Evelyn no había abandonado la fiesta, pese a mi educada sugerencia. La localicé en el rincón más alejado del jardín, hablando con James. No parecía muy contento. Después, su gesto indicaba que estaba enfadado. No podía oír lo que se estaban diciendo.
No me perdí los brindis. Le habían puesto a mi madre un collar hecho con las lengüetas de las latas y a mi padre un sombrero hecho con un plato de papel y tenedores de plástico clavados a lo largo del borde. La gente se reía y, uno a uno, amigos y familiares se levantaron, dijeron unas palabras y alzaron los vasos para honrar el logro de mis padres.
Todo me parecía una farsa. Nunca pensé que el de mis padres hubiera sido un matrimonio feliz. Puede que hubiera sido un matrimonio que les funcionara, que se moviera a duras penas fingiendo ser satisfactorio, ¿pero bueno? No, al menos no según lo que yo consideraba una relación buena.
Mi madre había tenido un amante. Dejó a mi padre por otro hombre. Saberlo me exoneraba, pero no hacía que me sintiera mejor. No lo había abandonado sólo a él. También nos había abandonado a nosotras. Me había dejado a mí para que me ocupara de él cuando debería haber estado en casa cuidando de sus hijas. Nos dejó, él se derrumbó y las cosas ya nunca volvieron a ser igual.
Sacudiendo la cabeza entre risas, mi madre se negó a levantarse para decir unas palabras. Mi padre no mostró tanta falsa modestia. Se levantó y alzó el vaso, contemplando a los invitados. No se produjo un silencio expectante, pero el murmullo de la conversación se redujo.
– Menudo día, ¿eh? Menudo día.
– ¡Y que lo digas, Bill!
– ¡Venga, Bill!
Algunos aplaudieron. Otros silbaron alegremente. Detrás de la carpa, Evelyn tenía los brazos cruzados y una expresión lúgubre y sombría en el rostro.
Mi padre empezó dando las gracias a todos por asistir y a mi madre por haber estado tantos años con él. James se acercó y me rodeó por detrás, la mejilla contra la mía. Yo me puse tensa, esperando a que dijera algo de su madre. No hizo tal cosa. Ella nos miraba con una evidente mueca de disgusto. Me enfureció su expresión. No era su día, pero, de alguna manera, trataba de que girara en torno a ella, como siempre.
– Y a mis hijas, Anne, Patricia, Mary y Claire -dijo mi padre-, por haber planeado esta fiesta para nosotros.
La gente nos buscó con la mirada. Patricia, rodeando a Sean por la cintura con un brazo, y sus hijos en torno a ella como satélites. Mary, lo bastante retirada de Betts. Claire, enfrascada en una charla con un tipo alto al que no reconocí. Y yo, mirando más allá de la incierta seguridad de los brazos de James.
Todos parecían estar esperando que ocurriera algo.
– Quieren que hables -me susurró James-. Venga.
– No -dije yo, pero él entrelazó sus dedos con los míos y me dio un cariñoso apretón que me dio fuerza.
– Hace seis meses -comencé-, a mi hermana Patricia se le ocurrió esta locura de preparar una fiesta de aniversario. De modo que si lo estáis pasando bien -se levantó un coro de vítores entre los asistentes- dadle las gracias a ella. Y si no lo estáis pasando bien… dadle las gracias también a ella.
La gente respondió con una carcajada y continué.
– Nos alegramos de que hayáis venido para celebrar con nosotros estos treinta años de matrimonio de Bill y Peggy. Ha habido algunos momentos buenos. Y otros no tan buenos.
Vacilé un momento con la garganta tensa por las lágrimas. James me apretó la mano de nuevo. Fue un suave gesto solamente, para decirme que estaba allí, a mi lado.
– Pero eso es lo que significa ser una familia. Momentos buenos y malos. Permanecer unidos. Compartir lo bueno y estar ahí para echar una mano cuando las cosas se ponen difíciles.
Me hubiera gustado ser más elocuente, pero, bajo la atenta mirada de todos, lo único que pude hacer fue desgranar un rosario de tópicos.
– Algunos conocéis a mis padres desde hace treinta años. Nos conocéis a mis hermanas y a mí desde que nacimos. A algunos os acabo de conocer, pero no importa. No os libráis de esta locura. Si estáis aquí, sois parte de la familia. Ya os podéis preparar para limpiar después de la fiesta.
