Me fui a la cama antes que los hombres, y James me despertó cuando vino a dormir. Me dio con el codo una o dos veces, pero yo fingí estar profundamente dormida y al poco rato oí sus ronquidos. Había estado durmiendo como un bebe hasta su llegada, pero ahora estaba despierta, escuchando los ruidos que hacen todas las casas por la noche. Los mismos crujidos y lamentos, el tictac del ruidoso reloj. Pero esa noche había un sonido desconocido. El arrastre de pies por el pasillo, la cisterna del cuarto de baño y el resbalón de una puerta al cerrarse. Después el sonido de personas durmiendo que llenaba el aire. Dejé que James me acercara hacia él hasta que me quedé dormida en sus brazos.
Se levantó y salió de casa antes de que yo me despertara. Me quedé un rato en la cama, estirándome y pensando, hasta que las ganas de ir al baño me obligaron a levantarme. Alex estaba en la terraza con una taza de café en la mano, mirando el lago. Volvió la cabeza justo cuando la brisa de la mañana le revolvía el flequillo demasiado largo que le caía sobre la frente. Me lo imaginé vestido a la moda que se llevaba en los ochenta y sonreí.
– Buenos días. Pensé que seguirías durmiendo -me senté con él a tomarme el café. Estaba bueno. Mejor que el que preparaba yo.
Ya me estaba acostumbrando a su aspecto lánguido. Me estaba acostumbrando a él. Su boca se arqueó.
– Tengo el sueño cambiado con tanto viaje. Las zonas horarias, el jet-lag. Además, a quien madruga…
Esbozó una amplia sonrisa tan franca que no me quedó más remedio que corresponderlo. Nos apoyamos en la barandilla el uno al lado del otro y contemplamos el lago. No me pareció que esperara que yo dijera algo, y viceversa. Resultaba agradable.
Cuando se terminó el café, levantó la taza y dijo:
– Entonces estamos tú y yo solos, y tenemos todo el día por delante.
Yo asentí. La perspectiva no me preocupaba tanto como el día anterior. Era extraño cómo el hecho de que me hubiera prevenido contra él hacía que me sintiera más cómoda en su compañía.
– Sí.
Desvió nuevamente la atención hacia el agua.
– ¿Seguís teniendo el Skeeter?
El Skeeter era un pequeño velero que había pertenecido a los abuelos de James.
– Claro.
– ¿Te apetece salir a navegar? Podríamos ir al puerto deportivo, amarrar y comer algo en Bay Harbor. Hacer de turistas por un día. Yo invito. ¿Qué dices? Hace años que no subo a una montaña rusa.
– No sé navegar.
– Anne… -su mirada se volvió profunda, enarcó una ceja y esbozó una media sonrisa que más parecía una mueca lasciva-. Yo sí.
– La verdad es que no me gusta demasiado navegar -su mirada, seductora y suplicante acompañada de un conato de puchero, hizo que me detuviera.
– ¿No te gusta navegar? -contempló nuevamente la superficie del lago-. Vives junto a un lago y no te gusta navegar.
Sonaba ridículo.
– No.
– ¿Te mareas?
– No.
– ¿No sabes nadar?
– Sé nadar.
Nos estudiamos detenidamente. Creo que Alex esperaba que le dijera lo que de verdad quería decir, pero es que no quería compartir nada con nadie. Al cabo de un minuto me sonrió de nuevo.
– Cuidaré bien de ti. No te preocupes.
– ¿Eres un marinero experto?
Alex soltó una carcajada.
– No en vano me llaman Capitán Alex.
Yo también me reí.
– ¿Quién te llama Capitán Alex?
– Las sirenas -contestó.
Yo resoplé con desdén.
– Ya.
– Anne -dijo poniéndose serio-. No nos ocurrirá nada.
Yo vacilé un momento y miré hacia el lago primero, y hacia el cielo después. Hacía un día precioso. Las únicas nubes que adornaban el cielo eran blancas y esponjosas como ovejas. Podía estallar una tormenta en cualquier momento, pero sólo se tardaba veinte minutos en atravesar el lago hasta el puerto deportivo de Cedar Point.
– Vale, está bien.
– Perfecto -dijo Alex.
Amarramos en el puerto deportivo. Alex había demostrado ser, efectivamente, un hábil marinero. Hacía un año que no iba a Cedar Point. Como cada temporada, la pintura y las nuevas atracciones hacían que el parque pareciera nuevo.
Tuvimos suerte. No había mucha gente. En su mayoría autobuses escolares que llegaban temprano, pero se movían en grandes grupos, con lo cual había zonas totalmente despejadas.
– Lo he pasado muy bien en este sitio -dijo Alex mientras tomábamos uno de los senderos flanqueados por árboles, en dirección al fondo del parque-. Aquí fue donde me dieron mi primer trabajo de verdad. Mi primera paga de verdad. Fue el primer lugar en el que me di cuenta de que de verdad podía irme de Sandusky para siempre.
