El día de la fiesta el cielo amenazaba lluvia, y Patricia me llamó, quejándose, antes de que hubiera salido el sol. James respondió y me lo pasó tras saludarla medio amodorrado, tras lo cual se levantó y fue al cuarto de baño. Saludé a mi hermana mientras, oyendo el ruido de la orina de James, que duró bastante.
– No va a pasar nada, Pats. Para eso alquilamos la carpa.
– La carpa sólo servirá para tapar la comida -repuso mi hermana-. ¿Y los invitados? ¡Todos no caben en tu casa!
– Con un poco de suerte, la mitad no se presentará.
– Muy graciosa, Anne.
Yo no me estaba riendo. No lo decía de broma. Bostecé y miré la hora, demasiado temprano para mi gusto.
– Pats, cálmate. Todo saldrá bien, te lo prometo.
Suspiró.
– Se te da muy bien esto, ¿lo sabías?
– ¿Qué es lo que se me da bien?
– Encargarte de las cosas, mejorar una situación, arreglar los problemas.
A través de la puerta entornada del baño vi a mi marido rascándose y pensé que no me hacía ninguna gracia ver cómo se rascaba. Me volví hacia otro lado.
– No, Pats, no es cierto.
Suspiró de nuevo y guardó silencio durante medio segundo.
– Que haya tormenta es sólo una posibilidad, ¿verdad?
– Sólo una.
– Y… es sólo un día. Después podremos olvidarnos.
– Por completo.
Patricia soltó una carcajada.
– Siento ser tan pesada. Sé que lo soy, pero es que… es que…
– Lo sé -le aseguré yo y era cierto. Eran muchas cosas, no era sólo la fiesta. Muchas cosas llevaban tiempo macerándose-. Será genial. Mamá y papá se lo van a pasar en grande. Van a venir todos sus amigos. Nos ensalzarán y nos pondrán de ejemplo de buenas hijas, y ya no tendremos que hacer nada más en los próximos treinta años.
No reconocí bien el sonido, pero desde luego no parecía una carcajada. Más bien un resoplido.
– Sí, ya.
James se metió otra vez en la cama, con los ojos medio cerrados. Se tapó y me estrechó contra su cuerpo. Yo le permití que me abrazara porque me habría resultado muy complicado deshacerme de él mientras estaba con el teléfono. Cuando metió la nariz en mi pelo y ahuecó una mano contra mi pecho, emití un resoplido molesto, pero él ni se enteró.
– Todo va a salir bien -dije por enésima vez-. El cielo abrirá y saldrá el sol. No lloverá. La gente vendrá, comerá y se marchará, y mañana todo será un agradable recuerdo. Vuelve a la cama y duerme un rato, Patricia. Yo, desde luego, voy a hacerlo.
– ¿Cómo puedes dormir? -protestó-. ¿A qué hora quieres que vaya? ¿Tengo que llevar algo? ¿Qué…?
– Al mediodía, como acordamos. Y no. Adiós -dije, y colgué sin darle tiempo a protestar.
– ¿Patricia? -preguntó James.
– Sí -dije yo, sin retirarme, pero tampoco puede decirse que estuviera acurrucada en sus brazos.
– ¿Está asustada?
– Sí.
Ya no podría volver a dormirme. Más de un centenar de personas llegarían a mi casa en unas cuantas horas y, aunque le había dicho a Patricia que todo iba a salir bien, no estaba yo tan segura.
El barómetro que colgaba de la pared de la cocina no hacía que me sintiera mejor. El agua azulada del tubo había subido hasta lo más alto, indicativo de que se avecinaban tormentas. Miré por la ventana. Que el cielo estuviera azul no tenía por qué significar nada. Se podía preparar una tormenta de un momento a otro.
A pesar de nuestras preocupaciones por el tiempo, la carpa llegó a tiempo y quedó montada sin problemas. La empresa del catering llegó con su horno portátil y el resto de los utensilios. James tenía preparados los altavoces de exterior para que se escuchara de fondo la música de nuestro iPod. La canción Build Me up, Buttercup se filtraba, mezclada con el aire húmedo y caluroso, y el aroma a carne de vaca asada. Faltaban dos horas para la fiesta, y aunque Patricia y Mary habían llegado ya, Claire no aparecía por ninguna parte.
– Dijo que tenía que ir a ver al capullo -me dijo Mary mientras me ayudaba a colocar los platos de papel y los utensilios de plástico en las largas mesas de caballetes que habíamos montado en mi pequeño jardín-. No sé qué de recoger un dinero, o algo así. Y luego iba a ocuparse de traer a papá y a mamá, para que…
– Para que no tuviera que conducir papá. Ya.