Más carcajadas.
– Y sin más… quiero proponer un brindis por mis padres, Bill y Peggy. Por sus treinta años juntos -no tenía vaso que levantar, pero había más que suficientes en alto-. Por otros sesenta más.
– Muy bien -me susurró James y me besó.
Me estrechó entre sus brazos y yo le dejé que lo hiciera. No quería perderlo, nunca.
– Te quiero -le susurré contra el pecho.
James ahuecó la mano contra mi nuca y me acarició el pelo encrespado por la humedad.
– Yo también te quiero.
– James -la voz de Evelyn interrumpió el momento de intimidad.
James no me soltó.
– Sí, mamá.
– Nos vamos. Ya.
Él me mantuvo acurrucada entre sus brazos.
– Adiós. Gracias por venir.
– He dicho que nos vamos -repitió, como si no la hubiera oído.
– Ya te he oído -contestó James-. Adiós.
Parecía que había dado comienzo un segundo turno de comida a juzgar por cómo entraba la gente en la casa a picotear los brownies y las galletas que había preparado Patricia. Algunos invitados nos miraron con curiosidad al pasar, probablemente debido al tono empleado por Evelyn. No cedí a la tentación de responder. No estaba segura de que pudiera contenerme.
– ¿No vas a acompañarnos al coche?
James ni siquiera se volvió hacia ella.
– Creo que ya conocéis el camino.
Le di un ligero empujón.
– Si quieres…
Pero él negó con la cabeza.
– No, estoy bien aquí. Adiós, mamá. Ya te llamaré.
– ¿Te dejará ella que lo hagas? -le espetó ella con toda la malicia del mundo.
James se controló mejor de lo que lo habría hecho yo. Le respondió con silencio, que era la mejor manera de actuar con ella, he de admitir. Porque el silencio no le dejaba opción a contestar. Evelyn se giró sobre sus talones y se alejó. En cuanto desapareció, pude respirar aliviada.
James me dio una palmadita en la espalda.
– Podemos hablar de ello más tarde.
Me parecía que no me iba a apetecer hablar de ello nunca, pero sólo dije:
– De acuerdo.
– Iros a una habitación -comentó Claire, subiendo los escalones que conducían a la cubierta de madera. Se apoyó en la barandilla a nuestro lado-. Menudo par de exhibicionistas.
James le revolvió el pelo y ella se zafó con el ceño fruncido.
– Mira quién habla.
– No me van las demostraciones públicas de afecto -dijo Claire con aire pomposo-. Es vulgar.
Patricia asomó la cabeza desde el césped.
– ¿Sacamos la tarta?
– ¡Tarta! -exclamó Claire dando palmas-. Yo voto «sí».
– Yo también -dijo James.
Mary también apareció por allí.
– ¿Que se vota aquí?
– La tarta -expliqué yo.
– Yo le doy un rotundo «sí» -respondió-. Venga, Claire. Te ayudo.
– ¡Eh, obligar a trabajar a la futura mamá no está bien!
– Cómetelo -sugirió Mary.
– ¿El pastel? -exclamó Patricia-. ¡Ni se te ocurra!
– Ay, Dios mío -murmuré yo, apoyándome contra mi marido-. Esto es una casa de locos.
Mis hermanas entraron a buscar la tarta, una reproducción de la que sirvieron mis padres en su boda. La gente exclamó maravillada cuando la destapamos. En comparación con los elaborados ejemplares que había visto en las últimas bodas a las que había asistido, la suya era una tarta bastante sencilla de tres pisos con recubrimiento blanco y una pareja de novios de plástico en lo alto.
Mis hermanas acorralaron a mis padres y los obligaron a cortarla. Claire dio paso con Hit Me With Your Best Shot de su iPod, y estamparon un trozo en la cara del otro. Ver a mi padre chupándose los dedos recubiertos de nata y a mi madre ayudándolo a limpiarse con una servilleta me hizo comprender algo.
Se amaban de verdad. Independientemente de lo que hubiera sucedido en el pasado, seguían queriéndose. Habían tomado sus decisiones y llevaban treinta años. No necesitaban que nadie les echara una mano. Podían hacerlo todo ellos solos.
