Capítulo 11

A la mañana siguiente encontré a Alex sentado a la mesa de la cocina con su portátil. Tenía el pelo revuelto, iba descalzo y desnudo de cintura para arriba. Sólo llevaba su pantalón de pijama de Hello Kitty. No lo había visto nunca con gafas. Le cambiaban el rostro. Lo convertían en un extraño. De alguna forma lo hacían más accesible.

– Tenemos que hablar.

Él levantó la vista y cerró el portátil.

– De acuerdo.

– James me lo ha contado todo.

No tenía intención de adornar aquella conversación por mantener la paz. Había cosas que era necesario dejar claras.

– ¿De veras? -Alex se cruzó de brazos y se reclinó en la silla.

– Sí.

Yo no soy de naturaleza agresiva, pero mi aspecto debía de resultar amenazador a pesar de ir en pijama y tener el pelo tan revuelto como él. Tal vez fuera la taza de café que blandía como si fuera un arma o la forma en que me erguía frente a él al lado de la mesa mientras él estaba sentado.

– ¿Qué te contó?

Alex era capaz de decir muchas cosas tan sólo con un leve movimiento de cejas o de labios.

– Lo de las normas que pactasteis.

Aguardó un segundo antes de responder.

– ¿Te lo contó el o le preguntaste tú?

– Un poco de las dos cosas.

Alex emitió un breve sonido. Bebí un sorbo de café. Su rostro me parecía desprovisto de expresión, no porque no comprendiera lo que estaba intentando decirle. Aunque tampoco podía decirse que estuviera diciendo nada en ese momento.

Me costaba sacar el tema a la fuerza, pero igual que ocurre con las tiritas, es mejor despegarlas de un tirón.

– Me dijo que estuvisteis hablando de lo que estaba permitido hacer y lo que no.

Maldito fuera. No me lo estaba poniendo nada fácil. No asintió con la cabeza siquiera.

– No me gusta -terminé con firmeza, aunque mis palabras sonaran lejanas.

Aquello hizo que reaccionara. Sus ojos destilaban un encanto desdeñoso y levantó una de las comisuras de sus labios. Se arrellanó todavía más en la silla sacudiendo un poco la cabeza para quitarse el pelo de la frente.

– ¿Qué es lo que no te gusta?

Agarré la taza con las dos manos y traté de que mi voz sonata neutra.

– Las normas que habéis pactado.

Me mantuve en mi sitio aun cuando Alex se puso en pie de un salto, como un gato. Me quitó la taza de las manos y la puso en la mesa. Yo no retrocedí, ni siquiera cuando se me acercó tanto que podía contar los pelos que le salían de cada uno de sus pezones.

– ¿Cuáles son las que no te gustan?

Él avanzó y yo retrocedí, muy despacio, como ondas en el agua. Nos detuvimos cuando mi espalda chocó con la pared que había entre el banco situado bajo la ventana y la puerta de la terraza.

El corazón empezó a martillearme en el pecho y el latido reverberó en mis muñecas, pero también en lugares extraños como las corvas o detrás de las orejas. Los lugares en los que me ponía perfume, cuando me lo ponía. Lugares en los que me gustaría que me besaran.

Alex puso una mano en la pared junto a mi cabeza.

– Dime una cosa, Anne. ¿No te gustan las normas o el hecho de que no las impusieras tú?

Inspiré en un intento de estabilizar mi voz.

– Las pactasteis entre los dos sin tener en cuenta mi opinión.

Alex tenía la mirada clavada en mí. El peso me embargaba, pero no levanté la vista hacia él. Su piel expedía calor, pero a mí me puso la carne de gallina.

– Tienes razón -murmuró. No me pareció que estuviera siendo zalamero, ni condescendiente, pero tampoco totalmente sincero-. Deberíamos haberte pedido opinión. Así que dime. ¿Qué te parece?

Estaba esperando a que lo mirara, pero yo aparté la vista. Zonas soleadas y otras en sombra cubrían la cubierta de madera de la terraza. La brisa mecía el espantalobos que Patricia me había hecho con cubiertos que ya no usaba. Vi cómo se movía, pero no podía oír su tintineo.

Al ver que tardaba en responder, acercó una mano a mi hombro mientras detenía la otra en la pared al lado de mi cadera. Estaba enjaulada entre sus brazos.

– ¿Te parece bien que te bese?

Yo tragué con dificultad porque tenía la boca seca. No pareció importarle que no respondiera. Su aliento me revolvió un mechón de pelo.

– ¿Te parece bien que te toque?

Pero no me estaba tocando el muy cabrón, aunque todo mi cuerpo estaba en tensión esperando que lo hiciera. A poco que me moviera en cualquier dirección, su piel y la mía se habrían rozado, pero me había quedado helada. El pulso me latía entre las piernas. No llevaba nada debajo de los pantalones de pijama, de modo que cada pequeño movimiento, cada aliento que tomaba, hacía que el tejido se frotara contra mi piel.

