Capítulo 2

– Seguro que llega tarde -mi hermana Patricia resopló por encima de la carta del restaurante-. Será mejor que no la esperemos.

Mi otra hermana, Mary, levantó la vista del mensaje de texto al que estaba respondiendo desde su móvil.

– Pat, aún no es tarde. Relájate.

Patricia y yo intercambiamos una mirada. Nos llevamos pocos años. A veces tengo la impresión de que en nuestra familia hay dos grupos diferenciados de hijas separadas por una década en vez de los cuatro años que se llevan Patricia y Mary. A eso hay que sumar dos años más entre Mary y la más pequeña de las cuatro, Claire. Yo no tengo edad suficiente para poder ser su madre, pero a veces me siento como si lo fuera.

– Espera un poco más -le dije a Patricia-. Vale, llegará tarde, pero por unos minutos más que la esperemos no nos va a pasar nada, ¿no crees?

Patricia me lanzó una mirada hostil y retomó la carta. La falta de informalidad de nuestra hermana me importaba tan poco como a ella, pero me sorprendía la actitud de Patricia. Es cierto que a veces se comportaba de manera autoritaria y mandona, pero normalmente no era una persona desagradable.

Mary cerró la tapa del teléfono y alargó la mano hacia la jarra de zumo de naranja.

– Y a todo esto, ¿a quién se le ocurrió que desayunáramos juntas? Porque, vamos a ver… todas sabemos que no se levanta antes del mediodía si puede evitarlo.

– Sí, bueno -dijo Patricia cerrando abruptamente la carta-. El mundo no gira en torno a Claire, ¿o sí? Hoy tengo muchas cosas que hacer. No puedo pasarme todo el día vagueando sólo porque ella se haya acostado tarde después de una noche de juerga.

Esta vez fue con Mary con quien intercambié mirada. La relación entre hermanas es un asunto delicado. Mary enarcó una ceja, pasándome así la responsabilidad de apaciguar a Patricia.

– Seguro que llega en unos minutos -dije-. Y si no, pues pedimos y listo. ¿Te parece?

Patricia no parecía contenta. Tomó la carta otra vez y se ocultó tras ella.

– ¿Qué le pasa? -dijo Mary moviendo los labios sin articular sonido.

A lo que yo respondí encogiéndome de hombros a falta de otra cosa mejor.

Claire llegó, efectivamente, tarde, pero sólo por unos minutos, lo que, según ella, era como llegar a tiempo. Entró en el restaurante como si nada, con el cabello negro alborotado, que le salía disparado en todas direcciones como si fueran los rayos del sol. Llevaba los ojos perfilados con abundante lápiz negro, lo que hacía que resaltaran contra su piel deliberadamente pálida y sus labios rojos. Se sentó al lado de Mary y tomó el vaso de zumo que Mary se había servido. Las pulseras con que adornaba su brazo tintinearon al llevarse el vaso a la boca, haciendo caso omiso de las protestas de Mary.

– Mmm, bueno -dejó el vaso sobre la mesa y echó una mirada a las presentes con una sonrisa de oreja a oreja-. Todas pensabais que iba a llegar tarde.

– Es que has llegado tarde… -contestó Patricia echando fuego por los ojos.

Claire no se inmutó.

– Yo creo que no. No habéis pedido todavía.

El camarero apareció como por arte de magia, sonrojado aparentemente ante la sensual mirada de Claire. A pesar de ello, se las arregló para tomar nota y abandonar la mesa sin volver la vista más que una vez. Claire le guiñó el ojo. Patricia suspiró con desagrado.

– ¿Que? -dijo Claire-. Es mono.

– Da lo mismo -Patricia se sirvió zumo y bebió.

Los pollos actúan siguiendo un orden establecido dentro de su comunidad; lo mismo les ocurre a las hermanas. La experiencia había llevado a las mías a creer que se podía contar conmigo para dar consejo y actuar como mediadora en los conflictos. Confiaban en mí para mantener la tranquilidad en las aguas de nuestra relación, igual que todas sabíamos que Claire nos sacaría de nuestras casillas, Patricia nos llamaría a todas al orden y Mary diría algo que nos hiciera sentir mejor. Todas tenemos nuestro lugar, normalmente, pero ese día parecía que algo no cuadraba.

– Les dije que no tenía sentido esperar que vinieras antes del mediodía -Mary alargó la mano hacia el cestillo de los cruasanes, aún calientes-. ¿A que hora te acostaste anoche?

Claire lanzó una carcajada al tiempo que tomaba un cruasán para ella. Separó la masa hojaldrada con los dedos de uñas pintadas de negro y se llevó un trozo a la boca sin ponerle mantequilla ni nada.

– No me he acostado.

– ¿No te has acostado? -Patricia la miró arrugando la boca con gesto de disgusto.

– No he dormido -aclaró Claire, pasando el trozo de bollo con un sorbo de zumo-. Pero te puedo asegurar que sí he estado en la cama.

Mary soltó una carcajada. Patricia hizo una mueca de desagrado. Yo no hice ni una cosa ni otra. Observé a mi hermana pequeña y me fijé en la marca del chupetón que le estaba saliendo en el cuello. No tenía novio, o al menos no se había molestado en presentárselo a la familia. Claro que conociendo a nuestra familia, tampoco era de extrañar.

