La consulta de mi medico era un canto a la fecundidad. Fotos de bebés y embarazadas sonrientes colgaban de todas las paredes, y los revisteros rebosaban de publicaciones que llevaban por título algo relacionado con las palabras «padres» y «familia». Yo aguardaba en la sala de espera tapándome el vientre con el bolso para protegerlo de las miradas curiosas de las otras mujeres, la mayoría de ellas mostrando orgullosas sus vientres abultados. Había varias con niños, pequeños seres humanos que corrían de aquí para allá y lloraban sin provocación alguna. Me parecían preciosos y odiosos a un tiempo.
– ¿Señora Kinney?
Levanté la vista. Habían pasado ya seis años y todavía me sorprendía cuando alguien me llamaba por mi nombre de casada, independientemente de lo que dijera mi permiso de conducir. La enfermera sonrió y me hizo un gesto.
– Puede pasar ya.
Recogí mis cosas y la seguí por el pasillo en dirección a la sala de la doctora Heinz, pintada de un color muy luminoso. Las paredes estaban llenas de fotos de bebés. Las revistas eran más antiguas. Me desvestí siguiendo las indicaciones de la enfermera y me acomodé en la camilla, cubierta con una sábana de papel desechable, donde me cubrió con un camisón. Tenía los pies fríos.
Me dio tiempo a pensar en muchas cosas mientras esperaba. Tuve tiempo de sobra para observar los tarros llenos de espátulas de madera para bajar la lengua y examinar la garganta y bolitas de algodón, para sopesar la mesita con su exposición de instrumentos afilados y relucientes que parecían aparatos de tortura. Frente a mí tenía una gran lámina con los signos de las enfermedades de transmisión sexual más habituales. Supurantes partes pudendas me miraban fijamente. La llamada con los nudillos a la puerta que anunciaba la llegada de mi medico me salvó de una sobrecarga de ampollas y pus.
Me caía bien la doctora Heinz porque tenía treinta y pocos años, como yo, y una actitud hacia el sexo, la maternidad y los métodos anticonceptivos franca y estimulante, jamás crítica. Si hubiera sido mi médico cuando era más joven, tal vez habría tomado decisiones muy distintas. Claro que de aquello hacía ya mucho tiempo, y no tenía sentido preguntarse qué hubiera pasado si las cosas hubieran sido de otra forma.
– ¿Cómo te encuentras, Anne?
La doctora Heinz llevaba la bata de laboratorio que solían llevar los médicos, pero, debajo, su ropa era una mezcla de dibujos y colores que bien le valdrían la detención por parte de la policía de la moda.
– Bien -contesté yo incorporándome un poco, consciente de que bajo el camisón de papel estaba totalmente desnuda.
– Bien, me alegro.
La doctora se movía por la sala preparando los guantes de látex, lubricante y los instrumentos mientras comentaba conmigo mi historia médica. Cuando por fin se sentó en su taburete giratorio delante de mis piernas abiertas, el rostro a la altura de mis genitales, me recosté en la camilla y me quedé mirando el techo.
– ¿Algo nuevo? -preguntó antes de ponerse manos a la obra.
– No.
Inspiré profundamente y me preparé para la invasión. La doctora maniobraba con suavidad, pero eso no quería decir que no fuera concienzuda. Me concentré en relajar los músculos. Era buena en su trabajo. Esperó a que soltara el aire antes de introducir los dedos en mi vagina.
– ¿Cómo va lo del dolor?
Yo hice una mueca.
– Va… mejor.
Sacó los dedos.
– ¿Mucho mejor o sólo un poco mejor?
– La verdad es que mucho mejor -contesté, tensándome de nuevo a la espera de oír el clic del espéculo metálico.
– ¿Te duele cuando mantienes relaciones?
– No -noté el frío del metal en mi interior.
Una vez, después de ir a Urgencias para que le curaran una perforación que había sufrido en un lugar tan embarazoso como es el trasero, James se había quejado de la humillación que había sentido al dejar que un desconocido accediera a la parte más íntima de su cuerpo. «Ni siquiera me invitó a desayunar», dijo en broma, y yo me reí aunque no pude menos que poner los ojos en blanco ante lo que él consideraba una humillación. Los exámenes de próstata tal vez consigan que un hombre se haga una idea de lo que tiene que soportar una mujer con las revisiones ginecológicas anuales y la experiencia del parto y la lactancia. Tal vez.
– Sólo será un pequeño raspado.
No era tanto el dolor en sí del raspado como el hecho de esperar que sucediera lo que me hizo soltar el aire en un chorro brusco entre los labios. Al momento me sentí avergonzada, como si hubiera gritado en voz alta. La doctora me dio una tierna palmadita en un pie mientras echaba la muestra en una bolsa de plástico para enviarla al laboratorio.
– ¿Cómo van tus reglas? La mano por encima de la cabeza, por favor.
Siempre me entraban ganas de reír cuando me exploraba los senos para comprobar que no había bultos, no porque me hiciera cosquillas, sino porque me sentía ridícula: los dedos enguantados en látex masajeándome la piel mientras la sábana de papel crujía bajo mi cuerpo. Soltar una carcajada tal vez sirviera para aliviar un poco la tensión, pero siempre conseguía retenerla.
– Siguen siendo irregulares, pero ya no son tan dolorosas. Se me pasa con un baño caliente y un ibuprofeno.
La doctora sonrió.
– Me alegra oírlo. Ya puedes incorporarte.
El resto del reconocimiento se desarrolló con bastante celeridad. Corazón, pulmones o lo que fuera que hacía cuando me palpaba la espalda. Terminado el reconocimiento físico, salió de la sala para dejar que me vistiera con intimidad, y regresó a los pocos minutos con una carpeta y una sonrisa cordial.
– Veamos -comenzó-. Ya no sientes dolor cuando tienes relaciones, lo cual es fantástico. Las reglas van mejor, pero siguen siendo irregulares. Eso podría ser un efecto secundario de las inyecciones anticonceptivas, pero como ya hemos hablado -revisó sus apuntes-, siempre has tenido reglas irregulares, incluso falta de regla en ocasiones. Eso también es típico de la endometriosis. Pero aparte del trastorno evidente, ¿te preocupa por alguna otra razón?
