Capítulo 12

No conté el secreto de Claire y ella guardó el mío. Quería preguntarle qué decisión había tomado, pero como fingía no acordarse de que se había olido que me estaba tirando a Alex, fingí no saber que se había quedado embarazada de un tío casado que la había seducido.

No era tan fácil fingir que no sabíamos que le pasaba algo a Patricia. De las cuatro, ella era la que siempre estaba en contacto. Ahora teníamos que dejarle varios mensajes para conseguir que nos llamara, aunque la fiesta estuviera cada vez más cerca y hubiera que ir cerrando detalles. No era propio de ella ser tan descuidada. Así que hicimos lo que hacen las hermanas. Le pedimos explicaciones las tres en bloque.

Mary llevó pastel de café. Yo me pasé por la cafetería y compré café para llevar, una invención ingeniosa que proporcionaba horas de café caliente dentro de un recipiente del tamaño de una caja de vino. Claire, como era típico de ella, se olvidó de llevar los donuts que dijo que llevaría, pero sí se acordó de llevar la versión en DVD de algunos clásicos infantiles y una bolsa con rotuladores y libros para colorear.

– De vuestra tía favorita -le dijo a Callie cuando abrió la puerta y nos encontró a las tres.

– Qué bonito -resopló Mary.

Callie sonrió de oreja a oreja.

– La tía Claire es nuestra tía favorita porque nos trae películas. Tú eres nuestra tía favorita porque nos llevas al parque, tía Mary.

– Que diplomática -comenté yo, tendiéndole los brazos-. ¿Y yo qué?

– Oh… -dijo Callie, perpleja-. Tú eres nuestra tía favorita para los abrazos.

– Me vale. ¿Dónde está mamá?

– Arriba, trabajando -dijo nuestra sobrina, abriendo la puerta-. Tristan y yo estamos viendo los dibujos.

– Os pondré Totora -dijo Claire, mostrándole el DVD-. Nosotras tenemos que hacer unas cosas con mamá. ¿Vais a estar calladitos mientras? Eso se merece un viaje a McDonald's después.

El chantaje le salió bien. Claire fue a ocuparse de los niños mientras Mary y yo dejábamos la comida y la bebida que habíamos llevado en la cocina. Patricia estaba en su despacho. Tenía esparcidas por toda la mesa las fotos que había reunido en casa de nuestros padres, así como papel, tijeras y bolígrafos de colores. El álbum de recortes aguardaba su toque creativo, pero no estaba escribiendo nada. La encontramos encorvada sobre la mesa con la cara enterrada en las manos. Estaba llorando.

– ¿Pats? -Mary fue la primera en acercarse y tocarle el hombro-. ¿Qué ocurre?

Cuando quieres a alguien, ver cómo sufre puede ser más doloroso que si le doliera a uno mismo. Se me hizo un nudo en la garganta al ver las lágrimas de mi hermana. Todas acudimos a ella, juntas en el pequeño espacio.

– ¡No me habíais dicho que ibais a venir!

– ¿Qué te pasa? -preguntó Claire, apoyándose en la mesa. Directa al grano la primera, como siempre. Tal vez fuera la única capaz de hacerlo-. ¿Qué te ha hecho?

Patricia miró hacia la puerta abierta y la cerré. Mary le frotaba el hombro con cariño. Claire se cruzó de brazos con expresión severa.

Por un momento pareció como si Patricia fuera a hacerse la valiente y a tratar de despistarnos de nuestro objetivo mostrándose enfadada. Aguantó un momento, al cabo del cual su rostro se contrajo aún más y se lo cubrió con las manos.

– Ha perdido todos nuestros ahorros -dijo, avergonzada-. Lo ha perdido todo. Dice que puede recuperarlo todo si le doy tiempo. Dice que le han dado un soplo sobre un caballo y que sólo necesita unos cuantos miles para apostar, pero lo recuperará todo.

Levantó la vista con expresión desolada.

– Pero no tenemos unos cuantos miles. No tenemos nada. ¡Va a perder la casa y no sé qué hacer! Ha faltado tanto al trabajo que su jefe lo va a despedir, lo sé, ¿y qué pasará entonces? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a ponerme a trabajar de nuevo? ¿Quién se va a ocupar de los niños?

Ahogó los sollozos tras las manos, como si el hecho de llorar fuera más vergonzoso que lo que lo había provocado las lágrimas. Sabía cómo se sentía. Ceder ante las lágrimas significaba admitir que algo iba mal, que no todo era perfecto.