– ¿Podemos empezar ya? Tengo cosas que hacer -dijo Patricia.

– Por mí bien -replicó Claire con indiferencia.

La displicencia de Claire no podría haber irritado más a Patricia. Y el hecho de que a Claire le trajera sin cuidado si su actitud la enfurecía o no hacía que Patricia se pusiera aún más borde. Aunque Claire y ella habían tenido sus encontronazos en el pasado, aquello me resultó excesivo. Saqué mi cuaderno y mi bolígrafo con la intención de evitar el inevitable choque.

– De acuerdo. Lo primero que debemos decidir es dónde vamos a celebrarlo -me puse a tamborilear con el bolígrafo sobre el cuaderno. El aniversario de mis padres era en agosto. Treinta años. La idea de la fiesta se le había ocurrido a Patricia-. ¿En su casa? También podría ser en la mía o en la de Patricia. O tal vez en un restaurante.

– ¿Qué os parece en la asociación de veteranos de guerra? ¿O en la bolera?

– Muy graciosa -Patricia partió un cruasán en dos, pero no se lo comió.

– En tu casa, Anne. Podríamos hacer una barbacoa con carne de buey o algo en la playa -el móvil de Mary volvió a avisar de que tenía un mensaje, pero no hizo caso.

– Sí… es una idea -contesté yo sin ocultar la falta de entusiasmo.

– En mi casa no podemos hacerlo -impuso Patricia con firmeza-. No hay espacio suficiente.

– ¿Y en la mía sí?

Mi casa era muy bonita y estaba junto al mar, sí, pero no era, ni mucho menos, espaciosa.

Claire se mofó al tiempo que le hacía una señal al camarero, que se acercó al momento.

– ¿Cuánta gente crees que va a ir? Tráeme un cóctel Mimosa, guapo, ¿quieres?

– Por Dios, Claire. ¿Es necesario? -exclamó Patricia.

El comentario pareció desmontar la actitud despreocupada de Claire por un momento.

– Sí, Pats. Lo es.

– Podríamos celebrarla en el Ceasar's Crystal Palace -me apresuré a sugerir para evitar una discusión-. Se celebran muchas recepciones y fiestas.

– Oh, venga ya -dijo Mary-. Comer allí es carísimo y, sinceramente, yo no dispongo de tanto dinero para esta fiesta.

Me dedicó una elocuente mirada y después miró a Patricia. Claire se echó a reír. Mary la miró también a ella, enarcando repetidamente las cejas.

– Sí, Mary y yo somos pobres -Claire miró al camarero cuando llegó con su cóctel-. Gracias, tesoro.

El chico se sonrojó cuando Claire le guiñó un ojo. Sacudí la cabeza y puse los ojos en blanco ante el espectáculo. Claire no tenía vergüenza.

– Yo también creo que es una buena idea que hagamos algo no demasiado costoso -dijo Patricia con cierta rigidez, mirando al plato y el cruasán seco-. Voto por hacerlo en casa de Anne. Podemos comprar platos y vasos de papel en el almacén de venta al por mayor y preparar unos cuantos postres. Preparar el hoyo para el buey sería lo más caro, pero las mazorcas de maíz, el pan y demás está incluido en el precio al comprar la carne.

– No te olvides del alcohol -señaló Claire.

El silencio se apoderó de la mesa. El teléfono de Mary sonó y ella lo abrió con cara inexpresiva. Patricia no dijo nada. Yo tampoco. Claire nos miró a las tres.

– No estaréis pensando en no llevar bebida, ¿verdad? -dijo-. Por lo menos cerveza.

– Eso depende de Anne -dijo Patricia al cabo de un momento-. Es su casa.

Yo la miré, pero Patricia no quiso mirarme a los ojos. Miré entonces a Mary, que también me ignoró. Claire, sin embargo, me miró de frente.

– Podemos llevar lo que queramos -dije finalmente.

– Es una fiesta de aniversario para papá y mamá -dijo Claire-. Dime que vamos a darles una fiesta y que no va a haber bebida.

La llegada de la comida nos salvó del incómodo silencio. Tardamos unos minutos en distribuir los platos y empezar a comer, pero fue suficiente. Mary suspiró al tiempo que pinchaba una patata frita.

– Podríamos llevar cerveza -se encogió de hombros-. Comprar un barril.

– Un par de botellas de vino -dijo Patricia, de mala gana-. Y supongo que habría que llevar champán. Para brindar. Son treinta años. Supongo que se merecen un brindis, ¿no os parece?

Todas me miraron para ver qué decía. Mi tenedor pendía sobre la tortilla, aunque mi estómago había decidido que ya no le apetecía. Querían que les diera una respuesta, que tomara la decisión por ellas. Yo no quería hacerlo. No quería ese tipo de responsabilidad.

– Anne -dijo Claire finalmente-. Estaremos todas allí. Todo saldrá bien.

Yo asentí una vez, con firmeza, tanta que me hice daño en el cuello.

– Sí, claro. Cerveza, vino, champán. James se encargará de preparar todas las bebidas fuera y de hacer las copas. Le gusta.

De nuevo se hizo el silencio. Me pareció sentir el alivio de mis hermanas por no haber tenido que ser ellas las que tomaran la decisión, pero tal vez fuera sólo mi imaginación.

