Capítulo 18

Nos reunimos en casa de Patricia para poder ocuparnos también de los niños. Mi madre y Mary se estaban ocupando de preparar café y sándwiches que no le apetecían a nadie a una hora tan temprana. Claire, que no había dejado de soltar insultos e invectivas sobre Sean y esa manía que le había entrado últimamente, subió a la habitación de juegos de los niños con Callie y Tristan para mantenerlos entretenidos y que no molestaran. Mi padre se paseaba, incomodo, de un lado a otro de la cocina. James y yo estábamos en la mesa con Patricia, que parecía haberse quedado paralizada.

– Sabía que era grave, pero no sabía hasta que punto -dijo Patricia, repasando montañas de facturas y avisos de la compañía de la tarjeta de crédito, aunque las había revisado tantas veces que ya debía de haber memorizado el contenido-. No sabía… Me siento como una estúpida.

Se tapó el rostro con las manos. Aparté los papeles a un lado y el gesto hizo que levantara la cabeza. Pensé que me los quitaría de las manos, pero la desesperación pudo con ella, y volvió a taparse la cara.

– Dios mío, ¿qué voy a hacer?

Mi madre le puso una taza de café delante.

– Bébetelo.

Patricia negó con la cabeza.

– No, tengo náuseas.

Mary le preparó un ginger ale con hielo.

– Prueba con esto.

Patricia bebió un poco.

– Tiene cuatro tarjetas de crédito de las que yo no sabía nada. Ha agotado el crédito de todas. El importe alcanza otros veinte mil… pero eso no es todo…

– Respira hondo -le dije al notar que empezaba a temblarle la voz de nuevo-. Todo saldrá bien.

Sean había sido arrestado por tráfico de drogas. Su adicción al juego le había creado una deuda tan grande que había recurrido a un «amigo» que había conocido en las carreras para que lo ayudara a conseguir dinero en efectivo de forma fácil. Este amigo resultó ser uno de esos fanfarrones idiotas que ponen en peligro la vida de otros. El caso es que éste puso en contacto a Sean con otro hombre que necesitaba que alguien entregara unos paquetes. Finalmente, habían terminado pillando a Sean, que babeaba ante la promesa de un par de cientos de dólares fáciles que tenía intención de convertir en miles en las carreras, con cuarenta bolsas de marihuana de primera, motivo para ir a la cárcel de inmediato.

Aquélla era su versión de los hechos, tal como nos llegó a nosotros pasada por el filtro de una Patricia casi histérica. Lo que Sean no le había dicho era que no sólo había perdido sus ahorros apostando a los caballos, sino que llevaba seis meses sin pagar la letra de la hipoteca. Había pedido que le enviaran los extractos del banco al trabajo para que ella no pudiera verlos. También había sacado grandes cantidades de dinero de su tarjeta de crédito familiar. Patricia no descubrió lo de las cuatro nuevas tarjetas abiertas sólo a su nombre hasta que abrió su maletín buscando la clave del ordenador.

– Me dijo que estaba todo solucionado -dijo-. Me dijo que estaba recibiendo ayuda. Que estaba viendo a un consejero. Que estaba pagando las facturas. ¡Incluso comprobé la cuenta por Internet! ¡Y era cierto que las estaba pagando!

Se deshizo nuevamente en lágrimas. Mi padre se acercó al frigorífico, registró en el interior y sacó una lata de cerveza. Todos lo miramos, pero fue sólo un momento. Patricia acaparaba toda nuestra atención.

– Estaba utilizando las tarjetas de crédito para pagar las facturas. Operaba con las distintas cuentas, abriendo nuevas cuando alcanzaba el límite del crédito. ¿A qué idiota se le ocurría seguir mandándole tarjetas? -exclamó.

La prefería furiosa a desesperada.

– Lo solucionaremos, Pats. Pero cada cosa a su tiempo, ¿de acuerdo? En primer lugar tenemos que saber a cuánto asciende la fianza.

– O dejar que se pudra en la cárcel -opinó Mary.

Era algo más propio de Claire y mi madre chasqueó con la lengua en señal de desaprobación. Patricia gimoteó y se cubrió la cara con las manos nuevamente. James parecía estar mordiéndose la lengua, pero no dijo nada.

– El banco quiere quince mil para empezar -respondió Patricia con la voz amortiguada por las manos-. Me lo acaban de decir. Así que he entrado en nuestra cuenta, aun sabiendo que no tenemos nada. Habíamos empezado a recuperarnos desde que dejó de jugar. O eso pensaba yo. Quiero decir que, de cada nómina, íbamos ahorrando un poco.