La fiesta fue bajando el ritmo cuando el sol se puso. Nos despedimos y guardamos los restos de comida en los recipientes de poliuretano que nos había proporcionado la agencia del catering. Pagamos las facturas y ayudamos a desmontar la carpa. Era ya de noche cuando terminamos de recoger y la gente se marchó a casa.
– La lluvia nos ha respetado -dijo James, abriendo una de las botellas de cerveza que habían quedado. Bebió un largo trago mirando hacia el lago-. Menuda fiesta, Anne. Lo has hecho muy bien.
Me derrumbé con un gemido de cansancio en el columpio.
– No he sido sólo yo. Y tú también has contribuido. Gracias.
Se dejó caer a mi lado y nos mecimos. Se terminó la cerveza y me rodeó los hombros con un brazo, invitándome a que apoyara la cabeza contra él. Era una noche sin estrellas, ocultas tras las nubes que habían presagiado lluvia durante todo el día, pero no habían llegado a descargar. Hacía bochorno, pese a que de vez en cuando corría una brisa fresca que me provocaba escalofríos.
Bostezó.
– Creo que mañana dormiré hasta el mediodía.
Jugueteé con los botones de su camisa. No era rosa. El tejido era un poco rugoso.
– Suena bien.
Sus dedos ascendieron por mi nuca y me masajeó el cuero cabelludo por debajo del pelo. Era una sensación muy agradable. Comprendía perfectamente por qué los gatos ronroneaban cuando los acariciaban.
– Así que mi madre y tú habéis tenido un encontronazo.
– Entré a nuestra habitación y me la encontré leyendo mi agenda, James.
Siguió masajeándome el cuero cabelludo llegando hasta la nuca, disolviendo la tensión.
– Me ha contado que le dijiste que ya no era bienvenida en nuestra casa y que tenía que marcharse.
– Sí… lo hice. Cuando empezó a negarme que hubiera estado cotilleando en mis cosas e insultó a mi familia.
James soltó un profundo suspiro.
– Anne, ya conoces a mi madre.
– Conozco a tu madre, sí -levanté la cara hacia él-. Y espero que no intentes defenderla.
James hizo una pausa antes de decir:
– No, supongo que no.
– Me alegro. Porque, a partir de ahora, tu madre es cosa tuya.
Una pequeña sonrisa brotó de los labios de James.
– Como si no lo fuera antes.
– Quiero decir que no es asunto mío. Que no voy a sonreír como si fuera el muñeco de un ventrílocuo cuando me altere los nervios.
– Nadie te dijo que tuvieras que hacerlo, cariño -dijo él, masajeándome también los hombros.
– Me alegro. Porque no voy a volver a hacerlo.
– Mi madre sólo quiere gustarte, nada más.
Yo me puse rígida.
– ¿Es eso lo que te ha dicho?
Él se encogió de hombros.
– Sí.
Yo solté una carcajada.
– Ya, claro. Por eso ha sido tan abierta y considerada conmigo todos estos años. Por eso me ha acogido con los brazos abiertos.
– Cree que no te gusta, eso es todo.
– Lo sabe desde hoy porque no me gustó que invadiera mi intimidad y la eché de casa James.
– ¿Estás segura de que no…?
– ¿Qué? ¿Se tropezó y se cayó encima de mi diario? Y ya de paso lo hojeó y leyó lo que ponía, ¿no?
– Yo no he dicho eso -apartó el brazo y se recostó en el columpio. Seguíamos meciéndonos y puse el pie en el suelo para detener el vaivén.
– Supongo que a ti no te parece tan grave como a mí.
La expresión de su rostro me lo confirmó.
– Supongo que no. No era más que un calendario, ¿no?
Me levanté del columpio con brusquedad.
– No era sólo un calendario. Era donde yo apunto los acontecimientos y las cosas importantes que me suceden. Retazos de pensamiento. Era algo personal, privado. Si quisiera que lo leyera todo el mundo, lo pondría en la mesa de centro.
Era obvio que seguía sin entender por qué estaba tan enfadada. Me apoyé las manos en las caderas. Él siguió balanceando el columpio, llevando el borde peligrosamente cerca de mis espinillas, pero sin llegar a darme.
– Lo había escrito todo en esa agenda, James.
