No debería haber respondido al teléfono, pero cuando sonó, extendí la mano de forma automática y me lo llevé al oído sin abrir los ojos.
– Diga.
– Anne. Soy tu suegra.
Como si no fuera a reconocerla por la voz o no supiera quién era si se presentaba por su nombre de pila…
– Hola, Evelyn.
– ¿Estabas durmiendo todavía? -dijo con un tono que insinuaba que estar en la cama a esa hora era de vagos inútiles.
Abrí un ojo para comprobar la hora.
– Son sólo las ocho de la mañana.
– Oh. Pensé que ya estarías levantada. ¿No madruga James para ir al trabajo?
– Se va hacia las seis y media, sí -contesté yo, tapándome la boca con la palma para ahogar un bostezo al tiempo que me frotaba los ojos, pero tenía los párpados pegados-. ¿Querías algo?
Esperaba que tuviera algún motivo para llamar a aquellas horas. No estaba de humor para charla, no lo estaba nunca en realidad. Pero ese día en particular no me encontraba bien y estaba de mal humor, me sentía hinchada y el vientre amenazaba con empezar a doler.
– Sí. Las chicas y yo vamos a salir de compras y habíamos pensado que te querrías venir. Pasaremos a recogerte a las nueve y media.
Mierda, mierda y mierda.
Me senté en la cama de golpe.
– ¿Adónde vas a ir de compras?
Me recitó una lista de tiendas, el centro comercial y un salón de manicura que yo no frecuentaba.
– Nueve y media. Te da tiempo, ¿no?
– Evelyn, lo cierto es que… -me giré para mirar a Alex, el rostro enterrado en la almohada de James. Su cuerpo despedía calor, cómodo en el aire fresco de primera hora de la mañana. Pasé la mano por la sedosa piel de su espalda desnuda-. Hoy tengo cosas que hacer.
Silencio sepulcral al otro lado de la línea, que me permitió contar hasta cinco.
– No me digas.
– Sí, lo siento, pero hoy tengo otros planes…
– Oh -dijo con una variación en el tono de voz, que seguía siendo educada como siempre pero se percibía la tensión bajo la superficie. El labio levantado ligeramente, los orificios nasales distendidos como si hubiera captado algo en mal estado. Siempre me preguntaba si, en su mente, en realidad estaba sonriendo, pero las señales que mandaba el cerebro y los gestos que al final mostraba su rostro se confundían por el camino.
– Bueno, si no quieres salir con nosotras… -dejó la frase a medias, esperando claramente a que yo se lo negara.
Y, por supuesto, eso hice, porque era lo que se esperaba de mí. Sentí acidez de estómago y fruncí la boca, pero se lo negué.
– Por supuesto que quiero salir con vosotras. Es que hoy había hecho otros planes.
– Está bien. Otro día entonces.
Conocer a la reina podría considerarse más importante que ir de compras con Evelyn y sus hijas; que te hubieran dado el premio Nobel de la Paz, puede que tuviera prioridad; que te secuestraran unos alienígenas podría estar justificado. Cualquier otra cosa, no. No para la madre de James.
Suspiré. Alex rodó hasta ponerse de espaldas, un brazo debajo de la cabeza mientras se frotaba suavemente el esternón con la otra mano. Arriba y abajo. Un movimiento hipnotizador. Sus dedos fueron descendiendo, y yo los seguí con la mirada. Cuando levanté la vista y lo miré a los ojos, estaba sonriendo.
– ¿Me das hasta las diez?
– No quiero que cambies tus planes.
– Seguro que puedo cambiarlos, pero no estaré a las nueve y media. Si queréis ir a Sinaí…
– No hay problema. Te esperaremos.
Estupendo. Ahora estaría en deuda con ellas todo el día porque tendrían que esperarme.
– No quiero que os retraséis por mí, Evelyn.
– No te preocupes.
«Porque te lo tendré en cuenta mientras viva».
Suspiré de nuevo. Alex sonreía con aire de suficiencia moviendo la mano como si fuera la boca de una marioneta, haciéndome burla. Miré para otro lado para no reírme, pero él se me echó encima. Empezó a chuparme el cuello y a tocarme los senos desde detrás de mí, pellizcándome los pezones hasta que se pusieron duros. Solté un gritito.
– ¿Anne?
– Estaré lista a las… -su mano había reptado por debajo del camisón y estaba ya entre mis piernas, donde no llevaba nada de ropa- diez…
– Dile que a las diez y media -dijo él riéndose por lo bajo con picardía, acariciándome entre los rizos del pubis.