Mary le entregó una caja de pañuelos de papel y Patricia los aceptó. Claire estaba furiosa. Nadie dijo nada durante unos minutos. Claire y Mary me miraban, expectantes.

Yo no sabía qué decir. Quería criticar a Sean y llamarlo de todo, pero Claire podría hacer eso mucho mejor que yo. Quería ofrecerle mi hombro para llorar, pero Mary era mucho más hábil para eso. De mí se esperaba que pudiera mejorar la situación, resolver el problema y ofrecer algún curso de acción, pero desgraciadamente no sabía qué consejo dar

– ¿A cuánto asciende la deuda? -pregunté por fin, aunque hablar de dinero me parecía algo tan personal e invasivo como preguntarle con cuánta frecuencia practicaban el sexo.

Patricia se limpió las lágrimas y suspiró. Si mi pregunta le había ofendido, no dio muestras de ello.

– Entre los ahorros y los bonos… veinte mil dólares.

– Me cago en todo -dijo Claire con la boca abierta. Mary hizo un ruidito de conmiseración. El estómago me dio un vuelco.

– Eso es mucho dinero.

Patricia se apretó los ojos con la base de las manos.

– Ya lo sé.

– ¿Cómo ha ocurrido? Quiero decir… ¿cuánto tiempo lleva…? -Mary dejó la frase en suspenso.

– Me enteré hace un par de meses. El banco empezó a devolverme cheques y no entendía por qué. Comprobé el estado de la cuenta on line. Había sacado dinero varias veces, grandes cantidades. Le pregunté por el asunto y me dijo que estaba haciendo unas inversiones.

Se rió con tanta amargura que se podía saborear.

– Inversiones. Pensé que era para la educación de los niños. Para la jubilación. Algo. No sabía que iba a las carreras cuando me decía que tenía que quedarse a trabajar hasta tarde.

Soltó otra carcajada que se convirtió en sollozo.

– Creía que tenía una amante. Me daba malas excusas y llegaba tarde a casa, oliendo a tabaco y a cerveza cuando me había dicho que tenía reuniones con el equipo de ventas. Le encontraba tickets en los bolsillos. Empezó a hacerme regalos, flores y joyas casi siempre. Pensé que trataba de evitar que sospechara, y así era, pero no era a otra mujer a quien se estaba cepillando, sino nuestra cuenta bancaria.

Claire frunció el ceño.

– Joder. Menudo capullo.

Por una vez en la vida, Patricia no lo defendió.

– ¿Qué puedo hacer? El divorcio cuesta dinero, dinero que se ha fundido. Los niños necesitan ropa y quieren ir al parque de atracciones, y he tenido que decirles que este año no hemos podido conseguir abonos de temporada. ¿Qué voy a hacer con mis hijos?

Levantó la vista y nos miró.

– ¿Qué vamos a hacer si perdemos la casa?

Eso era lo peor para ella. El efecto que aquello tendría en sus hijos. Le tomé la mano y le di un fuerte apretón.

– Nos tienes a nosotras -dije sin dudarlo-. Sabes que puedes contar con nosotras, Pats.

Creo que todas nos pusimos a llorar, cuatro mujeres hechas y derechas sollozando como crías. Pero el ambiente se aclaró un poco, porque lloramos y nos reímos de nosotras mismas por llorar y nos pasamos la caja de pañuelos de papel para limpiarnos los ojos y sonarnos la nariz. Patricia señaló el álbum de recortes abierto encima de la mesa.

– Podría vender cosas de éstas -dijo-. Pagan dinero por ellas. O podría buscarme un trabajo de asesora si es necesario.

– ¿Vender mierdas de éstas? -dijo Claire, levantando un paquete de papelitos con forma de globos. Miró la etiqueta del precio-. Joder, Pats. ¿La gente paga esto por estas cosas?

Patricia le quitó el paquete.

– Sí. Y las asesoras pueden ganar bastante dinero. Lo malo es el tiempo que tendría que pasar preparando fiestas. Alguien tendría que cuidar de los niños. Y aun en el caso de que consiguiera que me encargaran dos o tres fiestas a la semana, no basta para cubrir la deuda.

Dejó escapar un gemido de desconsuelo, pero no se puso a llorar de nuevo.

– Veinte mil dólares. Dios mío. Es más de lo que nos costó nuestro primer coche. ¿Cómo pudo perder veinte mil dólares sin que me diera cuenta? ¡Qué estúpida soy!