Yo negué con la cabeza.
– No. Me gustaría que fueran más predecibles, pero aparte de eso, nada.
La doctora tomó nota de mi respuesta en la historia y me miró.
– ¿Alguna pregunta, Anne? ¿Algo sobre el tratamiento para la endometriosis, cómo manejar el dolor, las inyecciones? ¿El significado de la vida? ¿Cómo preparar un redondo de ternera?
Me reí.
– No, gracias. Creo que sé preparar un redondo decente.
Hizo el gesto de limpiarse el sudor de la frente.
– Buf, menos mal. Temía que fueras a preguntarme por el significado de la vida y habría tenido que inventarme algo sobre la marcha.
– No -vacilé. Tenía en la punta de la lengua las preguntas que sabía debería hacerle, pero al final no dije nada-. Gracias, doctora Heinz.
– De nada -respondió con una sonrisa-. Y para terminar, la inyección.
Aquello no dolía. No si lo comparábamos con un parto, pensé, mientras me pasaba un algodón con alcohol por la zona y después me inyectaba el cóctel químico que evitaría que el esperma de James conquistara mis óvulos en los siguientes tres meses. El pinchazo no sangró siquiera. Me despedí de mi médico y atravesé la sala de espera rebosante de barrigas florecientes en dirección a la salida.
Junio es un mes precioso. El sol brilla, pero no quema con la intensidad de julio ni es tan agobiante como en agosto. Los jardines florecen. La gente se casa. Empiezan las vacaciones escolares. Todo parece dispuesto a emprender una nueva vida, un nuevo comienzo.
Yo había tenido la oportunidad de emprender un nuevo comienzo en la consulta de la doctora Heinz. No la había aprovechado. Al contrario, tenía tres meses más para decidir si quería tener un hijo. Otros tres meses mintiendo a mi marido.
James había sido paciente y comprensivo con mi enfermedad, que causaba períodos y coitos dolorosos. Me llevaba las medicinas y me sostenía la mano cuando los ovarios me dolían tanto que no paraba de sudar. Había sido él quien me había dicho que los dolores que soportaba no eran simples dolores menstruales. Llevaba tanto tiempo sufriéndolos que me había convencido de que eran normales. No me parecía nada excepcional teniendo en cuenta que vengo de una familia donde otras cuatro mujeres se quejaban de sus reglas. James me había convencido de que debía contarle a mi médico que los dolores eran cada vez peores.
Había sido un alivio descubrir que había remedios, que mis dolores no eran un castigo por pecados pasados, tal como yo me había convencido. Muchas mujeres sufrían los mismos dolores, incluso peores. Yo era afortunada. Una intervención menor que no requería hospitalización y el tratamiento me habían cambiado la vida. Me sentía mejor que en mucho tiempo.
Era un buen momento para tener un hijo. James tenía un buen trabajo. Mi carrera se había detenido en seco, una situación que podría rectificar si quisiera… ¿pero para qué volver a trabajar si iba a tener un hijo unos meses después? Era el momento idóneo. Podía ser el ama de casa y madre que nunca había soñado ser.
Parecía como si todas las piezas hubieran encajado en su sitio. Perfecto. Si me preguntaran, respondería que yo no quería mentir a James respecto a nada, y menos aún respecto a nuestra decisión de tener hijos. Eso habría sido otra mentira. El hecho era que si de verdad no quisiera mentirle, no lo estaría haciendo. Le habría dicho la verdad. Que seguía con las inyecciones anticonceptivas. Que no estaba segura de querer tener hijos.
Que no estaba segura de poder.
Aunque la endometriosis puede contribuir a ello no tiene por qué conllevar obligatoriamente infertilidad. Como tampoco el hecho de haber tenido un aborto. En mi caso se daban ambas condiciones, aunque James sólo sabía lo de la endometriosis.
No estaba segura de no poder concebir, pero me aterraba comprobarlo. Como mujer me correspondía el derecho a elegir no tener un hijo. Elegir tenerlo dependía del capricho de un poder superior, y no estaba segura de que mi comportamiento no hubiera enfadado a Dios hasta el punto de que éste hubiera decidido no darme la oportunidad de procrear.
Tenía la intención de irme directa a casa al salir de la consulta puesto que tenía ropa que doblar y también me esperaba el aspirador y la fregona. Además, tenía que arrancar malas hierbas del jardín y ocuparme de pagar algunas facturas.
Sin olvidar que tenía un invitado en casa.
James y Alex se habían quedado levantados hasta tarde la noche anterior. El rumor de su risa me había sacado de mi sueño alguna que otra vez. James se había acostado cuando los pájaros empezaban a trinar y el sol casi despuntaba, esa hora a la que aún es posible convencer a tu cuerpo de que no llevas levantado toda la noche. Olía a cerveza y a humo de cigarrillo, una combinación que podría haberse mejorado mucho con un uso concienzudo de agua y jabón. Me había despertado con sus ronquidos y ya no había vuelto a dormirme.
Sin embargo, a pesar de haberse acostado tan tarde, se había levantado a la hora de siempre para irse al trabajo. La casa estaba en completo silencio cuando salí para ir al medico. La puerta del dormitorio de Alex estaba cerrada y no se oía ruido dentro.
Alex no era mi amigo, pero James no se habría molestado en dejar café recién hecho y toallas y sábanas limpias. No había llegado al extremo de ofrecerme a hacerle la colada, pero sí le había dejado instrucciones sobre cómo utilizar a la diva de mi lavadora y dónde estaba el detergente. Había hecho lo que toda buena anfitriona haría. Hasta tenía la intención de parar en el mercado de camino a casa y comprar unos filetes y unas mazorcas para prepararlos a la brasa para cenar. Dediqué todo el día a hacer recados con el único objetivo de mantenerme lejos de la casa todo el día, evitar ir a casa sin tratar de convencerme de que no era eso.