– De acuerdo entonces. ¿A quién vamos a invitar? -dije con voz firme cuando por fin me hice cargo de la situación.

Guardar las apariencias.


Yo quería que James se negara a que la fiesta se celebrara en nuestra casa, pero, por supuesto, le pareció una idea magnífica. Estaba delante de la barbacoa con una cerveza en una mano y las pinzas cuando le saqué el tema. Su delantal tenía dibujada una mujer sin cabeza vestida únicamente con un biquini. Sus pechos se expandían cada vez que James levantaba los brazos.

– Me parece estupendo. Podríamos alquilar una carpa por si hace malo. También puede servirnos para darnos sombra.

El olor de los filetes a la brasa debería haberme hecho la boca agua, pero tenía el estómago demasiado revuelto como para agradecerlo.

– Será mucho trabajo.

– Contrataremos a alguien para que nos ayude. No te preocupes -James les dio la vuelta a los filetes con habilidad y levantó la tapa del recipiente en el que estaba cocinando el maíz.

Sonreí al verlo allí, el maestro delante de su megafabulosa barbacoa. James necesitaba que le indicaran paso a paso cómo preparar los copos de avena en el microondas, pero se creía el paladín de la cocina al aire libre.

– Aun así.

James me miró entonces al darse cuenta de lo que me pasaba verdaderamente.

– Anne, si no quieres hacerlo, ¿por que no lo dices?

– Mis hermanas han ganado en la votación por mayoría. Todas quieren que preparemos carne de buey en una barbacoa de hoyo, y eso únicamente se puede hacer aquí. Además, seguirá siendo más barato que celebrarlo en una de esas salas para fiestas con catering, aunque tengamos que alquilar una carpa y traer gente para que nos ayude a servir y a limpiar -reconocí-. Y… tenemos una casa muy bonita.

Miré a mi alrededor. Nuestra casa y los alrededores eran más que bonitos. Vivíamos delante de un lago y teníamos nuestra playa privada, un lugar íntimo y apartado, rodeado de pinos. La casa había pertenecido a los abuelos de James, y era una de las primeras que se construyeron a lo largo de la carretera de la playa. Había otras en la misma carretera que se estaban vendiendo por muchos de miles de dólares, pero nosotros no habíamos pagado nada por ella. Se la habían dejado a él en su testamento. Era pequeña y usada, pero estaba limpia y era muy luminosa, y lo más importante, era nuestra. Puede que mi marido se dedicara a construir mansiones de lujo para otros, pero yo prefería nuestra pequeña casita llena de toques personales.

James sirvió los filetes en una fuente y los llevó a la mesa.

– Depende de ti, cariño. A mí no me importa. Lo que decidas estará bien.

Habría sido mucho más fácil que sí le hubiera importado. Que hubiera expresado su opinión con firmeza y me hubiera exigido que celebráramos la fiesta de aniversario de mis padres en otra parte. Que hubiera tomado la decisión por mí. Podría haberle echado la culpa por hacer lo que en realidad yo quería.

– Sí -dije con un suspiro mientras me dejaba la enorme porción de carne en el plato-. Celebraremos la fiesta aquí.

El filete estaba muy rico, y el maíz, fresco y dulce. Yo había preparado una ensalada con fresas de temporada, aliñada con una vinagreta, y panecillos crujientes. Comimos como reyes mientras James me hablaba de la nueva obra en que estaba trabajando, de los problemas que estaba teniendo con algunos de los hombres de la cuadrilla, de los planes de sus padres de ir de vacaciones todos juntos en plan familiar.

– ¿Cuándo crees que serán esas vacaciones?

Estaba cortando el filete, pero me detuve en mitad del movimiento.

James se encogió de hombros y se sirvió otra copa de vino tinto. No me había preguntado si me apetecía. Hacía mucho que había dejado de preguntármelo.

– No lo sé. En algún momento de este verano, supongo.

– ¿Supones? ¿Y se les ha ocurrido preguntarnos cuándo podría apetecernos ir? ¿O si nos apetecía ir?

James se encogió nuevamente de hombros. No se le habría ocurrido.

– No lo sé, Anne. Mi madre mencionó algo, nada más. Tal vez para el Cuatro de Julio.

– Bueno -dije yo, untando mantequilla en un panecillo para evitar apretar los puños-, pues no vamos a poder irnos con ellos este verano. Lo sabes. Me gustaría que se lo hubieras dicho desde el principio.

James suspiró.

– Anne…

Yo levanté la vista.

– No le habrás dicho que iremos, ¿verdad?

– No le he dicho que iremos.

– Pero tampoco le dijiste que no.

Fruncí el ceño. Era típico de él, poco sorprendente, pero en aquel momento se me antojó tremendamente irritante.

James masticaba en silencio, pasando la comida con el vino. Cortó otro trozo de filete y se sirvió más salsa.

Yo tampoco decía nada. Para mí no era tan fácil, pero después de tanta práctica había aprendido a dominar la situación. Era un juego en el que tenía que esperar.

– ¿Qué quieres que le diga? -preguntó por fin.

– La verdad, James. Lo mismo que me dijiste a mí. Que no podemos irnos de vacaciones este verano porque estás ocupado con esa nueva obra y no puedes dejar a los hombres solos. Que tenemos la intención de utilizar tus días de vacaciones para irnos a esquiar en invierno. Que no podemos ir. ¡Que no queremos ir!