– ¿Sí? -nos apartamos un poco para dejar que nos adelantara una horda de chiquillos apresurados-. ¿Por qué?
– Porque supe que había otros lugares en los que trabajar, aparte de éste o la fábrica de componentes de automoción -contestó-. Cedar Point contrata a muchos universitarios. Oírlos hablar de dónde iban a ir y de lo que iban a hacer convertía la universidad en una posibilidad real.
Yo ya sabía que no llegó a ir a la universidad.
Me miró.
– Sin embargo, no llegué a ir.
– Y ahora has vuelto -no intentaba ser una sabelotodo, sólo pretendía señalar algo interesante. Un círculo que se cerraba.
Alex se rió.
– Sí. Pero sigo sabiendo que hay más cosas en el mundo aparte de esto. Aunque a veces viene bien recordar que tienes un hogar.
– ¿Piensas en este lugar como tu hogar? -nos dirigíamos hacia lo que una vez fuera la montaña rusa más alta, más rápida y más inclinada del parque, la Magnum XL-200. Su estructura todavía impresionaba. Me gustaba montarme en la parte delantera.
– Algún sitio tiene que serlo, ¿no?
La cola no era tan larga como a veces ocurría durante el verano, cuando podías pasarte horas esperando para subir. Aun así tuvimos que esperar un poco. La cola avanzaba muy despacio, lo cual nos dio la oportunidad de charlar largo y tendido.
– Tenía la impresión de que no te gustaba mucho este lugar -sin ahondar en la cuestión, avanzamos hacia la pasarela que nos llevaba al compartimento delantero de la atracción.
– Guardo gratos recuerdos -se encogió de hombros-. ¿Quién dijo que el hogar de uno es aquél en el que te acogen?
– ¿Robert Frost?
Se echó a reír.
– Creo que por eso Sandusky sigue siendo mi hogar. Regresé y alguien me acogió.
Alguien lo había hecho, pero no había sido su familia.
El encargado de la atracción nos indicó que nos sentáramos en el compartimento delantero. Y así lo hicimos, rodilla contra rodilla, el cinturón de seguridad bien apretado. Puede que la Magnum ya no fuera la más rápida ni la más alta, y también puede que no tuviera ningún bucle, pero seguía impresionando. Sesenta y dos metros de alto y cincuenta y nueve de caída, los dos minutos más emocionantes de tu vida.
Parece que tardas una eternidad en llegar a lo más alto de la primera cuesta, pero una vez allí, la vista del parque es alucinante. La brisa alborotó el pelo de Alex, y tuve que entornar los ojos para protegerme del sol. Me había quitado las gafas antes de subir. Nos miramos y sonreí al ver su amplia sonrisa.
– Levanta los brazos -dijo.
Los dos lo hicimos.
En aquella posición siempre me da tiempo para pensar «¿por qué estoy haciendo esto?». Me encantan las montañas rusas, las subidas y las bajadas, la sensación de que el corazón se te sube a la garganta y el golpe de adrenalina. Pero en lo más alto, con el mundo a mis pies, siempre me detengo a pensar por qué me someto al miedo.
Parecía como si nos hubieran dejado allí colgados largo rato hasta que soltaron el carro y comenzamos el rápido descenso. Yo ya estaba preparada, abriendo la boca para gritar.
Alex me agarró de la mano.
Caímos.
Volamos.
Grité, pero de risa y sin aliento. Era como si te lanzaran al espacio y empezaras a girar, a subir y a bajar. A planear. Y en dos minutos se terminó el viaje, el tren entró en la estación cargado de pasajeros temblorosos y despeinados. Sentía los dientes secos. Alex me soltó la mano.
Salí del coche con las piernas ligeramente temblorosas y lo seguí hasta la salida. Me ayudó a pasar por la portezuela y se dio la vuelta, caminando de espaldas de manera que podía mirarme a la cara. Tenía el rostro iluminado.
– La Magnum es una montaña rusa acojonante -dijo-. Puede que ahora las hagan más altas, pero no hay ninguna tan dulce.
– A James no le gustan -era cierto, pero de repente me pareció un comentario desleal, y no sabría decir por qué-. Dice que tuvo sobredosis de pequeño.
– Qué va. Nunca le gustaron -dijo Alex sacudiendo la cabeza al tiempo que dibujaba un círculo en el aire con un dedo-. Es capaz de subirse en el Puke-a-Tron o el Barf-o-Rama veinte veces seguidas, pero nunca sube a una montaña rusa.
– Tiene mucho equilibrio. Por eso puede dar tantas vueltas en el sitio.
James podía subirse a aquellas atracciones que giraban sin parar y no se mareaba.
– Pero no le gusta mucho lo de subir y bajar -dijo Alex imitando con gestos de las manos las curvas de la montaña rusa-. ¿Y tú, Anne?
– A mí me gustan las dos cosas.