– ¿Te parece bien que ponga mi boca en tu coño?

Mi clítoris dio un respingo. Recordé la sensación de su lengua, sus labios contra mi carne mientras me metía un dedo en la vagina. Entreabrí los labios y se me escapó un suspiro. Podría haber inclinado un milímetro la cabeza y haberle besado el torso, podría haberlo chupado sin esfuerzo. Me sentía vibrar por dentro, pero mi cuerpo estaba inmóvil.

– Anne -me susurró, bajando la cabeza para hablarme al oído-. ¿Te parece bien que te folle?

Yo levanté bruscamente la cabeza al oírlo.

– Sabes que no. Es a lo único que James se negó.

Entonces me tocó. Dios mío, qué maravilla sentir su mano en mi sexo ejerciendo la presión justa.

– Menos mal que se pueden hacer muchas otras cosas además de follar.

Creo que pronuncié su nombre, pero puede que sólo fuera un gemido. Fuera lo que fuera, ahogó el sonido con el beso que me dio. Le rodeé el cuello con los brazos. Él me aplastó contra la pared, todos y cada uno de los puntos de su cuerpo presionando todos y cada uno de los puntos del mío. Despegó la boca de la mía y me acarició el cuello y el hombro. Sus manos exploraban mi cuerpo, masajeando y estrujando, rodeándose la cintura con mi pierna, aferrándose a mi trasero.

¿Es adulterio cuando no es secreto? ¿Cuando hay normas? ¿Se puede ser infiel a alguien que ha dado su consentimiento?

Alex descendió por mi cuerpo con la boca al tiempo que me bajaba los pantalones del pijama. Me desnudó y me separó las piernas. Entonces se arrodilló delante de mí y colocó la cara entre mis muslos.

Me tapé la boca para silenciar un gemido cuando me besó allí, cuando me lamió el clítoris y me obligó a separar más las piernas para ponerse más cómodo. Sentí el frescor de la pared lisa contra mi espalda.

Los orgasmos son como los copos de nieve, no hay dos iguales. El primero fue como una turbulencia que me recorrió las piernas, estremeciéndolas y haciendo que arrugara los dedos de los pies. Enredé los dedos en su pelo, abundante y suave. Lo observé aprender de memoria la forma de mi sexo con su boca, abrir los ojos y levantarlos hacia mí. Sonrió y yo me corrí nuevamente, en forma de lentos y ondulantes estallidos de placer

Saboreé mis propios fluidos en su boca cuando me besó. Mi sabor unido al suyo. Su lengua acarició la mía igual que me había acariciado el clítoris. Se separó de repente, con la respiración agitada, igual que la mía.

Su pene exigía atención y, con el cuerpo aún débil tras el clímax que acababa de experimentar, estaba descosa de devolver el favor. Lo restregué un poco por encima del pijama. Me gustaba cómo se estremecía a mi contacto, cómo se apoyó en la pared como si le hiciera falta sujetarse.

– Joder, qué boca más maravillosa tienes.

No sabría describir lo liberador que fue para mí ponerme de rodillas delante de él. No había bagaje emocional que valiera. No estaba pensando en la hipoteca, la colada o en nuestra última discusión. No tenía que pensar más que en la sensación que proporcionaba acariciarlo, en su sabor cuando abrí la boca para metérmelo dentro. Sólo anhelo, y me abandoné a él cuando empecé a chupársela.

Me esforcé por hacerlo lo mejor que sabía. Se corrió con un grito antes de que me hubiera empezado a doler la mandíbula, y la rapidez me sorprendió y complació al mismo tiempo. Me lo tragué todo sintiendo cómo palpitaban sus testículos en mi mano. Entonces me levanté.

James me habría besado y abrazado, habríamos compartido un momento íntimo, pero Alex y yo no pretendimos tocarnos cuando terminamos. No habíamos quebrantado ninguna norma. Sin embargo, seguía teniendo la impresión de que habíamos hecho algo ilícito, lo que, por otra parte, era, probablemente, uno de los motivos que lo hacían tan excitante. No éramos unos absolutos desconocidos, pero tampoco nos conocíamos. Me preguntaba si Alex querría conocerme en ese momento, o si era cierto que eran sólo las mujeres las que no dejaban de dar vueltas a las cosas.

– Lo lamento -dijo Alex para mi sorpresa-. No sabía que James no te lo había dicho. Pensé que lo sabías.

Aquella información no me sentó mucho mejor que enterarme de que lo habían tramado entre los dos sin contar conmigo.

