Capítulo 15

Las cosas buenas, por su naturaleza, no duran para siempre. Eso es lo que nos produce una pena indeleble. Alex se fue a la mañana siguiente. La única señal de que hubiera estado allí era el montón de toallas usadas en el cesto de la ropa sucia y su olor en las almohadas de la habitación de invitados. James ya se había ido a trabajar. La casa estaba en silencio. Nadie me oiría aunque llorara, pero aun así, me tapé la cara con una almohada para silenciar el llanto. Aspiré su aroma durante largo rato antes de deshacer la cama y lavar las sábanas, borrar la última huella de su presencia.

Pedí comida china para cenar y la dejé en la encimera para que la viera James cuando llegara. Me fui a la cama pronto, exhausta después de haberme pasado el día fregando los suelos de rodillas, limpiando con lejía la cubierta de madera de la terraza, limpiando el frigorífico. Me había entretenido en hacer las tareas que llevaba posponiendo desde hacía semanas. No sirvió de nada.

No podía dormir. James se acostó un poco después, en una cama que olía solamente a suavizante de la ropa. Se acababa de duchar y estaba aún un poco mojado. Me rodeó con los brazos, vacilante, y yo rodé hacia él, apoyando el rostro en su cómodo torso desnudo.

– ¿Qué ocurrió anoche? -me preguntó en un susurro, como si temiera que algo pudiera romperse si hablaba demasiado alto.

– Le dije que tenía que irse -mentí con la misma facilidad con que decía otras mentiras-. Y se ha ido.

Me pregunté si querría saber algo más, si me lo discutiría. Lo único que hizo fue suspirar y abrazarme más fuerte. Yo no dije nada más. Al cabo de unos minutos, sus caricias dejaron de ser vacilantes para pasar a ser posesivas. Las caricias que tan bien conocía me resultaban extrañas. Con un solo par de manos, una sola boca, un solo cuerpo a mi lado, tenía la sensación de que faltaba algo.

Hicimos el amor de la forma más torpe. Nada exótico ni complicado, nada nuevo, y aun así nos movíamos con torpeza. Buscó mi boca con la suya y yo volví la cabeza. James me penetró de forma tan profunda que empezó a escocerme. Mis quejas involuntarias podrían haberse confundido con grititos de placer, de no ser porque brotaban entre mis dientes apretados, y cuando le clavé las uñas en la espalda no fue llevada por la pasión. Se corrió dentro de mí con un gruñido, se derrumbó sobre mí y aguardó unos minutos antes de levantarse.

Yo esperé a oír el ritmo de su respiración que indicaba que se había dormido para rodar hacia el otro lado. Me quedé mirando la oscuridad de la noche, deseando que hubiera sido yo la que le hubiera dicho a Alex que se fuera.


Claire miró a su alrededor en la sala de espera mientras yo me sentaba. Dio una vuelta al revistero lleno de folletos sobre servicios sociales en la ciudad, adopción, pruebas médicas que se hacían durante el embarazo y otros temas relacionados. Se detuvo en un folleto arrugado del centro de adopciones Lamb's Wool, y al final lo sacó de un tirón.

Se sentó a mi lado y lo abrió.

– ¿Cómo es que la mayoría de las organizaciones de adopción son religiosas?

– No sé. Tal vez porque no aprueban el aborto y prefieren ofrecer una alternativa a las mujeres.

Yo había elegido una revista de cotilleos antigua, pero los artículos no me interesaban mucho.

Claire resopló y pasó la página.

– Aquí dice que colocarán a tu «pequeña bendición» con una «familia cristiana» de la zona. ¿Y que pasa con las familias que no lo son? ¿No merecen el derecho a adoptar un niño?

Dejé la revista en su sitio y me volví hacia mi hermana.

– Creía que ibas a tener a tu bebe. ¿Por qué te importa cómo funcionen los servicios de adopción?

– No me importa -dijo ella, devolviendo el folleto a su sitio-. Era para hablar de algo.

Me di cuenta de que estaba nerviosa y trataba de disimularlo. Echaba rápidas ojeadas a la sala, aunque nadie le hacía caso. Se puso las manos sobre el vientre, un gesto aparentemente inconsciente pero muy revelador.

– Vas a entrar conmigo, ¿verdad?

– Si tú quieres, sí.