Íbamos por otro de los tortuosos senderos del parque, dejando atrás puestos de comida y juegos de azar a los que trataban de atraernos para que probáramos suerte. Podíamos ganar un peluche. El olor a palomitas y patatas fritas empezó a abrirme el apetito, y mi estómago contestó con un rugido.
Alex me miró de soslayo.
– Pero prefieres las montañas rusas.
Yo también le lancé una mirada de soslayo.
– A veces.
Se rió.
– Yo también.
Delante de nosotros colgaba el indicativo de Excursiones en barcos de vapor, una atracción que el parque denominaba Tranquila y que se trataba, fundamentalmente, de una puesta en escena extravagante y animada narrada por los «capitanes» del barco. La última vez que subí, el personal iba disfrazado como vestían los antiguos capitanes de las rutas fluviales, chaquetas granates y brazaletes decorados incluidos. Ahora vestían el uniforme del resto del personal del parque. Una gran decepción.
– Vaya, excursiones en barco de vapor. No me he subido -me detuve a la puerta.
– Subamos entonces.
– No tenemos que hacerlo. Hay muchas otras atracciones.
– ¿Y? Tenemos tiempo -Alex me tendió la mano.
El paseo era tan empalagoso y encantador como recordaba. Los chistes eran malos, pero nos hicieron reír, y fue un viaje tranquilo. Nos sentamos al fondo, las piernas de uno y otro muy juntas en el estrecho banco. El agua del canal era de un tono verde pardusco.
– Creía que el barco se movía por unos rieles -mascullé cuando el capitán de nuestro barco aceleró el motor para evitar un banco de arena.
– Cuando trabajaba aquí, uno de los capitanes casi hunde un barco.
– ¿De verdad? ¿Cómo se hace para hundirlo? -me volví hacia Alex.
– Golpeó el muelle con demasiada fuerza. Supongo que se haría un agujero en alguna parte -Alex señaló con la cabeza hacia el muelle en el que esperaban dos de los otros capitanes para amarrar el barco y que bajaran los pasajeros.
Me volví hacia el y lo miré con curiosidad.
– ¿Fuiste tú?
Alex se quedó sin palabras un momento, al cabo del cual se echó a reír.
– No. Yo era el que limpiaba los aseos.
Debió de notar la sorpresa en mi cara.
– Siempre pensé que…
A América no le hace demasiada gracia lo del sistema de clases. Todos somos iguales, aun cuando no lo somos. Nadie admitiría nunca en voz alta que para ocuparse de los aseos contrataban a gente menos presentable, digamos, desde el punto de vista social, que a la que se contrataba para manejar las atracciones o servir la comida.
– ¿Ves lo que se consigue cuando tienes mala actitud?
Se encogió de hombros.
Bajamos del barco. Le di las gracias al joven capitán, que todavía parecía un poco abochornado por haber estado a punto de embarrancar. Oí cómo le tomaban el pelo sus compañeros mientras nos alejábamos.
– Entonces te dedicabas a limpiar los aseos. ¿Durante cuánto tiempo lo hiciste?
– Dos temporadas. Después pasé a formar parte del personal de mantenimiento a tiempo completo.
– Trabajaste aquí mucho tiempo.
– Hasta que cumplí veintiuno. Conocí a un tipo en un club que estaba contratando gente para una fábrica que tenía fuera del país. Me introdujo en el negocio de los transportes y la distribución. Dos años después tenía mi propio negocio.
– Y ahora eres más que multimillonario.
– De limpia retretes a hombre de éxito hecho a sí mismo -dijo Alex, sin jactarse, pero sin restarle importancia tampoco-. De la mierda al esplendor.
Me apetecía beber algo y nos detuvimos a comprar un par de limonadas recién hechas. La limonada, ácida y fría, me hizo fruncir los labios. Pura delicia. Verano líquido.
James me había contado que en la pelea con Alex el alcohol habría tenido algo que ver. Muchas relaciones se han fraguado y también se han roto gracias al alcohol.
– ¿Y no habías vuelto hasta ahora?
Alex agitó el hielo de su vaso antes de beber.
– No.
Había abandonado el país a los veintiuno por invitación de un tipo al que había conocido en un bar y después de una pelea tan catastrófica con su mejor amigo que ninguno de los dos quería hablar del motivo. O tal vez estuviera exagerando y la pelea había tenido escasa relevancia y el resto era pura coincidencia, por lo que ninguno de los dos sentía la necesidad de hablar de ello.
Estuve a punto de pedirle que me contara los detalles, pero me contuve. Pedírselo significaría admitir que no lo sabía, ¿y que clase de esposa no sabría algo así de su marido? No conocía a Alex Kennedy lo bastante como para que no me importara lo que pudiera pensar de mi matrimonio.
– Bueno, nos alegramos de que ahora estés aquí.
Era el comentario apropiado, pensé, pero él se limitó a lanzarme otra de sus lánguidas miradas acompañadas de una mueca burlona.