– No estoy segura de que me alegre haberme enterado. A nadie le gusta comprobar que la persona a la que amas te ha mentido.

– A Jamie nunca se le dieron bien las mentiras -dijo Alex sonriendo de oreja a oreja-. No es un canalla como yo.

Yo le sonreí un poco.

– Puede que no, pero tampoco es tan bueno como se cree que es.

En mis palabras sonó un regusto más amargo de lo que había pretendido. Alex pareció confuso.

– Tampoco sabía que habíais mantenido el contacto después de nuestra boda. Tenía entendido que no habíais vuelto a hablar desde aquella pelea cuando James estaba en la universidad.

– ¿También te ha contado lo de la pelea?

– Sí. También me lo ha contado.

– Y te sientes…

No tuve oportunidad de averiguar qué se suponía que sentía yo, porque en ese momento sonó como si alguien estuviera intentando abrir la puerta trasera. Creo que los dos pegamos un brinco. Ambos nos movimos atropelladamente en busca de nuestras ropas y nos separamos como cuando tratas de unir dos imanes por el lado del mismo signo.

Probablemente no estuviéramos lo bastante separados, pero la puerta se abrió y Claire se precipitó dando tumbos con un montón de bolsas en los brazos. La puerta rebotó contra la pared y ya se le empezaba a cerrar encima cuando Alex se estiró para sujetarla.

– Gracias, guapo -dijo mi hermana automáticamente, sin mirarlo siquiera. En ella el flirteo era algo natural-. ¿Puedes echarme una mano?

Alex la ayudó tomando con una mano las bolsas que Claire llevaba repartidas en las dos.

– ¿Dónde las pongo?

– Bonitos pectorales -dijo Claire con picardía-. Supongo que encima de la isla. Oye, Anne, ¿tienes por ahí un ginger ale?

Alex dejó las bolsas mientras yo le hacía un gesto a mi hermana en dirección a un armario.

– En la despensa.

– Gracias -respondió ella abriendo la puerta para servirse uno.

Alex y yo intercambiamos una mirada medio de alivio, medio de diversión. Seguía teniendo el pelo revuelto, pero ahora sabía que yo había contribuido a ello con mis propios dedos. Su boca seguía húmeda de mis besos.

– Madre mía, huele a burritos mexicanos -Claire arrugó la nariz y levantó la lengüeta de la lata. Nos miró alternativamente.

Alex y yo dejamos de mirarnos. Alex abrió nuevamente el ordenador. Yo me puse a vaciar las bolsas. Claire había traído montones de globos y bobinas de cinta, así como varias cajas con utensilios de plástico que parecían de metal.

Bebió un sorbo.

– Los he comprado en el almacén de artículos de fiesta. Parecen cubiertos de verdad.

Alex agarró el portátil.

– Os dejaré a solas para no molestar.

– No hace falta que te vayas por mí -le dijo Claire, mirándonos alternativamente una vez más-. Por mí no te preocupes.

– No me preocupo, preciosa -dijo Alex con una sonrisa descarada y un guiño-. Pero tengo que darme una ducha y ponerme en camino. Tengo una cita de trabajo.

– Oooh, qué excitante -respondió ella, siguiendo con el flirteo.

Los dos se echaron a reír. Yo tardé unos segundos en unirme a sus risas, como una banda sonora desacompasada. Alex pasó por detrás de mí sin rozarme apenas y desapareció por el pasillo en dirección a su habitación. Claire esperó hasta que hubo cerrado la puerta para volverse hacia mí.

– ¿Sabe James que te estás follando al que se supone que es su mejor amigo?

Arrugue las bolsas de plástico para meterlas en el dispensador que tenía debajo del fregadero. No trataba de ignorar a mi hermana. Simplemente le estaba respondiendo con silencio.

– ¡Anne! -exclamó Claire, escandalizada, toda una hazaña.

– No me lo estoy follando -contesté yo. Y era cierto, técnicamente hablando.

– Estás haciendo algo con él. Conozco esa cara. Es la cara de alguien que acaba de follar. Tienes BCP.

– ¿Que? -pregunté, volviéndome hacia ella.

– Boca come-pollas -explicó mi hermana-. Joder, Anne. Le has hecho una mamada, ¿a que sí?

– Claire… -suspiré y me obligué a no tocarme la cara y el pelo o a estirarme la ropa, lo que era prueba de sentimiento de culpabilidad, lo que no era el caso-. No es asunto tuyo.

– ¡Cómo que no!

Oímos el ruido de puertas que se abrían y cerraban en algún lugar de la casa, y el lejano siseo del agua. La miré. Tenía ojeras, algo que le proporcionaba un aspecto muy gótico, si no fuera porque me daba la impresión de que no era obra del maquillaje.

Pensé en su extraño comportamiento de los últimos días.