La miré. Manoseaba con nerviosismo el taco de platos de papel, levantándolo y dejándolo sobre la mesa, colocando las cucharas para que quedaran perfectamente encajadas unas dentro de las otras en un montoncito.
James apareció en la cubierta de la terraza colocando las sillas. Era un marido estupendo, pensé, haciéndome sombra sobre los ojos para poder ver sus movimientos. Llevaba toda la mañana ayudando sin quejarse. Había tenido incluso que salir un par de veces a recoger varias cosas que se nos habían olvidado. Estaba alegre. Lo amaba profundamente. Pero entonces ¿por qué cada vez que lo miraba sentía que el corazón se me subía a la boca como si estuviera cayendo desde gran altura?
– ¿Estás bien? -preguntó Mary; agitando una mano delante de mis ojos para llamar mi atención-. La Tierra llamando a Anne. ¿Me recibes?
Sacudí la cabeza y sonreí.
– Estoy bien. ¿Y tú?
– Bien.
Las dos nos miramos, conscientes de que mentíamos, pero sólo Mary confesó lo que la reconcomía por dentro.
– He invitado a Betts. Espero que no os importe.
– Por supuesto que no -contesté yo, con la sensación de que debería decir algo más.
– Gracias -dijo ella, entreteniéndose un poco más con los platos y las cucharas. De pronto se cruzó de brazos, apretándose fuertemente el pecho-. Anne…
Yo estaba mirando a James otra vez, la mano levantada devolviéndole el saludo que él me había hecho.
– ¿Eh?
– ¿Cómo supiste que querías pasar el resto de tu vida con James?
– No lo sabía -respondí yo sin dejar de mirarlo.
– ¿Cómo que no lo sabías? Te casaste con él.
Parecía tan sorprendida que me volví y la miré.
– Sabía que lo amaba, Mary, pero no sabía que sería el resto de mi vida. Esperaba que lo fuera, pero no estaba convencida de que durara.
– ¿Por qué no?
Entonces fui yo la que se puso a trastear con los platos, aunque estaban perfectamente colocados.
– Porque las cosas buenas no duran para siempre, ¿no dicen eso?
– Dios mío. Espero que te equivoques en eso -dijo con voz queda.
Yo me encogí de hombros.
– ¿Anne?
Levanté la vista.
– Mary, me gustaría decirte que reconocerás el amor cuando lo encuentres, que será genial, y que encontrarás a esa persona que te colmará el corazón de felicidad y que habrá un final feliz. Me gustaría, de verdad. Pero no soy de ese tipo de personas. Lo siento.
Mary parpadeó, atónita, y carraspeó. Parecía algo avergonzada.
– Pensé que James y tú teníais la relación perfecta.
– Sí, bueno, como te he dicho, las cosas no duran. Las cosas buenas no duran.
– Lo siento.
Parecía apesadumbrada, y yo me sentí mal por haber aplastado su entusiasmo.
– No es culpa tuya. Y puede que para ti sea diferente, Mary. De verdad.
– ¿Tenéis problemas? -preguntó, sacudiendo la cabeza a continuación-. Bueno… es obvio que pasa algo, pero… ¿es algo grave? ¿Grave como para divorcio?
Busqué a James por el jardín y vi que se había acercado al borde del lago. Estaba haciendo algo con una sombrilla. Me dieron ganas de gritarle que se olvidara de la dichosa sombrilla, ¿de qué iba a servir entre más de cien personas? Pero él seguía esforzándose por ayudar, e independientemente de lo que hubiera ocurrido entre nosotros, yo no tenía por qué ser desagradable.
– No lo sé. No lo creo. En realidad no hemos hablado de ello.
– Vaya. No tenía ni idea. Lo siento mucho, Anne.
Yo le sonreí.
– Creo que has tenido bastante con lo tuyo, ¿no crees?
Mary soltó una carcajada.
– Sí, creo que sí.
Mary y yo éramos las que más nos parecíamos. Teníamos el mismo pelo rizado de color caoba, aunque ella lo llevaba más largo. Los ojos azul grisáceo de nuestra madre. La misma altura. Nos parecíamos mucho físicamente, pero nunca me pareció que nos pareciéramos en otras cosas.
– Escucha, Mary. No dejes que lo que te he dicho te impida buscar algo que podría hacerte feliz, ¿vale?
– ¿Me vas a echar un sermón en plan «escucha tu propia música»? -dijo ella, sonriéndome de oreja a oreja.
