Capítulo 5

Alex no estaba cuando llegué a casa, pero la camioneta de James estaba en el sendero de entrada. No podía haber llegado hacía mucho puesto que ni siquiera se había duchado. Lo encontré con la cabeza dentro del frigorífico, postura que aproveché para tocarle el trasero embutido en los vaqueros.

– Oye, tú… -se dio la vuelta y su sonrisa vaciló durante un segundo pero enseguida me agarró por la cintura-. ¿Qué estás haciendo?

– Eso debería preguntártelo yo a ti. ¿Qué haces en casa tan temprano? -le rodeé el cuello con los brazos y levanté la cara para que me besara.

– Estaba esperando a que un par de subcontratistas me llevaran unos materiales y me llamaron para decirme que no iban a poder. Por eso he vuelto antes -dijo rozándome los labios con los suyos-. Hola.

– Hola -contesté entre risas.

James bajó las manos de mi cintura hasta las nalgas.

– Estoy hambriento.

– Creía que íbamos a salir a cenar esta noche… -no terminé la frase. James me mordisqueó el mentón mientras yo me retorcía-. ¡Hazte un bocadillo!

– Sé exactamente qué me apetece comer -dijo al tiempo que deslizaba la mano entre mis muslos y ascendía un poco-. Picotear un poco de esto y de aquello…

En cualquier otro momento habría separado las piernas y abierto la boca para él, pero en ese precisamente lo aparte de mí. Me estaba riendo, pero así y todo lo estaba rechazando.

– Si quieres comer algo busca en el frigorífico. Si quieres otra cosa…

– Quiero otra cosa -me agarró nuevamente y me estrechó contra su cuerpo. Noté que estaba empalmado debajo de los gastados vaqueros.

Yo no cedí.

– Te he dicho que no, James.

Captó la indirecta. No me soltó, pero dejó de magrearme.

– ¿Qué pasa?

– No pasa nada, pero no podemos ponernos a hacerlo en la cocina, ¿de acuerdo? Por si se te ha olvidado, tenemos visita y puede llegar a casa en cualquier momento.

Lo empujé a un lado y me abrí paso hasta el frigorífico. Las patatas fritas me habían dado sed. Saqué una lata de coca-cola light. Estaba tirando de la anilla cuando James me agarró por la cintura otra vez y me estrechó fuertemente contra su cuerpo. Acomodó la barbilla contra mi hombro, su erección contra mi trasero y sus manos abiertas sobre mi vientre.

– Así será más excitante -me susurró-. En cualquier caso, oiremos su coche cuando llegue. Venga, cariño. Llevo todo el día pensando en ti.

– ¡No! -exclamé yo intentando mostrarme severa, pero sus manos habían empezado a moverse otra vez. Me cubrió un pecho con una, mientras me frotaba el costado con la otra-. James, no. Olvídalo. No lo oiríamos y nos pillaría en plena faena. Me parecería horrible.

– ¿Por qué te parecería tan mal? -su tono de voz había adquirido un tono seductor que yo conocía muy bien, el que utilizaba para convencerme para que hiciera casi cualquier cosa.

– Sería… una grosería, cuando menos.

No estaba ganando en aquella discusión. James tenía unas manos demasiado hábiles. Yo tenía demasiadas ganas de complacerlo.

– A Alex no le molestaría. Te lo aseguro.

Me volví a mirarlo, sosteniendo la lata a un lado para evitar que se derramara.

– ¡Tal vez no le moleste a él, pero a mí sí!

Se calló. Me miró. Siempre he sabido interpretar el rostro de James, y nunca ha tenido motivos para ocultarme nada. En aquel momento, sin embargo, su expresión se me antojaba familiar pero indescifrable al mismo tiempo.

– Piénsatelo -murmuró. Se dio la vuelta mientras hablaba. Me puso las manos en el centro de la isla de la cocina y las suyas en mis caderas, sujetándome contra ella mientras me separaba los pies con uno de los suyos-. Imagíname follándote aquí y ahora.

Notaba el mármol frío en los dedos. Dejé la lata a un lado para poder extender bien las manos. James se apretaba contra mí por detrás.

– Lo único que tengo que hacer es bajarte el pantalón y las bragas -continuó. Movió nuevamente la mano entre mis piernas, estimulándome por encima de los vaqueros-. Te frotaré un poquito. Ya verás qué gusto te da.

Sí que me daba gusto. Riadas de placer me recorrían por dentro. Miré hacia la puerta de atrás, el pequeño rectángulo del sendero de entrada que veía desde aquella posición. Me empujé contra él.

– También me dará gusto en el dormitorio -dije-. Y así no tendremos que preocuparnos por si Alex llega.

– Venga, ¿no te excita, aunque sólo sea un poquito? Pensar que podría pillarnos -se restregó con más ímpetu y mi cuerpo respondió a sus dedos. Me humedecí para él-. Imagíname follándote así y que entra, Anne…

– ¿Y entonces qué? -me volví para mirarlo, librándome de forma eficaz de su ejercicio de seducción por un pelo-. ¿Qué ocurre después en esa fantasía tuya, James? ¿Va vestido de pizzero y le hago una mamada mientras tú terminas de follarme?