– ¿Estás bien?

Bebió un sorbo y evitó mirarme.

– Sí.

– Pues no lo parece.

– ¿Ya estamos con ese sentido arácnido tuyo? -se burló ella, pero me pareció forzado.

– Prerrogativa de hermana mayor.

Claire sonrió, pero me miró poniendo los ojos en blanco.

– Vale, sí. Como quieras.

– Ven aquí. Siéntate -la sujeté del codo y la obligué a sentarse en el banco que rodeaba la mesa. Yo me senté a su lado y le puse una mano en el hombro-. ¿Te has metido en algún lío?

El término «lío» comprendía un campo muy amplio.

Pero cuando tardó en responder, resultó obvio el tipo de lío en el que se encontraba. Le acaricié el hombro suavemente con el corazón en un puño.

– ¿Claire?

Cuando tuvo las lágrimas bajo control, tomó una servilleta de papel y se limpió de las mejillas los surcos de máscara de pestañas. Inspiró profundamente un par de veces y expulsó el aire por la boca. Se quedó mirando al techo un momento, con los labios temblorosos.

Yo aguardé. Tomó aire profundamente unas cuantas veces más y volvió a limpiarse los ojos. Entonces me miró.

– Estoy embarazada.

– Oh, Claire -le dije, sin saber qué otra cosa decir.

– ¡Lo sabía! -gritó, empezando a llorar otra vez. Las lágrimas le ahogaban los ojos azules y le derretían el lápiz de ojos negro-. ¡Sabía que te decepcionaría!

Yo no estaba decepcionada. ¿Cómo iba a estar decepcionada? Sacudí la cabeza al tiempo que contestaba:

– Yo no estoy…

– No quería contártelo porque sabía que pensarías que soy estúpida -me interrumpió, tapándose el rostro con las manos-. No fui una estúpida, Anne. Fue un accidente. Estaba tomando antibióticos por una infección de orina y el condón se rompió…

– Ya está, Claire, shh. No creo que seas estúpida.

Enterró el rostro en los brazos y se abandonó al llanto. Los sollozos hacían que le temblaran los hombros, y la mesa por extensión. Se los rodeé con un brazo sin decir nada. Dejé que llorara.

Claire nunca había sido llorona, ni siquiera cuando sólo era un bebé. Patricia había sido la sensible. Yo la estoica, la que no lloraba ni siquiera cuando tenía ganas, pero Claire siempre había sido… Claire. Optimista. Descarada. No sabía qué hacer viéndola en aquel estado. Las hermanas no veníamos con un manual de instrucciones.

– ¡Soy una estúpida! -se lamentó-. ¡No debería haberlo creído cuando me dijo que me quería! ¡Hijo de puta!

Se deshizo en lágrimas nuevamente. Me levanté a servirle el refresco en un vaso con hielo y una pajita, y lo dejé en la mesa junto con una caja de pañuelos de papel y un paño húmedo y frío. Levantó la vista. Las lágrimas se habían llevado los últimos restos de maquillaje, y sin el maquillaje parecía mucho más pequeña. Me dieron ganas de llorar a mí también.

– Gracias -dijo, limpiándose la cara. Se colocó después el paño sobre los ojos y presionó durante un minuto.

– De nada -respondí. Le di un minuto de respiro antes de preguntar-: ¿Qué vas a hacer?

Se rió como si le doliera.

– No lo sé. Dice que no puede ser suyo. ¿Te lo puedes creer? Maldito cabrón. Pues claro que es suyo. ¡Maldito capullo casado!

Aquello causó una nueva ronda de sollozos. Yo no dije nada. Al cabo de un rato se limpió la cara.

– No sabía que estaba casado, Anne. Lo juro. El muy cabrón me dijo que estaba divorciado. Me mintió. ¿Por qué son todos tan cabrones?

– Lo siento.

– No tienes la culpa -dijo-. No todos los hombres pueden ser perfectos como James.

– ¿Eso crees? -sacudí la cabeza-. Claire, no le atribuyas tanto mérito.

Claire me miró con una sonrisa acuosa.

– ¿Por eso le haces mamadas a su amigo en la cocina mientras él está trabajando?

Claire era la única de mis hermanas que no me habría juzgado por ello.

– Es complicado.

– Vaya, mierda.

Le acaricié el hombro de nuevo.

– Sí, lo sabe.

– ¿Y le parece bien?

– Fue él quien lo organizó.

Torcí el gesto con amargura, aunque no sabía muy bien por qué. Yo lo habría deseado, pero si James no me lo hubiera ofrecido yo no habría aceptado.

– Sabía que eras una pervertida.

Se limpió otra vez la cara con el paño y se sonó la nariz. Después bebió un sorbo de ginger ale.