– No tienes por qué sentirte estúpida. No eres tú la que está perdiendo dinero en apuestas. Échale la culpa a quien verdaderamente la tiene -dijo Mary con firmeza-. Y si quieres divorciarte, puedes hacerlo.

– Ya habló doña Facultad de Derecho -bromeó Claire moviendo arriba y abajo las cejas.

Patricia sonrió, una sonrisa pequeña, pero una sonrisa al fin y al cabo.

– Gracias, chicas.

– Deberías habérnoslo contado, Pats. Habríamos intentado ayudarte.

Me miró con un gesto más típico de Patricia en el rostro.

– ¿Que podríais haber hecho? Cuando me enteré, el daño ya estaba hecho. Pensé que Sean podría solucionarlo. Quería creerlo. Que le tocaría la lotería o apostaría por el caballo ganador, como decía. Quería imaginar un final feliz en el que terminábamos siendo millonarios o algo así. No era capaz de enfrentarme a la verdad, que estábamos arruinados. Peor que arruinados. Debemos un montón de dinero…

– Déjalo ya -dijo Mary-. Te ayudaremos a salir de ésta. Lo primero que deberías hacer es acudir al banco y a un consejero matrimonial. Anne, seguro que tú conoces alguno.

– Tengo amigos especializados en adicciones -dije-. Les preguntaré a ver qué me aconsejan, ¿te parece bien?

Patricia gimió otra vez y se cubrió el rostro.

– La gente se va a enterar. Dios mío, los vecinos se van a enterar. ¡Se va a enterar todo el mundo!

Aquello no era tan malo como lo que iban a sufrir los niños, pero se acercaba. Peor que el juego en sí, peor que la deuda y las mentiras. Peor que el problema en sí era que la gente se enterara.

Le apreté suavemente la mano.

– Nadie tiene por que saberlo. Además, quien sabe, quizá alguno también está endeudado hasta las cejas.

No era un gran consuelo, pero tenía que intentarlo. Patricia me apretó los dedos y asintió con la cabeza.

– Tienes razón. Pero no es lo mismo.

Sabía que no era lo mismo. Todas lo sabíamos. Era la diferencia entre las cervezas que podían beberse los padres de nuestros amigos mientras hacían los filetes en la barbacoa del jardín un domingo y la forma de beber de nuestro padre. Puede que fuera lo mismo en la superficie, pero lo que contaba era el fondo.

– Juguetes sexuales -dijo Claire, y todas nos quedamos mirándola-. Deberías vender juguetes sexuales y lencería. Eso sí que da dinero.

– ¿De cuánto dinero hablas exactamente? -preguntó Mary con ironía.

Patricia suspiró.

– No creo que llegue a veinte mil dólares.

– No, pero algo es algo. Yo podría ser la que hiciera las demostraciones -contestó Claire, agitando arriba y abajo las cejas nuevamente-. «Y ahora, señoras, vamos con otra maravillosa preciosidad. Funciona con la batería del coche o se puede enchufar a la red, lo que asegura vibraciones de placer todo el día».

La primera risilla brotó de los labios de Patricia. Parecía una adolescente que llegaba a casa pasada su hora. La segunda no tardó en llegar. Mary también se rió, seguida por Claire, y, al poco, todas estábamos riendo a carcajadas.

– Todo saldrá bien, Pats -dije, deseando que mi hermana lo creyera de verdad.

– Sea como sea… -dijo ella, asintiendo con la cabeza-. Lo sé. Es que no puedo creerme que haya hecho algo así. No puedo… no puedo creer que me haya casado con un hombre que no sabe controlarse.

Se hizo el silencio tras aquello. No fue un silencio incómodo exactamente. Era más bien como si todas estuviéramos esperando al otro lado de la puerta tratando de oír algo mientras iban a abrimos.

Patricia miró a su alrededor, a cada una de nosotras.

– Me juré que no me casaría con un hombre que no supiera controlarse. No comprendía cómo una mujer podía estar con un hombre que no sabía cuándo parar, cómo una madre podía dejar que alguien les hiciera algo así a sus hijos. Pero aquí estoy. Y una parte de mí sólo deseaba plantarle delante los papeles de divorcio y salir para siempre de su vida. Pero entonces lo veía con los niños. Es un buen padre. Un padre estupendo. Está siempre disponible para ellos. Los escucha, los quiere. No los presiona. Pero a partir de ahora estaré nerviosa esperando a que empiece a hacerlo. A que se le olvide un cumpleaños porque tiene que ir a las carreras, que se le olvide de llevar a Tristan a los boy scouts.