Lo dije con un tono más alto de lo que había pretendido, y James retrocedió. Me sentía irritable y excitada, estremecida y malhumorada también. Las fantasías espontáneas eran una cosa, y nunca nos habíamos cortado a la hora de compartirlas aunque fueran ridículas. Pero nunca habían tratado de personas reales.

James no dijo nada. Me quede mirándolo fijamente mientras oía cómo iba perdiendo el gas la lata de Coca-Cola.

– ¿James?

Me sonrió. Era más una mueca que una sonrisa a decir verdad.

– ¿Y bien?

Miró por encima de mi hombro y me di la vuelta esperando encontrar a Alex vestido de pizzero. Pero no había nadie en la puerta. Me negué a sentirme decepcionada. En vez de eso le di una palmada a James en el brazo y me aparté de él, alejándome a continuación en dirección al vestíbulo.

– Venga, Anne…

No sabía muy bien a qué había ido a nuestro dormitorio, lo único que sabía era que quería alejarme de él. Estoy segura de que creyó que me había enfadado. Actuaba como si lo estuviera. Sin embargo, no se trataba de ese enfado lo que me obligaba a andar de un lado para otro. Era una mezcolanza de sensaciones confusas, íntimamente unidas a lo ocurrido en el lago y mi visita a casa de mis padres. Era mi vida. Era el síndrome premenstrual. Eran muchas cosas, pero no estaba enfadada.

– Anne, no te pongas así -James se quedó mirándome apoyado en el marco de la puerta-. No pensé que ibas a reaccionar de esa forma.

Me concentré en la cesta de ropa limpia que tenía que doblar.

– ¿Cómo pensaste que reaccionaría?

Entró en la habitación y se quitó la camisa, que tiró hacia delante aunque no cayó en el cesto de la ropa sucia. Se desabrochó el cinturón y lo sacó de las trabillas. A continuación se desabrochó el botón. Mis manos doblaban camisetas en perfectos rectángulos, pero mis ojos seguían todos sus movimientos.

– Pensé que te excitarías.

– ¿Pensaste que me excitaría pensar en un acto de exhibicionismo?

Intenté parecer escandalizada, pero no me salió demasiado bien.

James se quitó los vaqueros y se quedó delante de mí en calzoncillos.

– ¿No lo has pensado nunca?

Me enderecé.

– ¿Que si he pensado en hacerlo delante de otra persona? ¡No!

– Lo hicimos con tu compañera de piso en la misma habitación -me recordó él.

– Aquello era diferente. No teníamos ningún otro sitio adonde ir. Y fue sólo una vez.

Hicimos el amor debajo de la colcha una vez. Intentando no gemir demasiado alto y evitando un excesivo roce de la ropa de la cama. Pendientes todo el tiempo de que el chirrido de los muelles de la cama no nos descubriera. James con la cabeza entre mis piernas mientras yo me arqueaba, me tensaba y, finalmente, me corría en agónico silencio.

– Somos demasiado viejos para eso -dije.

Me puso las manos en las caderas. Dios mío, cuánto lo amaba, todo él. Amaba el suave valle que formaba su piel entre sus costillas, las matas de vello que le crecían bajo los brazos y alrededor de los genitales. Adoraba la tersura de su piel, el oscuro grosor de sus cejas, el impactante azul de sus ojos. Podía ser un imbécil, pero yo lo amaba igualmente.

– No puedes decirme que no te pone caliente pensar en ello -dijo, totalmente seguro de sí mismo, seguro de que tenía razón-. Igual que aquella vez en el cine. Nos sentamos en la última fila y tú llevabas aquella falda.

Me di la vuelta y proseguí con la ropa. Agarré con brusquedad un pantalón corto arrugado y lo sacudí para quitarle las arrugas antes de doblarlo. Una ola de calor me subía por la garganta hasta las mejillas.

– Aquello te gustó -dijo James.

La forma en que me había acariciado por fuera de las bragas hizo que me retorciera de gusto. Mantuvo el ritmo de las caricias durante una hora y media, toda la película. En ningún momento metió los dedos por dentro de las bragas, se limitó a trazar breves pero intensos círculos sobre mi clítoris por encima de las bragas hasta llevarme a un punto que sentí que me subía por las paredes. Hizo que me corriera cuando salían los títulos de crédito, justo antes de que se encendieran las luces. Me corrí con tal intensidad que no podía respirar. Sigo sin recordar de qué iba la película.

– Sólo porque me gustara no significa que quiera que tu amigo nos pille haciéndolo -dije yo de mala gana-. Imagínate el bochorno que le haríamos pasar.

James me rodeó con los brazos. Debería oler a sudor y a polvo, pero no era así.

– Es un tío, Anne. No se quedaría abochornado. Se pondría cachondo.

Intenté no sonreír al admitir que tenía razón.

– ¡Pero es tu amigo!

James se quedó callado unos segundos.

– Ya.

Lo miré.

– Te agrada la idea de que nos mire mientras lo hacemos, ¿verdad?

No una persona cualquiera. No un desconocido. No el chico de las pizzas. Sino Alex.

James acarició el contorno de mis cejas con un dedo.

– Olvídalo. Tienes razón, es una tontería.

– Yo no he dicho que fuera una tontería -apoyé las manos en su torso-. Sólo quiero saber si es verdad.