Tardó un segundo en comprender. Entonces detuvo el columpio.
– Todo -dijo.
– Sí. Todo. Sobre tú y yo y… y Alex.
– Mierda.
– Sí, mierda. Tiene gracia cómo de repente sí es grave cuando se trata de ti, ¿no crees?
– ¡Eso no es justo, Anne!
Parecía enfadado, y decidí aguijonearlo un poco más.
– Puede que no sea justo, pero es la verdad, ¿no? Hace un rato no te parecía grave que tu madre hubiera leído lo que yo había escrito sobre una pelea con mi hermana o cuánto bebe mi padre o cuándo tuve la última regla o cuánto me costaron unas sandalias. Tiene todo el derecho a leer esas cosas. Pero cuando se trata de ti y de tu romance…
James se levantó entonces con actitud amenazadora.
– El romance no lo tuve sólo yo.
– Tienes razón. Pero supongo que la diferencia radica en que a mí no me importa en realidad si alguien se entera de que le hice una mamada a Alex Kennedy, y a ti sí.
Creo que él se quedó más sorprendido que yo cuando me agarró con brusquedad. Lo había provocado. A James no le gustaba pensar en sí mismo como un hombre que se dejara presionar.
– Y no fue un romance -dijo, clavándome los dedos en la parte superior de los brazos-. ¿Verdad que no?
– Dímelo tú -contesté yo en voz baja.
– Si tienes algo que decir, será mejor que lo digas.
– Me contó lo que ocurrió de verdad la noche que te hiciste la cicatriz -lo acicateé yo. Él cerró el puño en torno a mi mano, aplastándome los dedos.
– Ya te conté lo que ocurrió.
– Al parecer omitiste unas cuantas cosas.
James me estrechó contra su cuerpo hasta el extremo de que tuve que echar la cara hacia atrás para poder mirarlo.
– ¿Qué te contó?
– Me contó que te enfadaste cuando te habló del tío al que se estaba tirando.
– ¡Y es verdad!
– ¿Por qué? -pregunté yo con un tono más suave y menos acusador de lo esperado.
Ambos teníamos la respiración agitada y la rabia de los dos se mezcló dando lugar a una tensión de otra clase. Una que conocíamos bien. Casi nunca nos peleábamos, pero sí follábamos mucho.
– Me sorprendió.
– ¿De verdad te sorprendió? Era tu mejor amigo. Os conocíais desde hacía mucho tiempo. ¿De verdad fue una sorpresa? -pregunté yo, deslizando mis manos hacia arriba por su torso hasta llegar a los hombros-. ¿O te decepcionó que no ser tú ese hombre?
James soltó una trémula bocanada de aire por la boca.
– Joder. Anne, vaya pregunta.
Yo esperé pacientemente a que me diera una respuesta.
– Él salía con chicas. Joder, Alex se lo hacía con muchas más tías que yo. Ya se acostaba con las chicas de último curso cuando nosotros estábamos en segundo.
– Entonces estabas celoso.
– Sí, un poco. Conseguía a todas las chicas que quería.
Sonreí.
– No me sorprende.
James hizo una mueca.
Aún no había respondido a mi pregunta.
– No te enfadaste por eso.
– Claro que no.
– Pero sí te enfadaste cuando te dijo que se acostaba con un hombre.
– Me lo dijo de repente. ¿Qué se suponía que tenía que hacer yo?
Yo me encogí de hombros.
– ¿Comprenderlo? Era tu mejor amigo.
– Ni siquiera sabía que le gustaban los tíos -dijo James-. Estábamos borrachos. Lo mismo se nos fue un poco de las manos.
Puse la mano sobre su cicatriz.
– O un mucho.
Durante un momento el mundo giró y nosotros con él. Me besó con mucha ternura y me abrazó, estrechándome contra él. Yo lo rodeé con los brazos y posé la mejilla en su pecho. Debajo de la cicatriz, su corazón latía con ritmo constante.
– Lo siento -dijo-. No imaginé que terminaría así.
– Ya lo sé.
Permanecimos abrazados meciéndonos con la música del viento y el agua. James hundió la nariz en mi pelo y mi mejilla. Me abrí a su beso con sabor a cerveza.
Pero entonces le puse la mano en el mentón para que se detuviera y lo miré a los ojos.