Habíamos tenido invitados en casa muchas veces. Aunque la nuestra era más pequeña que muchas de las casas que bordeaban la carretera de Cedar Point, disponíamos de tres dormitorios y un sótano convertido en salón que podía hacer las veces de dormitorio en caso de necesidad. Y lo más importante, disponíamos de vistas al lago, una pequeña sección de playa de arena sucia y un barquito de vela. Además, estábamos a pocos minutos en coche de Cedar Point. A James y a mí nos gustaba hacer bromas sobre cómo nuestra popularidad aumentaba exponencialmente en verano, cuando nuestros amigos venían a pasar unos días y aprovechaban para hacer alguna de las muchas actividades para turistas disponibles en la zona del condado de Erie.
La diferencia con la situación actual era que los amigos siempre habían sido de los dos, no sólo de James. Y yo trabajaba por entonces a jornada completa. Sobrellevar la presencia de invitados resulta mucho más sencillo cuando el contacto con ellos se limita a unas pocas horas después de trabajar. Esperaba que Alex hubiera tenido que ir a otra de esas reuniones que duraban todo el día, pero no estaba segura de que lo hubiera hecho.
El hecho puro y duro era que no sabía qué pensar de él. No se trataba de algo que hubiera dicho o hecho, sino más bien lo que no decía. O no hacía. Se había asomado al borde y había reculado. Para mí no era un problema que flirteara conmigo, podía manejarlo, pero aquello era diferente. Era algo más. Sólo que no sabía qué.
Me obligué a pasar el rato comprando mobiliario de terraza que no necesitábamos y que yo no quería. Comprobé la comodidad de unas sillas de bambú y la resistencia de las mesas que vendían a juego. Eché un vistazo a utensilios para barbacoa, nuevos y relucientes, con sus cajas para transporte. Me dije que no me importaba que James hubiera abierto las puertas de nuestra casa a Alex Kennedy, pero eso era otra mentira; me había percatado esa misma mañana al tener que pensármelo dos veces antes de entrar en la cocina en camisón.
– ¡Hola! ¡Soy Chip! ¡Veo que está mirando nuestro juego de muebles Exotica!
Semejante chorreo de exclamaciones salió de los labios del joven e inexperto vendedor, que se lanzó sobre mí en picado mientras curioseaba alrededor de un caro juego de muebles de teca, demasiado grandes para nuestra terraza en realidad. Vi el símbolo del dólar reflejado en sus ojos cuando me tendió la mano para presentarse. Sin darme tiempo a negarme, empezó a recitar de un tirón las bondades del mobiliario, su resistencia a las termitas entre ellas.
– No creo que las termitas sean un problema -dije.
– ¡Además son resistentes a las inclemencias del clima! ¡Y menudo clima tienen por aquí…! -estuvo a punto de darme un codazo. Me recordaba a Erie Idle, de los Monthy Python, y su costumbre de guiñar el ojo y dar con el codo, como diciendo: «Ya sabes a que me refiero». Me eche a reír. Chip me imitó-. Tengo razón, ¿verdad?
– Tenemos un clima desapacible, pero…
– Pues estos muebles soportan todo lo que la madre Naturaleza les eche. ¿Tiene un jardín grande?
– En realidad no. Es un jardín más bien pequeño.
– Ya -los símbolos de dólar perdieron brillo.
Me sentí mal por él. En ningún momento había tratado de llevarlo a pensar que verdaderamente estaba dispuesta a comprar una mesa y unas sillas escandalosamente caras. Me sentía obligada a seguir hablando.
– Es una casa que da al lago, así que tenemos muchas piedras y arena.
– ¡Vaya!
¡Bingo! Aquello era lo que Chip necesitaba oír. En su cabeza, casa frente al lago equivalía aparentemente a una venta importante. Yo sólo lo había dicho como excusa para remolonear por allí un poco más. Me sentía tan mal que dejé que me hiciera una descripción detallada de casi todos los muebles del establecimiento. Al final me convenció para que me llevara un columpio y un juego de utensilios para la barbacoa, cosas que no necesitaba.
Escapé de la tienda con el trino alegre de Chip en los oídos diciéndome adiós y me reñí mentalmente. A James no le importaría que me hubiera gastado el dinero. Seguro que estaba encantado con el columpio y los utensilios nuevos. Las cosas nuevas lo hacían feliz. Mi auto flagelación se debía al hecho de haberme dejado convencer para comprar algo que no quería y no necesitaba simplemente porque me sentía culpable por haber decepcionado al vendedor.
¡Un total desconocido! ¡Un hombre al que no iba a volver a ver en mi vida! Me daban ganas de abofetearme. Me daban ganas de entrar de nuevo y anular el pedido, pero entonces vi por la ventana a Chip haciendo una especie de danza de la victoria con sus compañeros por haber realizado la venta. Así que me metí en el coche con un profundo suspiro.
Lo peor de todo era que la excursión de tiendas había agotado mi energía para seguir evitando regresar a casa. Resignada, paré en Kroger y gasté más dinero, esta vez en artículos que sí quería y necesitaba. Vacilé un momento en el pasillo de las bebidas, aquél al que nunca iba. En esta ocasión, y en honor a nuestro invitado, compré una botella del Merlot que le gustaba a James. Tras pensarlo un poco más, eché al carro un paquete de seis de cerveza tostada. A juzgar por cómo olía James la noche anterior, se habían acabado las cervezas del frigorífico del sótano. No vendría mal reponerlas. Un paquete de seis latas no eran tantas cervezas.
Seguí con la mirada las hileras de botellas con sus etiquetas de colores. Dibujos de piratas y atractivas camareras de taberna, mares de color azul. Aquellas botellas hablaban de evasión. Susurraban posibilidades de sexo. Proclamaban diversión. Una fiesta no es una fiesta sin Bacardi.
Bueno, no puede decirse que estuviera planeando una fiesta, más bien una cena para tres. Bastaría con cerveza y vino. Les di la espalda a las botellas y su canto de sirenas, y me dirigí hacia casa.