Él se encogió de hombros, una evasión que revelaba mucho más que las palabras. Sentí como si el estómago se me saliera por la boca.

– ¿Qué tiene ese hombre? -pregunté en un susurro para darle la oportunidad de fingir que no lo había oído.

Pero sí me oyó. No respondió, pero sí me oyó. Nos quedamos mirándonos. No me gustó la distancia que se había abierto de repente entre los dos, en un momento en el que deberíamos haber estado más unidos que nunca.

Los dos oímos el ruido de la puerta al mismo tiempo. Los dos giramos la cabeza. Los dos oímos a Alex entrar en casa, pero fue James el que salió a saludarlo.


La casa de Patricia siempre está limpia. La he visto pasar el aspirador hasta dejar marcas de espiguilla en la moqueta. La he visto frotar de rodillas el suelo de la cocina con un cepillo de dientes para sacar la mugre de las juntas. Podíamos burlarnos de ella por diversos motivos, pero ninguna de nosotras se había burlado jamás de lo limpia que estaba su casa.

Pese a su necesidad compulsiva de limpiar, siempre había hecho de su casa un lugar confortable. Sus hijos tenían uso libre de la casa. Eran buenos niños, desordenados como todos los niños, pero no destructivos. La casa estaba limpia, pero es obvio que es una casa en la que vive gente. No es una casa de revista. Es un hogar.

Por ese motivo cuando entré en casa de mi hermana y vi las almohadas tiradas por el sofá y piezas de rompecabezas por el suelo, no me sorprendí al principio. Cuando entramos en la cocina y vi el fregadero repleto de platos sucios y la encimera sembrada de migas, me detuve a mirar con detenimiento.

– Espero que hayas traído las fotos -dijo Patricia detrás de mí. Tomó una taza llena de café que había junto a la cafetera y se sentó a la mesa de la cocina. Allí también había migas, pero mi hermana apenas las miró. Oí el ruido de pies y gritos de niños en la planta de arriba. Estaban jugando.

– Las he traído -contesté yo mostrándole el sobre mientras me sentaba frente a ella-. Están muy bien.

Patricia tomó el sobre y sacó las fotos. Fue pasando una a una y las distribuyó según tamaño. Yo observaba su eficiencia, preguntándome si su natural sentido de la organización había hecho de ella una buena madre o si tener hijos había fomentado sus dotes de gestión. Intente recordar si siempre había sido tan precisa en todo, pero no lo conseguí.

– Pats, ¿alguna vez has intentado acordarte de algo de cuando éramos pequeñas, pero no has podido?

– ¿Como qué? -seleccionó una foto de las dos cuando éramos poco más que unos bebés. Las dos llevábamos exactamente el mismo bañador amarillo-. Recuerdo estos bañadores.

– ¿Te acuerdas porque estás viendo la foto o te acuerdas de verdad de ellos?

Patricia me miró.

– No sé, ambas cosas. ¿Por qué?

Alargué la mano hacia varias de las fotos. Una de mis padres en una fiesta, fumando los dos, mi padre con un vaso alto de un líquido ambarino. Una de Claire cuando era un bebé, el resto de nosotras alrededor del moisés, mirándola como si fuera un premio. Yo tenía ocho años en esa foto. Recordaba cosas de entonces, pero no recordaba aquel momento que una cámara había inmortalizado.

– No lo sé. Se me ha ocurrido.

– No sé por qué querrías saberlo -contestó mi hermana lacónicamente.

Colocó un par de fotos seguidas, como si estuviera echando las cartas.

– Pats -le dije suavemente, esperando hasta que me miró para continuar-. ¿Estás bien?

– Estoy bien, sí. ¿Por qué?

Yo eché un vistazo a nuestro alrededor.

– Te veo un poco tensa, eso es todo.

Patricia siguió con la mirada la dirección de la mía.

– Ya, bueno. Lamento todo este desastre. He despedido a la asistenta.

Esperé un momento a que se riera, pero no lo hizo.

– No es un desastre.

Al menos comparada con mi casa, donde no valía la excusa de que hubiera niños. Y mucho menos comparada con la casa en la que habíamos crecido, donde el caos había sido algo habitual. Cuando mi madre tenía que elegir entre varias opciones, la mayor parte de las veces optaba por ignorarlas todas. El resultado: un montón de cosas a medio hacer. Hasta que llegué a la universidad no aprendí que si doblas la ropa nada más sacarla de la secadora en vez de dejarla en el cesto de la ropa limpia durante una semana, no llevarás la ropa arrugada.

– Vamos a la habitación de arriba. Allí tengo las pegatinas y los materiales para prepararlo todo.

En la planta de arriba oí el murmullo de dibujos animados y asomé la cabeza en la habitación que mi hermana había añadido a la casa, justo encima del garaje. Tristan y Callie veían la tele tirados en sendos sillones puf de ésos que estaban rellenos de bolitas de poliuretano, los ojos pegados a la tele. Oí una música que me resultaba familiar.

– Anda, pero si es Scooby Doo -dije desde la puerta.

Dos caritas se volvieron hacia mí.

– ¡Tía Anne!

Tristan, de seis, se levantó de un salto y vino corriendo a darme un abrazo. A su hermana, dos años mayor, le daba más pereza mostrar su afecto. Estaba creciendo, haciéndose demasiado mayor para abrazos.