– Dije que te invitaría a comer a un sitio bonito -dijo-. Pero me muero por una buena hamburguesa y unos nachos.
De todas formas, aquello me apetecía más que un sitio pretencioso. A pesar del ambiente relajado del complejo turístico, me parecía que no iba vestida de manera adecuada para ir a otro sitio que no fuera una hamburguesería. Nos sentamos con nuestra comida en una mesa y charlamos mientras comíamos.
Se le daba mejor escuchar que hablar sobre sí mismo, con una curiosa habilidad para sonsacarme respuestas que le habría ocultado a cualquier otra persona. Era a un tiempo sutil y directo a la hora de hacerme preguntas que podrían haber sonado groseras en alguien que no poseyera una personalidad tan apabullante. Resulta fácil ser interesante para alguien que tiene interés, y me sorprendí hablando animadamente de temas que hacía años que no tocaba.
– Yo sólo quería ayudar a la gente -dije cuando me preguntó por qué no había vuelto a trabajar cuando fracasó lo del refugio-. No quiero trabajar en Kroger, metiendo los alimentos en bolsas para los clientes. O en una fábrica, poniendo tapas a los tarros. Y, además, si tenemos niños…
Alex se estaba recostando en su asiento, pero cambió de postura al decir yo aquello.
– ¿Quieres tener niños?
– James y yo lo hemos estado hablando.
– Eso no es lo que te he preguntado.
Había empezado a soplar un poco de viento y hacía frío. Observé el cielo. Se había oscurecido mientras charlábamos. El bullicio de la montaña rusa enmascaraba los lejanos truenos.
– Se está preparando tormenta.
– Sí. Es posible -me miró de nuevo. Debió de notarme preocupada-. Quieres irte.
No me lo preguntó. Simplemente lo sabía. Se me pasó por la cabeza quitarle importancia, decirle que no me pasaba nada, pero no lo hice.
– Sí -respondí-. No quiero estar en el lago en mitad de una tormenta.
Regresamos al puerto deportivo. Las aguas se habían encrespado y presentaban un color gris. El cielo no se había puesto negro aún, pero las nubes ya no parecían esponjosas ovejas blancas.
Alex actuaba con rapidez pero sin apresurarse. Con seguridad. Aparejó, empujó la embarcación para separarnos del muelle y la orientó hacia casa. Me agarré a los costados del Skeeter. No llevaba puesto el chaleco salvavidas, pero en breve me lo pondría.
Navegábamos en sentido opuesto al viento y, aunque avanzábamos, lo hacíamos despacio y con mucho esfuerzo. Gotas de agua nos salpicaban la cara de vez en cuando. Levanté los ojos al cielo sin necesidad ya de llevar gafas para protegerlos del sol. ¿Tendríamos tormenta con lluvia, rayos y truenos?
Vi el resplandor azul blanquecino a lo lejos y oí el rumor del trueno. Estábamos a medio camino de casa.
Sabía nadar. Podría nadar en caso de que el barco se hundiera, pero la gente se ahogaba todo el tiempo cuando los sorprendía una tormenta porque no estaban preparados, porque corrían riesgos, por estúpidos. Incluso aquellas personas que sabían nadar. Incluso las que habían ganado medallas. Y aun así, no era capaz de soltarme para ponerme un chaleco.
Alex masculló una imprecación cuando se levantó un viento más fuerte y amenazó con arrancar la vela. Me gritó que agarrara una cuerda y le hiciera un nudo, instrucciones que yo no comprendía porque no sabía navegar. Nunca me había dado por aprender.
El barco se bamboleaba entre las aguas y saltaba por encima de las olas repentinas. En una de ellas nos elevamos demasiado y cuando nos precipitamos al interior del valle que se formó noté como si el estómago se me subiera a la boca. Arriba. Abajo. Una montaña rusa muy poco divertida, desprovista de la seguridad que proporcionaban los frenos y los cinturones.
La lluvia mezclada con el agua que salpicaba del lago se parecía a una cortina de encaje húmedo o a los listados de números y símbolos sobre fondo negro que se desplazaba de arriba abajo de la pantalla al comienzo de la película Matrix. Se parecía al tornado de El mago de Qz, con un curvado cuello de dinosaurio que presagiaba el desastre.
El Skeeter era una embarcación pequeña y se bamboleó cuando Alex cambió de posición y se inclinó sobre mí. Inspiré profundamente. No grité, pero el corazón me martilleaba dentro del pecho con tanta virulencia que me dolía. Me aferré aún más a los costados del barco, tanto que se me pusieron los nudillos blancos.
– ¡No te preocupes! ¡Casi hemos llegado! -gritó por encima del estruendo del viento.
La tormenta cobró aún más fuerza cuando nos encontrábamos a escasos metros de la orilla. Alex se bajó de un salto a amarrar el barco en el pequeño muelle de madera que los abuelos de James habían construido. El viento hacía ondear la vela produciendo un ruido seco. No pude menos que ahogar un gemido de sorpresa por lo fría que estaba cuando me abofeteó en la cara.