– ¿Hay alguien ahí contigo? -preguntó la señora Kinney-. Creía que me habías dicho que James se había ido a trabajar.
– Y así es -dije yo, tratando de zafarme de Alex, pero era mucho más fuerte que yo y no me lo permitió-. Alex acaba de asomar la cabeza por la puerta para decirme algo.
– Oh, ¿todavía está con vosotros?
Sabía perfectamente que sí, hablaba con James por lo menos una vez al día.
– Sí.
Alex me estrechó contra su erección, acariciándome al mismo tiempo con los dedos, muy despacio, en movimientos circulares. Ya estaba húmeda. Mi cuerpo ansiaba sus caricias.
– Nos vemos a las diez entonces -dijo y colgó. Yo también colgué y me derrumbé sobre Alex con un gemido.
– Eres malvado.
– Ya te lo dije. Soy un canalla -me besó el lóbulo de la oreja. Su aliento caliente me hizo estremecer. La mano que tenía sobre el pecho me acarició el pezón, mientras la que estaba entre mis piernas continuaba con sus movimientos circulares-. Buenos días, mi reina.
Me giré para sentarme a horcajadas encima de él, separados por mi camisón. Le rodeé el cuello con los brazos mientras él bajaba las manos y me acercaba más sujetándome por las nalgas.
– Buenos días.
– Será mejor que vayas a arreglarte. Llegará dentro de un rato.
– Lo sé.
Ninguno de los dos se movió. El ritmo de nuestra respiración cambió, él tomaba aire mientras yo lo soltaba. Mi clítoris palpitaba, y me froté suavemente contra su pene duro y caliente. Alex inclinó la cabeza para trazar el perfil de mi clavícula con pequeños y suaves lametones.
Yo introduje los dedos en su pelo, dejando que los mechones me acariciaran el dorso de la mano.
– ¿Te has levantado antes?
Él asintió, mascullando contra mi piel:
– He desayunado con Jamie y después me he vuelto a acostar.
Yo ni siquiera me había despertado cuando James se había levantado.
– Eres mejor esposa que yo.
Él levantó la vista al oírlo. Tenía los labios húmedos y sus ojos grises resplandecían. Se humedeció más los labios. Sus manos se tensaron sobre mis nalgas, tirando de mí con más fuerza.
– No sabía que fuera una competición.
Yo no lo había dicho en ese sentido, pero cuando Alex hizo el comentario, no había forma de negarlo.
– ¿Lo es?
– Dímelo tú -contestó el, frunciendo los labios con picardía.
Me soltó el trasero para agarrar mi camisón a la altura del vientre y lo levantó. Sin obstáculos ya entre nosotros, piel contra piel, su pene quedó atrapado entre su estómago y mi sexo. Me quede inmóvil un momento. La sensación era de lo más agradable. Su cuerpo despedía calor, el mío, humedad. Bastaría con un breve gesto, con arquear la espalda y elevar la cadera ligeramente, y estaría en mi interior, si él quería. Si yo quería.
No nos movimos.
Continuó levantando el camisón hasta que me lo sacó por la cabeza. Mis pezones rozaron su pecho. Alex me rodeó con los brazos de nuevo, mientras yo colocaba las piernas alrededor de su cintura.
Puede que el aire de la mañana fuera fresco, pero yo estaba muerta de calor. Posé las manos en su cara y se la levanté. Lo miré a los ojos con su rostro entre mis manos. Alcancé su suave boca con los pulgares y tracé el perfil de su labio superior. Él volvió la cabeza un poco y me besó la palma.
Cuando giró de nuevo la cabeza y me miró, me perdí en sus ojos. Profundos y oscuros, no como el color azul claro de los de James.
– ¿Lo quieres?
– Todo el mundo quiere a Jamie.
– ¿Entonces porque estamos haciendo esto? -susurré contra su boca entreabierta. Inspiré y me tragué su aliento, la única forma de tenerlo dentro de mí que nos estaba permitida.
Gemí cuando me puso la mano en la nuca y tiró de mí para que lo besara; cuando me besó tan bruscamente que nuestros dientes chocaron; cuando nos hizo girar hasta colocarme encima de las sábanas revueltas y sobre él. Su pene erecto me acarició la cara interna del muslo, atormentándome.
– Porque no lo podemos evitar.
La respuesta perfecta, aunque no la que yo quería oír. No me dio tiempo a responder porque empezó a besarme de nuevo. Se restregó contra mí. La fricción fue aumentando. Mi mano buscó su pene, formando un tubo en el que pudiera deslizarse. Nuestras bocas se enzarzaron con violencia. Me mordió la suave piel del hombro y yo grité. Estábamos cubiertos de sudor, lo que hacía que nuestra piel resbalara, que fuera más fácil frotarnos.