Había estado antes en el ginecólogo, en una clínica gratuita de planificación, pero yo la había convencido para que fuera a ver a la doctora Heinz. Era su primera visita. Suponía que tendrían que hacerle algún tipo de pruebas, posiblemente una ecografía. Yo también habría querido que alguien me acompañara.

Cuando la llamaron, Claire levantó la vista. Por un momento creí que no se iba a levantar. Le tiré de la manga al tiempo que me ponía de pie.

– Vamos, Claire. Ya verás como la doctora Heinz te cae muy bien.

Ni siquiera la bravuconería de mi hermana pudo ocultar el nerviosismo de su risa.

– Tú primero.

Seguimos a la enfermera a la misma sala en la que había estado yo dos meses atrás. Habían cambiado las láminas de la pared por otras nuevas de otro laboratorio farmacéutico distinto. Las revistas seguían siendo las mismas. Claire se desnudó y se colocó en la camilla cubierta de papel mientras yo esperaba detrás de la cortina.

– ¿Qué te parece? -me preguntó, señalando la parte delantera de la bata floreada-. ¿Esta soy yo?

– Un nuevo aspecto -dije yo, sonriendo para darle ánimos-. Relájate.

Tomó aire profundamente y lo expulsó.

– ¿Tú sabes cuántas complicaciones pueden darse en un embarazo?

No lo sabía, al menos por experiencia.

– Todo saldrá bien, Claire.

– Seguí bebiendo hasta que me enteré de que estaba embarazada. Eso puede ser malo para el bebé.

Decirle que todo iba a salir bien era como mentirle, pero se lo dije de todos modos. Inspiró profundamente de nuevo y me pareció más joven de lo que era. Me acordé de cuando era un bebé con el pañal caído, que me seguía a todas partes. Había dejado de teñirse el pelo y se le empezaban a notar las raíces de color rubio

Vio que la estaba mirando y se tocó la cabeza con timidez.

– Parezco una mofeta.

– No está tan mal. Un poco punk.

Claire sonrió y se miró en el armario de metal de la pared.

– ¿De verdad te lo parece? Por lo menos es mejor que teñirte de rubio y que se te vean las raíces negras. Esto parece que me lo he dejado así a propósito.

Unos discretos golpecitos en la puerta interrumpieron nuestra conversación. La doctora Heinz esperó a que Claire le dijera que pasara y asomó la cabeza antes de entrar por completo. Sonrió y le tendió la mano a Claire.

– ¿Señorita Byrne?

Supongo que no se le ocurrió que Claire fuera mi hermana. Tenía un montón de pacientes y yo ya no llevo el apellido Byrne. Así que cuando cayó en la cuenta de que era yo quien estaba sentada a su lado, las tres nos echamos a reír.

– Anne es mi hermana. Ella me recomendó que viniera -dijo Claire, cuya voz no traicionaba el nerviosismo de antes. Hablaba como una mujer madura. Centrada. Estrechó la mano de la doctora con firmeza.

– Me alegro de verte, Anne -dijo la doctora con una cálida sonrisa antes de dirigir nuevamente su atención sobre Claire-. Y ahora, veamos que te ocurre.

Yo no tenía mucho más que hacer aparte de proporcionar apoyo moral. Escuché en silencio desde mi sitio en un rincón la descripción que la doctora hizo a Claire sobre las distintas etapas del embarazo y el parto, así como sobre las pruebas y los cambios que experimentaría su cuerpo. Claire le preguntó de forma inteligente, demostrando que se había estado informando. Me sentí orgullosa de ella. Puede que no se hubiera quedado embarazada a propósito, pero por la forma en que respondía a las preguntas de la doctora estaba claro que se estaba tomando su responsabilidad en serio.

Había visto imágenes de las ecografías de Patricia, pero la tecnología cambia. La imagen que aparecía en la pantalla de la diminuta criatura que nadaba dentro del vientre de Claire emitía una especie de burbujeo gutural.

– Es increíble -dije yo.

La doctora movió el transductor sobre el abdomen desnudo de Claire.

– Ahí está la cabeza, y estos son los brazos y las piernas.

– ¡Pero si tiene dedos! -exclamó Claire, admirada.

Diminutos dígitos unidos casi, pero dedos al fin y al cabo. Y ojos. Orejas. Boca, nariz… era un bebé. Un bebé de verdad, aunque fuera muy pequeño.