– ¿Qué haces aquí? -me preguntó Tristan pegándose a mí como una lapa y levantando las piernas, de manera que me vi obligada a tomarlo en brazos si no quería que acabáramos los dos en el suelo.

– He venido a hacer una cosa con vuestra mamá. ¿Por qué no estáis en el jardín? -pregunté antes de dejar a Tristan de nuevo en el sucio.

– Hace demasiado calor y mamá ha dicho que podíamos ver la tele -dijo Callie, que había crecido otros dos centímetros y medio desde la última vez que la había visto. Ya me llegaba al hombro.

Tal vez me cueste recordar algunas cosas de cuando yo era pequeña, pero jamás se me olvidaría lo que sentí cuando tomé en brazos a mi sobrina por primera vez. Fui yo quien llevó a Patricia al hospital cuando rompió aguas mientras pasaba la fregona. Nos reunimos con Sean en el hospital y Callie nació veinte minutos más tarde. Tuve oportunidad de tomarla en brazos cuando aún no tenía ni dos horas de vida.

– Ven aquí y dame un abrazo -le dije, estrujándola como si no fuera a soltarla jamás-. Estás creciendo mucho.

Tristan seguía tratando de llamar mi atención a base de darme empellones con ánimo juguetón hasta que decidió regresar a su puf. Se lanzó sobre él con tanta fuerza que creía que iba a estallar. Miré hacia la tele. Había… ¿encogido?

– ¿Que ha pasado con la tele grande?

Los niños estaban viendo los dibujos en un aparato viejo de veinticinco pulgadas, lleno de roces en un lado y uno de los extremos inferiores sujeto con cinta adhesiva. La calidad de la imagen no era demasiado buena, se notaba un halo alrededor de las figuras.

– Mamá y papá la han devuelto -respondió Callie.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Anne -llamó Patricia desde el fondo del pasillo-. ¡Date prisa!

Los niños o no sabían o no les importaba que la televisión grande hubiera desaparecido. Los dejé con su sobredosis de dibujos animados y fui a la habitación de más que Patricia utilizaba para guardar el material para las manualidades.

Normalmente, hasta esa habitación estaba tan ordenada como la sala de un museo, pero ese día parecía como si un tornado hubiera pasado por allí. Patricia apartó una pila de rectángulos de tela de la mesa que se extendía a lo largo de la pared y colocó allí las fotos. Guardó la máquina de coser y la quitó de en medio.

– ¿Estabas haciendo algo? -pregunté echando un vistazo a mi alrededor.

– Un edredón -contestó sacando de un mueble una carpeta acordeón y después otra que colocó sobre la mesa-. Tengo montones de pegatinas y papeles.

Patricia había heredado el talento creativo de mi madre para coser, hacer punto o cocinar, aunque ella sí terminaba los proyectos que comenzaba. Había empezado a hacer un álbum de recortes. Yo, con mucho, metía las fotos en un álbum, pero desde luego no me tomaba la molestia de anotar detalles sobre el viaje debajo de cada una, pero Patricia tenía varias estanterías llenas de álbumes sobre distintos temas.

– Creía que iba a hacer un collage sobre una base de cartón.

Patricia sacó de una estantería del mueble un álbum pequeño de color negro.

– Se me ocurrió que podía hacer un álbum con las fotos y dejar páginas en blanco entre medias para que los invitados anoten algún comentario. Dejaré páginas en blanco al final del álbum para pegar las fotos de la fiesta.

Señaló el abundante material desplegado sobre la mesa. Hacer un álbum era una idea bonita, aunque a mí me pareciera desalentadora.

– ¿Qué? ¿No te gusta?

– Me parece estupendo, Pats. Un tanto ambicioso, pero nada más.

– Me gusta hacerlo -dijo.

– ¿Estás segura de que tienes tiempo? Quiero decir que…

– Sacaré el tiempo -contestó.

La tensión se notaba en el ambiente y preferí no insistir.

– Vale, pero si necesitas ayuda…

Entonces sonrió y me pareció más ella misma.

– Ya. No os gustan los álbumes de recortes a ninguna. Claire preferiría sacarse los ojos a hacer uno. No pasa nada. A mí sí me gusta. Gracias por haberme traído las fotos.

– De nada -hice una pausa antes de preguntar-: ¿Los has visto últimamente?

Patricia levantó la mirada de los montoncitos que estaba haciendo con las fotos.

– ¿A quién? ¿A papá y mamá?

Yo asentí y ella se encogió de hombros. Tenía un montón de bolsas de plástico transparentes repletas de rotuladores y tijeras de varios tipos para recortar dando distintas formas. Estaba organizándolas mientras hablaba conmigo.

– Mamá vino a quedarse un rato con los niños la semana pasada y hablé con ella por teléfono. ¿Por que?

– ¿Y a él lo has visto últimamente?

Patricia levantó la vista, las manos llenas de rotuladores.

– No.

No pensé que fuera a responder así. Patricia llevaba a los niños a ver a mis padres, pero nunca dejaba que se quedaran en su casa. Cuando mi madre hacía de niñera, lo hacía en casa de Patricia. Pero, al igual que respecto al consumo de «té helado» de mi padre, nadie hablaba nunca del tema.