Alex había dicho que se podían hacer muchas cosas aparte de follar, y tenía razón. Nosotros hacíamos de todo. Con las manos, la boca, piel contra piel, mi cuerpo componiendo lugares en los que pudiera entrar. Me junté los pechos para que pudiera deslizar el pene erecto entre ellos, utilizando mi boca al mismo tiempo. Nos tumbamos cabeza contra pies, nos chupamos y nos acariciamos. Se puso detrás de mí, empujando contra la zona baja de mi espinal dorsal mientras me llevaba al borde del clímax acariciándome con la mano desde atrás.
Formamos revoltijo de extremidades que se retorcía y contorsionaba, pero terminamos cara a cara, con las bocas abiertas, demasiado concentrados en lo que ocurría entre nuestras piernas para besarnos siquiera. Se introdujo en el hueco que había entre mi mano y mi cadera, al tiempo que me metía dos dedos en la vagina y me acariciaba el clítoris con el pulgar.
La posición era extraña. Me estaba tirando del pelo y se le debía de estar durmiendo el brazo, pero no nos importaba. Estábamos demasiado cerca del clímax como para detenernos, para movernos, para respirar. Nos movimos al compás hasta que el cabecero de la cama golpeó contra la pared.
– Joder -masculló Alex entre dientes-. Así, sigue así…
Mis dedos estrecharon el tubo. Gimió y enterró el rostro en la curva de mi cuello. Yo me estremecí y elevé las caderas para salir al encuentro de sus traviesos dedos.
Él hablaba en voz baja, mascullando cosas contra mi piel. Lo mucho que le gustaba follar con mi boca, lo mucho que le gustaba tocar mi sexo, lo mucho que deseaba hacer que me corriera. Sobre todo susurraba mi nombre, una y otra vez, pegándome a él como con cemento, haciendo imposible creer que no me conocía o que yo hubiera podido ser cualquier persona.
– Anne -susurró. Mi nombre. Mi cuerpo debajo del suyo. Mi sabor en su boca, mi aliento en sus pulmones. Lo repitió hasta que yo respondí pronunciando el suyo. Estábamos unidos.
El placer me inundó como el agua que brota a la superficie desde el interior de la tierra, llenando todas mis cavidades, cada milímetro de mi ser. Me estremecí. Me perdí en la sensación, me deje llevar. James tenía razón. Alex era como el lago, y yo me estaba ahogando en él.
Nos corrimos con segundos de diferencia. El líquido viscoso y resbaladizo cubría mis dedos. El olor me hizo ahogar un gemido. Saciados y con la respiración agitada, nos quedamos quietos y nos fuimos relajando poco a poco.
Alex, con el rostro todavía pegado a mí, se apartó lo justo para poder respirar. Estiró el brazo sobre mi estómago y la pierna sobre la mía. Su aliento me hacía cosquillas ahora que la pasión había cedido. Nos quedamos así un buen rato. En silencio.
– Esto es más de lo que se suponía que tenía que ser -dije, mirando al techo.
Alex, tan parlanchín momentos antes, permaneció en silencio. Su cuerpo respondió de la manera que sus cuerdas vocales no hicieron, tensándose levemente. Rodó hasta quedarse de espaldas, y entonces se apartó de mí, se levantó y salió al pasillo sin decir una palabra. Oí el ruido de su ducha al cabo de un momento.
Miré la hora y salí de la cama soltando una imprecación. Tenía diez minutos para ducharme y vestirme antes de que llegaran para llevarme de compras. Me alegraba no tener tiempo para cavilar sobre el significado de la no-respuesta de Alex. Eso significaba que yo tampoco tenía que preocuparme.
El día de compras con Evelyn no resultó tan desastroso como habría sido de esperar, a pesar de sus repetidos intentos de hablar sobre cuándo tenía intención de empezar a considerar la maternidad. Yo me limite a sonreír, apretando los dientes, y a darle respuestas vagas para que me dejara en paz. Para cuando llegué a casa, me dolía la cabeza de la tensión además del síndrome premenstrual.
– Mira, James está en casa -dijo alegremente, como si le hubiera tocado la lotería. En vez de dejarme en la puerta sin más, apagó el contacto.
– Supongo que quieres pasar -dije yo, incapaz de mostrarme acogedora.
– ¡Por supuesto! -exclamó ella fuera ya del coche y a un paso de abrir la puerta de la cocina.