– No quiero a Alex de la forma que te quiero a ti, James.
Él me sonrió como si acabara de hacerle un regalo. Me había estado conduciendo discretamente hacia la puerta de la cocina mientras hablábamos y en ese momento mis talones chocaron con el marco, pero no me tropecé. El pequeño escalón me dejó a una altura en la que no me hacía falta levantar la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Bajó las manos y las ahuecó contra mis nalgas para estrecharme contra sí. Le rodeé el cuello con los brazos, él me tomó en los suyos y me llevó por el pasillo hasta nuestra habitación entre risueñas protestas por mi parte. A oscuras costaba ver por dónde íbamos y estiré el brazo para encender la luz de la habitación al entrar.
Caímos sobre la cama en una maraña de extremidades y almohadas. La sensación de su cuerpo sobre el mío me pareció diferente. Más pesado y sólido. Me pareció que era real, por fin. Por primera vez desde que recordaba, no me sentía como si fuera a desvanecerse de un momento a otro.
James me miró.
– Todo va a salir bien, ya lo verás.
Tiré de su boca hacia mí y lo besé con creciente ardor. Me robaba el aliento y me lo devolvía a continuación. Nuestros labios se fundieron en un impetuoso encuentro, nuestras lenguas se entrelazaron. Metió una mano en mi pelo y tiró de mi cabeza hacia atrás mientras que su otra mano se posaba en la parte baja de mi espalda, instándome a que levantara las caderas hacia él, y apretó su erección contra mi vientre.
– ¿Lo notas? ¿Notas cómo me pongo duro? -me susurró contra los labios mientras se restregaba contra mi entrepierna-. Tú me pones así, nena.
Metí las manos por debajo de su camiseta y las introduje bajo la cinturilla de los pantalones cortos, palpando los hoyuelos que se le hacían en la base de la espina dorsal. Se los acaricié un poco y acto seguido comencé a descender por la elevación de sus nalgas.
– Quítatelos.
Metió las manos entre nuestros cuerpos para desabrocharse el botón y bajarse la cremallera, y entre los dos deslizamos la prenda a lo largo de sus piernas. Llevaba sus calzoncillos favoritos, tirantes en ese momento a causa del abultamiento de su pene erecto bajo la tela. Noté su calor cuando se colocó nuevamente encima de mí.
Pasé las manos por encima de la tela que cubría su trasero, enganché los dedos en la cinturilla clástica y tiré hacia abajo. Él me besó con más ímpetu, apretándome contra las almohadas mientras alzaba las caderas para que pudiera desnudarlo. Nos retorcíamos como posesos intentando quitarnos la ropa sin dejar de besarnos más que lo justo para sacarnos las camisetas por la cabeza.
Desnudos al fin, James volvió a cubrirme con su cuerpo, frotando sus piernas velludas contra la suave piel de las mías, y haciéndome cosquillas con la mata de vello más consistente que le nacía en la parte baja del vientre. Mis pezones estaban tan duros que podrían cortar cristal. Cuando se deslizó a lo largo de mi cuerpo para meterse uno en la boca, gemí y me arqueé.
– Me encanta el ruido que haces cuando te hago eso -dijo James, descendiendo más al tiempo que me arrancaba otro gemido cuando me mordisqueó la cadera-. Y esto.
Se detuvo entre mis piernas y me miró. Yo le acaricié el pelo. Sus ojos resplandecían a la luz de la lámpara de la mesilla. Esa noche tenían un tono especialmente azul, intensificado por el rubor de sus mejillas y el color oscuro de sus cejas.
– ¿Qué piensas? -me preguntó, una pregunta que no era muy típica de los hombres. Ni de James.
– Lo azules que tienes los ojos -respondí yo, acariciándole los arcos que formaban sus cejas oscuras.
– Me alegro -dijo él, plantándome un beso en el ombligo.
Bajé la mano y la posé en su mejilla. Tenía la piel caliente. Los dos estábamos sudando.
– ¿Qué pensabas que iba a decir?
– Pensaba que lo mismo estabas pensando en él.
– Oh, James -podría haber dicho algo amable, pero opté por ser sincera-. Esta vez no.