Yo estaba de menos de tres meses cuando perdí a mi hijo. En aquel momento me alegré. Loca de contento, en realidad. Inmensamente aliviada. Me alegré al ver la sangre y saber que la vida que crecía en mi interior había dejado de existir sin que yo hubiera tenido que hacer nada. No lloré la pérdida de mi bebé entonces.

Frente a frente con la realidad de lo que había perdido, lloré la pérdida en ese momento.

Me excusé para salir un momento al baño y me lavé la cara con agua una y otra vez, hasta que sentí que me escocían las mejillas. Me aferré a la fría porcelana del lavabo. No sabía si tenía ganas de vomitar, aunque la verdad es que no había nada en el estómago que echar. Humedecí una toalla de papel, me la puse en la nuca y cerré los ojos hasta que se me pasó el mareo.

¿Cómo habría sido mi vida si no hubiera perdido el bebé? ¿Cómo habría sido si hubiera conseguido el dinero y reunido el valor para llevar a término el embarazo, o si hubiera decidido tenerlo? ¿Cómo habría sido si, de una forma u otra, hubiera sacado fuerzas para tomar una decisión en vez de dejar que el destino la tomara por mí?

¿Habría conocido y me habría casado con James si hubiera tenido a mi hijo? Lo más probable es que no. Mi vida habría tomado otro rumbo de haber sido madre, aunque lo hubiera entregado en adopción. Mi vida habría cambiado y nunca me habría casado con James.

Nunca habría conocido a Alex.

Se reducía a eso. La sensación de pérdida se multiplicó por dos al instante. Tenía la impresión de que habían tomado la decisión por mí. El destino había determinado el curso de mi relación con Alex igual que había determinado lo que había de ocurrirle a mi embarazo, único hasta la fecha. Me había dado lo que quería, para luego arrebatármelo.

A solas en el cuarto de baño no tenía que fingir. No tenía que poner cara de alegría para evitar que los demás supieran cómo me sentía en realidad. Estaba desgarrada, destrozada, hecha pedazos. Llevaba los moretones por dentro, pero no por ello dolían menos que si los llevara en la piel.

La mujer del espejo intentó sonreír.

– Lo quiero -dijo, moviendo sólo los labios.

– Ya lo sé -le respondí yo en un susurro.

– No debería.

– También lo sé.

– Lo odio -dije y cerré los ojos para no tener que ver mi propio rostro.

– No -susurré-, no lo odias.

Recuperé la compostura, por supuesto. Siempre lo hacía. Dejé a un lado lo que me avergonzaba y me hacía infeliz, y ordené todo lo demás de forma que quedara perfecto a la vista. Cada vez me costaba más trabajo.

Claire parecía mucho más relajada cuando regresé a la consulta. Se había vestido y tenía en la mano un montón de papeles, así como una preciosa bolsa para los pañales con conejitos y patitos.

– ¡Mira, Anne! -dijo, mostrándome la bolsa llena de cosas-. ¡Mira lo que me han regalado!

– Muy bonito -dije yo, echando un vistazo al interior de la bolsa-. Peluches, pañales… lo tienes todo.

Se echó a reír mientras miraba también en la bolsa.

– Ojalá.

– ¿Has terminado? ¿Nos vamos ya?

Claire asintió y se dio unas palmaditas en el estómago.

– Ya se me empieza a notar. Le he preguntado a la doctora Heinz si pensaba que era el bebé o las copas de helado y nata que me como.

Retrocedí un paso para poder mirarla mejor. Claire siempre había sido la más delgada de las cuatro, la que tenía un cuerpazo, según la idea masculina de un cuerpo fabuloso.

– Hasta te han crecido las tetas.

Se puso la mano debajo de una para comprobar el peso.

– Es verdad.

Conseguí que la carcajada sonara natural.

– La barriga no te ha crecido demasiado aún. Claire se levantó y se puso de lado, con la espalda bien recta, para que pudiera ver el abultamiento.

– Mira.

– Son las copas de helado -le dije yo para meterme con ella.

Claire me sacó el dedo corazón.

– Eso es que tienes celos.

Rompí el embarazoso silencio que siguió a su comentario diciendo:

– Ya me lo dirás cuando estés de parto y yo no.

Claire me dirigió una sonrisa sincera, no una de sus muecas de suficiencia, y me dio una palmadita en el hombro.