– ¿Que demonios es eso?
– Ya sabes. Canta tu canción especial y bla, bla, bla, busca tu propia estrella, se tú misma. Ya sabes lo que quiero decir. Lo de que me sienta bien en mi propia piel.
Yo resoplé.
– Está bien, paso del sermón.
Deseé tener un consejo mejor que darle. Según Patricia, se suponía que se me daba bien arreglar las cosas. Mary no parecía preocupada cuando rodeó el extremo de la mesa, se acercó a mí y me rodeó los hombros con el brazo.
– Todo saldrá bien -me dijo en secreto-. Lo sé.
– ¿Y cómo puedes saberlo? ¿Tan sabia eres?
Miró hacia el extremo del jardín donde se estaba asando la carne. James estaba charlando con los del catering.
Las lágrimas son de lo más desafortunado. No siempre lo arreglan todo. A veces empeoran las cosas.
No tenía tiempo para ponerme a llorar, ni siquiera con un hombro en el que hacerlo. Había que ocuparse de una fiesta, de unos invitados que estaban a punto de llegar. Tenía que salvar mi matrimonio. No tenía tiempo para la pena. Pero yo necesitaba un poco de tiempo de todos modos.
Mary, aunque no comprendiera todos los motivos por los que lloraba, tuvo la bondad de pasarme una servilleta y no decir nada mientras sollozaba. Estoy segura de que los del catering me miraron mal, pero me tapé la cara para no tener que verlos.
– A lo mejor te vendría bien entrar y echarte un rato -dijo Mary al cabo de unos minutos-. Patricia y yo podemos ocuparnos de todo. A lo mejor te viene bien descansar.
– No, no. No sería justo para vosotras -dije yo, secándome el rostro. De verdad, estoy bien.
Mary sacudió la cabeza.
– Anne…
– He dicho que estoy bien, Mary -le dije, con un tono que no admitía réplica. Estaba bien. Aguantaría toda la fiesta. Pondría mi mejor sonrisa y fingiría que todo estaba perfecto, porque, maldita sea, eso era lo que siempre hacía. Era una buena hija. No dejaría que mis problemas personales echaran a perder su fiesta. Ya había bastantes posibilidades de que algo saliera mal. No hacía falta añadir una crisis nerviosa.
Un coche se detuvo en el sendero de entrada. Nos dimos la vuelta las dos y el rostro de Mary se iluminó primero para después oscurecerse al comprobar que eran los Kinney. Estoy segura de que el mío no tenía mucho mejor aspecto.
– ¿Por qué tiene tu suegra siempre esa cara de haber pisado una caca de perro?
La carcajada también puede ser algo desafortunado.
– Hola, chicas -dijo Evelyn-. ¿Qué es eso que os hace tanta gracia?
– Voy a ver a Pats por lo de… esa cosa que me dijo…
Mary me dejó sola. Evelyn sonrió. Yo le devolví la sonrisa. Ella esperó, pero yo no le dije nada. Llegaba pronto, como solía hacer. Frank había desaparecido dentro de la casa. Me preguntaba si Evelyn estaría esperando a que le diera un abrazo. Podía esperar sentada, me dije, sonriendo aún.
– He venido antes por si necesitabais ayuda.
– No -contesté yo. La alegría se había escapado, como una arteria que se desangra-. Ya está todo dispuesto.
Echó un vistazo a su alrededor, examinando la carpa y las mesas.
– Está precioso.
Me pareció que estaba tratando de ser amable. Creo que lo estaba intentando de verdad. O por lo menos quiero creerlo, porque pensar que trataba de hacer que me sintiera como una inepta a propósito habría sido de personas muy rencorosas.
– Gracias. James está dentro de casa.
– Así que tus padres hacen treinta años de casados.
Yo asentí con una sonrisa radiante, tanto que me dolía la cara.
– Sí.
Tal vez estuviera calculando mi edad, veintinueve, con mi cumpleaños en abril, o tal vez no. La verdad es que tenía cara de haber pisado una caca de perro.
– Un logro maravilloso -dijo, como si se merecieran una medalla de oro-. Frank y yo haremos cuarenta y cinco años en diciembre.
Miró a su alrededor y después en dirección a la casa.
– Hacer una fiesta es una forma muy bonita de honrar a tus padres, Anne.
Ni por asomo iba a organizar una fiesta de aniversario para Frank y Evelyn Kinney. Nada de eso. Tenían un hijo y dos hijas, todos perfectamente capaces de ocuparse de ellos si se les ocurría. Algo que probablemente no se les pasaría por la cabeza. Mierda, mierda, mierda.