Sin responder a la pregunta, busque entre el montón de fotos que había recogido del desván de mis padres. Elegí una Polaroid de nosotras dos sentadas en el regazo de nuestro padre y se la mostré. Estábamos muy sonrientes los tres. Yo tenía el mismo pelo y los mismos ojos que mi madre, pero había heredado la sonrisa de mi padre, igual que mi hermana.

– Miro estas fotos y… no me acuerdo de nada -dije dando un golpecito con los dedos sobre la foto-. ¿Y tú?

Patricia me quitó la foto.

– Éramos muy pequeñas. Yo diría que tú tienes cuatro años, lo que significa que yo tenía dos. ¿Quién se acuerda de lo que hizo con dos años?

No me refería a eso, pero no sabía cómo explicarme. O más bien hacerlo sin cruzar a territorio prohibido. Miré la foto de nuevo.

– Se nos ve felices -dije.

Mi hermana no dijo nada. Me quitó la foto de las manos y la devolvió al montón. Abrió entonces su carpeta acordeón y sacó un taco de pegatinas con forma de bocadillos, sin hacerme ningún caso.

– Es que… miró estas fotos y sé que ocurrió porque me veo en ellas, pero… -me dolía la garganta del esfuerzo que me costaba dar voz a mis pensamientos-. Pero no recuerdo que ocurriera.

No me acordaba de estar sentada en las rodillas de mi padre mientras me leía los cuentos del Dr. Scuss o montando los vagones del tren que daba vueltas alrededor del árbol de navidad todos los años. Tampoco recuerdo la sesión de fotos en las que nos hicieron el retrato de familia, todos vestidos con jerséis tejidos por mi madre con el nombre de cada uno. No recordaba que nuestra familia hubiera sido feliz nunca.

– Aquí debía de tener los años de Callie -dije-. Y tampoco me acuerdo. Sin embargo, me acuerdo del jersey. Picaba y las mangas eran demasiado largas. Me acuerdo de haber visto la foto, pero no de cuando nos la hicieron.

Mi hermana me miró con los ojos que las dos habíamos heredado de nuestra madre cuando estaban vacíos de expresión.

– Deja de darle vueltas, Anne. Ya está bien, ¿vale? Tenemos las fotos. Salimos en ellas. Sales en ellas. La memoria es algo muy frágil. Si la gente no lo recuerda todo es por algo. No tenemos espacio suficiente en el cerebro para almacenar tanta basura.

– Sólo era un comentario. No me importaría almacenar algunas de estas cosas en el cerebro. Me acuerdo del día que Chris Howard me vomitó encima en el autobús cuando estábamos en segundo curso. Podría vivir perfectamente sin ese recuerdo.

Las dos nos reímos, pero me pareció una risa forzada. Ayudé a Patricia a organizar el material para el álbum hasta que me resultó obvio que, más que ayudar, entorpecía. No le hacía ninguna falta, de modo que me despedí con sendos abrazos de mis sobrinos y me fui. ¿Se acordarían ellos de las veces que los había llevado a tomar un helado o a jugar a Candyland? ¿O sus recuerdos terminarían difuminándose con el tiempo hasta desaparecer para poder dejar sitio a recuerdos más recientes?

No podía decirse que mi mente fuera una hoja en blanco. Recordaba el colegio y las visitas a la casa de mi abuela en Pittsburgh. Recordaba también la vista de los tres ríos en el punto en que se unían, la vista desde el funicular de Duquesne Incline, y no sólo porque la hubiera visto en fotos. Me acordaba de mis juguetes, mis programas de televisión y mis libros favoritos. Me acordaba de algunas cosas de antes de cumplir los diez… pero estaba todo bastante borroso. Tal vez Patricia tuviera razón y se debiera simplemente a una cuestión de falta de espacio en el cerebro.

Todo cambió el verano en que yo tenía diez años, Patricia, ocho, Mary, cuatro y Claire, dos. El teléfono nos despertaba en plena noche. Los gritos que hasta entonces oíamos tras la puerta del dormitorio comenzaron a estallar en mitad de la cena. Mi madre prorrumpía en lágrimas sin previo aviso, y yo me asustaba. Todo estaba cambiando, y con diez años era lo bastante mayor como para saber que las lágrimas de mi madre y las llamadas de teléfono estaban relacionadas, pero no sabía de qué manera exactamente. Lo único que sabía era que se suponía que no debíamos hablar de ello, de aquel «algo» misterioso que nos estaba separando. Había sido un verano horrible, eso lo recordaba con absoluta claridad.

Mi padre siempre estaba contento, pero se había convertido en una parodia del padre «divertido», un padre que se tiraba al suelo a jugar con sus hijas tanto si estas querían como si no; que traía a casa tarrinas de helado medio derretido porque se había parado por el camino a beber. Un padre que nos despertada el sábado al amanecer para ir a pescar o nos tenía levantadas hasta tarde cazando luciérnagas en el jardín. Siempre le había gustado beber, había pruebas fotográficas de ello. Pero durante aquel verano no había día en que no se le viera con su vaso de té helado en la mano mezclado en abundancia con el whisky de la botella que guardaba en el armario. Mary y Claire eran demasiado pequeñas para darse cuenta, pero Patricia y yo sabíamos contar. Cuantas más veces iba a la cocina, más bullicioso se volvía el comportamiento de nuestro padre y más silencioso el de nuestra madre.