Estábamos ya a salvo en la orilla, pero seguía teniendo los dedos agarrotados. Ayudé a Alex a amarrar y asegurar el Skeeter como pude. Las olas eran enormes por efecto de la tormenta, pero se iban deshaciendo hasta besar la playa; a fin de cuentas, aquello era un lago, no el océano.
La lluvia caía en forma de gruesas y ásperas gotas, cubriéndome la cabeza y los brazos, metiéndose en los ojos y las orejas. Echamos a correr hacia la casa y patinamos sobre el suelo de terrazo. Alex cerró la puerta de un portazo silenciando con éxito el estruendo de la tormenta que azotaba el exterior. Oí una respiración entrecortada y me di cuenta de que era la mía.
– Estás temblando -dijo Alex al tiempo que agarraba un paño de cocina que encontró sobre la encimera y me lo daba.
Lo sostuve en la mano un momento. El trozo de tela era tan pequeño que no me serviría nada más que para secarme la cara. Y eso hice.
– Mi padre -empecé a decir, pero entonces me detuve. Los dientes me castañeteaban como dados dentro de un vaso.
Alex aguardaba, chorreando. Un rayo del exterior se reflejó en el charco que se estaba formando a sus pies. Intenté hablar de nuevo.
– Mi padre me sacó a navegar una vez. Se suponía que íbamos a pescar. Empezó a oscurecer.
Alex se pasó la mano por el pelo mojado y se lo apartó de la frente. El agua le corría por el rostro, la nariz, el mentón. Sus ojos capturaron la luz verde del microondas.
– La tormenta estalló de repente. No estábamos muy lejos, pero yo no sabía navegar. Y él… estaba…
Él estaba bebiendo, como hacía casi siempre cuando no estaba trabajando. Se había servido innumerables veces de la jarra de «té helado» que guardada en la nevera roja y blanca que tenía a sus pies. Decía que el calor del sol le daba sed. Yo tenía diez años y había probado el contenido de su vaso, sin comprender cómo aquel líquido podía calmarle la sed.
Los zapatos de Alex chirriaron sobre la plaqueta del suelo a medida que se acercaba. La mano que me puso en el hombro se me hizo más pesada de lo que debería haber sido, un peso que no merecía. Fue un gesto de afecto, pero la comprensión que encerraba me resultó excesivamente íntima. No quería que me viera con compasión.
Me deshice del recuerdo.
– No nos ahogamos como es obvio.
– Pero te asustaste. El recuerdo todavía te asusta.
– Tenía diez años. No sabía bien lo que hacía. Mi padre jamás me habría hecho daño a propósito.
Alex encontró el nudo de tensión que tenía en el hombro y ejerció una presión suave pero firme. Mi cuerpo deseaba abandonarse a tan simple caricia, ceder a la espiral de ansiedad que se había ido tejiendo entre mis músculos. No me moví y los dos permanecimos tal cual, unidos por el contacto con la punta de sus dedos.
El resplandor del rayo seguido por el estallido del trueno me hizo dar un brinco. Me resbalé un poco, pero Alex estaba allí para sujetarme por el codo y dejar que me sostuviera en su firme brazo. No me caí.
El microondas emitió un ruidito cuando se fue la luz y despertó con un sonido similar cuando volvió al momento. Se oyó el estallido de un nuevo trueno y la casa se iluminó con el resplandor de otro rayo, y tras ello se fue definitivamente la luz. Aún no era de noche, pero el cielo se había oscurecido mucho a causa de la tormenta y la cocina quedó en penumbra.
A veces, la oscuridad es capaz de desvelar tanto como de ocultar. Estábamos en contacto, mano con hombro, mano con brazo, mano con codo. Estábamos chorreando. Respirando. Con el calor habían dejado de castañetearme los dientes.
– Estaba borracho -dije.
Alex ejerció nuevamente presión con los dedos. Nunca lo había dicho en voz alta. Todos los sabíamos, mis hermanas y mi madre, pero jamás habíamos hablado de ello. No se lo había contado a James, el hombre a quien había unido mi vida.
– No era capaz de dirigir la embarcación de vuelta. Entró agua por los costados, me llegaba hasta las rodillas y pensé que íbamos a morir. Tenía diez años -repetí como si fuera algo importante.
Alex no dijo nada, pero nos acercamos el uno al otro. El bajo de sus vaqueros me acariciaba la parte de los pies que dejaban al descubierto mis chanclas. El agua que escurría de su camisa me caía en el brazo desnudo. Estaba fría.
– Las familias son un asco -dijo.
La luz regresó. Nos separamos. Tenía la cena preparada cuando llegó James a casa. Cenamos mientras ellos reían a carcajadas y yo sonreía como si no hubiera pasado nada.
Mi madre no se decidía. No sabía si gritar o compadecerme de ella y no pararme a pensar en las circunstancias que la habían llevado a aquel estado. Hacía un calor en el desván tan asfixiante que parecía que estuvieras respirando vapor.