Aparentemente. La realidad era que Sean había estado despilfarrando el dinero. Miré la montaña de extractos que tenía en la mano. Los idiotas que le habían enviado las tarjetas nuevas por lo menos habían tenido la cabeza de limitar el crédito a cinco mil.

– Entonces se me ocurrió rellenar un cheque a cuenta de la tarjeta de crédito. Pero cuando llamé para averiguar cómo se hacía, me dijeron que sobrepasaría el límite de crédito de la tarjeta. ¡Y me ofrecieron ampliar el límite! -exclamó, riéndose con incredulidad-. ¡Por ser buenos clientes! ¿Os lo podéis creer? ¡Llevamos un año pagando lo mínimo por recibir casi el máximo de crédito y van y me ofrecen ampliar el límite!

– Lo que sea para que gastes más -dijo mi madre-. No les importa que no puedas devolverlo todo. Porque entonces pueden cobrarte intereses.

– En ese momento supe que no podíamos permitirnos dejar de pagar los gastos de la tarjeta del crédito -prosiguió Patricia. Bebió otro sorbo de ginger ale. Estaba recuperando el color de las mejillas-. ¡Qué idiota!

No sabría decir si se refería a Sean o a sí misma.

– No te eches la culpa, Patricia. Sean te ha estado mintiendo.

– Sabía que había un problema, pero no quería ver lo grave que era. Quería creer en Sean -dijo Patricia-. Quería confiar en él.

Mary le frotó los hombros un poco.

– Es normal. Nadie sabía que estaba tan enganchado ni tan endeudado.

– ¡No sé qué voy a hacer! -exclamó Patricia, llorando.

Mientras todos estrechábamos el círculo a su alrededor para darle nuestro apoyo y que se sintiera mejor, mi padre seguía caminando arriba y abajo con nerviosismo. Al final, agarró las llaves del coche de la mesa. Mi madre levantó la vista y se apartó de Patricia para seguir a mi padre hasta la puerta. Yo también me levanté y los seguí.

– ¿Adónde vais?

Los dos se dieron la vuelta.

– Necesito salir un rato. Enseguida vuelvo.

Mi madre asintió y levantó la cara para que le diera un beso, pero yo lo miré con el ceño fruncido.

– Papá, Patricia necesita que estés aquí.

– Ella no me necesita -dijo mi padre.

– Sería un detalle por tu parte que estuvieras aquí para prestarle apoyo -dije sin levantar la voz-, en vez de ir a emborracharte para que tengamos que preocuparnos por ti además, preguntándonos donde estarás y cuándo regresarás.

Mis padres se irguieron de repente y se quedaron rígidos. Mi madre bajó la cabeza ocultando su expresión. Mi padre me miraba como si no pudiera creer lo que acababa de decirle. Yo tampoco me lo podía creer.

– ¿Cómo me dices una cosa así?

– Porque es la verdad, papá -conteste yo-. Porque ha sido siempre la verdad.

Me giré sobre los talones dejándolos allí parados. No me quedaban energías para retirar lo que acababa de decir. Pero en cualquier caso, no quería verle la cara cuando saliera por la puerta.

Mary y Patricia no me miraron cuando regresé a la cocina, pero James sí, y me tendió la mano. Nunca le había estado tan agradecida como en ese momento.

– ¿Cuánto dinero debéis en total? -preguntó James a mi hermana, rompiendo el tenso silencio.

– Un poco más de setenta mil dólares. Setenta mil dólares -repitió, vocalizando cada palabra como si así fueran menos reales. O más.

– Santo Dios -susurró Mary.

Patricia torció el gesto.

– ¡Si él no gana esa cantidad al año…! Y me repitió una y otra vez que no hacía falta que yo también trabajara. Que no hacía falta.

– Ya trabajas. Te encargas de la casa y los niños. Eso ya es mucho trabajo -dije yo-. Y aunque tuvieras un trabajo retribuido, no podrías haber evitado lo que ha hecho.

– ¿Qué voy a hacer? -preguntó Patricia en un susurro. Parecía que tuviera el estómago revuelto.

Mi madre regresó a la cocina y se sirvió una taza de café sin decirnos nada. Nosotros no la miramos, aunque sí que intercambiamos alguna mirada entre nosotros. Patricia levantó el vaso, pero lo volvió a dejar en la mesa sin beber

– Yo puedo conseguir el dinero -dijo James.