Yo no quería salir en la barca con mi padre aquel día, pero no hubo forma de disuadirlo. No me gustaba pescar, ni colocar los gusanos en el anzuelo, ni aquella barca que se balanceaba de lado a lado. No me gustaba sentarme al sol que me abrasaba aquellos resquicios de piel que se me habían quedado sin tapar. Yo quería quedarme en casa leyendo mis libros de misterio de Nancy Drew, pero cuando mi padre despertaba, yo me levantaba, me vestía y me iba con él.

No le había contado a nadie lo del día que nos pilló aquella tormenta en la barca y mi padre estuvo a punto de hacer que volcáramos. Alex había sido el primero. Al igual que lo de ocultar las botellas debajo de la basura o lo de cerrar las puertas para amortiguar los gritos, era algo de lo que no se hablaba.

Dos días después del incidente en el lago, mi madre desapareció. Se fue a casa de la tía Kate, que se había puesto enferma, una misteriosa enfermedad de la que los adultos no querían hablar, y se llevó a Claire, demasiado pequeña para dejarla en casa. Al no tener colegio porque estábamos de vacaciones, y con mi padre al mando de la casa aparentemente, me tocaba a mí ocuparme de mis hermanas durante el día, mientras él estaba trabajando. Cuando echo la vista atrás, no puedo creer que mi madre nos dejara solas tanto tiempo, pero supongo que no tuvo opción. Aunque no nos dejó solas exactamente. Nos dejó con nuestro padre. Si yo le hubiera contado lo del incidente con la barca, tal vez no se habría ido. Pero yo no dije nada, ni entonces ni nunca, y ella nos dejó con nuestro padre, que jamás nos haría daño a propósito, pero a quien tampoco se le daba demasiado bien vigilar que no nos ocurriera nada malo.

Siempre estaba malhumorado, pero al no estar mi madre para atemperar su genio y apaciguarlo, se pasaba el día revolcándose en su miseria. Vivíamos en un mar de altibajos. Un día no paraba de hablar, nos ponía palomitas y patatas fritas para cenar y jugaba con nosotras durante un buen rato al Monopoly o al Cluedo, y al otro llegaba a casa, se encerraba a oscuras en su habitación con una botella llena y sólo salía cuando la vaciaba. Era como tener dos padres, cada uno en un extremo, pero aterradores en ambos casos.

Patricia me había preguntado para qué me molestaba en pensar en el pasado. Quería recordar las cosas buenas. Era como si mi vida hubiera empezado de verdad aquel verano, y todo lo que había hecho a partir de entonces, todas mis decisiones, buenas y malas, habían sido resultado de ello. Ahora mi vida estaba cambiando mientras yo permanecía en el centro de la espiral, buscando algo que no sabía qué era. Quería recordar momentos buenos para no pensar así en los malos, para que no pudieran afectarme; para poder dejar de tomar decisiones basadas en la sensación de que todo aquel en quien confiaba terminaría dejándome tirada en un momento u otro; para poder dejar de sentirme como si no mereciera que me ocurrieran cosas buenas; para poder dejar de soñar que me ahogaba.


No coincidí mucho con Alex durante los siguientes días. Su nuevo negocio, fuera lo que fuera, lo obligaba a salir de casa antes de que yo me levantara y a regresar, algunas veces, después que me hubiera acostado. Sabía que estaba en contacto con James, pero yo no le preguntaba. Era un tema delicado. Me daba la sensación de que había respuestas a preguntas que no quería hacer, aunque sabía que James quería responder.

Casi me había acostumbrado a pensar que tenía la casa para mí sola otra vez cuando Alex llegó una tarde y se sentó en la terraza a leer. Podría haber estado limpiando o haciendo cosas para la fiesta de aniversario de mis padres, que íbamos a celebrar en agosto, pero en su lugar había decidido tumbarme al sol ahora que aún no calentaba demasiado a leer mientras me tomaba una limonada.

– Hola.

Se detuvo junto al marco de la puerta un momento antes de salir a la terraza. Se había aflojado la corbata, pero, aun así, estaba muy elegante con el traje.

– Hola -contesté yo, haciéndome sombra en los ojos para mirarlo-. Hace mucho que no te veía.

Él se rió.

– He tenido muchas reuniones. Inversores.

– ¿En Sandusky? -pregunté yo, impresionada.

Él soltó otra carcajada mientras se quitaba la chaqueta. La camisa salmón que llevaba debajo apenas estaba arrugada, y lo envidié por ser hombre y no tener que preocuparse del pelo y el maquillaje para tener buen aspecto. Ni de las medias.

– No. En Cleveland. He estado yendo en coche hasta allí todos estos días.

Eso explicaba por qué apenas se había dejado ver por casa.

– He hecho limonada. Te puedo preparar algo de comer si quieres.

– Ya haces demasiado. No deberías hacer tantas cosas -dijo él, guiñando los ojos a causa del molesto sol.

– Ya, bueno es que no he podido encontrar un criado que me atienda.

Alex se desabrochó la camisa y se la sacó de la cinturilla del pantalón al tiempo que se quitaba los zapatos. Estaba aprendiendo cosas de él. como que le gustaba andar por la casa medio desnudo.

