hombres para llamar despectivamente a aquellas mujeres que los superan en algo. «Puta» se ha convertido en algo así como una insignia de orgullo, pero «coño» sigue sonando sucio y grosero, y siempre pasará.

A menos que nos retractemos.

Dije lo que el quería que dijera. Lo hice con voz ronca, pero no débil. Miré a mi marido a los ojos, oscurecidos por la pasión.

– Quiero que pongas la cara entre mi piernas y hagas que me corra.

Por un momento. James no se movió. Yo notaba su pene caliente y cada vez más duro contra mi cadera. Vi cómo le palpitaba el pulso en la garganta. Entonces pestañeó muy despacio y de sus labios brotó esa sonrisa de engreimiento tan suya.

– Me encanta oírtelo decir.

– A mí me encanta que lo hagas -murmuré yo.

Ahí se terminó la conversación. Se deslizó hacia abajo, me levantó el camisón y puso la boca justo donde yo le había dicho que quería tenerla. Me estuvo lamiendo largo rato, hasta que me estremecí y grité. Entonces subió otra vez y me penetró. Me folló hasta que los dos nos corrimos entre gritos que sonaban como plegarias.


El sonido del teléfono interrumpió el momento de languidez postcoital al que habíamos sucumbido. La edición dominical del Sandusky Register, extendido sobre la cama, se arrugó y crujió cuando Juanes alargó el brazo por encima de mí para levantar el auricular. Yo aproveché la ocasión para lamerle la piel y darle un mordisco que le hizo dar un respingo y soltar una carcajada al tiempo que respondía.

– Será mejor que sea algo importante -dijo a quien fuera que hubiera llamado.

Pausa. Yo lo miré con curiosidad por encima de la sección de estilo. Estaba sonriendo de oreja a oreja.

– ¡Serás hijo de puta! -James se reclinó contra el cabecero y levantó las rodillas-. ¿Qué haces? ¿Dónde coño estás?

Intenté captar su mirada, pero estaba totalmente absorto en la conversación. James es una gran mariposa que va revoloteando de un foco de atención a otro y no tiene problemas para concentrarse en cada uno de forma individual. Es halagador cuando tú eres ese foco, pero no es nada agradable cuando no lo eres.

– Qué suerte tienes, cabrón -dijo James. Se le notaba casi envidioso, lo que no hizo sino aumentar mi curiosidad. Normalmente, James era objeto de admiración entre sus colegas, el que siempre tenía los juguetes más nuevos-. Creía que estabas en Singapur.

En ese momento supe quién había trastocado nuestra perezosa tarde de domingo. Tenía que ser Alex Kennedy. Volví a mi periódico, atenta a la conversación de James. No había nada particularmente interesante en el periódico. La verdad es que no me importaba gran cosa lo último en cuestión de moda para el verano o el coche que se llevaba ese año. Y me importaba aún menos el asunto de los robos y la política, de modo que me puse a leer por encima y descubrí que me había adelantado a mi tiempo pintando el dormitorio de color melón el año anterior. Al parecer era el color de moda de la temporada.

Escuchar sólo un lado de una conversación es como formar un rompecabezas sin mirar a la foto de la muestra. Escuchaba a James hablar con su mejor amigo del instituto sin contar con una información básica y un contexto que me sirvieran para colocar las piezas en su sitio. A mi marido sí lo conocía bien, y desde un punto de vista íntimo, pero no conocía de nada a Alex.

– Sí, sí. Claro que lo hiciste. Siempre lo haces.

Allí estaba nuevamente el interés, teñido de un entusiasmo que me resultaba desconocido. Miré a James. Su rostro resplandecía de júbilo y algo más. Algo casi doloroso. A pesar de que era un hombre que prestaba gran atención a sus prioridades, a James no le daba miedo mostrar su alegría por la buena suerte de los demás. Bien es cierto que no se dejaba impresionar con facilidad. Ni intimidar. Sin embargo, ahora parecía sentir un poco de ambas cosas, lo que me hizo olvidarme de la insipidez del color melón para concentrarme en oír lo que decía.

– Anda ya, tío, gobernarías el mundo si quisieras.