– No estoy muy segura de encajar en el término -dije y solté una carcajada.

– Anne, estamos hablando de dos tíos. Eso es pervertido. Y excitante.

Oímos el abrir y cerrar de puertas nuevamente cuando Alex salió del baño y regresó a su habitación. Claire suspiró y sus hombros delgados subieron y bajaron. Al final se derrumbó y apoyó la frente en la mano.

– No sé qué voy a hacer, Anne. Aún me queda un semestre en la universidad. Tengo un trabajo de mierda. No puedo contárselo a papá y a mamá. Se pondrían como locos.

– ¿Necesitas dinero?

Levantó la vista y me miró.

– ¿Quieres decir que si voy a abortar?

Yo asentí en silencio. Se miró las manos con el ceño fruncido y empezó a rasparse un punto de la uña en el que se le había descascarillado la laca.

– Creo que no puedo hacerlo.

Le tomé la mano y le di un cariñoso apretón.

– Entonces no tienes que hacerlo.

Empezó a llorar otra vez, pero esta vez yo sí supe qué hacer. La abracé para que pudiera sollozar en mi hombro. Le froté la espalda una y otra vez. Las lágrimas me empaparon la camiseta.

– Te apoyaré en lo que decidas.

– Tengo mucho miedo -susurró, como si estuviera avergonzada-. Ni te lo imaginas.

Tuve que cerrar los ojos y las lágrimas se me atascaron en la garganta.

– Sí que lo sé.

Ella me miró y luego miró hacia el pasillo.

– ¿No…?

– No. Michael Bailey.

– Pero si estabas en el instituto -dijo ella.

– Y fui una estúpida.

Claire se sorbió la nariz.

– ¿Se lo dijiste a papá y a mamá?

– No.

– ¿Te practicaron un aborto?

Negué con la cabeza.

– ¿Tuviste…? ¡No tuviste al bebé!

– No. Sufrí un aborto natural. Tal vez se debiera a la endometriosis. Tal vez no. No lo sé.

– Vaya -Claire parecía estupefacta-. No lo sabía.

– Nadie lo sabe. No se lo dije a nadie. Al final no tuve que hacerlo.

– ¿Qué hizo él?

Suspiré antes de contestar.

– No hizo nada. Rompimos.

– Me acuerdo de cuando rompisteis -dijo-. Te oía llorar por la noche.

– Ah, qué buenos tiempo -dije yo con falso cariño.

Claire se rió. Me abrazó y yo la abracé a ella. Después se bebió el resto del refresco.

– ¿Lo sabe James?

Volví a negar con la cabeza.

– Nunca se lo he contado.

Ella asintió como si le pareciera que tenía todo el sentido.

– Más te vale que estés tomando la píldora y uses diafragma -dijo totalmente en serio echando otro vistazo al pasillo-. Imagina el lío en que te podrías meter.

– Ya te lo he dicho. No me lo estoy follando. Está… acordado.

Claire puso una de sus caras típicas.

– Ya, ya.

– Si necesitas un médico, puedo recomendarte una doctora muy buena -dije yo, sin tratar de ser sutil con el cambio de tema.

– Joder. Un médico del coño. Por Dios -dijo Claire, enterrando la cara en las manos otra vez-. Necesito uno que no cobre mucho. Estoy en la ruina más absoluta.

– Ella no cobra mucho. Y es muy buena. Y si necesitas dinero…

Claire echó un vistazo alrededor de mi desvencijada cocina en una casa tasada en quinientos mil dólares.

– No eres una fuente inagotable de dinero que digamos, hermanita.

– Eres mi hermana. Si necesitas ayuda…

Claire sacudió la cabeza y me dirigió otra sonrisa líquida.

– Lo tendré en mente. Primero tengo que decidir qué voy a hacer.

Un silbido nos alertó del regreso de Alex, que entró en la cocina oliendo a la misma loción de romero y lavanda que se ponía James, y vestido con un traje oscuro, camisa roja y corbata negra. Tenía un aspecto muy profesional, aunque su sonrisa de satisfacción distaba mucho de ser tal cosa.

– Señoras, intenten no babear -dijo.

Claire puso los ojos en blanco y le sacó el dedo. Él se llevó la mano al corazón y retrocedió trastabillándose.

– ¡Ay! Eso me ha dolido.

– Si te comportas como un capullo presuntuoso, corres el riesgo de que te traten como tal -dijo Claire con sorna.

Me llamó la atención que hubiera dejado de flirtear, independientemente de que antes lo hiciera por costumbre. Claire flirteaba incluso con James, aunque no pretendiera nada. Pero retrocedió ante Alex. No es que estuviera siendo grosera. Simplemente no flirteaba.

Él se percató. Me gustaba eso de él, que era un hombre sagaz. De mente rápida. Podía resultar intimidatorio, pero también muy, pero que muy sexy.