Alex había salido y regresado mientras yo estaba fuera. Me pareció que su coche, que vi cuando salía aparcado de forma oblicua junto al garaje, estaba un poco más recto cuando llegué. Yo metí el coche en el sendero de entrada para acercarme todo lo posible a la puerta, agarré las dos bolsas de comida y entré en la cocina por la puerta lateral.
Me detuve en la puerta, sintiéndome como una intrusa en mi propia casa. Sonaba una música suave en el salón. Una vela grande en tarro, que me había regalado la madre de James y se había quedado guardada durante meses en un armario, ardía en la mesa situada junto a los ventanales que daban al lago Eric. Me encontré varias ollas burbujeantes sobre los fogones y una selección de aperitivos, galletas, queso, verduras y salsas desplegada en la isla central.
Alex se volvió con una cuchara en la mano cuando entré. Llevaba unos vaqueros desgastados muy bajos de cintura con una camisa de vestir. Desabrochada. No llevaba zapatos. Los pies descalzos le asomaban por debajo de los bajos deshilachados. Tenía el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha y se hubiera pasado la mano. Era del color de una suntuosa madera que no sabría decir, del tono del escritorio barnizado del despacho de algún ejecutivo. Un tono castaño cobrizo con mechones más oscuros y más claros.
– Anne -dijo al ver que yo no decía nada al cabo de unos minutos, tan sólo miraba boquiabierta-. ¿Necesitas ayuda?
Miré las bolsas que llevaba en los brazos.
– Sí, por favor. Hay más en el coche.
Dejó la cuchara sobre un utensilio de metal que tenía para posar las cucharas y no manchar la encimera. A mí siempre se me olvidaba usarlo, dejaba las cucharas en cualquier parte sin importarme si manchaba la encimera o no. Después tiró del paño de cocina que llevaba en el hombro y se limpió las manos.
– Iré a por las del coche. Venga, entra. Tómate un vino.
Pasó junto a mí sin darme opción a responder más que con un breve asentimiento. Dejé las bolsas encima de la mesa de la cocina. Alex había encontrado las copas de vino que alguien nos compró como regalo de boda, y un líquido de color rubí resplandecía en dos de ellas.
Miré lo que estaba cocinando. En una olla se cocían a fuego lento cebollas y champiñones en una salsa que olía a ajo, mantequilla y vino. Husmeé bajo la tapa de otra de las ollas. Arroz. Mazorcas de maíz al vapor en una tercera. Por la ventana que daba a la terraza vi que la barbacoa estaba encendida y salía humo. Inspiré profundamente. Todo olía a las mil maravillas.
– Veo que has estado ocupado -comenté cuando entró en la cocina cargado con el doble de bolsas de las que había metido yo.
– Qué va -contestó él, dejando las bolsas encima de la mesa. Al levantar la vista, el pelo, ya más seco, le acariciaba la nuca, las orejas y algún que otro mechón le caía sobre las cejas. Levantó las dos copas de vino y se acercó a mí tendiéndome una de ellas-. Era lo menos que podía hacer. Preparar la cena.
Acepté la copa de forma automática, como hace la gente cuando les ofrecen algo.
– No tenías por qué.
La sonrisa que me dedicó me caldeó de los pies a la cabeza, e inclinándose ligeramente sobre mí, dijo:
– Ya lo sé.
– Huele fenomenal -debería haber retrocedido un paso, pero no quería que pareciera tan obvio-. ¿Has encontrado todo lo que necesitabas?
– Si -dio un sorbo y miró alrededor de la cocina-. Madre mía, sí que ha cambiado la ciudad. He salido a comprar al supermercado y me he perdido.
Antes de que pudiera decir nada, su mirada regresó al punto de partida, y se clavó en mí.
– Jamás se me habría ocurrido que hubiera sitio en la vieja Sandusky para un mercado con productos para gourmets -añadió.
– Supongo que todo depende de lo que se consideren productos para gourmets.
Dios mío, qué sonrisa. Aquella lánguida y perezosa sonrisa que prometía horas de placer. ¿Cuántas mujeres habrían separado las piernas para él gracias a aquella sonrisa?
– ¿Tu nivel de exigencia es alto, Anne? -dio otro sorbo y miró mi copa-. ¿No te gusta el vino tinto? He traído rosado también.
– No, no. Está bien éste. Es que no bebo vino…
– No bebo… vino -dijo marcando exageradamente la «V» de vino imitando el acento de Drácula-. ¿Es que eres un vampiro?
Yo me reí al tiempo que sacudía la cabeza.
– No, no. Es que no bebo vino, eso es todo.
– ¿Te apetece mejor una cerveza? He traído una caja de negra y tostada. Deja que te diga algo, Anne. Me gustaban muchas cosas de Singapur, pero nada, repito, nada, como los establecimientos de venta directa de cerveza de Ohio.
– No, gracias -negué nuevamente con la cabeza.
Extendió el brazo para abrir una de las bolsas de Kroger.
– Tú también has comprado vino y cerveza -me miró con gesto interrogativo enarcando suavemente una ceja-. ¿No quieres de ninguna de las dos cosas?
Tercera negativa.
– No. No bebo.
Alex apuró su copa con un largo y lento sorbo, y dejó la copa en la encimera.
– Interesante.
Un tanto cohibida, dejé mi copa junto al fregadero. No me veía capaz de echarlo por el desagüe.
– No tiene nada de interesante.
La tapa de la olla donde se cocinaban los champiñones y las cebollas se puso a repiquetear sobre la olla cuando el vapor empezó a buscar una salida. Alex se movió. Yo me moví. La cocina, al igual que el resto de la casa no era grande. El viejo dicho que hace referencia a cuando hay demasiados cocineros en una cocina tenía todo el sentido dentro de la mía, pero no porque fueran a estropear el cocido. Simple y llanamente no había espacio suficiente para más de una persona delante de los fogones. Nos movimos con gestos torpes, él alargando la mano para levantar la tapa de la olla y yo intentando quitarme de en medio. Los faldones de su camisa abierta ondearon como una bandera rozándome cuando estiró el brazo. Levantó un poco la tapa y apagó el fuego. Su otra mano aterrizó sobre la parte baja de mi espalda, pero no fue ni para empujar ni para acariciar, más bien para servir de soporte.