Pestañee sorprendida. El tono sincero, casi infantil, se me hacía tan desconocido como la expresión de su rostro. Era realmente sorprendente. Un poco inquietante. Era la manera en que un chico le habla a una mujer a la que está convencido de amar, pese a saber que ella ni lo va a mirar siquiera.

– Sí, lo mismo te digo -dijo seguido de una risa suave, secreta casi. No su habitual carcajada-. De puta madre, tío. Me alegra oírlo.

Otra pausa mientras escuchaba la respuesta. Me quede mirando cómo se frotaba la cicatriz curva de color blanquecino que tenía justo encima del corazón, una y otra vez, de manera inconsciente. No era la primera vez que lo veía hacerlo. El gesto le servía como talismán cuando estaba cansado, disgustado o excitado. A veces brevemente, tan sólo la rozaba de pasada como quien se sacude las migas de la camisa. En otras ocasiones, como en ese momento, la caricia adquiría un ritmo hipnótico. Me fascinaba ver cómo se acariciaba aquella cicatriz, que bien podía tener forma de media luna, o de mordisco o de ceño o de arco iris, dependía.

James frunció el entrecejo.

– No me digas… ¿En que estaban pensando? Que putada. Alex. Joder, lo siento mucho, tío.

De la euforia al disgusto en un abrir y cerrar de ojos. Esto también era inusual en mi marido, quien se movía con desenvoltura entre los distintos focos que llamaban su atención, pero manteniendo siempre una estabilidad emocional. Su léxico también había variado a lo largo de la conversación, como si hubiera vuelto a ser el hombre que era antes. No soy una mojigata respecto al uso de un tipo de lenguaje soez, pero James estaba diciendo «putada» y «joder» demasiadas veces.

Al momento su rostro se iluminó. Se irguió contra el respaldo y estiró las piernas. La luz de su sonrisa apareció por detrás de los nubarrones que parecían oscurecer su rostro sólo un momento antes.

– ¿Sí? ¡Adelante! ¡De puta madre! ¡Lo has conseguido, tío! ¡Qué de puta madre!

Llegado ese momento no pude seguir conteniendo mi expresión de sorpresa, pero James pareció no darse cuenta. Estaba brincando levemente sobre la cama, que al moverse hizo que cayeran al suelo las páginas arrugadas del periódico.

– ¿Cuándo? ¡Genial! Es… sí, sí… por supuesto. No hay problema, de verdad. Será estupendo. ¡Pues claro que te lo digo en serio! -me dirigió un vistazo rápido, pero yo estaba segura de que no me veía. Estaba demasiado absorto en lo que fuera que estuviera ocurriendo con su amigo-. ¡Qué ganas tengo! Sí. Tú avísame. Adiós, tío. Nos vemos.

Con eso pulsó el botón de desconexión y se reclinó contra el cabecero con una sonrisa de oreja a oreja tan enorme y resplandeciente que parecía un poco neurótico. Esperé a que dijera algo, a que me contara eso tan genial que tanto le había excitado. Aguanté en silencio un poco más de lo que cabía esperar.

Ya iba a preguntarle cuando James se volvió hacia mí. Me besó con pasión, enredando los dedos en mi pelo. Noté que los labios me palpitaban un poco y esbocé una mueca de dolor

– No te imaginas lo que ha pasado -dijo, pero se respondió solo sin darme tiempo a decir nada-. Una compañía inmensa ha comprado la empresa de Alex. De la noche a la mañana se ha convertido en un puto millonario.

Lo que sabía de Alex Kennedy cabría sin problemas en media página de un cuaderno. Sabía que trabajaba en la otra punta del mundo, en el mercado asiático, desde que James y yo nos conocimos. No pudo asistir a nuestra boda, pero había enviado un elegante regalo con pinta de ser escandalosamente caro. Sabía que era su mejor amigo desde que estaban en octavo curso y que habían tenido una pelea cuando tenían veintiún años. Siempre tuve la sensación de que sus desavenencias no habían quedado zanjadas por completo, claro que las relaciones entre hombres son muy distintas a las que mantienen las mujeres. Que James apenas hablara con su amigo no significaba que no se hubieran perdonado.

– Menuda noticia. ¿De verdad se ha hecho millonario?

James se encogió de hombros y tensó los dedos dentro de mi pelo al tiempo que apoyaba la espalda contra el respaldo de la cama.