Todas nos giramos hacia él. Lo primero que sentí fue un tremendo orgullo por su disposición a ayudar a mi hermana. Pero este sentimiento fue sustituido por la duda. Kinney Designs iba dando beneficios, pero poco a poco. La mayoría de nuestros bienes estaban invertidos en el negocio, y aunque lo liquidáramos todo, dudaba mucho que consiguiéramos tal cantidad.

– No tenemos tanto dinero.

Él negó con la cabeza.

– No, pero sé cómo puedo conseguirlo.

Patricia le tomó la mano.

– Te lo devolveremos todo, James. Lo sabes. Me da igual el tiempo que tardemos.

Él le dio unas palmaditas en los dedos.

– No te preocupes ahora por eso. Ya lo resolveremos más tarde.

Sólo se me ocurría una forma, o más bien una persona, que pudiera prestarle tal cantidad.

– ¿Pero cómo vas a…?

– Sé dónde está.

– ¿Quién? -preguntó Patricia.

Yo respondí en nombre en James.

– Su amigo, Alex.

– ¿De verdad? ¿Y tiene tanto dinero? ¿Y va a querer prestármelo? -por primera vez desde que nos llamara por teléfono esa mañana, Patricia parecía esperanzada.

– Hará lo que sea por Jamie -contesté yo, consciente de que era cierto.

James se levantó para marcharse y se inclinó para darme un beso. Yo giré la cara en el último instante, presentándole la mejilla en vez de mi boca. Fingí que estaba prestando mi atención a mi hermana, pero no engañé a James, ni a mí misma.


Mi padre no regresó. James regresó al poco rato con un cheque por importe suficiente para cubrir la fianza de Sean y la promesa de que, en cuanto los bancos abrieran el lunes, recibiría otro por el resto del importe a que ascendía la deuda. Creo que se sintió aliviado al escapar de allí acompañando a mi hermana a recoger a su marido. No sabía llevar bien las lágrimas y los abrazos de agradecimiento.

Acostamos a los niños antes de que Patricia llegara con Sean y James. Mi madre sacó los sándwiches que nadie había probado antes. Claire estaba tumbada en el sofá, víctima de las hormonas del embarazo, y Mary había salido al jardín a hablar por teléfono.

Yo no tenía hambre, pero comí algo. Mi madre picoteó un pretzel acompañándolo de café, sin dejar de mirar el reloj a cada minuto. Capture un pretzel con los dedos como si fuera un cigarrillo y aspiré una calada imaginaria.

– Yo te llevaré a casa, mamá.

– Tu padre vendrá a recogerme.

– Pues entonces Claire os llevará a los dos a casa -dije yo. Mi cigarrillo imaginario estaba rancio, pero mordisqueé un extremo de todos modos.

– Creo que Claire se quedará por aquí unos días -dijo mi madre-, para ayudar a Patricia con los niños.

– Entonces Mary, James o yo te llevaremos -insistí con firmeza-. Pero no vas a subirte a un coche con papá.

– Anne -dijo mi madre con tono brusco-, creo que puedo decidirlo yo sola.

– ¡No si vas a cometer semejante estupidez! -le espeté yo-. ¡Tienes suerte de que no os hayáis matado todavía!

– Deberías tener más cuidado con lo que dices.

– Ya soy mayor, mamá -le dije-. Y sabes que tengo razón.

Al principio no contestó, sino que se quedó mirando la taza de café que tenía delante.

– Tu padre está bien.

– Escucha. No me importa lo que haga en casa o en el bar, pero que se siente al volante de un coche después de haber bebido no sólo es estúpido, también es egoísta e irresponsable. Si quiere destrozarse el cuerpo con el alcohol, es asunto suyo. Pero no pienso quedarme sentado sin decir nada mientras pone en peligro la vida de otros. Se vuelve negligente cuando bebe y corre riesgos, pero lo peor es que no quiere admitirlo cuando le dices que ha bebido demasiado. Puede emborracharse todo lo que le dé la gana, pero debería tener las pelotas para admitirlo.

El semblante de mi madre era una máscara dura y tensa.

– Tu padre…

Levanté una mano para que se callara. No me encontraba de humor para escuchar sus excusas.

– Mamá. Ahórrate las mentiras, ¿de acuerdo? Si quieres creer que no es verdad lo que digo, me parece bien. Llevo demasiados años soñando que me ahogaba para seguir escuchando tonterías.

– ¿Que te ahogabas? ¿Qué quieres decir?

Solté un largo y profundo suspiro. Y, al igual que había hecho con James, le conté a mi madre la experiencia de la barca en el lago. Ella me escuchó, aferrándose a la taza de café con dedos cada vez más tensos.