James cerró los ojos y posó los labios en la curva que formaba mi estómago, las manos debajo de mis muslos. Soltó el aliento, humedeciéndome la piel. Entonces me besó con suma ternura. Y otra vez. Un sendero de pequeños y etéreos besos que sirvieron para excitarme aún más. Descendió un poco más.
Cuando empezamos a acostarnos, solía conformarme con tenderme de espaldas y dejar que me hiciera lo que quisiera… aunque no lo hiciera bien. Había tenido que pedirme que le indicara qué era lo que me gustaba que hiciera, dónde y cómo, si quería que me acariciara enérgicamente o con más suavidad, que le explicara el patrón de ritmos a los que mi cuerpo respondía mejor.
Ahora podía tumbarme mientras James hacía lo que le apetecía sin que yo tuviera que mostrarle cómo me gustaba que me tocara. Habíamos madurado juntos. Habíamos aprendido la manera de complacernos mutuamente.
Sin embargo, cuando acercó la boca a mi clítoris y me lamió, percibí las diferencias que se habían forjado durante los últimos meses. Mi cuerpo ya no se sobresaltaba como antes. Había cambiado, pero también él había cambiado. Los dos habíamos aprendido cosas nuevas.
Introdujo un dedo en mi interior y presionó en sentido ascendente mientras me chupaba. El placer despertó dentro de mí como si fuera una corriente eléctrica. James cambió de postura, colocándose de lado para que pudiera ver cómo se acariciaba el miembro con el mismo ritmo que imprimía a su lengua.
Verlo me hizo desear acariciarlo. Saborearlo. Deseaba llenarlo y sentirme llena. Susurré su nombre y él levantó la vista. Tiré de él hacia mi boca para que pudiéramos besarnos. Su pene yacía a lo largo de mi pierna, pero eso no era bastante cerca para mí. Quería tenerlo en mi mano, en mi boca, en mi sexo, entre mis senos.
Lo empujé por el hombro para que se sentara de espaldas. Ya no me satisfacía esperar tumbada a que James hiciera conmigo lo que quisiera. Quería más. Lo quería todo. Lo quería a él, por completo, con una súbita desesperación que comprendía, pero en la que no quería pararme a reflexionar en aquel momento.
A horcajadas sobre sus muslos, tomé su pene erecto entre las dos manos y lo acaricié arriba y abajo. James elevó un poco las caderas, sin importarle que yo estuviera encima. Arqueó la espalda y estiró los brazos hacia atrás para agarrarse a los barrotes del cabecero.
Habíamos hechos cosas que no podríamos mencionar delante de la gente, pero nunca nos habíamos aventurado en el mundo de los juegos de dominación y sumisión. No tenía un pañuelo en el cajón para taparle los ojos, ni esposas para atarlo. Lo único que tenía era el poder de mis palabras y su disposición a obedecer.
– No te sueltes del cabecero -le ordené-. No hasta que yo te diga que puedes hacerlo.
James soltó los dedos, pero se sujetó con fuerza inmediatamente.
– ¿Es eso lo que quieres?
– Es lo que quiero.
Solté su pene y deslicé las manos por su pecho hasta llegar a los pezones, pellizcándolos suavemente. Me encantaba la forma en que se tensaba bajo mis dedos. También me encantaba la forma en que su pene se bamboleaba contra mi estómago cuando me inclinaba hacia delante.
– No podré tocarte -se quejó James.
Yo lo miré.
– Cuando quiera que me toques, te lo haré saber -le ordené, pero sin amenazarlo. No me había convertido en una dominatriz, pero necesitaba estar al mando de la relación sexual. Me había pasado los últimos meses disfrutando de las atenciones de dos bocas, dos pares de manos y dos pollas mientras me hacían todo lo que pudiera desear. Había tomado el placer como si fuera un derecho, me había atiborrado de placer hasta saciarme. Y ahora necesitaba ser yo que la que llevara la voz de mando.
– Suéltate el pelo -me susurró-. Quiero sentirlo sobre mi piel.
Liberé la masa de rizos que amaba y odiaba a partes iguales. El pelo cayó sobre mis hombros, indómito. Agité un poco la cabeza y metí los dedos entre los mechones.
– Tienes un aspecto muy bravo cuando haces eso. Como si sólo te faltara la lanza.