– Ese tío es un puto genio, Anne. Ni te imaginas hasta que punto.

No lo imaginaba, no.

– Entonces es una buena noticia. Para él.

James frunció el ceño y se pasó una mano por el pelo. Lo tenía castaño, pero las puntas habían empezado a aclarársele ya pese a que estábamos a principios de verano.

– Sí, pero los capullos que han absorbido su empresa han decidido que no quieren que siga formando parte de la compañía. Se ha quedado sin trabajo.

– ¿Acaso necesita trabajo alguien que es millonario?

James me lanzó una mirada como diciendo que no me enteraba de nada.

– Que no sea necesario que hagas algo no significa que no quieras hacerlo. Sea como sea, Alex ya no tiene nada que hacer en Asia. Se vuelve.

Sus palabras quedaron en suspenso, habría jurado que en su tono había algo muy parecido al anhelo durante la décima de segundo en que me miró con otra enorme sonrisa.

– Lo he invitado a que venga a visitarnos. Me ha dicho que se quedará unas semanas con nosotros, mientras monta su nuevo negocio.

– ¿Unas semanas? ¿Aquí?

No quería parecer poco acogedora, pero…

– Sí -James esbozó una pequeña sonrisa, secreta, para sí mismo-. Va a ser genial. Cariño, Alex te va a encantar. Lo sé.

Entonces me miró y, por un instante, vi a un hombre desconocido. Me tomó la mano y entrelazó nuestros dedos. Después se llevó el dorso a los labios, que me acariciaron la piel, y me miró por encima de los nudillos. La excitación había oscurecido sus ojos azules.

Pero no era yo la causa de aquella excitación.


Yo era la única nuera de Evelyn y Frank Kinney. Pese al frío recibimiento que me habían dispensado cuando James y yo empezamos a salir, y el trato igualmente frío durante lo que duró nuestro compromiso, una vez me convertí en una Kinney, fui tratada como tal. Evelyn y Frank me acogieron en el seno del clan, y una vez allí, como si de una poza de arenas movedizas se tratara, poco podía hacer por escapar.

En general, podría decirse que mi relación con la familia era cordial. Las hermanas de James, Margaret y Molly, eran algo mayores que nosotros, estaban casadas y tenían niños. Yo no tenía demasiadas cosas en común con ellas, aparte de que las tres éramos mujeres, y, a pesar de que se esmeraban en invitarme a las «noches de chicas» que celebraban con su madre, no puede decirse que estuviéramos muy unidas. Tampoco parecía importar.

Como era de esperar. James no se había percatado de lo superficial que era mi relación con su madre y sus hermanas, y a mí me daba lo mismo. Me daba igual tener que guardar las apariencias. La imagen resplandeciente que impide que la gente se asome a lo que hay debajo, las corrientes subterráneas y profundas de la verdad. A fin de cuentas, estaba acostumbrada.

No habría sido preocupante de no ser porque la señora Kinney albergaba ciertas… expectativas.

Adónde íbamos. Qué hacíamos. Cómo lo hacíamos y cuánto nos costaba. Quería saberlo todo y no se contentaba con saberlo, siempre tenía que saber más.

Me llevó unos meses de gélidas llamadas telefónicas comprender que si James no le daba detalles, tendría que hacerlo yo. Dado que había sido ella quien lo había educado en la creencia de que el mundo giraba en torno a él, pensé que caería en la cuenta de que era culpa de ella que su hijo no viera que giraba en torno a ella. A James no parecía importarle que su comportamiento desagradara a su madre, pero a mí sí me importaba. James eludía a su madre cuando se hacía la mártir, lo que hacía con bastante frecuencia, pero yo era incapaz de aguantar los silencios embarazosos, los comentarios apenas disimulados que hacía acerca del respeto o las comparaciones con Molly y Margaret, que no se atrevían ni a estornudar sin que su madre les revisara el pañuelo para comprobar el color de los mocos. A James le importaba un pimiento, pero a mí sí, de modo que intentar cumplir con las expectativas de la señora Kinney se convirtió en una más de las leyes que tenía que cumplir.

– Ojalá tu madre dejara de preguntarme cuándo voy a darle al grupito un primito con el que jugar -dije sin inmutarme, con una calma que podría haber partido el cristal.