– James está dentro -repetí sin dejar de sonreír.
Evelyn me miró con extrañeza.
– Sí, ya me lo has dicho.
– ¿No quieres ir a verlo?
Debió de ver cierta acritud en mi mirada, porque frunció un poco el ceño.
– Anne, ¿te encuentras bien?
– Sí, sí, fenomenal. Es que aún me quedan cosas por hacer. ¿Por qué no entras en casa mientras yo comento unos detalles con los del catering? -sugerí, sonriendo con tanta determinación que me estaba empezando a doler la cabeza.
Afortunadamente, Evelyn retrocedió un poco. Tal vez la había asustado. Tal vez fuera ésa mi intención.
Empezaron a llegar los invitados, llenando el camino de entrada de la casa y todo el espacio de aparcamiento de la estrecha calle. Habíamos invitado a los vecinos, a los que nos caían bien y a los que no, así que no habría problema con el exceso de coches. Había salido el sol, cálido, como era de esperar en un día de agosto. Sin embargo, de vez en cuando llegaba la brisa del lago, y tanto la carpa como los descuidados árboles del jardín nos proporcionaban una agradable sombra. Hubo gente que se metió en el lago a chapotear.
A pesar de la preocupación de Patricia, había comida de sobra. Cascadas de carne de vaca cubiertas de salsa de rábanos picantes y barbacoa. Montañas de panecillos crujientes. Cubos de ensalada de patata, macarrones y col. Docenas de postres. La gente comió y charló y bebió.
Mi padre presidía sobre los invitados en el césped, sentado en una silla de jardín a modo de trono con una botella de cerveza como cetro. Mi madre iba de un lado a otro desviviéndose por él, llevándole platos de comida y latas de coca-cola que no se tomaba. Empezó con cerveza, pero al poco rato pasó a lo que más le gustaba: té helado en vaso alto que cada vez contenía menos té y más whisky.
Mary pasó la mayor parte del tiempo con Betts, con discreción. Patricia pululaba entre la casa y la carpa del catering, supervisando la comida. Los niños jugaban bajo la atenta mirada de Claire. Había resultado ser una niñera inesperada, pero los niños la adoraban porque jugaba con ellos a juegos como Simon dice o al Escondite inglés. Se había puesto una falda suelta y una camiseta decente pero que aun así dejaba a la vista la leve protuberancia de su vientre, lo que no dejaba dudas acerca de su embarazo.
La fiesta fue todo un éxito. Amigos y familiares se reunieron para celebrar lo que habría sido una feliz ocasión para cualquier pareja. Para mis padres resultó tan sorprendente como feliz. Me relacioné con gente a la que no veía desde hacía años. Los amigos de la familia me felicitaron por mi casa y por la fiesta. La mayoría comentó cuánto había crecido, que me recordaban cuando sólo era «una niña muy callada con un libro en las manos».
– Siempre tenías un libro. ¿Qué leías? -dijo Bud Nelson.
Yo lo recordaba a él como un hombre corpulento de rostro enrojecido, que armaba mucho escándalo cuando se reía y siempre tenía una moneda para una chica que fuera a por otra «botella fría» para él. Había adelgazado mucho, tenía aspecto enfermizo y mostraba unas piernas escuchimizadas por debajo de sus bermudas demasiado grandes. Se le caía el pelo y tenía los ojos y los dientes amarillos.
– Nancy Drew, probablemente -contesté yo con una sonrisa. Siempre sonriendo.
– La chica detective -se burló Bud-. Esa Nancy siempre estaba metida en algún lío, ¿no? Su padre terminaba siempre sacándola del apuro.
Yo no recordaba que las historias fueran así, pero no iba a ponerme a discutir.
– Sólo eran novelas.
Bud soltó una carcajada y se metió la mano en el bolsillo.
– Oye, Annie. Te doy una moneda si me traes…
– ¿Otra botella fría? -dije yo sin dejarle terminar la frase.
Él asintió y se reclinó en la silla como si el mero hecho de meter la mano en el bolsillo para sacar el dinero le hubiera resultado un tremendo esfuerzo. La moneda resplandecía en su palma. Yo le cerré los dedos sobre ella.
– No hace falta que me des dinero, Bud.
– Eres una buena chica, Annie. Siempre lo fuiste.
– Eso me dicen.
Estaba siendo amable, pero no era el único. Oí lo mismo centenares de veces a lo largo del día. «Annie, siempre fuiste una niña muy buena. Una niña callada». «Annie, tráeme otra botella fría». Annie. Annie. Annie.