El contacto fue muy breve. Retiró la mano sin que me diera tiempo a sentirla casi. Entonces se giró hacia mí.
– Espero que tengas hambre.
El ruido de mi estómago contestó por mí.
– Estoy muerta de hambre.
– Me alegro.
Nos quedamos mirándonos. Alex levantó una de las comisuras de sus labios. No estaba segura de que me gustara que me mirara de aquella forma. No estaba segura de que no me gustara tampoco.
– Se te da muy bien la cocina -comenté yo mirando hacia los fogones primero y de nuevo a él.
Alex se puso una mano en el corazón y me dedicó una pequeña inclinación de cabeza que lo acercó a mí lo bastante como para oler su colonia. Era la misma que llevaba el día anterior, algo especiado y exótico. Masculino y floral al mismo tiempo. Me miró desde detrás del flequillo, sonriendo. Una sonrisa devastadora. Encantadora. Y lo sabía.
– La vida de soltero no se reduce a pizza y cerveza. Por lo menos no se reduce a pizza. Cuando no tienes a nadie que cocine para ti, aprendes.
Saqué los alimentos perecederos de las bolsas y los metí en el frigorífico y el congelador respectivamente. Alex se mantuvo al margen para no molestar, pero sentía su mirada encima de mí.
– A lo mejor podrías darle alguna pista a James.
– Jamie no ha tenido que hacerlo nunca, eso es todo. Siempre ha tenido a alguien que le hiciera las cosas. Una madre y dos hermanas mayores pendientes todo el día de él. Y ahora, una esposa.
Me giré para mirarlo.
– Sí.
– Ahora tú cuidas de él -sonrió de oreja a oreja.
No podría decidir si me estaba haciendo un cumplido o me estaba insultando.
– Nos cuidamos mutuamente.
Alex se acercó a los fogones y removió un poco los champiñones y las cebollas.
– El pobre Alex no tiene a nadie que cuide de él. Así que tuve que aprender a cocinar para no tener que cenar comida para llevar todas las noches.
Aspiré el delicioso aroma de lo que estaba cocinando.
– Estoy impresionada.
– Entonces mi malvado plan ha funcionado -dijo él, lanzando una risa de personaje malvado de dibujos animados.
Lo gracioso era que no podía estar segura de que lo dijera de broma. Sin embargo, no me dio oportunidad de pensar en ello. Alex recuperó la postura, me puso la mano en el hombro y me condujo hasta la terraza. Allí me instó a sentarme en una de las cómodas tumbonas y a poner los pies en alto. Yo me reí, un tanto sonrojada ante sus atenciones, pero él se limitó a sonreír.
– Soy un agente que proporciona servicios integrales -me dijo-. Tú siéntate. Te traeré algo de beber que sí bebas.
Echó los filetes en la barbacoa y se metió en la cocina. Regresó al momento con un vaso de té helado y la fuente con las galletas saladas y el queso, y la posó en la mesita situada junto a mi tumbona.
– Podría acostumbrarme a todos estos cuidados -acepté el vaso que me daba. Aún faltaba un rato para el atardecer, pero la brisa del lago era fría. Sería una buena noche para encender nuestra estufa de barro con forma de carpa.
Tras echar un vistazo a la carne y apagar el fuego, Alex se tumbó en la otra tumbona, frente a mí, una pierna larga y esbelta cruzada sobre la otra. La camisa se le abrió, dejando a la vista su torso y su abdomen. No comprendía cómo podía llevar los vaqueros tan bajos, pero no me disgustaba que lo hiciera.
– ¿Te importa que fume?
No me importaba el olor del tabaco, pero respondí encogiéndome de hombros.
– Adelante.
Mis padres fumaban desde siempre. Llevaban el olor a cigarrillos pegado a la ropa, el pelo, la piel, el aliento. En Alex sólo había percibido el aroma de su colonia y el del ajo, la mantequilla y el vino de la salsa.
Lo encendió y dio una intensa calada, que retuvo dentro de los pulmones antes de dejarla escapar lentamente por la nariz en forma de dos columnas gemelas. Yo lo observaba, admirando su talento. Que yo no hubiera adquirido el hábito de fumar no significaba que no pudiera apreciar lo sexy que podía estar un hombre mientras fumaba.
– ¿Cómo dices? -me había hecho una pregunta.
– He dicho que a qué hora suele llegar nuestro querido Jamie. Los filetes y todo lo demás está listo.
Miré la hora.
– Suele llegar en torno a las seis. A veces más tarde, si tiene lío en el trabajo.
Alex compuso una «O» con los labios.
– Conque lío, ¿eh?
La forma en que lo dijo me hizo reír. Parecía que no podía dejar de hacerlo cuando estaba con él. Alex no se rió, tan sólo arqueó los labios en su habitual sonrisa.
Tenía el vaso a medio camino de la boca cuando me di cuenta bruscamente de algo. La sonrisa de Alex, aquel peculiar gesto de satisfacción. Era la sonrisa que James ponía cuando trataba de ser sexy. Se diferenciaba de su sonrisa normal como el día y la noche, y siempre me daba la sensación de falsa. Ahora sabía por qué.
Se la había robado a Alex.
Cobrar conciencia de ello me provocó un estremecimiento a lo largo de la espina dorsal, frío y caliente alternativamente. Me tragué el té que se me había quedado atascado en la garganta. Estaba tan frío que me quemó la garganta y pestañeé varias veces seguidas para contener las lágrimas.
Alex fumaba y yo lo observaba. Él miró hacia el lago, en dirección a las luces procedentes de las montañas rusas.
– ¿Trabajaste allí alguna vez? -le pregunté.
– No -mi familia vivía en la calle Mercy, al otro lado de la ciudad-. No tenía coche.
– Yo tampoco. Iba en bici.
– Entonces creciste en la ciudad.