– ¿Ah, sí? -dije yo, mirándome en el espejo que había al otro lado de la habitación, pero el ángulo no era el correcto y no me veía bien.
– Sí, pareces una guerrera.
Jamás en la vida me había sentido como una guerrera. Introduje nuevamente los dedos entre los rizos y me deshice algún enredo.
– ¿Te pone cachondo… esto?
Él elevó los muslos hacia arriba.
– ¿A ti qué te parece?
Bajé la vista hacia su pene erecto. Lo tomé en mi mano y lo acaricié un poco hacia abajo. James contuvo el aliento.
– ¿Quieres que vaya a por mi lanza? -murmuré, acariciándolo.
Me gustaba oírlo reír. Que nos divirtiéramos en vez de discutir, o estar tan enfrascados en el placer físico que los dos sabíamos podíamos proporcionarnos mutuamente que se nos olvidara lo importante que era estar conectados mentalmente también.
– Si quieres.
– Creo que la tengo en la tintorería -respondí yo, acariciándolo arriba y abajo. Su pene se puso más duro aún. Increíblemente duro.
– ¿Puedo soltarme ya del cabecero?
Yo levante la vista v lo miré.
– No.
Quería tomarme mi tiempo en reaprender su cuerpo, en grabarlo en la memoria de mis manos, mi boca o mi entrepierna. Quería que reemplazara los recuerdos de cualquier otra persona y cualquier otra cosa que no fuera él. Mi intención no era torturarlo, pero no negaré que encontré cierta satisfacción en escuchar sus jadeos cuando me lo metía en la boca o trazaba el perfil de su cuerpo con mis labios y mis manos.
Se portó muy bien. No soltó el cabecero, ni siquiera cuando lo llevaba al punto del orgasmo y suavizaba el ritmo. Una y otra vez. Ni siquiera cuando sus músculos estaban insoportablemente tensos y no dejaba de pronunciar imprecaciones por la forma en que lo acariciaba y lo chupaba, ni cuando lo solté e hice que mirara mientras me masturbaba.
Hasta que, al final, ya no pude soportarlo más. Aquello era una tortura tanto para él como para mí. Me había pasado horas llenando de él los recovecos de mis sentidos. Ya no quedaban más sombras entre nosotros.
– Tócame -le dije, y lo hizo.
Era antiguo y nuevo, conocido y extraño. Para mí, fue como si hubiéramos reinventado nuestro matrimonio sin obsesionarnos porque fuera perfecto.
Más tarde, refrescándonos con el aire que batía el ventilador de techo, despegué mi cuerpo del suyo y me tumbé de costado, mirándolo.
– No me canso de mirar tus ojos.
James bostezó, estropeando un poco el momento, puesto que cerró los ojos al hacerlo.
– Qué romántico.
– No es romántico, es verdad. Son increíbles. Espero que nuestros hijos tengan tus ojos.
Entonces me miró y extendió la mano para enrollar un rizo en un dedo.
– Y yo espero que tengan tu pelo.
– Pues yo no. Es un caos, imposible de domar. Y no estoy tan segura de que quiera tener una pandilla de guerreros correteando por la casa.
– Por lo menos el color -me dijo-. Una pandilla con las cabecitas del color del atardecer correteando por la casa.
– ¿Del color del atardecer? -aquello era muy tierno y me hizo sonreír. Volvió a bostezar
– Sí. Dorado y rojo, como un bonito atardecer.
– Entonces, todo decidido -dije yo, acurrucándome en la almohada y pasándole una pierna por encima de la suya-. Tendrán tus ojos y mi pelo.
– Y mi sentido de la estética.
Solté una carcajada.
– ¿Qué sentido de la estética?
– Oye -me recriminó aparentemente ofendido-. Que soy limpio y me visto bien.
– Sí -respondí yo, acariciándole con cariño la mejilla-. Es verdad.
Me besó los dedos.
– Una pandilla de pequeños mini-James correteando por la casa. Estoy impaciente.
Su alegría me conmovió.
– Jamie, tengo que contarte una cosa.
Ya se estaba quedando dormido, pero había llegado el momento de sincerarme y no podía posponerlo. Si de verdad quería que aquello fuera un nuevo comienzo, tenía que empezar por ahí. Tiré de la manta para taparnos y nos acurrucamos. Aguardaba a ver qué tenía que decirle y me entristeció su semblante receloso.