– No lo sabía -dijo-. No sabía que había sido tan…

– ¿Horrible? Pues lo fue -dije yo, encogiéndome de hombros.

– Nunca dijiste nada.

– Porque te fuiste. Y cuando regresaste mejoró otra vez. ¿No? A excepción de la bebida, los brotes depresivos y los acontecimientos como recitales de danza o fiestas de cumpleaños a los que se le olvidó asistir. Momentos de nuestra vida en los que contábamos con él, pero él no estaba. Las cosas mejoraron, ¿verdad que sí?

– Oh, Annie -dijo mi madre.

Sabía que lo había dicho con amargura, pero no me detuve ni siquiera cuando el sentimiento de culpabilidad amenazó con aplastarme con sus dedos huesudos.

– Espero que mereciera la pena, mamá.

– Anne, no tienes idea de…

– Claire me dijo que pasaste aquel verano con otro hombre. ¿Es cierto?

Mi madre elevó el mentón.

– Claire tiene que aprender a mantener la boca cerrada.

– ¿Es verdad?

– Sí.

Suspiré y agaché la cabeza.

– Pensaba que si te hubiera dicho lo de papá y el incidente de la barca, te habrías quedado. Pero no lo habrías hecho, ¿verdad?

– Tal vez -dijo-. A lo mejor…

Dejó las palabras en el aire. Yo la miré y me vi a mí misma con veinte años más. Sólo confiaba en que llevara la tristeza pintada en el rostro.

– Estaba enamorada de otro hombre -dijo-. No tengo por qué justificarme ante ti, pero lo haré. Siempre fue muy difícil convivir con tu padre. Traía un buen sueldo a casa, pero su humor cambiaba como el tiempo. También era posesivo y celoso. Estaba convencido de que tuve una aventura con otro durante nuestra luna de miel.

Me contuve antes de preguntarle si era cierto.

– Así que decidí demostrarle que se equivocaba. Sólo quería que dejara de reprocharme a todas horas algo que no había hecho. Conocí a Barry en la bolera. Empezó a darme clases. Era amigo de tu padre y, es gracioso, pero fue el único con quien no me acusó de haberme acostado.

– ¿Tuviste una aventura con él?

– No teníamos intención de que ocurriera, Anne. Simplemente, ocurrió -mi madre bebió un sorbo de café que debía de estar más que frío-. Y me enamoré de él.

– Y te fuiste con él. Nos abandonaste.

– No sabía si las cosas funcionarían con Barry. No quería arrastrar a mis hijas de un lado para otro. Necesitaba un poco de tiempo para aclararme. Ser madre no significa ser perfecta -dijo mi madre-. Cometí errores. Lo mío con Barry no salió como yo pensaba. Amaba a tu padre demasiado para abandonarlo. ¿Crees que debería haberos llevado conmigo, haberos alejado de vuestro padre y presentado a un extraño sin saber si era el hombre adecuado para mí?

– ¡Nos abandonaste! -exclamé-. ¡Se pasó bebiendo todo el verano! ¡Todos los días nos decía que se iba a tirar al lago con los bolsillos llenos de piedras o que se iba a disparar en la cabeza!

– Lo siento -dijo mi madre, extendiendo los dedos como si buscara absolución-. Lo siento, cariño. No lo sabía. Y sólo puedo lamentar no haberlo sabido.

Tenía razón, claro. Ahora ya sólo podía lamentarlo. No podía arreglarlo, ni cambiar el pasado.

– ¿Por qué elegiste a papá? -le pregunté-. ¿Acaso no amabas a Barry?

– No. Sí lo amaba. Tanto como a vuestro padre, pero de otra manera. Yo era una persona diferente cuando estaba con él. Con él era una mujer que no tenía cuatro hijas y una historia. Él me permitió ser otra persona, pero al final… no era lo que yo quería.

Nunca habría creído que mi madre fuera capaz de expresarse con tanta elocuencia. Me sentí mal por haberla ignorado durante todos esos años.

– ¿Alguna vez has lamentado la decisión que tomaste? ¿Alguna vez te planteas cómo podrían haber sido las cosas?

– Por supuesto que lo hago. Pero no dejo que me impida seguir adelante.

Yo asentí con la cabeza gacha.

– Lo siento, mamá.

Ella emitió un sonido de sorpresa.

– ¿Por qué?

– Por no haber sido mejor hija.

– Oh, Anne -dijo mi madre, riéndose-. ¿No sabes que para mí eres perfecta? ¿Que cada una de vosotras es perfecta?