– Se me ocurre una idea -dijo quitándose los calcetines y agitando los dedos de los pies sobre la madera calentada por el sol-. Pon un anuncio en el Register: «Se busca un Don Limpio personal para casita junto al lago. Entre sus tareas se incluye limpiar ventanas, fregar suelos y hacer masajes de Shiatsu».

– Prefiero que no me los dé Don Limpio -contesté yo entre risas.

Se estiró con un gemido de cansancio, contorsionando la cintura hasta que su columna crujió como los cereales de arroz inflado cuando los echas en la leche.

– Está claro que nunca te han dado un buen masaje. Joder, qué tenso estoy. Me he acostumbrado a lo bueno en Singapur. Allí me daba un masaje a la semana.

– ¿Te los daban hombres grandotes, sin pelo, vestidos con camisetas blancas? -pregunté yo, observando cómo se estiraba y se contorsionaba, fascinada por las líneas de su cuerpo. Me preguntaba si se iba a quitar la camisa. Me preguntaba por qué habría de importarme.

– No. Me los daban unas mujeres menudas y preciosas con unas manos asombrosas… -movió las cejas arriba y abajo y a continuación dijo imitando una voz femenina-: Ah, señor Kennedy, ¿le apetece terminar bien el día?

Yo me tapé la boca, fingiendo estar escandalizada.

– Tú no harías algo así.

Su enigmática sonrisa no me reveló nada excepto que tal vez me estuviera mintiendo.

– ¿Tú no lo harías? -puso la mano en la barandilla y se estiró otra vez.

– Creo que no.

El hielo de mi limonada se me había derretido, restándole acidez pero manteniéndola fría. Di un sorbo, no porque tuviera sed, sino por la súbita necesidad de hacer algo con las manos.

– Pero sí estarías dispuesta a contratar a un criado para que hiciera la colada y limpiara los cuartos de baño. Interesante -se sacudió como hacen los perros al salir del agua-. Joder, me duele de verdad. ¿Te importaría masajearme un poco la espalda?

Mientras lo decía ya estaba sentándose a los pies de mi tumbona y quitándose la camisa.

– ¿Alguna vez te dice alguien que no? -pregunté yo, dejando en el suelo mi vaso.

Él se giró y me miró por encima de su hombro.

– No.

Abrí y cerré los puños varias veces seguidas para estirar los dedos y a continuación los extendí por encima de sus omóplatos. No me hacía falta tocarlo para sentirlo.

Alex seguía mirándome. Yo no tenía motivos para hacer lo que me pedía, pero él se comportaba como si yo no pudiera negarme. Y tal vez no podía.

El sol le había calentado la piel. Mis dedos estaban fríos de sostener el vaso de limonada. Soltó el aire entre los labios como si fuera un silbido cuando por fin lo toqué, aunque no creo que se debiera al frío.

– Tienes unos nudos del tamaño de pelotas de tenis -señalé mientras los masajeaba uno a uno.

– Eso me han dicho -replicó Alex, y los dos nos echamos a reír.

– Eres un guarro -le dije hundiendo los dedos en los tensos músculos.

Alex dejó escapar un gemido largo y muy bajito.

– Eso también me lo han dicho. Joder, qué gusto.

– A James le duele la espalda con mucha frecuencia.

Volvió a gemir y bajó la cabeza para que pudiera trabajarle el cuello.

– Justo ahí. Así… qué bien.

Yo me puse más cerca, una de mis rodillas a cada lado de sus caderas. Desde allí podía captar su aroma. A sol. A flores. Algo exótico. Me incliné sobre él mientras masajeaba e inspiré con los ojos cerrados.

– ¡Hola!

El tonillo que tan bien conocía me hizo apretar la mandíbula y los dedos de forma inmediata. Alex gritó cuando le clavé los dedos. Los dos levantamos la vista justo cuando mi suegra aparecía en la puerta de la cocina.

Se quedó mirando la escena. La valoró, la sopesó y, finalmente, nos declaró culpables en el tiempo que tardaba en quitar las manos de los hombros de Alex. Éste se levantó con toda la calma del mundo, girando el cuello hacia un hombro y después hacia el otro, y estirando la espalda de nuevo.

– Gracias, Anne -dijo-. Hola, señora Kinney.

– Alex -respondió ella tras lo cual dejó caer su acusadora mirada sobre mí-. Anne. Debería haber llamado antes de venir.

«¿Por qué empezar ahora?», me dieron ganas de decirle, pero me contuve.

– No seas boba, Evelyn. ¿Te apetece un poco de limonada?

– No, creo que no -respondió ella mirando a Alex, que parecía decidido a llamar la atención de mi suegra con todos sus movimientos. Se acomodó en otra tumbona y levantó hacia ella su vaso de limonada con una mueca burlona-. Sólo me he acercado a dejarte estas revistas.

Una vez leí en alguna parte que no se debe decir que no a algo que te dan gratis, aunque no lo quieras, no vaya a ser que no vuelvan a ofrecerte nada y pierdas la oportunidad de encontrar algo que verdaderamente deseas. Yo no quería para nada las revistas usadas que la señora Kinney me traía después de leerlas ella, como tampoco quería los marcos de fotos que me regalaba ni los jerséis que me compraba para sustituir a los viejos. Pero me levanté con una sonrisa.