– Anne, llegaré tarde esta noche. No me guardes cena ni nada de eso, ¿vale?

– No te preocupes. Hasta luego.

Asintió con la cabeza y le dedicó un saludo marcial a Claire, agarró las llaves del coche del portallaves que había junto a la puerta y se fue.

Una vez fuera, Claire dijo:

– Dios mío, una imagen muy doméstica.

– Pretendía ser amable, eso es todo. Sigue siendo un invitado.

– Ya, ya -dijo-. Es extraño, pero no me da la impresión de que sea el tipo de hombre que hace lo imposible por mostrarse amable.

Por alguna razón, su comentario me molestó.

– Ni siquiera lo conoces.

Ella se encogió de hombros.

– Es un Kennedy. Y no me refiero a uno de los que tiraban a Marilyn Monroe. Ya sabes a que me refiero.

– Pues la verdad es que no -dije yo frunciendo tanto el ceño que me dio dolor de cabeza.

– ¿Cuántas hermanas tiene, tres?

– Sí.

– Unas fulanas de alto nivel -afirmó Claire-. Están metidas en asuntos de drogas. Su madre trabaja en Kroger.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Yo había asistido al mismo instituto que James y Alex, pero cinco años más tarde. No coincidimos en ningún momento. En caso de que las hermanas de Alex hubieran asistido también, tenía que haber sido antes o después de mí, porque no recordaba a ninguna.

– Kathy, la más pequeña, y yo, fuimos juntas al colegio. Estábamos en el equipo de las animadoras. Hablaba de él todo el tiempo. Alex. Él solía enviarle caramelos muy raros y cosas como pezuñas de cerdo enlatadas de donde fuera que estuviera en China.

– Singapur -corregí yo-. Y eso no significa que no sea amable.

Mi hermana volvió a encogerse de hombros.

– Lo único que digo es que sus hermanas eran unas fulanas y su padre uno de esos tíos que frecuentan la asociación de veteranos de guerra con minusvalías.

La miré fijamente durante un buen rato y en su favor tuve que admitir que pareció avergonzarse ligeramente.

– No creo que seas la más adecuada para juzgar a otros con tanta dureza, Claire.

– Sí -contestó ella con voz queda al cabo de un momento-. Pero al menos nadie finge que no sea verdad.

Claire tenía dos años el verano que ocurrió. No creo que pudiera recordar a nuestra familia de otra forma de cómo era en el presente. En cierta manera la envidiaba por no poder hacer comparaciones.

– Esta jodida fiesta… -dijo con un suspiro, cambiando de tema-. Estoy deseando que se termine.

– Sí, yo también.

– Vale, y ahora voy a saquear tu frigorífico -se levantó para pasar junto a mí, pero se detuvo-. Anne, ten cuidado, ¿vale? Con el asunto ése.

– Lo tendré -le aseguré yo, aunque no estaba segura de poder hacerlo. Aunque quisiera.


Descubrí el poder de un orgasmo a los dieciséis. A mí también me dio fuerte la manía de las adolescentes de pasarse horas mirándose en el espejo deseando parecerse más a las mujeres que salían en las revistas y menos a ellas mismas. Me metía en la ducha hasta que se acababa el agua caliente y luego plantaba cara a mis hermanas, furiosas porque habían tenido que esperar a que yo terminara. Me lavaba el pelo, me afeitaba las piernas y aquellos lugares en los que me parecía extraño que tuviera vello. Nunca se me había ocurrido pensar en la alcachofa de la ducha como otra cosa que no fuera su enorme utilidad para aclarar la espuma después de afeitarse las piernas.

Me gustó mucho la sensación que me causó el chorro del agua aquella primera vez totalmente involuntaria. De modo que me acerqué la alcachofa y la mantuve un rato allí. A los pocos minutos fue como si estallaran fuegos artificiales en mi interior. Tuve que sentarme en el suelo de la ducha de lo que me temblaban las piernas.

Después de aquello aprendí rápidamente cómo funcionaba mi cuerpo. Por las noches, bajo las sábanas y dentro de la ducha, exploraba las líneas y las curvas de mi cuerpo, descubriendo los puntos que me proporcionaban placer al acariciarlos. Aprendí a prolongarlo hasta que ya no podía más, y sólo con apretar los muslos era capaz de aguantar al borde del orgasmo durante una hora o más, y cómo cuando me dejaba ir por fin la sensación me hacía volar para caer después casi al mismo tiempo, dejándome saciada y con la respiración agitada.