– ¿Ha hecho alguna de esas cosas? -pregunté.

– Todavía no, pero estoy esperando que lo haga. Estoy esperando que nos decepcione.

Sabía lo que quería decir, igual que mis hermanas. Todas sabíamos lo que era que le decepcionaran, una y otra vez, hasta que se convertía en la expectación en vez de la excepción.

– Divórciate de ese capullo.

Patricia negó con la cabeza al oír las sensatas palabras de Claire.

Mary puso mala cara a Claire y se volvió hacia Patricia:

– Claire, Patricia lo quiere.

– No sé. Creo que un hombre que adquiere una deuda de veinte mil dólares y me miente sobre ello conseguiría que dejara de quererlo muy deprisa.

El tono sarcástico de Claire no era inusual, pero me resultó muy irritante.

– Y todas sabemos la experiencia que tienes en el amor. Ay, perdona. Quería decir tu gran experiencia en el tema del sexo, más que ninguna de nosotras. Hay una gran diferencia, Claire.

Mi intención había sido picarla un poco, por solidaridad hacia Patricia, a quien no le hacía ninguna falta la franca valoración que Claire acababa de hacer de su matrimonio. Claire no se inmutó. Tan sólo se volvió y me miró con gesto burlón.

– No, hermana mayor, yo diría que me has ganado en ese terreno.

– Estamos hablando de Patricia. Córtate un poco, Claire, por lo que más quieras. Están casados, Patricia lo quiere, divorciarse no es tan fácil como cerrar una cuenta bancaria.

– No se que decirte. A mí me jodieron bastante cuando fui a cerrar mi cuenta bancaria.

– Mary tiene razón -dije-. Pats, te ayudaré a encontrar un buen consejero si es lo que quieres.

Claire se bajó de un salto de la mesa y se puso las manos en las caderas.

– Claro, para que puedan resolver juntos sus problemas, que, en realidad, son los problemas de él. Para que él pueda llorar y suplicarle que lo perdone y que le dé otra oportunidad, hasta la próxima vez que se deje atraer por las carreras y se pula otro montón de dinero. ¿Cuántas veces tendrá que agacharse y dejar que le dé por culo con esto para que sea aceptable que corte todo vínculo y se libre de él?

Nos dejó a todas boquiabiertas el tono envenenado que empleó. No fue porque no tuvieran sentido sus palabras, ni porque hubiera sido una afirmación inesperada, tratándose de Claire, sino por los recuerdos desagradables que nos trajo a la memoria.

– ¿Qué sabes tú de eso? -dijo Patricia con voz estrangulada-. Llevamos diez años casados. Tenemos dos hijos. No es cuestión de hacer las maletas y largarte, Claire. Puede que tú pienses que sí, pero no lo es. Y a menos que estés en una situación parecida, no podrás entenderlo.

– ¿Entender qué? -le espetó Claire-. ¿Que vas a permitirle que siga jodiéndote la vida porque tiene un problema? -dijo esto último con tono de mofa.

– Patricia necesita nuestro apoyo. Si no puedes hacerlo, tal vez sería mejor que te marcharas -dije yo, que podría haberle echado el mismo sermón a Patricia. Yo me sentía igual, pero no era eso lo que Patricia necesitaba oír en ese momento.

– Tú misma lo has dicho, Pats. Nunca quisiste estar con un hombre que no supiera controlarse. No querías que tus hijos tuvieran que vivir algo así. Bien, pues lo estás haciendo -siguió Claire-. Y a menos que quieras terminar como mamá, creo que deberías ponerte firme y buscarte un buen abogado.

Patricia no dijo nada, tan sólo se quedó mirándola fijamente. Mary y yo nos miramos. Yo no podía tomar partido por ninguna porque las entendía a las dos. Y Sean me caía bien, pero que te guste una persona y que te guste su comportamiento son cosas diferentes.

– Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador -dijo Mary al cabo de un momento-. Creo que, primero, tendrías que intentar que busque ayuda. Uno no deja de amar a alguien porque le haya jodido una vez.

– Tienes razón, Mary -dijo Claire-. Pero entonces, ¿cuántas veces tiene que joderla para que lo abandone?

Mary vaciló antes de contestar.

– Eso tendrá que decidirlo Patricia, no nosotras -dije yo, apretándole cariñosamente la mano, pero Patricia la apartó.

– Claire tiene razón -dijo Patricia-. Tiene razón. Pero es que no tengo valor para levantarme y abandonarlo. No puedo.