James me miró un momento y volvió a centrar su atención en la carretera, un tanto resbaladiza por culpa de la lluvia de esos últimos días de primavera.

– ¿Cuándo te ha dicho eso?

No se había dado ni cuenta, claro. Hacía mucho que James había perfeccionado el arte de desconectar con respecto a su madre. Ella hablaba, él asentía. Ella se quedaba satisfecha, él permanecía ajeno a todo.

– ¿Cuándo no lo dice? -me crucé de brazos, la vista fija en las espirales de agua que formaban los limpiaparabrisas en la luna, como si fuera un cuadro de arte abstracto.

James conducía en silencio, un talento admirable. Saber cuándo guardar silencio. «Ya podía haberlo aprendido su madre», pensé yo con vehemencia. Las lágrimas me escocían en la garganta, pero me las tragué.

– No quiere decir nada -comentó finalmente James cuando enfiló el sendero de entrada de nuestra casa. El viento había arreciado conforme nos aproximábamos al lago, y los pinos del jardín agitaban sus ramas con virulencia.

– Pues yo creo que sí quiere decir algo. Ése es precisamente el problema. Sabe exactamente lo que dice, acompañándolo de esa risita afectada, como si estuviera gastando una broma, cuando habla totalmente en serio.

– Anne… -James suspiró y se volvió hacia mí mientras sacaba la llave del contacto. Quedamos a oscuras cuando los faros se apagaron y pestañeé ante el cambio. La oscuridad pareció amplificar el sonido del golpeteo de la lluvia sobre el techo del coche-. No te enfades.

Me volví hacia él.

– Siempre lo pregunta, James. Cada vez que estamos juntas. Me aburre ya oírselo decir.

Me acarició el hombro y descendió por mi trenza.

– Quiere que tengamos críos. ¿Qué hay de malo en ello?

No contesté. James retiró la mano. En ese momento pude ver su silueta débilmente contorneada, el resplandor en sus ojos a la tenue luz que entraba en el coche a través de la cortina de agua. Las atracciones del parque de Cedar Point seguían encendidas a pesar de la lluvia y de la hilera de coches que avanzaban por la carretera elevada.

– Cálmate, Anne. No hagas un drama…

Atajé sus palabras abriendo la puerta. Era agradable sentir la fría lluvia en mis acaloradas mejillas. Levanté el rostro hacia el cielo y cerré los ojos, fingiendo que era únicamente lluvia lo que las mojaba. James salió del coche. El calor que desprendía me arropó antes de que me rodeara los hombros con el brazo.

– Vamos dentro. Te estás poniendo hecha una sopa.

Dejé que me llevara al interior de la casa, pero no le dirigí la palabra. Me fui directa al cuarto de baño y abrí el grifo del agua caliente de la ducha. Me quité la ropa y la dejé hecha un montón en el suelo. Me metí en la bañera cuando la estancia se hubo llenado de vapor. El agua caliente sustituyó el agua fría de la lluvia que caía fuera.

Allí me encontró James, con la cabeza inclinada hacia delante para que el agua caliente me relajara la tensión del cuello y la espalda. Me había deshecho la trenza, y el pelo me caía sobre el pecho en mechones enredados.

Tenía los ojos cerrados, pero el breve golpe de frío que se coló cuando se abrió la puerta de cristal de la mampara me avisaron de la llegada de mi marido segundos antes de que me rodeara con sus brazos. James me estrechó contra su pecho. No necesitó más que unos segundos para que su piel se caldeara bajo el agua. Apreté el rostro contra su piel, cálida y húmeda, y me dejé abrazar.

Permanecimos un rato en silencio mientras el agua nos acariciaba a los dos. Recorrió mi espina dorsal con los dedos, arriba y abajo, de la misma forma que hacía con su cicatriz. El agua se acumuló en el espacio que quedaba entre mi mejilla y su pecho, quemándome en el ojo. Tuve que despegarme para que el agua bajara.

– Venga -James esperó a que levantara la vista-. No te disgustes. No soporto verte disgustada.

Yo quería explicarle que disgustarse de vez en cuando no era malo, pero no lo hice. Que una sonrisa podía hacer tanto daño como un grito.

– Me pone furiosa.

– Lo sé.