– Venga, hermanita. Te invito a comer.

– Podemos ir a comer, pero no hace falta que me invites -dije yo, siguiéndola hacia la puerta.

Se giró y me miró por encima del hombro.

– No te preocupes. He recibido dinero de… -probablemente iba a llamarlo por la sarta de insultos con que lo había denominado antes, pero había demasiada gente en la sala de espera-. De él. Puedo permitirme unas hamburguesas y unas patatas.

– De acuerdo -contesté, apartándome a un lado para dejar pasar a la enfermera, que llevaba un montón de carpetas entre los brazos. La doctora me llamó entonces y me volví-. ¿Sí?

– ¿Puedo hablar un momento contigo? -preguntó, haciéndome un gesto hacia una pequeña sala de reconocimientos, y entramos-. Ya que estabas aquí, le he echado un vistazo a tu historia. Puedo ponerte la inyección hoy si quieres para que no tengas que volver dentro de unos días.

Era muy considerado por su parte, y mi primera intención fue decirle que sí. Pero tras una pausa que pareció una eternidad, negué con la cabeza.

– No, gracias. Voy a dejar de tomarla.

La doctora sonrió.

– ¿Quieres que fijemos cita para empezar con otro tratamiento?

Le devolví la sonrisa.

– No. Mi marido y yo vamos a intentar tener un hijo.

– Ah -dijo, asintiendo con la cabeza-. Te recetaré unas vitaminas entonces.

Nos estrechamos la mano y me deseó suerte. Claire y yo fuimos a comer. Me invitó y no paró de hablar de cosas que no era capaz de recordar después.


Durante las siguientes dos semanas, James y yo hablamos sin decir nada. No hablamos de Alex, que era como si nunca hubiera existido en cuanto a nuestra rutina doméstica. No hablamos de gran cosa. Nuestras conversaciones eran cortas, agradables, neutras. Se me olvidaba con facilidad de qué habíamos hablado, probablemente por falta de atención. Cada vez que lo miraba pensaba en la traición, aunque no sabría decir quién había traicionado y quién había sido el traicionado.

Todas las noches le hacia el amor con una intensidad que nada tenía que ver con el deseo. Follábamos de forma rápida y agresiva. Yo me corría todas las veces. Sabía por qué lo hacía. No le pregunté a él por qué respondía como lo hacía, por qué actuaba como si quisiera marcarme a fuego con su boca, su pene o sus manos. Terminaba dolorida. Quería que el acto me llenara, pero me dejaba vacía.

No sé cómo se enteró Evelyn de que Alex se había ido, pero el caso es que reanudó su costumbre de llamar tres veces a la semana. Yo dejaba que respondiera James y cuando no estaba en casa, dejaba que saltara el contestador y borraba el mensaje sin escucharlo siquiera. Cuando un día James me preguntó si me importaba que sus padres vinieran a cenar, le dije que no, pero cuando llegaron dije que me dolía muchísimo la cabeza y me quedé en nuestra habitación hasta que se fueron.

– Tal vez debería ir al médico -oí decir a su madre la segunda vez que vinieron a cenar y yo usé la misma excusa. Su voz atravesó el pasillo, taladrándome el oído-. Últimamente está siempre enferma.

No esperé a oír la respuesta de James. Me metí en la ducha hasta que se acabó el agua caliente. Cuando salí, se habían ido.

James me atrapó al día siguiente cuando estaba fregando los cacharros de la cena de la víspera que él no había recogido.

– Anne.

Me volví a medias, prestándole sólo la mitad de mi atención. Entregándole la mitad de mí misma.

– ¿Volverás a ser feliz?

Tardé un momento en contestar y al final me encogí de hombros. Proseguí con los platos.

– No sé qué quieres decir.

James suspiró.

– ¿Volverás a sonreír algún día?

Me quité la espuma de las manos y me las sequé. Lo hice pausadamente, secando dedo a dedo. Finalmente me di la vuelta y sonreí, un gesto duro y áspero.

– ¿Así?

– No me refiero a eso -contestó él.

Sonreí de nuevo, de la forma en que lo había hecho tantas otras veces. Arqueé los labios y me salieron unas arruguitas en torno a los ojos. Una sonrisa lenta y fácil.

– ¿Así?

Atisbé un destello de algo en sus ojos, una cascada de sentimientos que pasaron tan deprisa que no pude determinar qué eran.