– Lo sé -le dije-. Todas lo sabemos. Claire también.

Tendría que contar con superpoderes para luchar contra la potencia combinada de las miradas fulminantes de tres hermanas. Claire suspiró y bajó la cabeza un momento, pero al final levantó las palmas en señal de rendición.

– Está bien. Pero cuando soy yo la voz de la razón es que el problema es grave. Muy grave.

Patricia suspiró y miró a su alrededor.

– No voy a poder poner mi parte para la fiesta. Sólo el álbum. Todos los materiales están pagados ya.

– No te preocupes por eso ahora -dije yo.

Mary asintió.

– Sí. No pasa nada.

Claire suspiró y colaboró en el intercambio de palabras de ánimo inclinándose sobre el álbum y diciendo:

– Te está quedando genial, Pats. Es muy bonito.

El problema no estaba resuelto, pero Patricia le dedicó una pequeña sonrisa.

– Gracias.

El ruido de voces peleando en el pasillo dispersó la piña que habíamos formado en torno a Patricia. Claire salió a mediar en la disputa sobre a quién le correspondía el rotulador rojo. El teléfono de Mary sonó en ese momento y salió a hablar en privado. Patricia y yo nos miramos.

– Dime que no soy como mamá, Anne.

– No lo eres. No es lo mismo.

Pero las dos sabíamos que en realidad sí lo era.


Otro día más. James no estaba en casa cuando llegué, aunque una suave música y el olor a comida me recibieron cuando abrí la puerta. Salsa para espaguetis cocía a fuego lento sobre los fogones y estuve tentada de pellizcar un piquito de pan de ajo, pese a no tener hambre. Me serví un vaso de té helado y bebí mientras me quitaba los zapatos y sacaba una goma para recogerme el pelo.

– Hola -dijo Alex desde la entrada de la cocina-. Jamie vendrá tarde hoy. Creo que han tenido algún problema con el cemento o algo así.

Sonreí.

– Me conozco esa historia. ¿Has vuelto a preparar la cena?

Alex sonrió de oreja a oreja.

– Tengo que asegurarme de que no os importa tenerme en vuestra casa.

Lo observé detenidamente desde el borde del vaso.

– Ya, ya.

Alex se acercó.

– ¿No funciona?

Fingí pensar en ello.

– ¿Y si limpias los cuartos de baño?

Se acercó un poco más y con ello estalló una placentera tensión, aunque no se movió para besarme.

– Dame un tanga y haré lo que pueda.

Me venía bien reír después de la tarde que había pasado con mis hermanas. La situación de Patricia me había entristecido tremendamente, había sacado a relucir una suciedad que normalmente manteníamos enterrada. Lo miré a los ojos grises.

Alex me ofreció una forma de escapar si me apetecía olvidarme de todo durante un rato. Sin embargo, nos quedamos allí, como con timidez, como si no hubiéramos catado los fluidos orgásmicos del otro. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los fogones.

– Está casi lista la cena si tienes hambre.

Minutos antes lo último que me apetecía era comer, pero en ese momento me rugían las tripas.

– Sí. Hay ensalada en el frigorífico. Voy a sacarla.

– La pasta tardará unos minutos en cocerse. ¿Por qué no te das una ducha?

Mis labios se curvaron hacia arriba.

– ¿Tan mal huelo?

– No -contestó él, enrollándose en el dedo un rizo de mi pelo. Rebotó como un muelle cuando lo soltó-. Pero por tu aspecto yo diría que te sentaría bien estar un rato a solas.

Me quedé mirándolo boquiabierta. Al momento estaba en sus brazos, el rostro apretado contra su camiseta, llorando. Me di cuenta de que era una camiseta de James, aunque olía a Alex. Me acarició el pelo y apoyó la barbilla en lo alto de mi cabeza. No dijo nada, no preguntó nada, no trató de arrancarme qué era lo que me ocurría. Simplemente estaba allí de una manera que James, que sí habría tratado de sonsacarme lo que me ocurría, no habría estado.

No lloré mucho rato. La emoción era demasiado intensa para mantenerla mucho tiempo y pronto fue reemplazada por una sensación bien distinta y mucho más egoísta que me da vergüenza admitir. Levanté el rostro, que a buen seguro estaría rojo e hinchado, y lo miré.

– Lo lamento.

– No tienes por qué -respondió él, apartándome el pelo de la frente con un dedo.

– ¿No quieres saber qué me pasa?