James y sus hermanas se criaron en una casa en uno de los mejores barrios de la ciudad. Sus padres aún vivían allí. Sus hermanas y sus esposos se habían quedado por la misma zona.
– Sí. Mi madre y mi viejo siguen viviendo allí.
Estaba poniendo unas finas lonchas de queso gouda sobre una galleta salada, pero levante la vista al oírlo.
– ¿De verdad?
Él sonrió detrás del cigarrillo, sin despegar la vista del parque de atracciones. Al cabo de un rato me miró con los ojos entornados en un pícaro gesto.
– Sí.
Pero estaba allí, con nosotros. Con James y conmigo.
Podía haber un millar de razones que explicaran por que no se quedaba en casa de sus padres. No me hacía falta buscarlas. Decir que «las familias son un asco» lo expresaba a la perfección. Aun así, algo de sorpresa debió de asomar a mi rostro, porque Alex emitió una áspera carcajada por lo bajo.
– No me llevo bien con mi viejo.
– Qué pena.
Él se encogió de hombros como restándole importancia y se terminó el cigarrillo, que extinguió en la lata de coca-cola vacía que había en el brazo de su tumbona.
– No he vuelto a verlo desde que me fui a Asia. Mi madre me llama de vez en cuando.
– ¿Te llevas bien con tu madre?
– ¿Te llevas tú bien con la tuya?
Pestañeé sorprendida ante su tono, casi burlón.
– Yo me llevo bien con mi padre y con mi madre.
– ¿Y que me dices de los de Jamie?
– También me llevo bien con los suyos.
– Mentir no está bien, Anne -me riñó, levantando un dedo y moviéndolo de un lado a otro.
Mis sentimientos hacia la madre de mi marido eran complejos y me incomodaban. Me encogí de hombros.
– Tú los conoces desde hace más tiempo.
– Sí -levantó la tapa de su encendedor plateado y prendió la llama, pero no se encendió otro cigarrillo. La llama osciló y se apagó, y volvió a prenderla-. Pero yo no me casé con el niño bonito de Evelyn.
– No tiene mala intención -la galleta con queso me supo como polvo y tuve que beber un poco de té para pasarlo.
– No lo dudo -contestó Alex, levantándose y acercándose a la barandilla. Se inclinó sobre ella, un pie apoyado en la base, la mirada perdida más allá del agua-. ¿Acaso no ocurre eso con todo el mundo?
Oí el chirrido de unos neumáticos en la grava. James. Aliviada, porque la conversación con Alex había tomado un rumbo incómodo, me levanté para ir a saludar a mi marido. Él atravesó la cocina a toda velocidad, tomando un puñado de zanahorias enanas de camino, y empujó la mosquitera de la terraza con tanta fuerza que poco le faltó para dejarla empotrada en la pared de fuera de la casa.
– ¡Cariño, estoy en casa!
No me estaba mirando a mí cuando lo dijo.
Alex se volvió y puso los ojos en blanco.
– Ya era hora, cabronazo. Estamos muertos de hambre.
– Lo siento, tío, no todos somos unos capullos millonarios sin necesidad de trabajar.
James me rodeó el cuello con un brazo de una forma que no me gustaba porque pesaba y además me pillaba el pelo. Me dio un beso en la mejilla y percibí el olor a zanahorias.
– No seas hijo de puta -dijo Alex-. Me dejé los cuernos por esa empresa. Que me tome uno o dos meses de descanso no me convierte en un capullo.
– Claro que no -contestó James-. Ya lo eras mucho antes.
Alex se acercó, riéndose. Los tres formábamos un triángulo con Alex en el vértice. Dos hombres guapos y yo. ¿Qué mujer no disfrutaría de formar parte de aquella fiesta?
– Joder, qué bien huele -James olisqueó el aire y me dio un beso en la sien, distraído-. ¿Qué es eso, filete?
– Alex ha preparado la cena -dije yo.
James me soltó el cuello para levantar la tapa de la barbacoa y emitió un sonido de aprobación al ver los tres filetes grandes y jugosos.
– Qué buena pinta, tío.
Alex se guardó el encendedor en el bolsillo de los vaqueros.
– Venga, gilipollas, vamos a cenar.
«Gilipollas». «Cabronazo». Incluso «hijo de puta». Las mujeres podíamos utilizar términos soeces para bromear entre nosotras, pero había que ser amigas íntimas y comprender a la perfección la forma en que se estaba haciendo uso de semejantes términos. Los hombres se lanzaban insultos a diestro y siniestro como si fueran apelativos cariñosos.
Cenamos en la terraza, los tres sentados rodilla contra rodilla en torno a la mesa, bastante pequeña y algo desvencijada. La comida no nos habría sabido mejor por tener muebles de teca. Los dos se pasaron la cena hablando y hablando. Yo cené en silencio, escuchando y buscando la clave de su amistad.
¿Dónde estaba? ¿Qué la había mantenido durante tantos años? ¿Qué había estado a punto de terminar con ella? ¿Y qué los había llevado a limar sus diferencias?
– Me cago en la leche -dijo James con un tono reverencial cuando Alex sacó a la mesa el postre, consistente en un pastel de crema y frutas de varias capas-. Pero si tenemos aquí a Julia Child.
Alex posó el postre en la mesa, que había montado en un sencillo cuenco con pie que alguien nos regaló en nuestra boda, igual que las copas de vino. Viendo las capas de cosas ricas no podía creer cómo no lo había utilizado nunca.
– Vete a la mierda, tío -Alex le sacó el dedo corazón delante de la cara.
James apartó la mano.
– Vete tú.
Alex se sentó y metió una cuchara en el cuenco.
– Sírvete.
Lo miré y comprobé que no estaba molesto con las bromas de James. Los dos habían bebido vino en la cena, y después Alex se había abierto una cerveza. Dio un sorbo y la dejó sobre la mesa, después se inclinó hacia delante y tomó la cuchara de nuevo.
– Pero primero Anne.
– Estoy llena -protesté yo, pero ni James ni Alex me hicieron caso, de modo que terminé con un plato de postre delante.