– Mamá, elige un par y vámonos. O mejor aún, bájate las cajas y las revisamos con más detenimiento abajo.
– No, no, no -respondió mi madre, agitando las manos como pajarillos sobre las cajas de fotos cuidadosamente etiquetadas-. Sólo será un minuto. Hay tantas tan bonitas…
Me mordí la lengua para no responder de mala manera y alargué el cuello para ver las fotos que había sacado. Había muchas muy bonitas. Había que reconocer que mis padres habían sido siempre muy fotogénicos, aun con el espantoso vestido de novia de estilo campestre de mi madre y el esmoquin marrón con camisa amarilla de chorreras que llevaba mi padre.
– ¿Qué te parece ésta? -alzó la foto de tamaño retrato. Mi madre llevaba una melena a lo Farrah Faweett y mi padre unas gruesas patillas que le llegaban hasta la mandíbula. Parecían felices.
– Perfecta.
– No sé -dijo mi madre, indecisa, repasando las fotos una y otra vez. La única diferencia entre ellas era el tamaño de sus sonrisas-. Ésta también es bonita, pero…
El calor estaba acabando con mi paciencia. Eso y la falta de sueño. Había vuelto a soñar con que tenía los bolsillos llenos de piedras y el agua me tapaba la cabeza.
– ¡Mamá, elige una ya!
Mi madre levantó la vista.
– Elígela tú, Anne. A ti se te dan bien estas cosas.
Alargué la mano hacia la que tenía más cerca.
– Ésta -la deje en el montón con las otras que mi madre había elegido para formar el collage que había propuesto Patricia.
– Ay, pero esa…
Las agarré y las guardé en un sobre de papel manila.
– Tengo que salir de aquí antes de que me desmaye. Me llevo todas éstas.
Sin esperar a que me respondiera, agaché la cabeza para no darme con las vigas del bajo techo y bajé por la escalera desplegable. En comparación con el calor asfixiante del desván, el segundo piso parecía el Ártico. La vista se me nubló por un momento y tragué con fuerza para contener las náuseas. Podría echarle la culpa al calor del desván, pero la verdad era que me pasaba lo mismo cada vez que estaba en aquel lugar.
Las escaleras que salían del primer piso llegaban hasta el centro del segundo nivel de la casa. No teníamos vestíbulo en aquella planta, tan sólo un rectángulo acordonado separado de la barandilla que protegía las escaleras. Los tres dormitorios y el cuarto de baño daban a aquel rectángulo. Las puertas estaban entornadas, como siempre, para permitir que entrara la brisa.
Mary, que estaba de vacaciones con mis padres antes de volver a la Facultad de Derecho en Pennsylvania, se había instalado en la habitación que compartíamos Patricia y yo, de modo que Claire tenía para ella sola la habitación que había compartido con Mary. Seguían teniendo que compartir el cuarto de baño, pero siendo dos en vez de cuatro, las peleas por entrar en la ducha probablemente no alcanzaran nunca las proporciones épicas de cuando vivíamos todas en casa.
La puerta del dormitorio de mis padres estaba cerrada, era la única que siempre lo estaba con el fin de mantener el aire fresco que proporcionaba el hecho de estar situada en la parte de la casa en la que daba la sombra y el del aparato de aire acondicionado de la ventana. Siempre cerrada para que no entráramos cuando éramos pequeñas, cuando a nuestro padre le «dolía la cabeza» y tenía que «descansar». Una puerta que nos dejaba fuera, sí, pero no conseguía evitar que oyéramos los gritos.
– ¿Anne?
El rostro enrojecido de mi madre apareció delante de mí. Llevaba el pelo rizado como el mío más corto que yo, y el corte hacía resaltar el brillo de sus ojos azules. Había dejado de teñírselo de manera que su pelo caoba presentaba ahora un mechón blanco a cada lado del rostro. No me hacía falta una máquina del tiempo para saber el aspecto que tendría yo cuando envejeciera. Me bastaba con mirar a mi madre.
El mundo seguía su curso como si se moviera dentro del agua. Tragué de nuevo. Estaba mareada. Tomé una profunda bocanada del aire que ya no me parecía tan fresco.
– Siéntate -puede que la indecisión hubiera hecho presa en ella antes respecto a qué fotos elegir, pero en esos momentos mi madre no vaciló. En una casa llena de pelirrojos de piel blanca los mareos habían sido algo habitual-. Mete la cabeza entre las rodillas.
Hice lo que me decía, consciente de lo que significaban el zumbido en los oídos y los puntitos blancos que me nublaban la visión. Tomé aire por la nariz y lo solté por la boca muy despacio, tomar, soltar. Mi madre llegó con un paño húmedo y frío, y me lo puso en la nuca. En cuestión de minutos la presión de la balaustrada que me estaba clavando en la espalda se hizo más incómoda que el mareo. Mi madre me trajo un vaso de plástico con ginger ale, frío pero sin hielo, y di un sorbito.