Alex se echó hacia atrás, puso las manos en la parte superior de mis brazos y me miró a la cara.

– No.

Hice una pausa antes de continuar.

– ¿No?

– Si quieres contármelo, ya lo harás -respondió encogiéndose de hombros. Entonces sonrió-. Si no quieres hablar, también me parece bien.

Era una respuesta sencilla. No sabía si quería hablar o no, qué quería decir, hasta dónde estaba dispuesta a compartir con él. Entregarle mi cuerpo era una cosa. Entregarle mi persona era totalmente distinto.

– Se trata de mi hermana -dije, y la historia brotó de mis labios de forma intermitente. No le conté todos y cada uno de los detalles, sobre todo las partes en las que su historia corría paralela a la de nuestra madre. Andaba de un lado a otro mientras se lo contaba, y él escuchaba apoyado en la encimera con los brazos cruzados sobre el pecho.

– Me preocupa lo que le pueda suceder -dije al final-. Quiero ayudarla, pero no sé qué puedo hacer yo.

– A mí me parece que ya estás haciendo todo lo que puedes por ella, que es estar ahí.

– No me parece suficiente.

– Anne, no puedes solucionarlo todo -dijo Alex al cabo de un momento.

Llevaba un rato mirando cómo mis dedos seguían el trazado irregular de pequeñas motas que componían la encimera.

– Lo sé.

Alex tenía una provisión de diferentes tipos de sonrisas. La de ese momento consistía en una leve elevación del labio y una ceja. Algo parecido a un gesto de satisfacción y engreimiento.

– No, no lo sabes.

– ¿Qué se supone que quiere decir eso?

– Quiere decir que crees que deberías saber cómo arreglar la vida de tu hermana, sus problemas. Quieres arreglarlo todo y detestas no ser capaz de hacerlo.

– Eso no es cierto.

Alex enarcó aún más la ceja.

– Ya lo creo que sí.

Yo negué con la cabeza.

– Rotundamente no. Es sólo que se trata de mi hermana y quiero…

– Arreglarlo -terminó Alex en mi lugar con una sonrisa de absoluto engreimiento.

– ¿Por qué estás tan convencido de que me conoces?

Llena de irritación, agarré un paño y me puse a limpiar la encimera limpia, una excusa para hacer algo con las manos y algo que mirar que no fuera él.

Alex se quedó callado un minuto, pero yo me negaba a mirarlo.

– Tal vez no seas tú -dijo al final-. Lo mismo soy yo.

Me había cazado. Tiré el paño sobre la encimera y lo miré.

– ¿Qué?

Pensé que lo mismo era un jueguecito suyo, pero tenía un semblante muy serio.

– Arreglar las cosas todo el tiempo. Mejorarlas.

– Bueno… ¿es así?

El aire se llenó de tensión otra vez. Había algo en el ambiente, pero no conseguía identificarlo. Giró el cuello hacia un lado haciendo que le crujieran las vértebras. Esta vez era él quien evitaba encontrarse con mis ojos.

– Olvídalo. Tienes razón. No te conozco. Sólo digo tonterías. Se me da bien. No debería haberte dicho nada.

A veces, la imagen que los demás pintan de nosotros es mucho más precisa que un reflejo. El espejo nos devuelve la misma imagen pero al revés. Un retrato no siempre permite que veamos nuestro rostro, pero si lo que ven los demás.

– No puedo arreglarlo todo -dije en voz alta, consciente de que era cierto.

Alex me miró.

– Pero te gustaría.

– ¿No le gustaría a todo el mundo?

Alex se pasó una mano por el sedoso pelo, revolviéndoselo, y le cayó sobre la frente.

– Pero no todo el mundo se culpa cuando ve que no puede hacerlo. La mayoría de la gente comprende que el universo no descansa sobre sus hombros. La mayoría de la gente comprende que sólo porque quieras hacer algo no significa que tengas que cargar con la culpa cuando no sucede, Anne.

– Tú tienes hermanas.

– Tres, yo soy el mayor.

– ¿Y nunca has sentido que tenías que ayudarlas a salir de algún problema? ¿Echarles una mano? ¿Protegerlas o mejorar su situación?

Alex emitió un sonido casi imperceptible.

– ¿Arreglarles la vida? Todo el tiempo.

– ¿Y pudiste hacerlo?

– No -volvió a pasarse la mano por el pelo y después se cruzó de brazos, como si sólo así pudiera mantener las manos quietas-. Y me siento mal por ello también.