Me acarició el pelo. No lo sabía. No estoy segura de que un hombre pueda llegar a comprender jamás lo complicado de las relaciones femeninas. No quería comprenderlo. James también prefería quedarse en la superficie.

– A ti nunca te pregunta -ladeé la cabeza para mirarlo. El agua me salpicaba haciéndome parpadear.

– Eso es porque sabe que no voy a responder -acarició mi entrecejo con la yema de un dedo-. Sabe que eres tú la que está al mando.

– ¿Por qué soy yo la que está al mando? -quise saber, aunque ya conocía la respuesta.

Para él era fácil, hacerse el intachable.

– Porque se te da bien.

Fruncí el ceño y me aparté de él para tomar el bote de champú.

– Me gustaría que me dejara en paz.

– Pues díselo.

Suspiré y me di la vuelta.

– Sí, claro. Como si eso funcionara con tu madre, James. Es una mujer siempre abierta a las sugerencias.

Él se encogió de hombros y me tendió la mano para que le pusiera un poco de champú en la palma.

– Se quejará un poco, y ya está.

Lo que yo quería era que fuera él quien le dijera a su madre que nos dejara en paz, pero sabía que eso no iba a ocurrir. A él, el hijo que nunca hacía nada mal, le importaba un bledo si sus padres se enfadaban. No era su problema. Así, impotente y consciente de que yo tenía la culpa, me tragué la ira y me concentré en lavarme el pelo.

– Vamos a quedarnos sin agua caliente.

Ya empezaba a salir tibia. Nos dimos prisa en terminar de lavarnos, compartimos la esponja y el gel, jugueteando también además de lavarnos. James cerró el grifo mientras yo alcanzaba dos gruesas toallas del armario situado junto a la ducha. Le pasé una, pero antes de que me diera tiempo a empezar a secarme, James me sujetó de una muñeca y me atrajo hacia él.

– Ven aquí, cariño. No te enfades.

Me resultaba difícil aguantar mucho tiempo enfadada con él. Puede que James se quedara tan tranquilo sabiendo que nunca hacía nada mal, pero eso le hacía mostrarse aún más generoso en sus demostraciones de afecto. Me secó cuidadosamente, escurriéndome el agua del pelo y dándome suaves golpecitos con la toalla en el resto del cuerpo. Me secó la espalda, los costados, detrás de las rodillas. Entre las piernas. Se arrodilló delante de mí y procedió a levantar y secarme los pies, uno después del otro. Cuando dejó la toalla a un lado, mi pulso latía desacompasado. Tenía la sensación de que la piel, ya enrojecida a causa del agua caliente de la ducha, iba a empezar a echar humo de un momento a otro. James me puso las manos en las caderas y me atrajo suavemente hacia el.

Cuando se acercó para depositar un beso en la mata de vello rizado que se alojaba entre mis muslos, no pude contener el suspiro. Me atrajo todavía más hacia el sujetándome por las nalgas y me retuvo en la posición adecuada mientras sacaba la lengua para chuparme el clítoris. Uno, dos ligeros lametazos y tuve que morderme el labio para contener un sonoro gemido.

Baje la mirada y observé su oscura cabeza. Sus fuertes muslos cubiertos de áspero vello también oscuro, flexionados en posición arrodillada. La densa mata de vello púbico que protegía su pene ya abultado contrastaba brutalmente con la tersura de su torso y su trasero libres de vello. Tan sólo tenía un poco en el vientre. Se inclinó sobre mí para besarme con ternura. Su lengua y sus labios acariciaban, su aliento atormentaba.

Una mujer que no se sienta poderosa cuando tiene a un hombre arrodillado ante ella besándole el sexo con adoración se engaña a sí misma. Coloqué la mano en su nuca. Su boca seguía trabajándome con ansiosa delicadeza, instándome a balancear las caderas hacia delante. La tensión empezó a arremolinárseme en el vientre. Noté que deslizaba las manos por mi trasero, trazando círculos que yo imité en el movimiento de mi pelvis.

Cuando me empezaron a temblar los muslos, me ayudó a dar media vuelta, hasta que conseguí apoyarme en el borde de la bañera con patas. El frío metal debería haberse puesto a crepitar cuando entró en contacto con mi piel. El borde se me clavaba en el trasero de una manera incómoda, pero cuando James, aún de rodillas, me separó las piernas y me penetró con boca y dedos, me olvidé de todo.