No estoy segura de qué fue lo que vio, porque para cuando entré yo lo único a la vista eran miradas de culpabilidad, pero lo que fuera que hubieran estado haciendo Alex y James debía de haber sido lo bastante extraño como para que Evelyn retrocediera dando traspiés. Dado que era una mujer que se enorgullecía de tener respuesta para todo, dejarla sin palabras era toda una hazaña.
– Mamá, ¿qué estás haciendo aquí?
– He llevado a Anne de compras y he venido a traerla. Al ver tu camioneta me apeteció entrar a saludar -dijo Evelyn, irguiendo la espalda y colocándose el pelo, aunque no había ni un pelo fuera de lugar.
Busqué con la mirada pruebas de lo que podría haber visto al entrar. No parecía que hubiera nada fuera de lugar. Había un cigarrillo en el cenicero, pero aunque no permitía que se fumara en la casa, no me parecía algo tan escandaloso. Alex lanzaba discretas miradas de soslayo a James, apartándolas muy deprisa como temiendo soltar una carcajada. James no le hacía caso.
– Sí, acabo de llegar. Hace unos veinte minutos.
Había algo en la sonrisa de James que no encajaba. Era demasiado amplia. Demasiado boba. Demasiado… no sé, algo.
– ¿Qué tal el trabajo? -Evelyn no se movió de donde estaba al lado de la puerta, pero yo me abrí paso en la cocina.
– Estupendo. Genial. Todo muy, muy bien.
Lo que fuera que estuvieran haciendo era algo que no querían que los demás vieran. Parecían dos niños pillados con las manos en la masa… o dentro de los pantalones del otro. Miré alrededor de la cocina, pero aparte del cigarrillo encendido, no había nada fuera de su sitio. Alex parecía haber recuperado el control y se levantó para saludar a la señora Kinney con una sonrisa de pura inocencia.
– Hola, señora Kinney. ¿Cómo está?
Ella lo miró de refilón.
– Bien, Alex, ¿y tú?
– Genial. Muy, muy bien -contestó él, con una sonrisa más amplia.
Habría sospechado algo aunque no hubiera visto la reacción de mi suegra. Miré a James con ojos entornados, pero él no se dio cuenta. Los dos apretaban los labios como si estuvieran intentando contener las carcajadas.
– Bueno, me voy.
Evelyn hizo una pausa, pero James se despidió de ella con la mano.
– Adiós, mamá. Hasta luego.
– Adiós, señora Kinney -dijo Alex, agitando los dedos de la mano.
James y Alex se quedaron de pie el uno junto al otro, sonriendo como bobos y despidiéndose con la mano. Evelyn se dio media vuelta y se fue sin decir una palabra. La vi dirigirse a su coche, sentarse en el asiento del conductor y meter las llaves en el contacto. Esperé a ver si bajaba la guardia, creyendo que nadie la veía, a ver si se venía abajo, pero no lo hizo. Se alejó de la casa y me volví hacía los dos.
– ¿De qué iba eso? -James soltó una carcajada. Alex se rió con suficiencia. Me quedé mirándolos a los dos-. Oh, Dios mío, estáis colocados.
Olisqueé el aire. El humo del cigarrillo normal enmascaraba el olor acre del porro, pero estaba ahí. James abrió el frigorífico y sacó otro cenicero. Éste sí que tenía un porro dentro, que se había apagado.
– ¿Estabais fumando marihuana? ¿James?
Los dos se estaban riendo del porro apagado y no me hacían caso. Elevé la voz.
– ¡James! -los dos se volvieron hacia mí-. ¿Por qué has metido la marihuana en la nevera?
– Lo puso ahí cuando llegó su madre -intervino Alex, aguantándose la risa.
– ¿Te ha visto fumando?
– No creo -James carraspeó y lanzó a Alex una mirada cautelosa-. Nos estábamos peleando por eso cuando entró, y…
– Lo agarró y lo metió en el frigorífico a toda prisa -terminó Alex.
– Seguro que te vio -dije yo, poniéndome las manos en las caderas sin deseo alguno de verlos comportarse como niños.
Intercambiaron una nueva mirada, de culpabilidad esta vez.
– No vio el porro -aseguró James con firmeza.
– ¿Entonces qué es lo que vio? -quise saber-. ¿A vosotros dos comportándoos como adolescentes? Eso no es como para quedarse estupefacto. ¡Parecía que hubiera visto un fantasma!
Alex resopló ligeramente.
– Venga, Annie, no ha sido para tanto. Y Evelyn siempre tiene esa cara.