Los dos sonreímos en mutuo entendimiento. La canción que sonaba en el equipo de música dio paso a otra más lenta y suave. Nos miramos sin decir nada. Alex sacó una mano y me la tendió.

Yo la acepté. Me acercó a su cuerpo, poco a poco, hasta que estuvimos pegados. Tenía la camiseta húmeda de mis lágrimas de antes, y cerré los ojos para aspirar el aroma a suavizante y jabón mezclado con su aroma único. Me abrazó un momento antes de que empezáramos a movernos lentamente al ritmo de la música.

Bailamos. Una canción dio paso a otra. No importaba la letra, el cantante ni el ritmo siquiera. Encontramos nuestro propio ritmo allí, en la cocina. Nos movíamos perfectamente acompasados, sin vacilar ni tropezamos. La música sonaba y nosotros nos mecíamos.

Bailamos en silencio. No porque no hubiera nada que decir, sino porque no teníamos que decir las cosas en voz alta pata comprendernos. No teníamos que hablar para explicarnos. En ese momento todo iba bien.

No había nada que solucionar.


Es increíble lo rápido que las cosas se vuelven una costumbre. Lo rápido que se acostumbra uno. La vida sencilla y ordenada que llevábamos James y yo se había distendido para dar cabida a Alex.

La cosa tenía sus ventajas. El sexo. Un tercer par de manos para ayudar en las tareas de la casa. Una cuenta bancaria extra, y Alex contribuía al presupuesto de forma muy generosa. Otra ventaja menos tangible pero no por eso menos apreciada era que tener a Alex en casa evitaba que la madre de James se presentara en cualquier momento, como se había acostumbrado a hacer en los seis años que llevábamos casados. Había dejado incluso de llamar por teléfono. Ahora prefería llamar directamente a James al móvil.

Pero el acuerdo tenía también desventajas. Compartir cama con dos cuerpos que roncaban, más ropa para lavar, doblar y colocar. Aunque Alex nunca me pedía que le lavara nada, las prendas aparecían tiradas por los lugares más insospechados, y nunca sabía de cuál de los dos era un vaquero hasta que aparecía en la cesta. Cuando no estábamos enrollados, a veces me sentía como si estuviera de más, ajena a sus bromas internas o sus estúpidos viajes a la adolescencia. A veces era como vivir con Beavis y Butthead.

– ¿Por qué lo haces? -dijo de repente Alex. James no estaba pendiente nada más que del absurdo juego al que estaban jugando delante de la televisión. Alex había llevado una consola último modelo y llevaban horas sin parar de jugar.

– ¿Hacer qué? -dije yo, deteniéndome cuando ya salía de la habitación.

– Si quieres que dejemos de jugar, ¿por qué no nos lo dices en vez de ponerte de morros?

Alex parecía verdaderamente interesado en mi respuesta, al contrario que su colega, que gritaba de alborozo ante la carnicería que estaba teniendo lugar en la pantalla.

– Ya lo he hecho, hace veinte minutos.

– No, nos has preguntado si queríamos salir a cenar y al cine esta noche -contestó Alex, soltando por completo el mando, lo que si que llamó la atención de James, puesto que eso significaba que el personaje que controlaba Alex había dejado de disparar. Apareció un monstruo y le arrancó la cabeza. James gruñó.

– Y es obvio que no queréis -respondí yo cruzándome de brazos. La consola no me había impresionado demasiado. No me importaban en absoluto los bytes de memoria que tenía ni la clase de tarjeta gráfica que llevaba instalada ni lo difícil que era conseguirla.

– ¿Lo ves? ¿Por qué lo haces? -Alex se levantó del suelo con fluidez-. Ahora estás cabreada.

James levantó la vista.

– ¿Por qué está cabreada?

– Porque no le hacemos caso -le dijo Alex.

– ¿Eh? -James parecía genuinamente sorprendido-. No es verdad.

– Sí, capullo -Alex intentó tomarme en sus brazos, treta a la que me resistí pero sin éxito-. No le estamos haciendo caso a nuestra Anne y se ha cabreado. Lo que quiero saber es por qué te ibas a ir así en vez de pedirnos que moviéramos nuestros traseros perezosos e inmaduros del suelo y te lleváramos a cenar y al cine.

Estaba llorosa y de mal humor por el síndrome premenstrual. Intenté zafarme de él, porque prefería seguir de morros, pero sus manos me aferraron la parte superior de los brazos con firmeza. Me puse rígida.

– Jamie, apaga la puta máquina y levántate. Anne quiere que la llevemos a cenar y al cine. No la estás tratando como la reina que es.