– He dejado de ponerme las inyecciones anticonceptivas.
– Ya lo sé.
Sacudí la cabeza.
– No. Quiero decir que las dejé hace sólo unas semanas.
– No comprendo -dijo él, frunciendo el ceño-. Creía que las dejaste…
– Lo sé. No te dije la verdad, y debería haberlo hecho. Dejé que creyeras que lo había hecho, porque habíamos hablado de ello, pero cuando fui a la revisión no pude. Y después llegó Alex y no te lo dije.
– ¿Dejaste que creyera que había posibilidades de que te quedaras embarazada?
No sabría decir si estaba furioso o dolido. O ambas cosas.
– Lo siento. No estaba preparada para tener un hijo.
– ¿Y por qué no me lo dijiste?
– Porque te veía tan entusiasmado con la idea que… -vacile antes de seguir-. No estaba preparada. No sabía si podía quedarme embarazada. Si no lo intentábamos, no podría fracasar.
James me puso una mano en la cadera y tiró de mí.
– Cariño, no habría sido un fracaso.
– Soy una idiota. Lo sé -conseguí decir con una sonrisa apagada.
– La doctora dijo que era muy posible que la intervención solucionara los obstáculos y que no deberías tener problemas para quedarte embarazada.
– Lo sé. Pero… hay más.
Así que se lo conté todo. Le conté lo de Michael. Lo del bebé que perdí años atrás y cuánto deseé que no sobreviviera para no tener que sentirme responsable, aunque no hice nada para que ocurriera.
Él me escuchó sin interrumpirme. Creía que iba a llorar, pero al final no hubo lágrimas. Había conseguido distanciarme de ello. Ya no me dolía.
También le conté lo que ocurrió con mi padre aquel día en el lago y que mi madre nos abandonó. Le dije que yo siempre me había sentido responsable de ellos, de hacer que todo funcionara. De arreglar las cosas. Le hablé de mi obsesión por mantener una superficie impoluta para que nadie hurgara y viera cómo eran nuestras vidas en realidad. Le conté que me ahogaba en mis pesadillas.
Y le conté lo mucho que me había esforzado en ser perfecta, aunque no supiera exactamente qué era ser perfecta.
Hablé durante un buen rato y él me escuchó. El ambiente había refrescado en la habitación a medida que la noche iba avanzando pero, los dos juntos dentro de nuestro cascarón, no sentíamos el frío.
– Lo siento -dije finalmente-. Me sentía como si te estuviera engañando y ya no quería seguir guardándomelo. Quiero que los dos seamos sinceros el uno con el otro siempre.
James me abrazó y me acarició el pelo. Estuvo sin decir nada durante un buen rato, y aunque su abrazo era firme y sólido, pensé que lo mismo le costaba expresar sus sentimientos. Pero cuando habló por fin no me pareció inseguro. No en vano era James, siempre seguro de sí mismo y de mí.
– No tienes que ser perfecta, Anne. Nunca esperé que lo fueras. No quiero que lo seas. Quiero que seas feliz, conmigo. Con nuestra vida, tal como es.
– Me da miedo ser feliz -le dije-. Porque me da miedo que desaparezca de repente.
– No voy a irme a ninguna parte -me dijo.
Y lo creí.
Ninguno de los dos tenía intención de levantarse temprano al día siguiente, pero nos despertó el teléfono. James gruñó y se tapó la cabeza con la almohada. Comprobé el identificador de llamadas: Patricia. Emití un gruñido y seguí el ejemplo de James.
Saltó el contestador en el teléfono de la cocina. Patricia no dejó mensaje. Estaba quedándome dormida de nuevo cuando volvió a sonar. Esta vez solté toda una cascada de imprecaciones y James se rió desde debajo de su escudo de algodón.
– Será mejor que tengas una buena razón -le gruñí al auricular.
– ¿Anne? -la voz trémula de Patricia al principio me molestó.
– Pats, es muy temprano. ¿Qué pasa?
– Es… -se desmoronó.
Me senté en la cama de inmediato.
– Pats, ¿qué ocurre? No te entiendo. Cálmate y dime qué ha pasado.
– Anne, es Sean -consiguió articular, con voz quejumbrosa-. Lo han detenido.