Nadie me llamaba «Annie» excepto mi padre desde hacía años, y, de pronto, volvía a ser aquella niña. La que les llevaba botellas frías. Sonriente. Ahora me lo agradecían con unas palmaditas en la cabeza en un sentido figurado en vez de literal, pero para mí la sensación era idéntica.
La fiesta alcanzó todo su apogeo cuando la gente empezó a bailar en la cubierta de madera y el césped. Habían arrasado con la comida, como si nos hubiera visitado una plaga de langostas. Terminó haciendo un día sofocante, en el que la humedad incrementaba la sensación de calor. Empezaron a llegar nubes del lago. De momento eran blancas, pero bien podían oscurecerse en cualquier momento.
Entré en la casa con la intención de buscar un vaso de agua fría y estar un momento a solas. Patricia, que se había pasado las últimas semanas al borde de un ataque de nervios por culpa de la fiesta, se había pasado el día sonriendo de oreja a oreja y riendo a carcajadas. Mientras que yo cada vez estaba más hecha polvo.
No era por la fiesta en realidad, sino que me sentía agobiada por todo lo que había ocurrido durante el verano. Era por Evelyn. Era por Alex y James. De repente veía cómo me afectaba el hecho de tener que ser siempre yo la que apagara los fuegos. Me fui a mi habitación en busca de unos minutos de solaz. Necesitaba relajarme un poco, dejar de charlar y sonreír forzadamente. Sólo me hacía falta un minuto. Sólo uno.
Había tanta gente dentro de la casa como en el jardín. Había ruido. Atravesé la cocina y el pasillo, confiando en que nadie se hubiera metido en mi habitación. Había cerrado la puerta antes de que empezara la fiesta, pero había dejado abiertas todas las demás. La mayoría de la gente lo habría entendido. Una puerta cerrada indicaba intimidad. No pasar. La mayoría de la gente comprendía los límites cuando entraba en la casa de otro.
Aquella parte de la casa estaba más tranquila. La mayoría de los invitados se había congregado en torno al salón, el cuarto de estar y la cocina. Una de mis primas estaba dando de mamar a su bebé en la tranquilidad de la habitación de invitados. Nos sonreímos, pero no dijimos nada, y le cerré la puerta casi del todo para darle intimidad. La puerta del cuarto de baño estaba cerrada, pero se abrió en el momento en que pasaba por delante. El ocupante salió, titubeamos un poco para ver quién pasaba antes y, finalmente, nos fuimos en direcciones opuestas.
La puerta de mi habitación estaba entreabierta. Posé la mano en el pomo, pero me detuve al oír voces.
– Bueno, no me extraña -dijo una voz que me resultaba familiar-. Es obvio que su hermana esta embarazada, y yo no he visto que lleve anillo. ¡Y que me dices del padre! Sabia que tenía ciertos… problemas, pero no tenía ni idea de que fuera dipsómano.
Dios mío. ¿La gente usaba ese termino, dipsómano? Al parecer, Evelyn sí.
Estuve a punto de darme la vuelta y dejarlo estar. Durante diez segundos contemplé la posibilidad de irme y ser la chica buena y callada que siempre obedecía con una sonrisa en los labios. Al undécimo segundo, apoyé la mano y abrí la puerta de par en par.
Lo que me encontré fue peor; mucho peor; infinita, extraordinaria e irritantemente peor.
Evelyn estaba de pie junto al pequeño escritorio situado bajo la ventana. Había sido de la abuela de James, y, aunque no me sentaba en él a escribir normalmente, sí que utilizaba sus cajones para guardar mi correspondencia privada. Las cartas de amor de James, algunas fotos, mi agenda. No como el calendario de la cocina en el que anotaba cosas como citas médicas o un recordatorio de que había que cambiar los neumáticos. Se trataba de un calendario-agenda con espacio para escribir en cada día. Solía hacer anotaciones breves o resúmenes de lo que me había sucedido ese día, unas pocas líneas recordatorias de lo que había hecho o sentido. Hasta ahí llegaba mi capacidad de llevar un diario.
Evelyn lo dejó en el escritorio cuando entré. Margaret, que se estaba comiendo un brownie sin plato en el que echar las migas, que estaban quedando desperdigadas por el suelo, tuvo la decencia de parecer culpable.
– Anne. Hola.
Por un momento la ira me cegó, violenta y cegadora como un rayo. Y dejé de ser la niña buena.
– ¿Qué haces en mi habitación?