– No voy a decirle eso.

Se limpió la boca e hizo una bola con la servilleta. Después la tiró encima de su plato, empapándose de la salsa de la carne como si fuera sangre.

– Pues será mejor que le digas algo -dijo con tono amargo-. Antes de que haga las reservas para el viaje.

James suspiró de nuevo y se reclinó en su asiento. A continuación se pasó una mano por la cabeza.

– Ya lo sé.

Yo no quería pelearme con él por aquello. Sobre todo porque el motivo de mi tensión nerviosa no era tanto la madre de James como el hecho de tener que dar la fiesta de aniversario de mis padres en nuestra casa. Pero lo uno y lo otro estaba presente, girando a nuestro alrededor, la pescadilla que se muerde la cola. Abrumada por la presión de tener que hacer algo que no quería hacer por gente a la que no quería agradar.

James tendió el brazo a través de la mesa y me tomó la mano, acariciándome el dorso con el pulgar.

– Se lo diré.

Tres palabras para expresar un sentimiento muy simple en realidad, pero lo cierto es que sentí que se me quitaba un peso de los hombros. Le apreté la mano, agradecida. Nos sonreímos. Él tiró suavemente de mi para que me acercara a él, y nos besamos.

– Mmm. Sabes a salsa de carne -se lamió los labios-. Me pregunto en qué otras partes de ti sabrá tan bien.

– Ni se te ocurra -le advertí yo.

James se rió y volvió a besarme, esta vez más detenidamente pese a lo incómodo de la postura.

– Te la quitaría a lametazos…

– A mí me parece que es una manera estupenda de pillar una infección -dije con cierta brusquedad, y me soltó.

Tiramos los platos de papel a la basura y guardamos la comida que había sobrado. James aprovechó todo tipo de excusas para frotarse o chocarse conmigo, disculpándose con gesto inocente, a lo que yo respondía riéndome y dándole golpes juguetones en el brazo. Al final, me acorraló contra el fregadero y me apretó con su cuerpo para impedir que huyera. Sus manos se cerraron alrededor de mis muñecas y me bajó las manos hasta apoyarlas sobre la encimera, clavándome en el sitio con su pelvis.

– Hola -dijo.

– Hola.

– Me alegro de verte -lo que acentuó clavándome su pene erecto.

– Tenemos que dejar de vernos así. Resulta escandaloso.

James se apretó aún más contra mí, consciente de que yo no podía zafarme. Su aliento olía a ajo y a cebolla, pero de una forma deliciosa, no repugnante. Ladeó la cabeza para conseguir que nuestras bocas quedaran a la misma altura, pero no me besó.

– ¿Estás escandalizada?

Negué con la cabeza, un gesto casi imperceptible.

– Todavía no.

– Me alegro.

A veces, era así. Un polvo rápido, fogoso, duro, sin pensar en nada más que retirar mis bragas y bajar su bragueta. Me penetró en un santiamén y me encontró húmeda para él. Resbaladiza. Mi cuerpo no ofreció resistencia alguna, y los dos soltamos un gemido de placer.

Le rodeé el cuello con los brazos. Él tenía una mano debajo de un muslo para cambiar el ángulo. Los armarios de la cocina vibraron con nuestras embestidas. No sabía con seguridad si me había corrido, pero la forma en que su cuerpo me golpeaba la pelvis repetidamente hizo que alcanzara un violento clímax. James lo alcanzó justo después, cuando mi cuerpo se tensó a su alrededor. Apoyó el rostro en mi hombro, los dos teníamos la respiración entrecortada. Aquella postura enseguida se volvió dolorosa e incómoda, y nos separamos con movimientos rígidos. Me rodeó con los brazos y permanecimos así mientras recuperábamos el aliento y la brisa que se colaba por la ventana nos secaba el sudor.

– ¿Cuándo tienes cita con el médico?

La pregunta de James me dejó atónita.

– No he pedido cita.

Me aparté de él para colocarme la ropa y terminar de fregar los utensilios de la barbacoa. Los dedos se me resbalaron en el agua jabonosa y las pinzas se me cayeron dentro del fregadero con un estrépito que sonaba como una acusación. Pero James no me acusó de nada.

– ¿Vas a hacerlo?

Lo miré.

– He tenido muchas cosas que hacer.

Podría haberme dicho que desde que cerrara por falta de fondos el centro de acogida en el que había estado trabajando no podía decirse que tuviera mucho que hacer. Pero no lo hizo. Se encogió de hombros y aceptó mi respuesta como si tuviera todo el sentido del mundo, aunque no lo tenía.

– ¿Por qué? -pregunté-. ¿Tienes prisa?

James sonrió.

– Pensé que querías que nos pusiéramos a ello. Quién sabe. A lo mejor acabamos de hacer un hijo. Ahora mismo.

Muy poco probable.

– ¿Y te parecía una suerte?

– Bastante -contestó él estrechándome de nuevo.

Me mofé delicadamente.

– ¿Haber concebido a nuestro hijo en la cocina, de pie?

– A lo mejor resulta ser una buena cocinera.

– O cocinero. Los chicos también pueden ser buenos en la cocina.