James se puso de pie precipitadamente.

– ¿Por qué no lo has dicho antes, nena? Lo habríamos dejado.

Conseguí poner los ojos en blanco.

– Olvidadlo. No hace falta que me traten como a una reina.

– Sí que hace falta.

– Alex -dije menos cabreada y más exasperada-. No soy una reina.

– Sí que lo eres -respondió él, estrechándome contra su pecho-. Una reina. ¿No tengo razón, Jamie?

James sonrió de oreja a oreja y se colocó a mi espalda, abrazándome por detrás.

– Sí.

– Una diosa.

Los dos se pegaron más a mí, aplastándome como un sándwich.

– La luz de nuestras vidas -dijo Alex-. El aliento de nuestros pulmones. La mostaza de nuestros perritos calientes.

– Como se te ocurra decir el viento bajo vuestras alas te doy un puñetazo.

– ¿Lo ves? -dijo Alex-. A eso me refería. ¿Por qué no dices cosas así más a menudo?

Costaba concentrarse cuando James me lamía la nuca y Alex me estaba separando las piernas con el muslo.

– ¿Qué? ¿Que te voy a dar un puñetazo?

– Si es lo que te apetece pues sí. De verdad, a mí me dan ganas a veces de darle uno bueno a nuestro querido Jamie, sobre todo cuando se tira pedos debajo de las mantas y finge que no ha sido él.

– Eh -se quejó James-. Que te den por culo, cabrón. Vete a dormir a tu propia cama.

Alex se pegó aún más a mí y me mordisqueó la mandíbula.

– Es que en mi cama no está Anne.

Entre los dos se me olvidó el enfado por lo de la consola, pero no estaba dispuesta a dejar el asunto tan pronto.

– Estoy harta de los dos.

Alex se apartó un poco y me miró.

– ¿Lo ves? ¿No te sientes mejor? Dilo otra vez.

James resopló a mi espalda. Alex alargó una mano y le dio un golpecito.

– Cállate -me miró de nuevo-. Venga. Dilo otra vez.

– Estoy harta de los dos -esperé un segundo. Ninguno parecía muy preocupado. Lo intenté de nuevo-. Y si vuelvo a entrar en el cuarto de baño a hacer pis en mitad de la noche y me encuentro la tapa levantada os juro que gritaré.

La boca de Alex dibujó una sonrisa traviesa.

– ¿Lo ves? ¿No te sientes mejor?

Me sentía mejor. James me rodeó con sus brazos y apoyó la barbilla en mi hombro. Yo me recliné sobre él y dejé que aguantara mi peso.

– ¿De verdad estás harta de nosotros? -me preguntó.

– No me extraña, tío, no me extraña -dijo Alex. No parecía molesto, sólo resignado-. Los hombres somos unos cerdos.

Al final terminé riéndome.

– No sois tan malos.

James tiró de mí hasta que me di la vuelta hacia él.

– ¿Quieres salir a cenar y al cine? Te llevaremos a cenar y al cine. ¡Jeeves! ¡A la limusina!

– Esperad, esperad, no estoy lista… -protesté entre risas mientras James me hacía cosquillas.

– ¿Qué quieres decir con eso? A mí me pareces que estás perfecta -dijo James, mirándome de arriba abajo.

– Qué burro eres -dijo Alex-. ¿Es que no sabes nada de las mujeres?

– ¿Desde cuándo eres tú un experto?

Yo levanté las manos y posé una en el pecho de cada uno, apartándolos de mí.

– Caballeros. Ya basta. Necesito entrar diez minutos en el cuarto de baño. A solas -dije esto especialmente para Alex, que no tenía la misma idea de intimidad de cuarto de baño que yo-. Y espero que me llevéis a un buen restaurante, no a tomar una hamburguesa.

– Lo que desee la señora -dijo Alex dándome un beso en el dorso de la mano, un gesto tonto que consiguió que el corazón me diera un vuelco.

Más tarde, después de una cena exquisita y una buena película, entramos en casa dando tumbos por el pasillo, tocándonos, besándonos, tirando la ropa por cualquier parte. Dos hombres se esforzaban por complacerme, una y otra vez, y sus esfuerzos eran recompensados. Estaba tendida en la cama entre ambos cuando se inició el coro de ronquidos, mirando al techo y preguntándome cómo podía ser que Alex, que no me conocía, me conociera tan bien, y James, que debería conocerme mejor que nadie en el mundo, no me conociera.

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