– Eso se parece mucho más.

Me volví al fregadero. Lo oí acercarse a mi espalda y me tensé en espera de que me tocara.

– ¿Volverás a sonreírme de esa manera algún día?

– Acabo de hacerlo, James.

– ¿Y lo sentirás de verdad?

Se me resbalaron los dedos entre el jabón y la grasa. Encontré el estropajo y me puse a repasar el fondo de la cazuela una y otra vez, hipnotizada con el movimiento circular.

– No lo sé.

Cuando me posó las manos sobre los hombros, me puse rígida.

– Ojalá lo hicieras.

Quería derretirme contra su pecho y dejar que me apaciguara con sus caricias, tal como él deseaba hacer, pero no lo hice.

– Yo también.

Me besó en la franja de piel del hombro que dejaba a la vista el escote de la camiseta. Me escocían las manos del agua caliente, de modo que las saqué y las apoyé a ambos lados del fregadero. El aroma a limón y a restos de comida ascendió hasta mi nariz. Cerré los ojos para concentrarme en no aspirarlo. Esperé a que James me rodeara con sus brazos y me estrechara contra él, a que me obligara a perdonarlo para que así pudiera perdonarme a mí misma.

– Voy a salir a por unas botas nuevas para el trabajo. ¿Quieres que te traiga algo?

– No.

Me dio un suave apretón y se fue. Estuve frotando los cacharros hasta que me dolieron los dedos. James regresó mucho más tarde, oliendo a cerveza y a tabaco.

No le pregunté dónde había estado.


A tan sólo dos semanas de la fiesta de aniversario, esperaba que la vida se volviera algo caótica. Desde luego así se lo parecía a mis hermanas. Se repetían las llamadas sobre el tema del catering, los adornos o quién se encargaba de recoger cada cosa. Unos meses atrás es posible que yo me hubiera puesto tan nerviosa y estresada como ellas, aunque no se me notara, pero en ese momento el asunto entero me daba lo mismo.

– No pasa nada -le aseguré a Patricia, al borde de las lágrimas por el álbum de recortes, porque no era capaz de decidir si dejar unas páginas para que los invitados les escribieran sus propias palabras de enhorabuena o no-. Incluye las páginas.

– ¡Pero entonces tendré que dejar el álbum al alcance de todo el mundo y seguro que alguien termina manchándolo de salsa barbacoa! -exclamó-. ¡Será horrible!

Me sujeté el teléfono con el hombro mientras daba vueltas a un caldo de pollo que estaba preparando. No tenía mucho apetito. James había llamado para decirme que llegaría tarde y no le había preguntado por qué.

Mi hermana parecía cansada, pero me había dicho que las cosas iban mejor con Sean. Había conseguido el dinero para la hipoteca, aunque Patricia no me había dicho cómo lo había hecho. Estaba llegando pronto a casa, no faltaba al trabajo, no iba a las carreras. Había accedido a ir a un consejero matrimonial, aunque todavía no habían ido.

– Pues deja una página suelta cerca de la mesa de las bebidas y ve cambiándola por otra en blanco cuando se llene -le dije-. Así podrás dejar el álbum sano y salvo en algún lugar donde nadie pueda mancharlo. Al final sólo tendrás que añadirle las páginas que estén llenas de mensajes, y no te quedarán páginas en blanco.

– Podría funcionar -dijo con un suspiro-. Qué ganas tengo de que se acabe la dichosa fiesta.

– Creo que nos pasa lo mismo a todas. Ha sido un verano muy estresante.

– Y que lo digas -dijo Patricia, con una suave carcajada de autocompasión-. Creo que la única que no ha sido golpeada por el desastre has sido tú.

– Afortunada que soy.

– No sé qué va a hacer Claire -continuó, pasando del tema del álbum y los detalles de la fiesta al tema mucho más jugoso de los cotilleos de hermanas-. No está preparada para tener un hijo. Pero dice que se va a quedar con él, y se está comportando con bastante sensatez. Jamás lo habría esperado de ella, Anne.

– Sí.

– Pero Mary… No entiendo muy bien a qué viene todo ese asunto de irse a vivir con Betts. ¿Y si no sale bien? Ya sé que lo hace para intentar ahorrar dinero y eso, pero… ¿y si no sale bien?