Le lancé un puñado de espuma de jabón. James se sacó brillo a las uñas contra la camisa.

– Sí, igual que su padre.

Puse los ojos en blanco.

– Ya lo creo.

Antes de que pudiéramos explayarnos en las inexistentes habilidades culinarias de James, sonó el teléfono. Automáticamente alargué el brazo para responder. James aprovechó mi distracción para hacerme cosquillas en los costados.

Me faltaba la respiración de tanto reír cuando respondí por fin.

– ¿Diga?

Crepitar de interferencias en la línea y silencio al otro lado.

– ¿Anne? -preguntaron al fin.

Me protegí de las manos juguetonas de mi marido mientras respondía:

– ¿Sí?

– Hola, Anne -dijo una voz honda, grave, ronca. No sabía quién era, pero al mismo tiempo había algo en ella que me resultaba familiar.

– Sí -repetí, insegura, mirando la hora. Me parecía algo tarde para tratarse de un vendedor.

– Soy Alex. ¿Cómo estás?

– Oh, Alex. Hola -dije riendo con cierto azoramiento. James enarcó una ceja. Yo no había hablando nunca con Alex-. Quieres hablar con James, ¿no?

– No -contestó Alex-. Me gustaría hablar contigo.

Ya me estaba preparando para pasarle el teléfono a James cuando me detuve.

– ¿Conmigo?

James, que ya estaba alargando el brazo hacia el teléfono, apartó la mano. Enarcó la otra ceja de forma que las dos dibujaron un arco en su rostro como si fueran las alas de un pájaro. Yo me encogí de hombros y enarqué también una ceja, sutiles señales que formaban nuestro particular sistema de comunicación no verbal.

– Sí -la risa de Alex era como el sirope-. ¿Cómo estás?

– Estoy… bien.

James retrocedió un paso con las palmas levantadas y una enorme sonrisa. Sujeté el auricular entre la oreja y el hombro, y me volví hacia el fregadero para aclarar los platos, pero James me relevó apartándome suavemente y haciéndome un gesto con la mano.

– Me alegro. ¿Cómo está ese cabrón de marido tuyo?

– Él también está bien.

Me fui al salón. No soy de esas personas que se enrollan interminablemente en el teléfono. Siempre estoy haciendo alguna otra cosa mientras hablo, pero en ese momento no tenía ropa que doblar, ni suelos que fregar. O platos. A falta de otra tarea, me puse a recorrer la sala de un lado a otro.

– No te estará dando problemas ¿verdad?

No sabía cómo contestar, de modo que opté por suponer que Alex estaba de broma.

– Nada que no se solucione con unos latigazos y unas cadenas.

Su suave risa me acarició los oídos.

– Eso está bien. Haces bien al mantenerlo en cintura.

– Me ha dicho que vas a venir a vernos.

Al oír las interferencias de la línea pensé que se había cortado la conexión, pero entonces Alex contestó.

– Sí, ése es el plan, a menos que tengas alguna objeción.

– Por supuesto que no. Estamos deseando que vengas.

Era una mentirijilla de nada. Estaba segura de que James estaba deseando ver a su amigo. Por mi parte, no sabía muy bien qué pensar de su visita puesto que no lo conocía. Se trataba de una proposición bastante íntima y no se me daba bien moverme en la intimidad con tan poca antelación.

– Mentirosa.

– ¿Cómo dices?

Alex soltó una carcajada.

– Eres una mentirosa, Anne.

Al principio no supe qué decir.

– Yo…

Alex se rió otra vez.

– Yo también lo sería. ¿Un canalla que llama de repente pidiendo que lo aguanten a uno durante unas semanas? A mí me preocuparía un poco. Sobre todo si es cierto la mitad de lo que Jamie te ha contado sobre mí. Porque te habrá contado algo, ¿no?

– Algo.

– ¿Y aun así vas a dejarme entrar en tu casa? Eres una mujer muy valiente.

Había oído cosas sobre Alex Kennedy, pero había dado por hecho que eran exageraciones en su mayor parte. La mitología de la amistad entre chicos, el pasado visto a través del filtro del tiempo y esas cosas.

– Entonces, si sólo la mitad de lo que me ha contado sobre ti es cierto, ¿qué hay de lo demás?

– Puede que haya algo de cierto en esa parte también -contestó Alex-. Dime una cosa, Anne. ¿De verdad quieres que me hospede en tu casa?

– ¿Eres un canalla de verdad?

– Un canalla harapiento que no deja de dar vueltas y más vueltas alrededor de la escarpada roca del poema.

Su respuesta me pilló por sorpresa y lancé una carcajada. Era perfectamente consciente del trasfondo de sensualidad, de su sutil forma de flirtear y de mi respuesta a ella. Miré hacia la cocina donde James terminaba de fregar los cacharros. Ni siquiera nos estaba prestando atención, era como si no le importara lo que pudiera estar hablando con su amigo. Yo habría estado escuchando a escondidas.

– Los amigos de James… -dije yo.

– ¿Conque es eso? Pero estoy seguro de que Jamie no tiene más amigos como yo.

– ¿Canallas, quieres decir? No. Probablemente no. Algún sinvergüenza y uno o dos idiotas. Pero ningún otro canalla.