Michael no fue el primero que me besó, pero si fue el primero que lo hizo después de descubrir lo que significaba el placer sexual. No me resultó difícil sumar dos y dos, pensé en el poder de mis manos para hacer que me retorciera y temblara de placer, y di por sentado que las suyas podrían hacer lo mismo. En ese sentido fui afortunada y desafortunada. Mi mejor amiga, Lori Kay, también había empezado a salir con un chico en serio que quería convencerla para acostarse. Ella no quería, no porque pensara que tuviera que esperar a estar casada ni por miedo a quedarse embarazada, puesto que llevaba tomando la píldora desde octavo curso para regular la regla. No, Lori no quería follar con su novio porque no tenía motivos para pensar que fuera a gustarle.

Nos habíamos contado muchas cosas sentadas debajo del árbol de su jardín o en el sótano cuando me quedaba a dormir con ella. A su novio le gustaba que ella se la chupara, pero cuando él le metía los dedos, Lori no disfrutaba, más bien le parecía irritante.

– Besarse es genial -me confesaba-. Pero cuando mete la mano entre mis piernas es como si se hubiera confundido haciendo los deberes y tratara de borrar. ¡Frotar, y otra vez a frotar!

Nosotras nos reíamos, y Lori me escuchaba maravillada cuando yo le describía cómo Michael conseguía que me corriera una y otra vez utilizando la mano. No le dije que yo ya sabía lo que se sentía cuando se alcanzaba el clímax. Ella me había dicho que nunca había tenido uno. No hablábamos de la masturbación.

Así que tuve suerte en cuanto a que conocer el funcionamiento de mi cuerpo me había permitido enseñárselo a otro, pero cuando echo la vista atrás y veo cómo me salieron las cosas entonces, puede que hubiera sido mejor haberme comportado como mi amiga, que consiguió mantener intacta su virginidad hasta la universidad.

Después de Michael estaba segura de que no podría volver a enamorarme. No quería volver a entregarme a alguien de aquella forma. Perdí las ganas de tocarme. No quería tener nada que ver con el sexo, aunque fuera conmigo misma. La idea de besar, acariciar y hacer el amor me revolvía el estómago de tal forma que no podía ni ver una película romántica sin fruncir los labios de asco.

Entonces me fui a la universidad, aliviada de poder escapar de mi casa y de las sonrisas que todas fingíamos para ocultar la verdad. Me esforzaba mucho en clase, y los programas de estudio fueron un gran apoyo. Trabé amistad con mi compañera de habitación, una chica preciosa que tenía a su novio en «casa», pero aun así encontraba tiempo para «andar por ahí» con toda la fraternidad Delta Alfa Delta los fines de semana. Hice más amigos, chicos y chicas. Vivía en una residencia mixta y por primera vez, dado que no tenía hermanos, supe lo que era compartir el espacio con chicos.

No diría tanto como que la universidad era un nido de promiscuidad desenfrenada, pero sí es cierto que allí no costaba tanto admitir que te habías tirado a alguien, porque una no tenía que cargar con el estigma de que te llamaran fulana, como ocurría en el instituto con las chicas que practicaban el sexo. Los rollos eran frecuentes y el consumo de alcohol iniciaba la mayoría de ellos. Emborracharse formaba parte de la vida de la residencia universitaria igual que acompañar todas las comidas con patatas fritas o pedir pizza a las dos de la mañana.

Asistía a las fiestas que se celebraban en los sótanos de las fraternidades, cuyos sucios embarrados me dejaban los bajos de los vaqueros manchados de forma permanente, y la música estaba tan alta que era imposible hablar. No me hacía falta hablar con los chicos que me invitaban a cerveza. No quería. Pero sí podía bailar con absoluto abandono, chapoteando entre charcos de cerveza y barro al ritmo de canciones muy populares años antes pero que seguían sonando en todas las fiestas.

– ¡Eh!

– ¡Eh, que!

– ¡A enrollarse, a follar!

Y todo el mundo se enrollaba, follaba, se hacían pajas y mamadas.

Un día me pasó a mí, después de una fiesta. Me invitó mi compañera de habitación el segundo año de carrera, que salía con un chico que se estaba especializando en Teatro. Habíamos ido a una destartalada mansión victoriana en las afueras del campus. No sabía a ciencia cierta cuánta gente vivía allí, pero por lo menos eran doce personas. El resto de los invitados conocían la casa y a sus inquilinos lo bastante como para comportarse como si fuera su propia casa: se servían comida del frigorífico y bebida del mueble bar sin pedir permiso. En comparación con las alocadas fiestas de fraternidad a las que solía asistir, aquella reunión parecía un cóctel donde la gente se sentaba a hablar, y de fondo sonaban The Cure y Depeche Mode, grupos caracterizados por la abundante parte instrumental y las letras sobre el amor, el deseo y la vida, resistentes al paso del tiempo de sus canciones.