– Estábamos tonteando -dijo James, acercándose por detrás de la isla para rodearme el hombro con un brazo-. Haciendo un poco el loco. Eso es todo.
Noté una sensación de frío en la boca del estómago. Tontear podía significar muchas cosas. ¿Los habría visto pegándose por el porro o los habría visto más cerca el uno del otro de lo que hubiera esperado, tal vez tocándose o besándose?
Alex se llevó el porro a los labios y lo encendió, aspirando el humo con los ojos entornados. Retuvo el humo y luego lo expulsó. Me ofreció un poco.
– ¿Quieres?
– No.
– ¿Jamie?
Yo miré a James. Él me miró a mí y a continuación a Alex.
– Claro.
No dije nada. Tan sólo salí de la cocina y los dejé riéndose o peleándose o lo que fuera que hubieran estado haciendo al llegar yo. Me fui a mi dormitorio y cerré la puerta para no oír sus carcajadas. Me puse a leer, pero no podía concentrarme.
¿Habrían estado besándose? ¿Debería importarme? ¿Cómo podía estar celosa porque lo hubieran hecho cuando Alex y yo también lo habíamos hecho?
¿Se trataba de una competición entonces?
Podría haber resultado fácil perder de vista mi matrimonio teniendo un marido y un amante, pero no ocurrió. Se debía en parte a la indiscutible falta de celos de James respecto a Alex y a su creencia firme de que por muchas veces que Alex me chupara hasta llevarme al orgasmo, yo quería más a James. Tenía una tremenda seguridad en sí mismo, lo que nos permitía disfrutar de lo que se nos daba tan bien y hacíamos tan a menudo.
James no estaba celoso de su mejor amigo, ¿cómo podía estar yo celosa de Alex? ¿De sus bromas internas que me dejaban fuera, de sus recuerdos? Los dos estaban allí conmigo, los dos se mostraban atentos y apasionados.
A veces demasiado.
– Ya vale -dije aquella noche en que los dolores y la hinchazón de vientre, sumado al día de compras con Evelyn, hacían que el sexo me pareciera más una pesada obligación que una exótica aventura-. Ni siquiera con la polla de Brad Pitt.
– Pues sí que estamos bien -dijo Alex, apoyando la cabeza contra el cabecero, la camisa abierta, pero los pantalones abrochados. Miró a James que acababa de salir de la ducha-. ¿Lo has oído, tío? Nos está comparando con la polla de Brad Pitt. Y salimos perdiendo.
No quería reírme, quería meterme en la bañera con una vela aromática y un buen libro.
– No es verdad. Sólo decía que esta noche no puedo. Por vuestra culpa tengo escoceduras en más de un sitio y me duelen los ovarios.
– Los orgasmos son buenos para los dolores -James se puso detrás de mí y me rodeó con los brazos al tiempo que me mordisqueaba la oreja.
– ¿No has oído lo que acabo de decir?
– Algo sobre la polla de otro -murmuró riéndose por lo bajo mientras ahuecaba las manos contra mis senos-. Me gusta oírte decir groserías. Hazlo otra vez.
Alex, despatarrado sobre nuestra cama, hizo un gesto para que la dejara en paz.
– No tiene ganas, Jamie. Mejor olvídalo. Ya no nos quiere.
– ¿No? -dijo James, pellizcándome un pezón erguido-. ¿Seguro?
Resoplé malhumorada y me zafé de sus brazos.
– Estoy cansada, James. Y dolorida.
– ¿Es un cumplido o un insulto? -preguntó Alex desde la cama-. ¿Nos estás echando la culpa?
Me volví y le lancé una mirada fulminante que me costó mantener.
– Sois unos sátiros insaciables, y lo único que me apetece es darme un baño caliente y leer un libro. No quiero sexo. Con ninguno. Ni con él, ni con los dos, ¿de acuerdo?
– Ni con Brad Pitt tampoco, al parecer -dijo James, tirando la toalla sobre la silla. Se dirigió a la cómoda a continuación, cómodo con su desnudez-. Oye, nena, ¿no tengo calzoncillos limpios?
– ¡Te aseguro que los tendrías si tuviera tiempo de lavar en vez de pasarme todo el día en la cama con vosotros dos! -le espeté.
Alex se estiró.
– Para ser exactos, la última vez no fue en la cama, sino en el suelo del salón, Anne -dijo.
Cuando ocurrió, intentaba hacer listas para la fiesta. James me sedujo con un masaje de pies. Alex contribuyó masajeándome la espalda. A partir de ahí no costó mucho terminar como siempre.
James se volvió, desnudo aún, con un par de calzoncillos en la mano.