– Oh -contestó ella con una risilla nerviosa-. Tu hermana Patricia nos dijo que había un álbum de recortes de la fiesta que teníamos que firmar.
– Está sobre la mesa del salón.
– Bueno, ella no nos dijo eso -respondió la señora.
Kinney, con los orificios nasales distendidos, un gesto que se contradecía con su edulcorada sonrisa.
– Por eso decidiste venir a ver si estaba en mi habitación.
– Quería enseñarle a Margaret el escritorio. Está interesada en este tipo de muebles. James me dijo que podía venir.
Ni siquiera intenté creer lo que me decía. Margaret se tragó el resto del brownie, se limpió las manos con la servilleta y, sonrojada, se acercó disimuladamente a la puerta, pero para salir, primero tenía que apartarme yo, y no estaba por la labor. Tuvo que pasar de costado.
«Cobarde».
– Así que decidiste venir a fisgonear en mi habitación.
Comprendí que no se esperaba que fuera a plantarle cara. Al fin y al cabo, nunca se me había ocurrido rechistar. Claro que tampoco se esperaba que la pillara.
– Estaba buscando el álbum -se defendió ella, irguiéndose con dignidad.
– Y pensaste que estaría dentro de mi escritorio, claro. ¿Te parece que yo lo dejaría ahí? -dije con tono lacónico y brusco, pero sin elevar la voz.
Estaba temblando por dentro, pero conseguí mantener la espalda erguida, las manos estiradas a lo largo de los costados. Me costó un esfuerzo hercúleo no apretar los puños.
– Anne, no hace falta que te pongas así.
Mi suegra retrocedió ante mi áspera risotada.
– Ya lo creo que hace falta. Dime una cosa, Evelyn. ¿Te parece que eso es un álbum de recortes?
Ella intentó fugarse. Era de esperar. A nadie le gusta que lo pillen in fraganti y se lo echen en cara. Se habría ganado mi respeto si hubiera admitido que era una fisgona. Si me hubiera pedido disculpas y hubiera admitido que había sido un error por su parte; probablemente me habría apartado para dejar que saliera, pero mi suegra jamás admitía sus errores, particularidad de su carácter que había heredado su hijo.
No llegó a darme un empujón para abrirse paso, por lo que nos quedamos en una especie de punto muerto. Yo era más alta, pero ella, más corpulenta.
– ¿Te parece un álbum de recortes?
Ella negó con la cabeza, testaruda.
– No tengo por que aguantar que me eches un sermón.
– ¿Por que no te limitas a responder?
Un violento rubor le subió por la garganta y las mejillas. Me gustó verla así, retorciéndose como una lombriz en un anzuelo. Me gustó ver que había hecho que se sintiera incómoda por una vez.
– ¿Te parece un álbum de recortes?
– ¡No!
– ¿Entonces qué hacías con él en las manos?
Su boca se contrajo, pero no, ella jamás admitiría que hubiera obrado mal.
– ¿Me estás acusando de fisgonear?
– No es una acusación. Creo que es cierto.
Evelyn torció el gesto en una mueca de desprecio. Estoy segura de que creía que tenía todo el derecho a mostrarse indignada. Cualquier persona habría intentado justificarse, consciente de que había metido la pata.
– Esto es una falta de respeto…
Y ahí fue cuando perdí los estribos por completo. No me habría sorprendido que mi pelo se hubiera convertido en un manojo de serpientes sibilantes que no paraban de retorcerse y escupir veneno.
– No te atrevas a hablarme de falta de respeto. Entras en mi casa durante mi fiesta y violas mi intimidad metiéndote sin permiso en mi habitación. No te atrevas a hablarme del respeto, porque tú no tienes ni idea de lo que es eso.
Debió de ser terrible contemplar mi cólera. Sé que Evelyn se asustó. Debió de creer que la iba a golpear, pese a que ni siquiera había elevado el tono.
– ¡Intentas dejarme como si fuera una mala persona, y no pienso consentirlo! -exclamó, indignada, con lágrimas de cocodrilo en los ojos.
– No creo que seas mala persona -dije con voz gélida-. Creo que eres inmensamente arrogante y ególatra, y que si de verdad piensas que nunca obras mal, es que, además, eres idiota.
Abrió la boca, pero no le salió nada. Acababa de hacer algo que creía imposible, dejar a Evelyn sin palabras. Duró poco, sin embargo, pero habló con un tono inconmensurablemente dulzón.
– No puedo creer que me hables de esa forma -dijo con el tono de una mujer empapada en gasolina que está a punto de encender la cerilla. Una mártir.