– La cena estaba deliciosa, Alex. Gracias.
Él hizo un gesto de indolencia con la mano, sin dejar de prestar atención a James.
– Ha sido un placer.
– Sigo pensando que deberías dar a James algunas lecciones -dije como si tal cosa-. Apenas sabe prepararse los cereales del desayuno.
– Eso es porque su mamaíta le preparó la comida hasta que se fue a la universidad -dijo Alex con cariño-. En cambio, la mía se encontraba en un estado tan pésimo que no era capaz de cocinar nada.
Nos envolvió un silencio incómodo, pero me llevó un segundo comprender que era yo la única que se sentía incómoda. Como quiera que hubiera sido la vida en casa de Alex, era obvio que James y él se habían acostumbrado.
– Estás muy lejos de los sándwiches de queso gratinado y mortadela, tío -James lamió el tenedor-. Cuando éramos niños, Alex preparaba el mejor sándwich de queso gratinado y mortadela del mundo.
Los dos soltaron una carcajada y yo compuse una mueca.
– Sándwich de queso gratinado y tomate frito sí he probado, ¿pero con mortadela? ¡Qué asco!
Alex apuró su vaso.
– En casa de Jamie nos daban sándwiches sin los bordes de mantequilla de cacahuete con mermelada y Cracker Jacks.
– En la suya, tomábamos queso gratinado con mortadela y Jack Daniel's.
Volvieron a reír. James se terminó el postre. Alex había apartado su plato casi sin tocar. Levanté la vista del mío. Cuando Alex había dicho que no tenía a nadie que cuidara de él había supuesto que se refería al presente.
– Estáis de broma, ¿verdad?
Alex había estado mirando a James todo el tiempo, pero en ese momento dirigió su mirada hacia mí.
– No. Tengo el dudoso honor de ser la primera persona que hizo que nuestro pequeño Jamie se emborrachara.
– ¿Cuántos años teníais?
– Quince -James sacudió la cabeza sin dejar de comer-. Nos bebimos media botella de Jack Daniel's, que le robamos al padre de Alex, mientras hojeábamos revistas porno y fumábamos unos cigarrillos que le habíamos comprado a un chico del instituto.
– Pete Mercado Negro.
– ¿Quién? -miré a uno y a otro alternativamente. Me estaba perdiendo.
– Un chico que podía conseguir a cualquiera cualquier cosa -James soltó una carcajada-. Pete Mercado Negro.
Me agradaba escuchar sus historias. Era como si me revelaran sus secretos. Me fascinaba poder asomarme al pasado de mi marido.
– ¿Cómo os conocisteis? -pregunté.
James miró a Alex, que fue quien respondió.
– Clase de estudio. En octavo, con la señorita Snocker.
– Cruella De Snocker -se burló James.
– Heather Kendall se mudó a otra casa el verano antes de que empezaran las clases -Alex hizo un amplio gesto con los brazos, después se llenó el vaso y dejó a un lado la botella vacía-. El resto, como dicen, es historia.
– Kennedy, Kinney -explicó James-. Se sentaba delante de mí. El primer día de clase, Alex apareció con aquella cazadora de cuero con cremalleras a lo Michael Jackson…
– Era negra, cretino -dijo Alex sin animosidad-. La de Michael Jackson era roja.
– Da lo mismo. Vaqueros rotos, camiseta blanca, botas negras de motorista y cazadora negra de maricón.
Los ojos de Alex relampaguearon.
– Cazadora que me pedías prestada cada vez que podías porque tu mamaíta no te dejaba vestirte como los demás chicos.
– Insensible -dijo James, apurando su cerveza.
Tenía la sensación de estar presenciando un partido de tenis, escuchando su intercambio verbal. ¿Cazadora de maricón? Nunca había oído a James referirse a nada ni a nadie con la palabra «maricón». Era un término duro y grosero que parecía fuera de lugar en sus labios. Si ni siquiera contaba chistes étnicos.
Alex no pareció ofenderse.
– La madre de Jamie solía obligarlo a ponerse pantalones cortos de algodón a cuadros y unos polos absurdos. Y zapatos náuticos. Madre mía. Y jerséis sobre los hombros. Por el amor de Dios, parecía sacado de un maldito catálogo de ropa para marineros.
Para entonces, James se reía tanto que sólo tenía fuerzas para sacarle el dedo corazón. Alex, que parecía estar esforzándose por mostrarse serio mientras describía el guardarropa del James adolescente, acabó estallando en carcajadas. La conversación giró hacía un rosario de insultos entre risas mientras yo miraba a uno y otro, divertida.
– ¡… jodido desecho de Grease…!
– ¡Don Bien Vestido, el pelo con las puntas teñidas lamido hacia atrás! ¡Don camisa de Pink Izod!
– ¡Que te den por el culo, tío, aquella camisa era chula!
– Ya, ya. Eso lo dirás tú. Déjame adivinar: Anne es la que se ocupa ahora de tu vestuario, porque desde luego ahora vas mucho mejor vestido que antes.
– Abran paso al nuevo modelo masculino de América.
Los insultos dieron paso a las risas por lo bajo y los gestos obscenos con las manos. Los dos se volvieron hacia mí al mismo tiempo. Yo los miré sin saber exactamente qué esperaban que dijera.
– Lo vistes tú, ¿verdad, Anne?
– La verdad es que no -miré a James, que le estaba sacando el dedo a su amigo con gesto de triunfo. No me había dado cuenta de cuántas emociones podían condensarse en un gesto de la mano.
– No, no me viste -James se recostó en su asiento con un suspiro, la mano en el estómago-. Joder, estoy lleno.
Mire su ropa de trabajo, unos vaqueros mugrientos y una camiseta igualmente sucia con el logo de su empresa: Diseños Kinney. Normalmente solía completar su uniforme con una gorra de béisbol o un casco y un par de recias botas con puntera de acero. Pero cuando no estaba en el trabajo, James tenía buen gusto para vestirse. Ésa había sido una de las primeras cosas que noté cuando empecé a conocerlo mejor, el tiempo que destinaba a conjuntar las prendas de su vestuario. Lo miré y a continuación miré a Alex, y de vuelta a James. Me preguntaba si mi marido habría sacado su sentido de la estética del mismo lugar del que había robado aquella sonrisa.