– Éstos son tuyos -le dijo a Alex, tirándolos hacia la cama.
– Eh, llevaba tiempo buscándolos -contestó Alex, interceptándolos-. Seguro que yo tengo algunos tuyos.
Ninguno de los dos me estaba echando la culpa, pero las hormonas me empujaban a comportarme de manera irracional.
– ¡Ustedes perdonen! ¡No es el hada de la ropa interior quien coloca la ropa limpia, para que lo sepáis! ¡Soy yo! ¡Y los dos lleváis la misma talla! ¡La próxima vez os laváis vosotros la ropa!
El estallido me hizo sentir mejor al instante. Me gané que los dos me miraran con idénticas miradas de sorpresa y me aceleré de nuevo.
– Y ya que estáis, podéis ocuparos también de limpiar el retrete, ¡porque os aseguro que no soy yo la que no sabe apuntar!
No sabían qué decir. James, todavía desnudo, dio un paso atrás. Alex se incorporó en la cama. Parecía querer decir algo, pero yo lo detuve antes de que pudiera decir esta boca es mía.
– Y si estáis cachondos, ¡aliviaros vosotros mismos! -les grité-. ¡O mutuamente! ¡Me da exactamente lo mismo!
Con esas palabras, entré en el cuarto de baño y cerré dando un portazo tan enérgico que se descolgó el cuadro que tenía en la pared. Era una ilustración horrible de unos gatitos dentro de una bañera que me regaló Evelyn cuando cambió la decoración del aseo. El marco se partió por la mitad, igual que el cristal, que, afortunadamente, no se hizo añicos.
Tomé aire profundamente un par de veces y esperé a que me asaltara la culpa. No ocurrió. Seguía sintiéndome bien. Había estallado sin motivo, hasta yo lo sabía. Ni siquiera estaba enfadada por lo de la colada. No estaba enfadada, pero, de alguna forma, el hecho en sí hacía que me sintiera bien por haber gritado.
La había cagado y lo sabía, pero sonreí mientras recogía los gatitos y los tiraba a la basura. Eso me sentó todavía mejor.
– Que os jodan, gatitos en la bañera -susurré.
Fui calmándome a medida que se iba llenando la bañera. ¿De verdad les había dicho que se aliviaran mutuamente? ¿Lo harían?
Hasta el momento, por mucho que se enredara nuestro acuerdo de cama, Alex y James no habían tenido sexo. Yo había hecho todo lo que una mujer puede hacer con cada uno de ellos, por separado y al mismo tiempo. Ellos habían estado al lado o frente al otro. Incluso espalda contra espalda. Pero no se habían besado ni tocado.
Tal vez fuera ésa otra de las normas que no se habían molestado en comentarme.
Vacié la bañera y me puse el albornoz. Cuando abrí la puerta del cuarto de baño, me encontré nuevamente con las miradas de sorpresa de los dos. Alex y James estaban despatarrados sobre mi cama, vestidos únicamente con calzoncillos. Estaban viendo los deportes en la televisión con una cerveza en cada mesilla. Parecían una pareja que llevara años casada, cómodos hasta el punto de que podían eructar o hurgarse en la nariz en presencia del otro.
– ¿Por qué no os tocáis nunca? -quise saber.
Los dos me miraron sin saber que decir. James fue el primero en responder, probablemente porque Alex tenía la boca cerrada, de forma muy sensata por su parte.
– ¿Qué?
Me acerqué a la cama, alargué el brazo hacia el mando a distancia y apagué la televisión.
– Vosotros. ¿Cómo es que nunca os tocáis cuando follamos?
Nunca había visto a James sonrojarse. Puede que fuera como una mariposa, revoloteando de un lado a otro o dando vueltas en el sitio, pero nunca cambiaba el gesto por nada. Y en aquel momento vi como se le enrojecía el pecho y el rubor ascendía como una columna por su garganta hasta las mejillas.
Alex no parecía preocupado. Se puso una mano detrás de la cabeza, lo que hacía resaltar su torso esbelto, y me sostuvo la mirada sin vacilar. Sonreía de forma enigmática, como la Mona Lisa, pero con más picardía en el fondo.
James lanzó una rápida mirada en dirección a Alex. La forma en que se apartó de él fue sutil, pero hablaba por sí misma. Alex tuvo que darse cuenta, igual que yo, pero no apartó la mirada de mí.
– ¿Y bien? -dije yo, levantando la barbilla hacia ellos.
– No soy gay -dijo James, tras lo cual miró a su amigo y se apresuró a añadir-: Aunque no hay nada malo en serlo.