Me gustaba cómo se reía. Su risa era cálida, viscosa y nada pretenciosa. Más interferencias. Se oía una suave música y un murmullo de conversación, pero no podría decir con seguridad si se trataba de ruido de fondo o sonidos que se filtraban en la línea.

– ¿Dónde estás, Alex?

– En Alemania. He venido a visitar a unos amigos uno o dos días. De ahí viajare a Amsterdam y después a Londres, y de allí a Estados Unidos.

– Qué cosmopolita -comenté, con cierta envidia. Yo no había salido de Norteamérica.

La carcajada de Alex era rasposa.

– Vivo sin deshacer el equipaje y no sé ni dónde estoy, a causa del jet-lag. Mataría por un sándwich de mortadela, lechuga y mayonesa con pan blanco.

– ¿Intentas darme lástima?

– De una manera vergonzosa, sí.

– Me aseguraré de llenar la despensa de mortadela y pan blanco -contesté, sintiendo de pronto que la perspectiva de tener a Alex en casa ya no me molestaba como antes.

– Anne -dijo Alex tras una pausa-, eres una diosa entre todas las mujeres.

– Eso me dicen.

– En serio. Dime qué quieres que te lleve de Europa.

El cambio en el tono de la conversación me pilló por sorpresa.

– No quiero nada.

– ¿Chocolate? ¿Salchichas? ¿Melaza? ¿Qué? Te aviso de que pasar heroína, marihuana o prostitutas en Amsterdam tal vez me dé algún que otro problema. Será mejor que me pidas algo legal.

– De verdad, Alex, no hace falta que me traigas nada.

– Claro que voy a llevarte algo. Si no me das ninguna pista de lo que puede ser, se lo preguntaré a Jamie.

– Yo diría que melaza -le dije-. Aunque no sé muy bien qué es… ¿lo sacan de un pozo?

Alex se rió.

– No. Se vende en tarros como los de la mermelada.

– Tráeme uno de ésos.

– Ya veo. Eres una mujer a la que le gusta vivir peligrosamente. No me extraña que Jamie se casara contigo.

– Creo que tuvo más de una razón.

Me di cuenta de que no me estaba moviendo, que llevaba unos minutos charlando tranquilamente. Estaba tan absorta en las palabras de Alex que no me había hecho falta enfrascarme en otra tarea a la vez. Eché otro vistazo a la cocina, pero James había desaparecido. Oí el murmullo de la televisión en el cuarto de estar.

– Sentí mucho no poder asistir a vuestra boda. Me dijeron que la celebración fue todo un éxito.

– ¿Quién te lo dijo? ¿James?

Una pregunta estúpida. ¿Quién si no? El problema era que James no me había comentado que estuvieran en contacto. Me había hablado con frecuencia del que fuera su mejor amigo en el instituto; no se había extendido tanto con el asunto por el que se habían separado. Tenía otros amigos… pero íbamos a casarnos, y tengo la costumbre de intentar arreglar las cosas. Fui yo la que puso el nombre de Alex en la lista, sin saber siquiera si la dirección que había encontrado en la antigua libreta de direcciones de James era la correcta. Pensé que lo que hubiera ocurrido entre ellos podría arreglarse con un poco de ayuda. No me sorprendió que Alex se excusara por no poder asistir, pero, al menos, yo lo había intentado. Parecía que mis intentos habían tenido un resultado más positivo del que imaginaba.

– Sí.

– Fue una boda muy bonita -dije-. Una pena que no pudieras venir, pero ahora podremos disfrutar de una larga visita.

– James me mandó algunas fotos. Se os veía muy felices.

– ¿Te envió fotos? ¿De nuestra boda? -miré hacia la repisa de la chimenea, a la foto enmarcada de nuestra boda seis años atrás. Siempre he tenido la duda de cuánto tiempo es aceptable mostrar fotos de boda. Supongo que hasta que empiecen a llegar las fotos de los niños.

– Sí.

Eso también me sorprendió. Yo había enviado fotos a algunos de mis amigos que no habían podido asistir, pero… bueno, eran mujeres. Las chicas hacían esas cosas, se reían con las fotos y enviaban largos e-mails.

– Bueno… -me detuve en un silencio incómodo-. ¿Cuándo llegas entonces?

– Me falta cerrar algunas cosas con la compañía aérea. Ya se lo diré a Jamie.

– Claro. ¿Quieres hablar con él?

– Le enviaré un e-mail.

– Como quieras. Se lo diré.

– Bueno, Anne, son más de las dos de la mañana aquí. Me voy a la cama. Hablaremos pronto.

– Adiós, Alex… -y colgó sin dejarme terminar, mirando sorprendida el auricular.

Que estuviera en contacto con James no tenía nada de raro. La amistad entre los hombres no era como la de las mujeres. Mi marido no me había dicho que hubiera hablado con Alex, pero eso no significaba que quisiera guardarlo en secreto. Significaba, sencillamente, que no le había parecido lo suficientemente importante como para compartirlo conmigo. De hecho, debería alegrarme que hubieran resuelto sus diferencias. Sería divertido conocer al amigo de James, Alex, el canalla harapiento que no dejaba de dar vueltas y más vueltas alrededor de la escarpada roca del poema. El que me había prometido dulces del País de las Maravillas. El que llamaba Jamie a mi marido en vez de James.

El hombre del que James siempre había hablado en pasado.