– Gracias por la cena, Alex. Estaba deliciosa -me levanté y empecé a recoger los platos y las servilletas.
– Oye, Anne, no hagas eso.
– ¿Cómo dices?
– No recojas. Siéntate con nosotros un rato -Alex sacó otro cigarrillo y lo encendió, aspiró una calada y después dejó escapar el aire apartando la cara hacia un lado antes de volverse nuevamente hacia nosotros.
Me senté, aunque la verdad era que no tenía gran cosa que decir. Ellos compartían una historia de la que yo no formaba parte. Me costaba seguir la conversación, pero tampoco me importaba en realidad. A mí me pasaba lo mismo cuando me reunía con mis hermanas o con mis amigas del colegio. Lo comprendía.
– Mirad el agua -dijo James dándose unas palmaditas en el estómago.
Todos nos volvimos a mirar. La noche había caído sobre el lago, aunque el cielo estaba despejado, y la luz de luna y las estrellas se reflejaba en la superficie del agua. Era precioso. Me recordó lo mucho que me gustaba vivir cerca del agua, tanto como odiaba estar en el agua.
Alex se levantó.
– Ya sabes lo que tenemos que hacer, tío.
James empezó a reírse.
– Ni lo sueñes.
– Claro que sí -respondió Alex con expresión desdeñosa-. Vamos. ¡Sabes que quieres hacerlo! Anne, dile que quiere hacerlo.
– ¿Qué es lo que quiere hacer? -pregunté yo, riéndome pese a mis recelos.
– ¡Ni lo sueñes, tío! ¡Tenemos vecinos! -James levantó una mano para protegerse de los ávidos dedos de Alex.
– ¡Vamos, nenaza! -Alex enganchó el dedo en el bajo de la camiseta de James y tiró-. Quieres hacerlo.
Era obvio que James quería, porque se levantó, apartando la mano de su amigo.
– ¡Está bien, está bien!
– ¿Qué vais a hacer? -sus juegos eran graciosos y alarmantes al mismo tiempo.
Alex se quitó la camisa. Después buscó con la mano el botón de sus vaqueros. Me miró. Sonrió. Yo tragué con dificultad.
– ¿Te atreves, Anne?
Miré las suaves ondas que se formaban en la superficie bajo la luna.
– ¿A bañarme? ¿Ahora?
– En pelotas -dijo James, resoplando al tiempo que se quitaba la camiseta-. Anne no nada, Alex.
– Pero sabe nadar
Nuestros ojos se encontraron. Los dedos de Alex desabrocharon el botón y comenzaron a bajar la cremallera. Parecía que me estaba desafiando, un desafío perdido porque deslicé la mirada hacia su entrepierna antes de mirarlo a la cara de nuevo.
James se bajó los vaqueros por las caderas y se quedó en calzoncillos. Señaló con la barbilla hacia el agua, las manos en las caderas.
– Vamos, nenaza. Creía que ibas a meterte.
– Estoy esperando a ver si Anne nos acompaña.
– No -dije yo sacudiendo la cabeza. Nuestro pequeño flirteo se había desvanecido-. Pasadlo bien, chicos.
– ¿Seguro que no puedo convencerte? -dijo él haciendo uso de su encanto.
– No nado en el lago -respondí sosteniéndole la mirada sin inmutarme, una sonrisa en el rostro.
Mis pesadillas habían despertado a James las veces suficientes como para ayudarlo a comprender que no iba a nadar con ellos, aunque desconociera las razones que me llevaban a tener aquellas pesadillas. Me acarició el pelo. Yo lo miré y él se inclinó para besarme.
– Vamos, colega -dijo.
Alex se había quedado como un retrato, un momento congelado en el tiempo. Ladeó la cabeza para mirarnos, los dedos aún cerca de su entrepierna. Sus pupilas habían ensanchado tanto que parecía que se habían comido el iris. Oscuridad. Esperé a que me preguntara por qué, aunque debía saberlo ya.
El momento pasó. Con una sonrisa de oreja a oreja, se bajó el pantalón. Yo solté un chillido y me tapé los ojos ante la repentina desnudez, y los dos soltaron una carcajada. Oí las pisadas sobre la cubierta de madera de la terraza y a continuación los gritos entusiastas y el chapoteo según se adentraban en el agua.
Me levanté y fui a observarlos apoyada en la barandilla. Jugaron un poco dentro del agua, peleando y salpicándose mutuamente. Entonces Alex se sumergió en el agua y emergió al cabo de un momento, sacudiéndose el pelo. James hizo lo mismo. Nadaron y se quedaron flotando. Oía el ir y venir de su conversación, aunque no podía distinguir lo que decían. Recogí la mesa mientras ellos se bañaban. Después les saqué toallas secas, encendí la estufa y preparé café. Al rato, salieron del agua y llegaron chorreando a la cubierta de madera de la terraza. James, desnudo, me agarró y me dio un profundo beso.
– ¡Estás mojado! -protesté yo, removiéndome.
– ¿Y tú? -me susurró con malicia.
– Anne, eres una diosa -dijo Alex al ver las toallas y la cafetera en la mesa-. Jamie, hazte a un lado y deja que yo también pruebe suerte.
Debí de poner cara de susto, porque James se echó a reír y me ayudó a enderezarme. Se puso la toalla alrededor de la cintura y permaneció entre Alex y yo.
– Ponte algo encima antes, tío.
– Poneos algo encima los dos -dije yo-. Vais a enfermar.
Alex hizo un gesto marcial de obediencia. James hizo una inclinación de cabeza. Los dos se movieron al unísono sin darse cuenta de lo parecidos que se habían vuelto sus gestos. Les di la espalda y me puse a servir el café mientras ellos se vestían, el corazón martilleándome en el pecho ante la idea de dejar que Alex probara suerte conmigo.
¿Suerte para qué?