Alex no pareció ofenderse.
– No es gay, Anne.
La respuesta me dejó un poco desanimada. No sabría decir con seguridad que era lo que había esperado o deseado oír. Lo que quería saber. James tenía la suficiente seguridad en sí mismo como para que ni siquiera se le pasase por la cabeza, pero, tal vez, yo sí necesitara oírlo para tener la seguridad de que me quería más a mí.
– Y yo no había practicado nunca el poliamor y ahora follo con dos hombres.
– ¿Poli-qué? -dijo James aún sonrojado.
– Poliamor. Significa que tienes más de una relación íntima y amorosa, no sólo sexualmente -explicó Alex como si estuviera hablando del tiempo que hacía.
James frunció el ceño. Nos miró a Alex y a mí alternativamente.
– Pero este no es el caso.
Yo me crucé de brazos con dificultad debido al grosor del albornoz.
– ¿Ah no?
James sacudió la cabeza.
– Lo nuestro es…
Alex y yo lo miramos, expectantes. James nos dirigió una sonrisita confiada.
– Es sólo diversión. Una aventura de verano -de pronto volvió a fruncir el ceño-. ¿No es así?
Alex y yo no nos miramos.
– Sí, tío -dijo él.
Yo no dije nada.
– ¿Anne?
Me mordí la mejilla por dentro hasta que me hice sangre.
– Sí, claro.
James se levantó y rodeó la cama para tomarme en sus brazos.
– ¿Que te pasa, nena? Pensé que te gustaba.
Yo sacudí la cabeza.
– Nada, no me pasa nada.
James me besó, pero yo no le devolví el beso.
– Venga, cuéntamelo. ¿Por qué estás de mal humor? ¿Quieres que dejemos de ver la televisión aquí para que te puedas acostar?
Un mes antes no se habría mostrado tan intuitivo. Había que agradecérselo a Alex. Y el hecho en sí me molestó más que si no hubiera sido consciente de ello como antes.
– No -le espeté.
– ¿Entonces qué te pasa?
Trataba de apaciguarme, sin éxito.
– ¡Nada! -grité, rígida y sin ninguna gana de ablandarme entre sus brazos-. Entonces… ¡nada!
Alex se levantó y se dirigió hacia la puerta. Me di la vuelta entonces y le dije:
– ¿Adónde te crees que vas?
Él se encogió de hombros.
– A daros un poco de intimidad.
Yo me eché a reír con tono de mofa.
– ¿Intimidad? Te viene bien estar cerca para que me meta tu polla en la boca, pero cuando estoy de mal humor sales por la puerta. Es eso, ¿no?
– Por todos los santos, Anne -dijo James, atónito ante mi vehemencia-. ¿Qué te pasa?
– Voy a ir a darme una vuelta. Os dejaré a solas un rato -dijo Alex dirigiéndose a la puerta.
Yo sabía que era absurdo, que me estaba exaltando por algo sin importancia. Echarle la culpa a las hormonas no justificaba mi comportamiento. Lo sabía, pero aun así continué.
– ¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a ir a algún club nocturno? ¿Ligarte a un tío y hacerle una mamada en el callejón trasero?
– ¡Pero, Anne! ¿Qué demonios te pasa? -James estaba tremendamente disgustado.
Alex me miró con semblante frío y distante. Me estaba despachando, y no me gustaba.
– ¿Acaso es asunto tuyo?
– Pues yo creo que sí lo es cuando después vuelves a mi casa, a mi cama y a mi… ¡a mi marido!
La garganta me dolía de gritar. James retrocedió.
No pareció que a Alex le afectara que le echara en cara todo aquello, ni un parpadeo en sus ojos más castaños que grises en aquel momento.
– Anne, si quieres que me vaya, no tienes más que decírmelo. No hace falta que te comportes como una arpía.
Yo ahogué un grito, estoy segura de que lo hice. Esperé a que James me defendiera. Lo miré. Él tenía la vista fija en el suelo. Miré de nuevo a Alex, cuya habitual sonrisa de suficiencia contenía, además, un atisbo de triunfo, y me dieron ganas de borrársela de la cara de una bofetada.
Sin mediar una palabra más me giré sobre los talones y me encerré en el cuarto de baño. Me quité el albornoz y lo tiré al suelo. Bajé entonces la vista y solté una sarta de imprecaciones al ver el reguero de sangre que me bajaba por la pierna.
– ¡Mierda, joder, me cago en todo!
Si los gatitos no estuvieran ya en la basura, los habría aplastado. En su lugar, me conformé con abrir y cerrar el armario de golpe después de sacar un tampón. Me limpié y me lo puse intentando contener las lágrimas. Me sentía como una estúpida.