– ¿Es momento de preguntarte si hay algo que quieras contarme? -me preguntó. Sus ojos resplandecían cuando levanté la vista y la miré.
Yo negué con la cabeza suavemente para evitar empeorar el mareo.
– Ha sido por el calor, mamá. Eso es todo. Y que no he desayunado esta mañana.
– De acuerdo. Si tú lo dices.
Mi madre no estaba todo el tiempo encima de mí sobre el tema de los niños como la señora Kinney. Mi madre adoraba a sus nietos, los hijos de Patricia, Tristan y Callie, pero no era de esas abuelas que se decoraban el bolso con fotos de sus nietos o se ponía camisetas con el rótulo de «La abuela y sus nietos» y figuritas bordadas en representación de cada uno. Mi madre adoraba a sus nietos y le encantaba hacer cosas con ellos, igual que le encantaba devolverlos con su madre después.
Di otro sorbo de ginger ale y noté que ya me iba encontrando mejor.
– Mamá, no estoy embarazada.
– Cosas más raras pasan, Anne.
Sí, pasaban, y me habían pasado a mí, pero mi madre no se había dado ni cuenta cuando ocurrieron. O si lo había hecho, no había dicho nada ante las náuseas matinales y los mareos, los repentinos ataques de histeria o los largos y reveladores silencios.
– No lo estoy. Ha sido el exceso de calor -mi estómago rugió-. Y de hambre.
– Vamos a comer algo. Son casi las cuatro de la tarde. ¿A qué hora tienes que estar en casa?
No tenía que estar en casa a ninguna hora. Alex había salido de casa temprano diciendo que tenía que reunirse con algunas personas para tratar de unos proyectos. Como no era asunto mío, no le había prestado mucha atención. James se había ido a trabajar. No llegaría a casa hasta las seis más o menos, pero no tenía que estar obligatoriamente en casa cuando entrara por la puerta.
– No tengo mucho tiempo. Lo justo para un sándwich. Creo que lo mismo nos vamos a cenar fuera luego, cuando lleguen James y Alex.
Mi madre, al contrario, se había acostumbrado a estar en casa para recibir a mi padre. Un intento inútil de restringir su hábito con el alcohol. Creía que si le encargaba cosas que hacer en la casa antes de que se tumbara en su sillón, bebería menos. Que sus esfuerzos demostraran ser vanos no le había impedido que siguiera intentándolo.
Sin embargo, no quería estar allí cuando llegara mi padre. Él se comportaría con demasiada jovialidad y me pondría nerviosa ver cuántas veces se llenaba el vaso de «té helado» al que añadía cada vez más whisky y menos té. Una vez, siendo pequeñas Patricia y yo, escondimos las bolsitas de té. Pensamos que si no había té, desaparecería también el ingrediente especial de mi padre. No funcionó.
– ¿Sigue aquí el amigo de James? ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?
– No lo sé con seguridad.
La acompañé al piso de abajo y entramos en la cocina. El ventilador del techo removía el aire en un intento por refrescar el ambiente. No había cambiado demasiado aquella estancia. Seguía teniendo el mismo papel pintado con margaritas y las mismas cortinas amarillas en las ventanas. Mi madre había hablado más de una vez de cambiar la decoración, pero sospechaba que la tarea de elegir el color de la pintura, el tejido para las cortinas o cambiar las manoplas de horno había sido demasiado para ella. A veces, mis hermanas y yo la animábamos a hacerlo. ¿Pero qué me importaba a mí que mi madre cambiara la decoración de las paredes de su casa? Había salido de aquella casa a los dieciocho años y si Dios quería no tendría que volver a vivir allí nunca más.
– ¿Es agradable? ¿Te cae bien? -preguntó mientras sacaba los platos, pan, carne, mostaza y un tarro de pepinillos.
Yo saqué una bolsa de patatas fritas de la alacena.
– Es agradable, sí. Pero no es amigo mío, sino de James.
– Eso no significa que no pueda ser amigo tuyo también.
Mi madre había trabado amistad con los amigos de mi padre, les había abierto las puertas de su casa para sus timbas de póquer y sus reuniones para ver el fútbol. A las comidas en el jardín de atrás. Consideraba amigas a las mujeres de los hombres que mi padre llevaba a casa, pero sólo se reunían si iban con sus maridos. Nunca salían juntas a comer, de compras o al cine. Eso lo hacía con su hermana, Kate, cuando lo hacía. Dedicaba el resto de su tiempo a intentar que mi padre no saliera de casa. Si estaba allí, no estaría conduciendo por ahí, con la posibilidad de atropellar al perro o al hijo de algún vecino.
– Se va a quedar aquí un tiempo -conteste-. Hasta que monte un nuevo negocio.
– ¿A qué se dedica? -preguntó mi madre levantando la vista de la mostaza que estaba untando en el pan.