– Patricia, estoy segura de que las dos lo habrán hablado antes de hacerlo.

El suspiro de Patricia me resultó bastante sonoro, incluso por teléfono.

– Es una locura, eso es lo que es.

– Venga ya, Pats.

– Bueno, por lo menos sabemos que no va a quedarse embarazada.

El agrio comentario me dio de lleno entre los ojos. Tardé un segundo en digerirlo y soltar la carcajada, pero cuando empecé no veía la forma de parar. Patricia se echó a reír también. Las dos nos pasamos un rato riendo, una sensación tan agradable que al principio no me di cuenta de que estaba llorando hasta que el sonido de aviso de llamada en espera me sacó del trance.

– Espera un poco. Tengo otra llamada -dije con voz ronca.

– Anne, tienes que venir aquí ahora mismo.

Al principio no reconocí la voz de Mary. Parecía como si estuviera susurrando oculta dentro de un armario. Y lo mismo lo estaba.

– ¿Mary?

– Tienes que venir aquí -repitió-. No sé que hacer, y tú eres la única que puede tratar con él cuando se pone así.

Noté que se me hacía un nudo en el estómago.

– Espera un momento. ¿Qué pasa?

– Es papá -contestó ella y no tuve que preguntar nada más. Colgué y pasé a la línea donde esperaba mi otra hermana.

– Llegaré en veinte minutos -dijo Patricia al momento-. Los niños se quedan a dormir en casa de los padres de Sean. Él está en una reunión.

Colgamos sin despedirnos.

Nos detuvimos en el sendero de entrada de mis padres al mismo tiempo, aunque ella vivía más lejos. El coche de Mary estaba aparcado junto al garaje, con el de mi padre. El que solía usar mi madre no estaba. Patricia y yo salimos del coche y nos detuvimos a escuchar si se oían voces dentro. No oímos nada, pero eso no significaba que no estuviera ocurriendo algo.

Claire abrió la puerta en cuanto llegamos al porche. Se había recogido el pelo en una cola de caballo y no iba maquillada. Tenía los ojos rojos, pero si había estado llorando, en ese momento no lo hacía.

– Es papá -dijo-. Se ha vuelto loco. Tienes que hablar con él, Anne, eres la única a la que escucha. Se ha puesto hecho una furia.

Patricia y yo nos miramos y entramos en casa detrás de Claire. La mayoría de las luces estaban apagadas, por lo que casi todas las habitaciones estaban en penumbras. Al final del pasillo a oscuras vimos el rectángulo de luz procedente de la cocina. Claire nos llevó hasta allí.

Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina con una botella, casi vacía, de su whisky favorito y un vaso, también casi vacío. Tenía los ojos rojos y la cabeza despeinada. Levantó la vista y nos miró cuando entramos.

– Aquí la tienes -dijo, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Claire-. ¿Te lo ha contado? ¿Sabes lo que ha hecho?

– Sí, papá -dijo Patricia-. Lo sabemos.

Mi padre lanzó una risotada áspera y desagradable.

– ¡Menuda puta está hecha! Se presenta aquí, pavoneándose de su barriga como si fuera algo de lo que sentirse orgulloso…

Se llenó el vaso y se lo bebió. Nosotras lo observábamos. Mary se apoyó contra la encimera con los brazos cruzados. Claire se sirvió un vaso de agua del grifo y se lo bebió casi con gesto desafiante. Patricia y yo nos movimos en direcciones opuestas desde la entrada de la cocina. Nuestro padre dejó el vaso sobre la mesa con un golpe.

– ¡Debería echarte de esta casa!

– No tendrás que hacerlo -dijo Claire-. Ya te lo he dicho, me voy a ir a vivir sola -me miró antes de añadir-: Le dije que me había buscado un sitio para vivir sola y me preguntó que por qué.

– Porque cree que soy tan estúpido que no me había dado cuenta antes -dijo mi padre frunciendo el ceño-. Todo el mundo lo sabe menos yo. Menos tu padre.

– Porque sabía que te pondrías así -se defendió Claire, levantando las manos en señal de resignación. Ella era la única que se atrevía a contestarle así.

– ¡Y ahora me dice que tiene intención de quedarse con el bastardo!

– Papá, por el amor de Dios -le espetó Claire-. Ya nadie se refiere a ellos como «bastardos».

Mi padre se volvió hacia ella.

– ¡Cierra la boca, fulana!