El teléfono de Mary sonó por cuarta vez en media hora, pero esta vez ella se limitó a mirarlo antes de guardarlo en el bolso.

– ¿Cuánto tiempo va a quedarse?

– No lo sé -tomé un marco de cristal de una estantería llena-. ¿Qué te parece éste?

Mi hermana hizo una mueca.

– No.

Dejé el marco en su sitio y eché un vistazo general a la tienda.

– Todos los que hay en este sitio son del mismo estilo. Aquí no vamos a encontrar nada.

– ¿De quién fue la maravillosa idea de buscar un marco bonito y elegante? Ah, sí, de Patricia -dijo Mary con sarcasmo-. ¿Entonces por qué demonios tenemos que buscarlo nosotras?

– Porque Patricia no puede venir a esta clase de sitios con los niños -eché un vistazo a los marcos, pero todos eran muy parecidos. Excesivamente caros y horrorosos.

– Ya. Y supongo que Sean no puede quedarse con los críos una tarde.

Me encogí de hombros, pero algo en el tono de Mary me hizo levantar la vista.

– No lo sé. ¿Por qué? ¿Te dijo Patricia algo?

Las hermanas también comparten un tipo de comunicación no verbal. La postura y la expresión de Mary lo decían todo, pero mi hermana utilizó el lenguaje verbal por si acaso no me hubiera dado cuenta.

– Es un gilipollas.

– Venga, Mary.

– ¿No te has fijado que Patricia ya no habla de él? Antes siempre estaba con «Sean esto. Sean lo otro. Sean lo de más allá». Dime que no te has dado cuenta de que últimamente no tenemos que aguantar el Evangelio según Sean. Y que está más quisquillosa de lo habitual. Algo ocurre.

– ¿Algo como qué?

Salimos de aquella tienda tan cursi y salimos al brillante sol del mes de junio.

– Yo qué sé -Mary puso los ojos en blanco.

– A lo mejor deberías preguntarle.

Mi hermana me miró.

– Podrías hacerlo tú.

Las dos nos quedamos calladas al ver una conocida mata de pelo negro acompañada de un vestuario poco apropiado.

– Ay, Dios -dijo Mary entre dientes-. Que pintas de gótica.

Me eche a reír.

– ¿Así es como se llama ahora?

– Creo que antes lo llamábamos estilo punk. Joder. Es que no se cansa. Creía que estaba saliendo con ese chico de la tienda de discos -Mary parecía horrorizada-. ¿Pero quién es ese tipo?

Claire sonreía de oreja mientras flirteaba con un joven alto y desgarbado con tanto metal en el rostro que no pasaría los arcos de seguridad de un aeropuerto. Ella llevaba unas medias de rayas blancas y negras, una falda negra con encaje y el dobladillo irregular, y una camiseta con el nombre de un grupo de música punk que se había ido por el desagüe de las sobredosis de drogas mucho antes de que ella naciera.

– Está claro que danza al son de su propio tambor -dije yo.

– Sí, eso y una guitarra eléctrica, dos trompas y un sintetizador.

Claire levantó la vista y nos saludó desde el aparcamiento, se despidió de su nuevo pretendiente y se dirigió hacia nosotras.

– Señoras. Buenos días.

– Serán buenas tardes -señaló Mary.

– Eso depende de la hora a la que te levantes -respondió Claire con una sonrisa desvergonzada-. ¿Qué pasa?

– Anne no se decide por un marco.

– ¡Oye! -protesté yo. Sin Patricia allí para ponerse de mi lado y equilibrar la cosa, mis dos hermanas pequeñas me arrasarían en breve-. No depende de mí. Deberíamos ponernos de acuerdo las cuatro.

Claire sacudió la mano cubierta con unos guantes sin dedos.

– Da lo mismo. Elige el que quieras. No creo que les importe demasiado.

– Oye, Madonna ha llamado. Quiere que le devuelvas su armario -contesté yo, enfadada.

Mary se burló. Claire puso una mueca. Disfruté de mi breve e inútil momento de triunfo.

– Me muero de hambre -declaró Claire-. ¿No podemos ir a comer algo?

– No todas tenemos hambre a todas horas -señaló Mary.

– No todas tenemos que vigilar nuestro peso -respondió Claire con dulzura.

– Chicas, chicas -interrumpí-. Se acabaron las peleas de colegialas. ¿Os importa comportaros como adultas?

Claire le pasó un brazo por los hombros a Mary y me miró con un gesto lleno de inocencia.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan tensa, hermanita?

Las quería, a todas, y no podría imaginar mi vida sin ellas. Mary sonrió de oreja a oreja y se quitó el brazo de Claire. Esta se encogió de hombros y me miró con desdén.

– Vamos, princesa -canturreó-. Invita a tu hermana pequeña a una hamburguesa con patatas.

– ¿Vendrás a limpiarme la casa? -pregunté yo-. Eso vale por una comida, ¿no?

– De acuerdo, antes de que llegue el amigo de James. Casi se me olvidaba -respondió ella sacándome la lengua-. No querrás que se encuentre todos vuestros juguetitos sexuales tirados por ahí.

– No nos has dicho cuándo viene -comentó Mary.