¿Me equivocaba al pensar que la conversación le estaba proporcionando la misma satisfacción íntima que a mí? ¿Que le proporcionaba cierto alivio saber que no se equivocaba sobre mí? ¿Que me había comportado como ella siempre sospechó que era capaz de hacer, que la había tratado fatal y, por lo tanto, el hecho de perdonarme y aceptarme podría interpretarse como un loable acto de caridad? Porque todavía podría haberse salvado a mis ojos si hubiera sido capaz de contenerse.
Pero no. Ella no sabía callarse.
– Supongo que no se puede esperar otra cosa de ti -añadió con el afectado tono santurrón que siempre me daba ganas de vomitar-, teniendo en cuenta la familia de la que procedes.
Era lo último que me faltaba por escuchar. Después de aquello no había marcha atrás posible. Nada de esperar a que se calmaran los ánimos, nada de buscar una manera de arreglar las cosas. No quería saber nada más de ella.
– Al menos en mi familia sabemos comportarnos en casa de los demás. Tú no eres quién para juzgar a mi familia -le dije. La calma con que desprecié su comentario pareció incendiarla más que si me hubiera puesto hecha una furia. No podía defenderse y afrontar el rechazo, como hacía con la rabia-. En mi casa no. Y menos delante de mí. Quiero que te vayas.
– ¡No puedes echarme!
– Te lo diré de otra forma: agarra tu arrogancia testaruda y lárgate de mi casa, fuera. Hoy ya no eres bienvenida. No sé si volverás a serlo alguna vez.
– No… no puedes…
Me incliné sobre ella, no porque quisiera intimidarla, sino porque resultaba más impactante si se decía de cerca.
– Mi vida no es asunto tuyo.
– ¿Anne? -las dos nos dimos la vuelta y vimos a Claire en la puerta-. Papá va a hacer un brindis.
Se nos quedó mirando con curiosidad. Evelyn aprovechó para abrirse paso entre nosotras, la barbilla levantada con gesto airado, y se alejó a lo largo del pasillo con un vigoroso taconeo.
– Joder -susurró Claire-. ¿Qué le has hecho a la señora Kinney? ¿Amenazarla con tirarte un cubo de agua?
Las piernas me temblaban después de la confrontación. Me sentía asqueada, pero también más ligera, como si me hubiera quitado de encima una pesada carga. Me dejé caer sobre la cama.
– Digamos que me he quitado un peso de encima.
Claire se sentó a mi lado.
– Parecía como si alguien le hubiera puesto un plato enorme de gusanos y le hubieran dicho que era pasta de cabello de ángel.
– Seguro que le ha sabido así -contesté yo, cubriéndome el rostro con las manos un momento mientras tomaba profundas aunque trémulas bocanadas de aire-. Dios mío, qué víbora es.
– Eso no es nuevo, perdona que te lo diga.
La primera carcajada fue como si me atravesara la garganta una corriente de ácido.
– Creo que esto no me lo perdonará jamás, Claire. Vaya desastre.
– ¿Perdonarte? -dijo Claire, resoplando con desprecio-. ¿Y qué tendría que perdonarte? ¿Por llamarle la atención por mal comportamiento? Anne, no se le hace a nadie un favor dejando que se comporte como un gilipollas.
– Podría haber cerrado la boca. Podríamos haber fingido que no había ocurrido. Pero no pude, Claire. Dios santo. Cuando la vi aquí dentro, no pude contenerme ni un minuto más. Todas las veces que me había echado algo en cara, metiendo las narices donde nadie la llamaba, siempre tan perfecta… Perdí los estribos.
– ¿Qué coño ha hecho esta vez?
Se lo conté.
– ¡No! -exclamó Claire, fascinada a la vez que horrorizada.
– Sí. No sé cuánto había leído cuando llegué, pero estaba claro que lo estaba leyendo.
– ¡No jodas! -exclamó Claire, sacudiendo la cabeza-. ¿Y no le atizaste un sopapo?
– No pensaba atacarla físicamente, Claire.
Se tapó la boca con la mano un segundo mientras miraba hacia el escritorio.
– Pues yo le habría dado una bofetada.
– Claire -dije, riéndome con más naturalidad esta vez.
– En serio. No me extraña que te cabrearas. Víbora entrometida.
– Sí, bueno, lástima que no se le hubiera ocurrido cerrar con cerrojo para que no la pillaran. A menos que de verdad crea que tiene todo el derecho del mundo a registrarme los cajones, no sé -comenté, contándole el resto.