Gimió en un susurro cuando me metió un dedo. Yo jadeé cuando añadió un segundo dedo. James era de esos amantes de mano lenta, como la canción. De caricias suaves.

No siempre he sabido cómo responder a él. Sus caricias lentas y sedosas al principio me descolocaban. No había esperado nada más. Me había acostado con James porque llevábamos ya un par de meses saliendo juntos y él esperaba que sucediera, y porque no quería decepcionarlo. No me fui a la cama con él porque pensara que podría hacer que me corriera.

Ahora me daba suaves lametazos al tiempo que me metía los dedos ligeramente curvados para poder masajear levemente el botón esponjoso de mi punto G. Me agarré al borde de la bañera, arqueando la espalda, las piernas abiertas ampliamente. Me dolía. No me importaba nada. Después se me quedarían rígidos los dedos y una línea roja en las nalgas de sujetarme con tanta fuerza a la bañera de metal, pero en ese momento, con James entre las piernas, el placer barrió todo lo demás.

La primera vez que nos acostamos juntos, no me preguntó si me había corrido. Ni la segunda, ni la tercera. Dos meses después de empezar a acostarnos, una noche estábamos en un hotel al que habíamos ido a pasar un fin de semana sin avisar a nadie, cuando se detuvo en mitad de un beso y bajó la mano.

– ¿Qué quieres que te haga? -me preguntó en voz muy baja, pero de forma desprovista de retórica, sin alardear.

Había estado con chicos que daban por sentado que unos minutos de jugueteo con el dedo bastaban para hacerme alcanzar el éxtasis. Acostarme con ellos no había significado nada para mí, no había surtido efecto alguno. Había fingido el orgasmo para mantener las apariencias, y yo lo prefería así. De esa forma me resultaba más fácil encontrar motivos por los que romper con ellos y hacerles creer que era cosa suya.

James me lo preguntó con sinceridad al comprender que lo que me había estado haciendo hasta el momento no había funcionado, pese a que yo no le hubiera dicho nada. Me acarició con suavidad el clítoris y los labios, haciéndome estremecer. Entonces me miró a los ojos.

– ¿Qué puedo hacer para que te corras?

Podría haberme limitado a sonreír y hacerle gorgoritos, a decirle que era perfecto en la cama, el mejor amante que había tenido en la vida. Podría haberle mentido, y al cabo de un mes habría encontrado alguna manera de hacerle creer que no quería seguir saliendo conmigo. Creo que hasta pensé en hacerlo. Nunca he sabido bien por qué no lo hice, por qué, en cambio, al levantar la vista y mirar a James a esos ojos tan característicos sólo pude decirle: «No lo sé».

No era verdad, pero era al menos más honesto que decirle que estaba haciéndolo todo lo bien que se podían hacer las cosas. Abrí la boca para recibir su beso, pero James no me besó. Se quedó mirándome, pensativo, trazando lentos círculos con la mano sobre mis muslos y mi vientre, aventurándose de vez de cuando a estimularme el clítoris.

– Te quiero, Anne -me dijo. Era la primera vez, aunque no el primer chico que me lo decía-. Quiero hacerte feliz. Deja que lo haga.

No estaba muy convencida de que pudiera yo hacer algo así, pero le sonreí. Él me sonrió. Se inclinó y me besó en los labios con exquisita suavidad. Su mano seguía moviéndose, lenta y acertadamente.

James se había pasado una hora entera chupándome, besándome y acariciándome. Yo no me había resistido ni protestado, contenta de dejarle hacer lo que le viniera en gana. Hasta que, al final, incapaz de soportarlo más, mi cuerpo me sorprendió y el placer se apoderó de todo.

Lloré la primera vez que consiguió que me corriera. No de pena. Sino de absoluta liberación. De alivio. James me había proporcionado un orgasmo, pero yo no me había abandonado por completo a él. Seguía sabiendo quién era. Podía decirle que lo quería, en serio, y decirlo no me consumía. No debía tener miedo de perderme en él.