Me abrazó y las dos nos pusimos a llorar, juntas. Debimos de hacer bastante ruido, porque Claire se despertó y entró en la cocina frotándose los ojos. Nos miró con una mano en la cadera.

– ¿Qué demonios pasa aquí?

– Mamá cree que soy perfecta.

– Que te jodan, guapa. La perfecta soy yo -dijo Claire.

Mi madre suspiró con resignación.

– Claire, por el amor de Dios. Ese lenguaje. No le hables a tu hermana de esa manera.

Pero Claire y yo nos estábamos riendo y haciéndonos gestos obscenos con las manos. Mi madre, inferior en número, no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza y lanzar las manos al aire en señal de rendición.

– Sois todas un perfecto hatajo de pesadas -dijo.

Para mí era bastante.


La difícil situación de mi hermana iba a arreglarse, gracias a la ayuda de James y al dinero de Alex. Sin embargo, solucionar el problema de mi hermana nos había creado uno a nosotros. Yo había prometido sinceridad y él me había dado mentiras.

Más bien omisión de hechos, cierto, pero yo me había hecho responsable de mis propias omisiones, como si verdaderamente le hubiera mentido. Me había dejado creer que Alex había desaparecido. De nuestras vidas. De la mía, desde luego, sí que había desaparecido. No así de la de mi marido.

Las tormentas que nos habían estado amenazando todo el fin de semana extendieron su amenaza a lo largo de todo el lunes. Estaba de pie en la cubierta de madera, observando el color grisáceo que iban adquiriendo las aguas del lago y cómo se iban oscureciendo las nubes. La brisa agitaba las puntas de mi pelo, enredándolo, pero no me lo recogí.

Quería ser una guerrera.

James llegó a casa cuando empezaban a caer las primeras gotas sobre la madera y mis pies descalzos. No me volví a saludarlo. Tiré de las mangas de mi sudadera amplia y me guardé las manos. El agua de la lluvia creó unos cercos oscuros en mis vaqueros.

– Deberías habérmelo dicho -fue todo lo que dije cuando oí sus pisadas en la puerta de la terraza.

– Me dijiste que habías hecho que se marchara. No sabía que te importara. Creía que querías que se fuera.

– Pero tú no.

– No -dijo James-. Supongo que no. Si hubiera creído que podrías soportar su presencia aquí, no sólo por el sexo, te lo habría dicho.

Me di la vuelta al oír sus palabras.

– ¡Que te jodan!

James retrocedió.

– Anne…

– No -lo atajé yo, señalándolo con un dedo-. Cállate. Que te jodan, James. Lo dices como si te pareciera una tontería. «Lo del sexo». Como si se tratara de un jueguecito estúpido o algo así.

– ¡No quería decir eso!

– ¿Entonces qué querías decir? «Pobrecita Anne, tiene la cabeza hecha un lío por «lo del sexo» con Alex. Y después la situación se le escapó de las manos, así que decidió echarlo de casa y obligarlo a que se fuera»… Pero eso no te pareció importante, ¿verdad? Y decidiste seguir viéndote con él, a mis espaldas. ¿Qué hacéis cuando estáis juntos James? ¿Os colocáis y jugáis con la consola? ¿Veis películas porno y os hacéis pajas juntos tal vez? Oh, espera, se me olvidaba. No eres gay -dije esto último con una mueca de desprecio.

La lluvia empezó a caer con más furia, aunque de momento seguían siendo gotas sueltas en vez de un chaparrón. Estaban frías y me hacían daño al chocar con mi piel. El agua empezó a acumularse en la cubierta formando pequeños charcos.

– ¡No quería que te enfadaras, eso es todo!

Me daban ganas de zarandearlo hasta que le castañetearan los dientes. Quería gritar. Quería que se me llenara la boca de agua de lluvia para no tener que volver a hablar con él.

– Se metió en nuestra casa, en nuestra cama y jodió nuestro matrimonio…

– Alex no jodió nuestro matrimonio.

– En eso tienes toda la razón -contesté yo-. Fuiste tú quien lo jodió.

Levantó un dedo para señalarme con él, con gesto acusador, pero a continuación bajó la mano.

– Ya te has forjado una opinión de mí. Yo no puedo decir nada que te haga cambiar de opinión, así que no pienso molestarme.

El viento frío se me metió por dentro. Apreté los dientes para evitar que me castañetearan, y dije:

– Tú has sido el causante de esto, James. Tú lo organizaste.

– Y tú lo deseabas -me espetó él-. Se notaba en tus ojos cuando lo viste por primera vez. Querías que te desnudara allí mismo. No estoy ciego, ¿sabes?