– ¿Y tuvo la desfachatez de insultar a nuestra familia? -dijo Claire, indignada-. Espera y verás cómo me meto yo en sus asuntos.
– Dios mío, no -dije yo, soltando otra carcajada.
Ella también se rió.
– ¿De verdad? No merece la pena. Es una mujer de lo más irritante, Anne.
– Es la madre de James.
– Pues que cargue él con ella.
Puse los ojos en blanco, pero no dije nada.
– Vamos, seguro que nos estamos perdiendo el brindis -dije, poniéndome en pie.
– No creo que sea tan grave. Están todos de pie, brindando. Está todo el mundo como una cuba. Además, Sean lo está grabando todo en esa preciosa video-cámara que ha traído. Podrás verlo todo en color cuando te apetezca.
Me deje caer en la cama otra vez con un gemido.
– Dios mío. ¿Cuándo se acabará este día?
– Se acabará en algún momento -dijo mi hermana, simplemente.
Aguce el oído para ver si captaba alguna voz, pero no se oía nada.
– ¿Cómo he podido estropearlo todo tanto, Claire? ¿Puedes decírmelo?
– Le has cantado las cuarenta a tu suegra. No es para tanto.
La miré y me enderecé un poco en la cama.
– No me refiero a eso.
– Ah -dijo, asintiendo al cabo de un momento-. Te refieres a Alex.
– Eso también, sí.
– ¿Es que hay más? -preguntó con una sonrisa de oreja a oreja-. Madre, mía, hermanita. Sí que guardas secretos.
Estaba muy cansada. De todo.
– Claire, tú no te acuerdas del verano que mamá se fue de casa. Eras demasiado pequeña. El caso es que se fue y te llevó con ella. Tú no sabes todo lo que ocurrió… -el nudo de la garganta no me dejaba continuar. Tragué con dificultad.
– Sé algo. Mary y Pats me ha contado algunas cosas. Tú nunca dijiste nada -dijo-. Pero… estoy segura de que fue desagradable, ¿verdad? Quiero decir que… las cosas nunca fueron agradables.
– Antes sí. Al principio no bebía tanto. Mamá y él no se peleaban. Antes de aquel verano no estaba tan mal.
Levantó las rodillas y las rodeó con los brazos.
– La barriga me molesta -dijo, relajando un poco la postura-. Papá es un borracho, Anne. Ésa es la verdad.
– Pero empeoró cuando mamá se fue -contesté, poniéndome una almohada sobre el regazo-. Nunca le conté a mamá lo del día que salimos con la barca y nos pilló la tormenta. Que estuvimos a punto de ahogarnos porque estaba demasiado borracho para controlar la embarcación. Si se lo hubiera dicho, tal vez se habría quedado, y él habría podido recuperarse un poco. Olvídalo. No he dicho nada.
Claire me miraba con los ojos muy abiertos y húmedos. Los labios, pintados de un recatado tono rosa, le temblaban y se le curvaban un poco hacia abajo.
– No puedes echarte la culpa por las cosas que él o ella hicieron. Ocurrió hace mucho tiempo, y no eras más que una niña. No estaba en tu poder arreglar nada.
– Lo sé, lo sé -dije yo, hundiendo los dedos en la mullida almohada-. Pero como siempre me decís, yo soy la única que siempre ha podido tratar con él.
– Oh, Anne -dijo Claire-. No te fustigues.
– He leído mucho al respecto -le dije-. El alcoholismo es una enfermedad. No es culpa mía, ni tuya ni de nadie. No fui yo quien lo empujó a beber. Lo sé.
– Pero tienes que creerlo -me susurró, tomándome la mano.
Nos miramos.
– Sí -dije finalmente-. Ésa es la parte más difícil. A veces pienso que si le hubiera contado a mamá lo que pasó aquel día, se habría quedado. Él no se habría hundido como lo hizo. Se habría quedado en vez de ir a cuidar de la tía Kate.
Claire entrelazó los dedos con los míos.
– No se fue a casa de la tía Kate, Anne.
Creía que no había oído bien.
– ¿Qué?
Claire sacudió la cabeza.
– Aquel verano no fue a casa de la tía Kate. Es lo que te dijo todo el mundo, pero no era cierto.
– ¿Y adónde… adónde fue? -pregunté yo, mirándola atónita.
– Fue a casa de un tal Barry Lewis -contestó Claire, incómoda. Era la primera vez que la veía así-. Tenía una aventura con él. Aquel verano abandonó a papá. Tenía intención de divorciarse de él.