Bebían vino, que yo intentaba evitar sin parecer una tía rara, pero al final terminaba aceptando. Me sentía torpe y avergonzada con la copa de aspecto frágil en la mano, por lo que bebía con frecuencia para compensar. Me rellenaban la copa antes de que me la hubiera bebido. No tardé en sentir los efectos de la embriaguez. Me dio por el silencio en vez de montar escándalo, por lo que mi presencia no resaltaba entre los que discutían con gran seriedad sobre métodos de actuación y dramaturgos.

Yo no sabía nada de teatro, así que cuando el chico alto de largo cabello oscuro me preguntó si iba a hacer las pruebas para Esperando a Godot, pestañeé lentamente antes de contestar.

– No lo sé -respondí. La respuesta sonó más inteligente de lo que debería.

Sonrió. Se llamaba Matt. Estaba en el primer año de la especialidad en Teatro, y tenía intención de dedicarse a los efectos especiales. Se ofreció a enseñarme algunos de los modelos que estaba fabricando para un largometraje independiente que estaba haciendo con unos amigos. Se refería a ellos como sus pequeños monstruos, y hasta que vi las figuritas de arcilla y alambre pensé que se refería a sus amigos.

Hablamos un buen rato, sentados casi a oscuras en su habitación, iluminada tan sólo por una lámpara ultravioleta. Por todas partes se veían láminas de Elvis y unicornios que brillaban con una luminiscencia surrealista en un arco iris de colores. Cuando se inclinó para besarme me sorprendió que quisiera hacerlo. Había dejado de considerarme el tipo de chica que los chicos querían besar, pese a haber tenido que sortear un buen número de manos sobonas e insinuaciones. Yo atribuía su interés a la cerveza y la oscuridad, porque al fin y al cabo, ¿por qué iba a interesarte alguien con quien no habías hablado nunca?

Matt tenía condones en el cajón y yo no lo disuadí de que no los utilizara, pese a que llevaba tomando la píldora desde primero y tenía la firme convicción de que era necesario utilizarlos. Me estrechó y me besó, recorriéndome el cuerpo con las manos. Yo me sentía como si flotara en una nube de vino y música suave, en los sonetos que me murmuraba. Mostraba una confianza en sí mismo que no resultaba arrogante. Cuando deslizó la mano entre mis piernas, mis muslos se separaron como si tuvieran vida propia, como si mi cuerpo llevara mucho tiempo esperando una caricia que mi mente ya no podía seguir rechazando.

Tuvimos sexo y no hubo ninguna mala consecuencia. No volví a quedarme embarazada ni contraje una enfermedad. Matt no me rompió el corazón.

Había vuelto a tener sexo y mi vida no había cambiado.

Fue la última vez que tomé alcohol. No me había ocurrido nada malo, pero no habría ocurrido nada en absoluto de haber estado sobria. No era difícil llegar a esa conclusión.

Dos años y varios amantes más tarde conocí a James. Estaba en mi último año de universidad al tiempo que trabajaba con una beca en una casa de acogida para mujeres. James había ido a pasar el verano con su tío, cuya agencia inmobiliaria estaba contigua a nuestra oficina, para aprender los entresijos del negocio por las mañanas y supervisar el trabajo de su primera cuadrilla el resto del día. A los dos nos mandaban a buscar la comida y los cafés. Nos encontrábamos muchas veces en la puerta del edificio cargados de bolsas de comida para llevar de la cafetería de la esquina.

Con James no perdí la cabeza. Perder la cabeza no parece agradable, a nadie le gusta perder nada. Había perdido la cabeza por Michael hasta el punto del abandono. Y había jurado que no volvería a perderla por nadie.

Decidí amar a James.

Mi vida mejoró con ello. Encajábamos como dos pequeñas piezas de un rompecabezas dentro de un cuadro más amplio. Con él podía reír. Podía llorar. Cuando me tomaba de la mano, sentía el apoyo que me proporcionaba, y cuando me abrazaba, sentía que me aceptaba. Me escuchaba cuando le hablaba de mis sueños y de mis objetivos, y él me hablaba de los suyos. Me atraía su confianza en sí mismo, su inquebrantable creencia en que el mundo jamás le jugaría una mala pasada. Quería lo mismo que él y lo quería a él. No perdí la cabeza por él, pero eso no disminuía la fuerza de mis sentimientos por él. Por separado, carecíamos de muchas cosas, pero juntos éramos perfectos.

Jamás imaginé que volvería a perder la cabeza. Jamás imaginé que volvería a sentir ese anhelo. Con James tenía todo lo que una mujer podría desear. Dentro de nuestro matrimonio, de nuestro hogar. En nuestra vida perfecta.

Hasta que llegó Alex, no me había dado cuenta de que me faltaba algo, y tampoco sabía que no era la única que lo echaba en falta.

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