– ¿Y qué hiciste tú? ¿Me entregaste a él para que no tuviera que ir a buscarme?

No respondió.

– ¡No soy una propiedad para que puedas entregarme a nadie! -le grité, aproximándome a él-. ¡No era la princesa de uno de esos jodidos videojuegos, James!

– ¡Pero tú lo deseabas! -me gritó él-. ¡Maldita sea, Anne, lo deseabas! ¡Deseabas a Alex!

– ¿Pero que deseabas tú? -pregunté yo-. ¿Por qué deseabas hacerlo tú?

James se dio la vuelta y se apoyó en la barandilla, la cabeza gacha. Algunas gotas le salpicaron en la nuca, una zona que parecía vulnerable por encima del cuello de su cazadora vaquera.

– No sé qué quieres que te diga.

– Dime la verdad.

Estábamos empatados, furiosos los dos. Inspiré varias bocanadas de aire de tormenta, pero seguía sintiendo como si me estuviera ahogando. James se irguió y me miró. La lluvia caía por su rostro.

– Debería haberte contado que seguía viéndolo -me dijo, finalmente-. Pero, joder, Anne, no es que me lo esté follando ni nada de eso. Sólo salimos a tomar unas cervezas de vez en cuando. Jugamos al billar. Somos amigos. Eso es lo que hacemos.

– ¿Entonces por qué no me lo contaste? ¿Por qué me dejaste creer que había desaparecido?

– Tú no hablabas de él. Creía que no querías. Nunca me preguntaste si sabía algo de él.

– No sabía que tuviera que preguntártelo.

James me miró, impotente.

– Creía que no querías saberlo.

No podía sorprenderme que pensara eso. Parecía que me conocía mejor de lo que yo creía.

– Yo no le pedí que se fuera.

James se quedó quieto, mirándome fijamente.

– ¿Qué?

– Yo no le pedí que se fuera -dije-. Yo quería que se quedara. Le pedí que se quedara.

James sacudió la cabeza y apoyó la mano en el marco de la puerta. La lluvia caía sobre nosotros.

– Pero tú dijiste…

– Quería que creyeras que fui yo quien puso fin a la relación. Pero fue él. Él se marchó. Yo quería que se quedara, pero él se marchó. Le dio lo mismo. Aunque eso ya no importa, ¿no? El asunto es que tú deberías haberme dicho que os seguíais viendo.

– Claro, sobre todo después de lo jodidamente sincera que has sido conmigo durante los últimos meses -dijo él-. Tú deberías haberme dicho que seguías poniéndote las inyecciones, Anne. Puede que las cosas hubieran sido distintas.

James cerró la boca nada más decir esto último. Me limpié el agua de los ojos, porque quería ver bien qué cara me ponía cuando respondiera a mi pregunta.

– ¿Distintas en qué sentido?

– No importa. Olvídalo. Ya está hecho. Los dos la jodimos.

– James -dije con la voz de un guerrero despiadado-. Si hubieras sabido que estaba tomando anticonceptivos y que no podría quedarme embarazada, ¿habrías cambiado las normas?

Me empujó para que me apartara, pero sólo tocó aire. Yo no me moví. La lluvia me iba trazando un reguero por la espalda.

– ¿Le habrías dicho que podía follarme?

– No quiero seguir hablando de esto.

– ¡James! ¿Habrías dejado que me follara de haberlo sabido?

– ¡No lo sé! -gritó-. De todos modos, ¿cómo sé que no ocurrió nunca? ¡Sé que hacíais cosas cuando yo no estaba! ¿Cómo sé que no estabais follado todo el día?

– ¡Porque te queremos! -exclamé yo. El viento arreció, llevándose mis palabras con él-. ¡Porque tú dijiste que eso no podíamos hacerlo, y los dos te queremos demasiado para hacerte daño! ¿Por qué crees que se marchó? ¿Por qué crees que lo dejé marchar? ¡Porque los dos te queremos, y yo también lo quiero a él, aunque sé que es lo más desastroso que he hecho nunca!

Era un desastre, pero yo lo había elegido. No podía seguir mirándolo. Atravesé corriendo la cubierta de madera y bajé al jardín. Resbalé sobre la hierba mojada y me caí sobre una rodilla, pero me levanté y corrí hasta la orilla arenosa. Había relámpagos y truenos que retumbaban a lo lejos, aunque se estaban acercando.

Me metí en el lago. El agua estaba muy fría para ser agosto. Me detuve con el agua por las rodillas y me mojé la cara, intentando borrar las lágrimas.