El insulto tuvo que dolerle, pero Claire puso los ojos en blanco al tiempo que se llevaba el dedo a la sien y hacía movimientos giratorios. Mi padre se levantó tan deprisa que la silla cayó hacia atrás, golpeando el suelo de linóleo. Agarró el vaso y se lo tiró a la cabeza. No acertó en el blanco, pero chocó contra la pared cerca de Patricia y se hizo añicos. Patricia dio un grito y saltó hacia un lado.

Nuestro padre señaló a Claire con un dedo tembloroso.

– ¡Maldita zorra! ¡Eres igual que tu madre!

– ¡No hables así de mamá! -gritó Claire-. ¡No te atrevas a insultarla, gilipollas!

Cuando se emborrachaba, mi padre podía ponerse melancólico u ofuscarse. Había pasado por momentos de comportamiento imprudente, ataques suicidas, depresión y, a veces, agresividad. En esos casos era capaz de decir cualquier cosa, pero jamás nos había pegado. Cuando avanzó en dirección a Claire de verdad creía que iba a golpearla.

– Pequeña puta descarada -dijo, tambaleándose a causa del alcohol. Mary se situó entre Claire y él. Patricia y yo, una a cada lado de él-. Zorra maldita.

Nos quedamos así, como si formáramos un retablo de disfunción familiar, hasta que se dio la vuelta. Agitó los brazos como si fuera un molino, alcanzándonos a Patricia y a mí con sendos golpes involuntarios. Entonces se volvió hacia la mesa y se acabó el whisky directamente de la botella.

– ¿Y se puede saber dónde está vuestra madre? ¿Ha vuelto a fugarse? -masculló en dirección a la botella y, de pronto, se giró un poco, a trompicones, y nos miró a las cuatro-. A ver, decidme. ¿Dónde?

– Ha ido a comprar -dijo Mary.

La risotada de mi padre hizo que se me erizara el vello de la nuca.

– ¿Ah, sí? Annie, ven aquí.

Yo no quería, pero mis pies se movieron sin que yo se lo ordenara.

– Échale una mano a tu padre. Tengo que echarme un rato.

– Lo que tienes es que dormir la mona -le espetó Claire.

Él se giró hacia ella, agarrándose en mi hombro para no caerse. Yo me tambalee bajo el peso. Los dos nos habríamos caído de no ser porque mi padre recuperó el equilibrio en el último momento.

– ¿Que has dicho? -preguntó con la indignación justificada de un hombre acusado en falso.

Claire se dio la vuelta.

– Nada.

Él nos miró a las demás.

– ¿Alguna de vosotras tiene algo interesante que decir?

Ninguna dijo nada. Él resopló, burlón.

– Eso pensaba.

¿Que es lo que tienen los padres que son capaces de hacernos regresar a la infancia con una palabra o una mirada? No era la primera vez que vivíamos aquella situación, en aquella misma habitación, mi padre apoyándose en mi hombro para que lo ayudara a subir. Con Mary y Patricia encogidas de miedo en un rincón. Por un momento, se me nubló la visión y perdí pie. Volví a vernos allí, durante aquel verano. Unas niñas con los ojos muy abiertos y ganas de llorar, pero demasiado asustadas para hacerlo.

Claire no había nacido aún, y fue verla a ella lo que me recordó que ya no éramos niñas. No deberíamos tener miedo de mostrar nuestros sentimientos. Yo no lo tenía.

– Venga, papá, vamos arriba.

Había hecho aquel trayecto con él muchas veces, aunque resultaba más fácil ahora que era más alta. Mi padre se dejó caer sobre la cama con un suspiro alcoholizado y levantó las piernas. Le desaté los zapatos, se los quité y los dejé junto al armario.

No estaba roncando, pero respiraba con dificultad. Corrí las cortinas para que no entrara la luz y encendí el aire acondicionado. Volví a tener diez años, y ocho, y cinco. Estaba esperando a que volviera mi madre y se calmaran las cosas. Me quedé un rato esperando a que se quedara dormido, para asegurarme de que nos dejaría en paz durante toda la noche.

– Siempre fuiste una buena chica, Annie -dijo mi padre con la voz cargada de alcohol flotando en la oscuridad.

– Gracias, papá.

– Siento haberle gritado a Claire. Se lo dirás, ¿verdad?