Una estúpida celosa y demente.
Me estaba lavando las manos cuando llamaron con los nudillos a la puerta. James entró al cabo de un momento. Me sorbí la nariz y me sequé la cara, esperando un sermón que, desde luego, merecía.
James estaba triste.
– Si quieres que se vaya, Anne…
– No es eso -lo atajé yo, dejando escapar un suspiro tras lo cual me eché agua fría en la cara-. Son un montón de cosas. Es la fiesta de mis padres. Es lo de Patricia.
– ¿Qué le pasa?
No se lo había contado, un fallo que saltaba a la vista y que yo disimulé explicándoselo por encima.
– Así que no sabe qué va a hacer.
– ¿Qué podemos hacer nosotros? -preguntó James con tono de preocupación. En ese momento el amor que sentía por él se precipitó en mi interior con la fuerza de un tsunami-. Sabe que la ayudaremos, ¿verdad?
Le tendí los brazos y él me acogió en ellos, aunque no me lo mereciera.
– Además, tengo la regla. Me duelen los ovarios y la cabeza.
En su rostro se pintó una expresión de «ah, eso lo explica todo», pero fue lo bastante sensato como para mantener la boca cerrada. Me acarició la espalda y apoyé el rostro contra él para no tener que mirarlo a la cara. Me deshizo con su masaje los nudos de tensión que ni siquiera sabía que tenía hasta que empezó a trabajarlos.
– Y también es por tu madre.
– ¿Qué ha hecho ahora? -preguntó mientras presionaba y deslizaba los dedos sobre mis músculos tensos.
– Lo de siempre. Me obliga a ir de compras con ellas y después hace que me sienta de más. Y no deja de darme la tabarra con lo de los niños. ¡Sigue y sigue molestándome!
– No tiene mala intención. No debes dejar que te influya tanto, Anne.
– Sí tiene mala intención -dije yo con súbita agresividad-. Y la próxima vez que me pregunte cuándo vamos a ponernos con los niños le quitaré la pregunta de la boca de un bofetón.
Lo dije con amargura y toda mi mala intención. James se detuvo un segundo y al cabo retomó el masaje. Tenía la cara apretada contra su pecho y los ojos cerrados. Detestaba sentirme como me sentía, pero no fui capaz de contenerme.
– Me gustaría que no te disgustaras tanto por ella. No se lo permitas.
Dejé escapar un suspiro. Nos quedamos en silencio un minuto hasta que, finalmente, James me empujó con suavidad hacia atrás para poder mirarme a los ojos. Me besó con tanta ternura que me entraron ganas de llorar.
– ¿Estás decepcionada?
No tenía ni idea de qué me estaba hablando.
– ¿Por qué?
– Por tener la regla. Por no estar embarazada.
No siempre estábamos en la misma onda, y no habría sido muy realista esperar que así fuera. Aun así, nunca me había sentido tan alejada de él como en aquel momento. Lo único que pude hacer fue sacudir la cabeza. No tenía palabras.
– Puede que nos lleve un tiempo -continuó-. Unos cuantos meses. Hay gente que tiene que intentarlo durante mucho tiempo.
Nos encontrábamos en extremos opuestos de un profundo abismo. Un abismo que yo había causado. No le había dicho que seguía con las inyecciones, claro que tampoco le había mencionado que las estuviera utilizando. Aunque hubiera querido empezar a intentar quedarme embarazada en ese momento, mi cuerpo estaba tan atiborrado de hormonas que las probabilidades de concebir un hijo eran prácticamente nulas. Y eso no era todo. Tampoco le había dicho que no estaba preparada para empezar a intentarlo, cuando él pensaba que sí, claramente.
– James -me detuve, buscando las palabras adecuadas. La sinceridad podía hacer tanto daño como las mentiras. No quería hacerle daño-. Ya te he dicho que no es el mejor momento para intentar tener un hijo. Cuando se termine el verano y Alex se vaya…
Me retiró el pelo de la cara, aparentemente aliviado.
– Eso está mejor. Temía que estuvieras disgustada por ello.
– James, no…
Sacudí la cabeza e intenté que me escuchara, pero sus besos me detuvieron. Podría haberme hecho escuchar, podría haberlo apartado para que me diera oportunidad de contarle lo que ya debería haberle contado. En lugar de eso, dejé que me besara.
Fue un beso largo, lento e intenso, como los de las películas. Fue un beso perfecto en duración, intensidad y emoción, pero al contrario que en las películas, no arregló las cosas.