Me acordé de la amenaza de mi padre de meterse en el lago con los bolsillos llenos de piedras. De niña aquello me asustó hasta el punto de producirme pesadillas. Yo me imaginaba a mi padre, con el pelo flotando como si fueran algas, el rostro mordisqueado por los peces y los bolsillos llenos de piedras. A veces no era mi padre, sino yo. De adulta había reconocido que era una melodramática y manipuladora forma de llamar la atención, pero seguía soñando con que el peso de las piedras me impedía subir a la superficie.

O con cómo sería la sensación de ahogarse.

– ¡Anne!

El viento alejaba de mí la voz de James, pero aun así la oí.

No me giré. Volvió a gritar. Levanté el rostro hacía el cielo. Agua fría por arriba y agua fría por abajo.

– ¡Anne! ¡Sal de ahí!

Rayos. Truenos. No corría peligro de ahogarme con el agua por las rodillas, pero no era muy inteligente meterse en el agua en medio de una tormenta eléctrica. Me volví para mirar su silueta, que se recortaba contra la casa.

Nunca había estado desesperadamente enamorada de James. Nunca lo había amado sin reservas. Nunca había tenido miedo de perderlo y nunca me había abandonado a él por completo.

Saltó de la cubierta, atravesó el jardín y corrió hasta la playa. El agua golpeaba la superficie del lago y me molestaba en la cara, aunque ya la tenía mojada, James llegó y me agarró.

– ¡Sal de aquí! ¿Qué estás haciendo? ¿Estás loca?

– No -contesté, pero como no grité, James no me oyó entre el retumbar de los truenos.

James me arrastró hacia la orilla.

– ¡Vamos dentro!

Yo me moví, pero muy despacio. Tenía los pies entumecidos. Me sentía entumecida por completo. Me tambaleé y una ola me lamió los tobillos como un perrito amable. James me estaba ayudando a ponerme recta justo cuando otro rayo azulado recortaba el cielo. Un trueno sacudió el suelo segundos después. La carga eléctrica vibraba a nuestro alrededor. Sentía como un zumbido en los dientes y la boca me sabía como si hubiera chupado una pila.

James me ayudó y salimos del agua dando bandazos. La arena, húmeda y fría, me arañaba las plantas de los pies. La hierba estaba resbaladiza. Los rayos seguían iluminando el cielo. Aunque estaba empapada, sentía como si tuviera el vello y los cabellos erizados, en dirección al cielo. Los truenos eran tan ruidosos que me retumbaban los oídos y el golpeteo de la lluvia enmudecía por contraste aun después de que su sonido se extinguiera.

Entramos en la casa acompañados por otra salva de truenos y relámpagos. James cerró la puerta a nuestras espaldas. Nos quedamos mirándonos en silencio, chorreando en el suelo de la cocina.

Me rodeé el cuerpo con los brazos para protegerme del frío. Tuve que hacer un esfuerzo para evitar que me castañetearan los dientes, pero al final me rendí. Hacían mucho ruido.

Se fue la luz y al momento regresó. Al cabo de un segundo se fue de nuevo y no regresó. Un nuevo rayo iluminó la cocina, pero ninguno de los dos se movió.

Ya casi nunca nos encontramos totalmente a oscuras. Ni siquiera en las noches sin luna, porque siempre está la luz del microondas o del despertador para recordarte que hay algo después de la oscuridad. En aquel momento no había nada. El trazado de mi casa que tan bien conocía se había convertido en un campo de minas, listo para llevarse por delante pies y codos.

Oí el sonido de un cajón al abrirse. James había encontrado una linterna, la que se cargaba dándole vueltas a una manivela y no necesitaba pilas. Levanté una mano para protegerme de la luz, tan potente como la de los rayos.

– Vamos a secarnos -dijo James, tendiéndome la mano-. Ven conmigo.

El golpeteo de la lluvia contra el tejado sonaba mas fuerte en nuestra habitación que en la cocina. Estaba igual de oscura y James dejó la linterna en la cómoda para que iluminara la habitación. Yo encendí una vela que estaba sobre la cómoda. El aroma a lilas empezó a extenderse a nuestro alrededor.

Me quité la camiseta y la dejé en el suelo en un montón chorreante. Después hice lo mismo con los pantalones cortos y la ropa interior. Se estaba mejor desnuda. Los dientes ya no me castañeteaban. Se me habían endurecido los pezones, pero ya no tenía piel de gallina. Las toallas estaban en el cuarto de baño. Usé una y le tiré la otra a James.