De vuelta al presente, James cambió de postura delante de mí y apartó un momento la boca de mi cuerpo. El respiro hizo que gimiera entrecortadamente, el placer más intenso si cabe cuando empezó a chuparme de nuevo. Con sus dedos fue dando de sí mi abertura vaginal. Yo deseaba más. Entonces cerró el puño alrededor de su pene y empezó a masturbarse.

– Noto lo cerca que estás -dijo con la voz ronca y un tanto amortiguada contra mi cuerpo-. Quiero que te corras.

Podría haberlo hecho con uno o dos lametazos más, pero me sentía codiciosa.

– Te quiero dentro de mí.

– Levántate. Date la vuelta.

Obedecí. Me había costado un tiempo aprender a responder ante James, pero desde entonces, él también había aprendido más cosas sobre mí. Me sujetó por las caderas mientras yo me sujetaba a un lado de la bañera. Entonces me incliné, ofreciéndome a él.

James me penetró hasta el fondo. Un grito se derramó por mi garganta. Empezó a moverse, empujando con lenta y deliberada precisión. Notaba el sexo hinchado acogiendo su erección, admitiéndolo en el interior de mi cuerpo. De mi clítoris emanaban pequeñas corrientes de placer que me subían y bajaban por vientre y muslos, y hasta los dedos de los pies, encogidos sobre la alfombrilla del baño.

El orgasmo me rondaba, aguardando el momento justo para estallar y arrastrarme. Contuve el aliento. Empujé contra él, y el golpeteo de mi trasero mojado contra su vientre hizo que soltara un gemido. El pelo me colgaba a ambos lados de la cara. Cerré los ojos para no distraerme con la araña que se había hecho el harakiri en el fondo de la bañera.

James se aferró con más fuerza a mis caderas. Sus dedos colisionaban con la solidez del hueso. Los pulgares se hundían en la tierna carne. Su pene me llenaba. Bajé una mano para meterme un dedo en el sexo hinchado y no pude contener los gemidos.

El teléfono sonó en ese instante.

Abrí los ojos y nuestro ritmo se vio alterado momentáneamente. El pene de James chocó contra el fondo de mi vagina. El súbito dolor hizo que soltara un grito ahogado hasta que logramos recuperarnos. El teléfono volvió a sonar, desarmando mi concentración con su áspero cencerreo.

– Falta muy poco, cariño -masculló James, retomando el paso.

Nuevo tono. Yo me tensé, pero James me retuvo poniéndome una mano en el hombro. Sus dedos se cerraron y tiraron de mí, muy cerca de mi garganta, presionando el punto en el que me latía el pulso. Después bajó la otra mano para reemplazar la mía y empezó a frotarme el clítoris de manera implacable. Llevándome hasta el precipicio.

Saltó el contestador. No quería escuchar. Estaba a punto de conseguirlo. Cerré los ojos otra vez. Agaché la cabeza. Me agarré a ambos lados de la bañera y me empujé contra James, abriéndome a él.

– Jamie -dijo una voz pausada, dulce como el caramelo-. Perdona que te llame tan tarde, tío, pero he perdido el reloj. No sé qué hora es.

Solté el aire que había estado conteniendo. James gruñó y embistió con más fuerza. Yo tomé aire y me esforcé por vencer el ligero mareo. El clítoris me palpitaba bajo los dedos de James.

– El caso es que sólo quería llamarte para decirte cuándo llego -una carcajada íntima se coló por el auricular del teléfono. Su dueño sonaba como si estuviera borracho o colocado o tal vez simplemente agotado. Tenía una voz profunda, lánguida y llena de matices. Como el sexo-. Voy a salir, tío, quiero pasarme por unos cuantos clubes nocturnos más antes de irme. Llámame al móvil, hermano. Ya sabes mi número.

A mi espalda, James dejó escapar un leve gemido apenas audible. Deslizó las uñas por mi espalda y me lanzó a un clímax tan potente que vi lucecitas de colores aun con los ojos fuertemente apretados.

– Y… Jamie -añadió la voz, bajando el tono aún más, el tipo de voz que se emplea entre alguien que está confiando un secreto-. Va a ser genial verte, tío. Te quiero, hermano. Y ahora me voy.

James gritó. Yo me estremecí. Nos corrimos al mismo tiempo, sin decir nada, escuchando las palabras de Alex Kennedy desde la otra punta del mundo.

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