– Te lo agradezco mucho. Siempre vienen bien los trucos de decoración y cuidado del jardín.

Alex se burló entre dientes, lo que le valió una agria mirada por parte de mi suegra, esa mirada que se guardaba para mí aunque suavizada.

– Te las he dejado en la mesa de la cocina.

– Gracias -contesté yo sin hacer ademán de entrar en la cocina y charlar efusivamente sobre las revistas, pese a que yo sabía que eso era precisamente lo que ella esperaba que hiciera. Era consciente de que cuanto más deseaba algo mi suegra, más perverso placer encontraba yo en fingir que no me daba cuenta. Ella no era sutil. Y yo no soy tonta. Se trataba de una lucha de poder revestida de buenas maneras-. James no llegará hasta más tarde. ¿Te apetece quedarte a esperar o…?

Dejé la frase sin terminar esperando a que lo hiciera ella. Estoy segura de que quería que yo le pidiera que se quedase, que se sentara a tomar un café y a charlar un rato, y en el pasado es lo que habría hecho. Pero no iba a invitarla a quedarse esta vez. Habría sido mentir.

Creo que se habría quedado de no haber estado allí Alex, tendido en la tumbona con los ojos cerrados. Pero frunció los labios y negó con la cabeza.

– No. Ya vendré en otro momento.

– Como quieras -dije yo sin levantarme a acompañarla a la salida, aunque sospechaba que también esperaba eso de mí.

La señora Kinney decía siempre que con la familia no había que comportarse como si fueran invitados, una excusa para entrar en mi casa como Pedro por su casa. Pero ella quería en realidad ambas cosas. No quería ser tratada como una invitada cualquiera, pero sí quería que la acompañara a la puerta cuando se iba. Eso le proporcionaría la oportunidad de cotillear sobre Alex. Lo sabía porque al principio de casarnos, Evelyn me había sorprendido con esta táctica de «divide y vencerás». Ella se levantaba para irse y yo la acompañaba a la puerta. Separadas del grupo, o simplemente lejos de los oídos de James, yo quedaba desprotegida ante sus intentos de sonsacarme algo o de cotillear. Había aprendido bien la lección. Y no fingiré que no me proporcionaba una leve satisfacción contrariarla. Si quería quejarse por nuestro invitado, tendría que encontrar a otra a quien irle con el cuento.

Alex esperó a que el rumor del motor de su coche se hubo desvanecido antes de sentarse y mirarme. Aplaudió una vez. Dos. Tres veces.

– Bravo.

– ¿Perdona? -dije yo volviéndome hacia él.

– La has manejado de forma brillante. Bravo.

– No la he manejado -objeté yo.

Alex negó con la cabeza.

– No, no, no. No seas modesta. Evelyn es un hueso duro de roer. Has estado perfecta.

Siempre desconfío cuando alguien me elogia por haber sabido capear el temporal.

– ¿De veras?

– No te has mostrado grosera, pero sí firme. No has permitido que te manipulara ni le has dado lo que quería.

– ¿Que era…? -insté yo apurando mi limonada. Ya no estaba fría ni acida, y me quedé con sed.

– Vete tú a saber. Pero estaba claro que se ha ido sin ello.

Reírse no estaba bien, pero lo hice.

– La conoces muy bien.

– La conocí hace tiempo y me parece que no ha cambiado.

– Tiene gracia. Es lo mismo que me dijo Molly sobre ti.

– No me digas.

Esperaba que me lanzara un guiño irónico, pero lo que vi fue un relámpago de decepción en sus ojos, que desapareció tan deprisa que creí que lo había imaginado.

– Cuéntame como eran las cosas. Cómo era James cuando era jovencito.

– ¿Jamie? Muy parecido a como es ahora. Un buen tipo.

Cambió la tumbona de posición para poder sentarse y mirarme. Ahuecó los dedos de los pies en torno a las tiras de plástico entrelazadas del asiento.

– Es lo mismo que me dijo él de ti.

– Pues uno de los dos se equivoca.

Habría sido amable por mi parte discutírselo.

– He oído que te ponías lápiz de ojos.

– Aún lo hago a veces.

– No le gustas a Evelyn.

– El sentimiento es mutuo, te lo aseguro.

Nuevo destello de decepción.

Esperé a que me dijera por qué. Desde mi asiento, sus ojos parecían grandes y oscuros. «Cristalinos», pensé, dado que el significado de «lánguido» había perdido fuerza de tanto pensar en el término para describirlo. Luminosos también. La mirada de Alex poseía un brillo que no parecía estar relacionado con la luz externa.

– Anne.

– Sí, Alex.

– ¿Tienes hambre?

Hice una pausa al oírlo.

– Un poco. ¿Por qué?

Entonces sonrió. La mirada. El calor.

– Porque me estabas mirando como si quisieras comerme con una cuchara.

Rompí a reír a carcajadas y volví la cabeza para tratar de evitar que la verdad de su afirmación asomara a mis ojos igual que había asomado a los suyos.

Él no se rió, se limitó a acomodarse en la tumbona, estirando los brazos por encima de la cabeza. Me imaginé a horcajadas sobre él, inclinándome a lamer la suave curva de su brazo y su hombro.

– Voy a por más limonada -dije y me metí en la cocina.

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