Me sequé el pelo con la toalla todo lo que pude y después me lo peiné con los dedos. Tendría que echarme una generosa cantidad de acondicionador la próxima vez que me lavara el pelo. Me gustaba sentir el cosquilleo de las puntas en la espalda. Me envolví a continuación el cuerpo en la toalla y me la sujeté debajo de la axila. No es que me cubriera mucho, pues apenas me llegaba al pubis, pero daba gusto sentir el esponjoso tejido en la piel.

– ¿Vas a dejarme?

Deseé que me lo hubiera preguntado a oscuras, para que no pudiera verle la cara. No quería darme la vuelta, pero cuando me llamó por mi nombre, tuve que hacerlo.

– ¿Vas a hacerlo?

– ¿Debería?

– Si ya no me amas, sí.

– Oh, James -dije con una voz más tierna de lo que jamás habría imaginado-. Todavía te quiero.

James dejó escapar un sollozo estrangulado y cayó de rodillas delante de mí. Apretó el rostro contra mi estómago y yo le acaricié suavemente el cabello.

– Lo siento -murmuró-. Siento todo esto. Todo. Por favor, perdóname, Anne.

Era la primera vez que veía llorar a James. Le temblaban los hombros y me abrazó los muslos con tanta fuerza que creí que iba a perder el equilibrio. Lloraba como si sufriera un tremendo dolor. Y probablemente fuera así.

No podía soportar estar de pie mientras él lloraba de rodillas. Lo empujé hacia atrás con mucha suavidad, me arrodillé frente a él y lo abracé. Su rostro encajaba a la perfección en el hueco de mi cuello. Olía a lluvia y al aroma acre de la tormenta, pero debajo, capté el mismo olor sólido y limpio, una fragancia que era únicamente de James. Me estrechaba con tanta fuerza que no podía respirar, pero al momento aflojó un poco los brazos. Nos quedamos así mientras la tormenta seguía arrojando su ira fuera.

– Te quiero -su rostro estaba caliente y húmedo contra el mío-. Dios mío, te quiero tanto que no sé qué haría sin ti. Por favor, no me dejes, Anne. Por favor, dime cómo puedo solucionarlo.

Me senté porque las rodillas empezaban a dolerme. Él me tomó las manos y entrelazó sus dedos con los míos para que no pudiera alejarme demasiado. Yo no quería alejarme, pero sí quería poner un poco de distancia entre los dos.

– No voy a dejarte, James.

No se me pasaría por la cabeza. Durante mucho tiempo esperé que llegara un día en que se nos terminara el amor y con ello nuestro matrimonio, pero jamás pude imaginar cómo sería mi vida si eso llegara a suceder. No podía imaginar mi vida sin James.

– Si quieres que deje de verlo, lo haré -dijo, acariciándome el dorso de las manos con sus pulgares-. O… le pediré que vuelva si tú quieres que vuelva.

La opción me provocó un escalofrío.

– No.

James suspiró y agachó la cabeza de modo que su rostro quedó oculto por las sombras durante un momento.

– Me dijo lo mismo que tú. Que tú le habías puesto fin a esto.

– Debería haberlo hecho.

– ¿Lo amas? -me preguntó, mirándome a los ojos dispuesta a soportar la respuesta, fuera la que fuera-. ¿Preferirías estar con él antes que conmigo?

Miré alrededor de la habitación envuelta en aroma de lilas e iluminada por la áspera luz de la linterna. Observé nuestra cama, nuestra cómoda, el escritorio de su abuela. Aquélla era mi casa, mi hogar. La vida que habíamos construido para nosotros. Tal vez no fuera perfecta, pero, definitivamente, era una buena vida.

– Creo que no, James.

La carcajada que emitió se parecía más a un gemido que a una risa.

– ¿Crees que no? ¿Es que no estás segura?

Respondí casi sin pensar.

– No soy la misma persona con él que contigo.

Me soltó las manos y yo las tendí para recuperarlas. Me las llevé a los labios y besé aquellos dedos que me eran tan familiares. Luego me puse una palma contra la mejilla.

– Te quiero -le dije-. Y todo esto, nuestra vida es lo que siempre quise tener pero no estaba segura de que pudiera conservar. Jamás me he sentido así con Alex, James. En todo momento supe que lo que compartíamos no duraría. Él nunca fue mío. No de la manera que tú lo eres.

Era el momento de las lágrimas, pero yo no lloré. En su lugar lo besé y lo estreché contra mi cuerpo. Fuera, la tormenta iba amainando.

Dentro, también.

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