– Deberías decírselo tú.

Más silencio.

– ¿Dónde está tu madre?

– Ha ido a comprar.

– ¿Cuándo va a volver?

– No lo sé.

La corriente de aire frío me apartó los rizos del rostro. Giraba sobre mí como el agua del lago, como una corriente que podría arrastrarme.

– Me abandonó una vez, ¿te acuerdas? Fue durante aquel verano.

– Me acuerdo. ¿Quieres una manta?

No me estaba escuchando. Estaba perdido en sus recuerdos.

– Yo amaba tanto a esa mujer que quería morir, ¿lo sabías? La amaba como si me quemara por dentro.

No lo sabía, ¿cómo iba a saberlo? ¿Por que debería?

– No lo sabía, no.

Suspiró y guardó silencio. Creí que se había desmayado. Saqué una manta del armario de todas formas por si la quería.

– Se fue y me dejó solo. Quería morirme.

La lana me picaba en las manos cuando la dejé a los pies de la cama. Mi padre se movió mucho más deprisa de lo que habría imaginado, y me agarró la muñeca con facilidad a pesar de la oscuridad. Tiró de mí hasta que me senté en el borde de la cama.

– Te acuerdas de aquel verano, ¿verdad?

– Me acuerdo, papá. Ya te lo he dicho.

– Siempre fuiste una niña muy buena. Cuidabas de tus hermanas. De la pequeña y dulce Mary. Y de Patricia. Eras tan buena niña. Ella se fue y nos dejó solos, ¿te acuerdas?

Suspiré y le di unas palmaditas en la mano.

– Sí, papá.

– Pero se llevó a Claire, era sólo un bebé -se rió y la cama se estremeció-. Que ahora va a tener un bebé, Santo Dios.

– ¿Necesitas algo más? Te dejaré descansar.

– ¿Le vas a decir a Claire que lo siento? Yo no hablaba en serio.

La conversación circular no era nada nuevo. En vez de irritarme, me ponía triste. Aquel hombre, para bien o para mal, era mi padre.

– Claro que sí. Se lo diré.

– No creo que sea una puta.

Asentí con la cabeza.

– Eres una buena chica, Anne.

– Lo sé, papá. Siempre he sido una buena chica -las palabras sonaron amargas, pero él no estaba para darse cuenta-. Me voy.

– Aquel verano te llevé al lago en la barca.

El estómago me dio un vuelco.

– Sí.

– Pasamos un buen día, ¿verdad? Solos tú y yo, en la barca. En el lago. Entre las olas. Fue un buen día.

Para mí no lo había sido. Ni entonces, ni en ese momento.

– Tal vez el último.

Mi madre se marchó con Claire dos días después de la excursión en la barca. Fue un verano horrible, pero para mí no empezó el día que mi madre se fue, sino el día que estuvimos a punto de ahogarnos.

– Sí que hubo otros días buenos -dije.

– Debería hacerlo -dijo-. Terminar con esto.

Yo no dije nada. En realidad no hablaba conmigo. O lo mismo sí, pero en su cabeza se dirigía a la Annie Byrne de diez años, no a Anne Kinney.

– Meterme la pistola en la boca y disparar el gatillo. Terminar… con todo esto -dijo, arrastrando tanto las palabras por efecto del alcohol que casi no se le entendía-. Sería lo mejor para todos, si lo hiciera.

Lo había oído más de una vez. A veces en ocasiones como esa, en las tinieblas de su habitación. Otras, a través de la puerta cerrada mientras mi madre le suplicaba que no lo hiciera.

– Debería hacerlo de una vez -repitió, y yo le respondí igual que siempre.

– No, papá. No deberías hacerlo.

– ¿Por qué no? -preguntó con voz grave, lenta y distante.

Las lágrimas me ardían en los ojos y se me atascaban en la garganta.

– Porque todas te queremos.

En ese momento tuve la seguridad de que había perdido la consciencia. Su respiración, antes dificultosa, se había estabilizado, y su mano floja se resbaló de la mía. Me levanté y me dirigí hacia la puerta. Su voz me detuvo cuando ya salía.

– Annie, ¿llegaste a aprender a navegar?

– No, papá.

– Pues deberías -masculló-. Así no tendrás tanto miedo la próxima vez.

Entonces empezó a roncar. Salí de la habitación y lo dejé durmiendo la borrachera.

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