– Yo… tenía una empresa de transportes o algo así en Singapur.
Eso era todo lo que sabía.
Mi madre terminó de preparar los sándwiches y tomó la pitillera de piel sintética. La mayoría de los fumadores suelen preferir una determinada marca, pero mi madre solía comprar el que estuviera más barato. Esta vez era un paquete blanco sin muchos adornos que parecía una baraja de cartas. No me molesté siquiera en pedirle que no lo encendiera, aunque sí alejé mi plato todo lo posible.
– Singapur. Eso está muy lejos -comentó asintiendo con la cabeza al tiempo que encendía el cigarrillo, inhalaba y soltaba el humo a continuación-. ¿Desde cuándo dices que lo conoce James?
– Desde octavo curso.
De repente tenía un hambre canina. Di un buen bocado al sándwich y me serví unas patatas en el plato. Eran patatas fritas elaboradas según el método tradicional, de las que yo no compraba porque cuando empezaba una bolsa no paraba hasta que me la acababa delante de una buena sesión de cine en casa.
No hay ningún otro sitio como el hogar. Qué verdad más grande. Para mí el hogar siempre sería el olor a tabaco y laca barata para el pelo, y el sabor de aquellas patatas artesanas. De repente me entraron ganas de llorar. De pronto mis emociones eran como la montaña rusa en la que me había subido con Alex el día anterior.
Mi madre, pobrecilla, no pareció darse cuenta. Habíamos adquirido mucha práctica a la hora de evitar hablar de la tristeza. Creo que tal vez para ella hablar por encima de los sollozos furtivos se hubiera convertido en una costumbre. Me habló de una película que había visto y del dibujo de punto de cruz que tenía intención de bordar. Conseguí mantener el control a fuerza de concentrarme en acabarme el sándwich, pero se me había hecho hora de irme.
No me di la prisa suficiente. Oí la puerta de atrás igual que miles de veces cuando era niña, y el ruido de fuertes pisadas.
– Estoy en casa -tronó la voz de mi padre.
– Ha llegado papá -dijo mi madre sin necesidad.
Me levanté. Mi padre entró en la cocina. Tenía los ojos rojos, una amplia sonrisa en los labios y la frente sudorosa. Me abrió los brazos y yo me acerqué obedientemente, sin más remedio que aguantar el abrazo. Olía a sudor y a alcohol. Como si sudara alcohol. No debería haberme sorprendido.
– ¿Cómo está mi niña? -mi padre, Bill Byrne, se detuvo cuando estaba a punto de frotarme la coronilla con los nudillos, pero le faltó muy poco para hacerlo.
– Bien, papá.
– ¿Te has metido en algún lío?
– No, papá -respondí yo con igual obediencia.
– Bien, bien. ¿Qué hay de cena? -preguntó mirando a mi madre, que miró nuestros platos con gesto de culpabilidad casi.
– ¿Tienes hambre?
Empezó a recoger la mesa como quien destruye pruebas incriminatorias. Le prepararía una copiosa cena aunque ella no tuviera hambre.
– ¿Tú qué crees? -tendió los brazos para agarrarla y mi madre se rió como una niña al tiempo que agitaba las manos delante de él-. ¿Te quedas a cenar, Annie?
– No, papá. Me voy a casa.
– Bill, tiene que irse -dijo mi madre, sacudiendo la cabeza-. James la está esperando. Y tienen un invitado. Alex… ¿Cómo me has dicho que se apellidaba?
– Kennedy.
Mi padre levantó la vista.
– ¿No será el chico de John Kennedy?
Yo me reí.
– No, papá. Creo que no.
– No me refiero a John Kennedy el Presidente -respondió mi padre-. Me refiero a John Kennedy el que está casado con Linda.
– Pues la verdad es que no lo se.
Allá mi padre si creía conocer a los padres de Alex.
– Bueno, da lo mismo. ¿Que hace en tu casa?
– Es amigo de James -terció mi madre rápidamente mientras sacaba del congelador los ingredientes para la cena-. Ha venido de visita. Ha estado viviendo en Singapur.
– Entonces sí que es el chico de John -mi padre parecía satisfecho, como si hubiera desvelado un gran misterio-. Alex.
No servía de nada señalar que ya le había dicho yo cómo se llamaba.
– Sí. ¿Conoces a su padre?
Mi padre se encogió de hombros.
– Lo veo por ahí de vez en cuando.
Por ahí. Sabía a lo que se refería. A bares.
– Es amigo de James -repetí por enésima vez-. Va a quedarse aquí una temporada.
– Pero tienes que volver porque está en tu casa. Ya lo pillo. Vete, vete. Fuera de aquí -mi padre hizo un gesto con la mano.
Abrió entonces el armario y sacó un vaso, otro armario y una botella. Quería a mis padres, a los dos, pero no podía quedarme a ver aquello. Me despedí y me fui con las fotos de cuando eran jóvenes, dejándolos con lo que habían hecho con sus vidas.