Las tres echamos a andar hacia la cafetería que había al otro lado del aparcamiento. La comida era decente y no solía atraer a los turistas que abarrotaban Sandusky en su visita a Cedar Point. Y lo mejor, estaba cerca y las tripas me sonaban ya.

– No sé cuándo viene.

– ¿Cómo se llamaba? ¿Alex? -dijo Claire, sosteniendo la puerta para que entráramos Mary y yo.

– Sí -la camarera nos acompañó a una cómoda mesa con bancos situada al fondo del local y nos dejó la carta, aunque ninguna de las tres la necesitaba. Llevábamos siglos yendo a aquel sitio-. Alex Kennedy.

– ¿Y no fue a vuestra boda? -preguntó Mary mientras echaba azúcar en su té helado y espachurraba la rodaja de limón. Me pasó unos cuantos sobrecitos sin que tuviera que pedírselos.

– No, estaba fuera. Pero una compañía grande ha comprado su empresa y por eso regresa a Estados Unidos. No se mucho más.

– ¿Que vas a hacer con el mientras James trabaja?

Sorprendentemente, fue Claire quien me hizo una pregunta tan pragmática mientras bebía agua de su vaso a través de una pajita.

– Es una persona adulta, Claire. Ya encontrará algo que hacer.

Mary resopló burlonamente.

– Sí, pero es un tío.

– En eso tiene razón Mary -dijo Claire-. Será mejor que hagas provisión de nachos y de calcetines.

Respondí poniendo los ojos en blanco.

– Es amigo de James, no mío. No pienso hacerle la colada.

Claire hizo un ruido burlón.

– Ya lo veremos.

– Escucha lo que dices -dijo Mary-. ¿Cuándo fue la última vez que le hiciste la colada a alguien, incluida la tuya propia?

– Estás loca -respondió Claire con indiferencia-. Pues claro que me hago la colada en la universidad.

Mary frunció el ceño.

– También deberías hacerlo en casa.

– ¿Por qué? A mamá le encanta hacerlo -contestó Claire, y estaba casi segura de que lo decía totalmente en serio.

– No me preocupa la colada -les dije-. Ni tener que entretenerlo mientras esté aquí. Estoy segura de que sabrá hacerlo él sólito.

– ¡Ja! Vivía en Hong Kong, ¿no? -Claire juntó las manos y estampó una sonrisa de oreja a oreja-. Esperará encontrar una geisha, ya lo verás.

– Las geishas son japonesas, idiota -Mary sacudió la cabeza.

– Lo que sea -dijo Claire, apartándose el flequillo con un resoplido.

Escuchar a mis hermanas proclamar el desastre que iba a ser tener a Alex en casa me hizo sentir mucho mejor respecto a su visita.

– Singapur. Y no a va a pasar nada.

– Se acabó lo de ir por la casa en bragas -dijo Claire con un suspiro lúgubre, como si aquello fuera lo peor de todo-. ¿Cómo vas a soportarlo?

– Como si yo hiciera tal cosa.

– Tía, eso es lo mejor de vivir en tu propia casa -declaró mi hermana pequeña.

Todas nos echamos a reír. El móvil de Mary volvió a sonar y ésta lo sacó del bolso. Leyó el mensaje, escribió algo y lo volvió a guardar.

– Oye, guapa, te comportas como si estuvieras casada con esa cosa. ¿Nos ocultas algo? -Claire estiró el cuello para echar un vistazo al móvil de Mary.

– Era Betts -contestó Mary encogiéndose de hombros al tiempo que daba un sorbo de su té.

Claire se inclinó hacia delante.

– ¿Es que Betts y tú sois pareja?

Mary se quedó con la boca abierta. Y yo. Claire no parecía preocupada.

– ¿Y bien? No deja de escribirte mensajes como si no pudiera soportar estar lejos de ti. Y todas sabemos que no te van los tíos.

– ¿Qué? -Mary, que normalmente respondía a los ataques de Claire con igual sarcasmo, pareció quedarse sin palabras.

Yo tampoco sabía muy bien qué decir.

– Claire, por todos los santos.

Claire se encogió de hombros.

– Es una pregunta perfectamente justificada.

– ¿De dónde te has sacado la idea de que no me gustan los hombres? -Mary parpadeó varias veces muy seguidas, roja como un tomate.

– A ver… ¿tal vez porque no te has acostado con ninguno?

– Eso no significa nada -dije yo.

– No -dijo Mary-, sobre todo porque, ¡sorpresa!, sí que lo he hecho.

Claire y yo tardamos en reaccionar. Una de las cosas más deliciosas de tener hermanas era el lado cómico que adquirían nuestras conversaciones.

– ¡Anda ya! ¿Cuándo? ¿Con quien? -chilló Claire.

Mary miró a su alrededor antes de responder.

– Lo he hecho, ¿vale? He perdido mi virginidad. ¿Que tiene de raro? Todas lo habéis hecho.

– Sí, pero ninguna esperó a marchitarse como una solterona -declaró Claire.

– Yo no soy una solterona, Claire -contestó Mary, todavía roja como un tomate-. Y no todas nosotras nos comportamos como putas desenfrenadas.

– ¡Eh! -exclamó Claire frunciendo el ceño.

– No me habías dicho que tenías novio -dije yo para enfriar los ánimos entre ellas.

Las dos se giraron hacia mí con idéntica expresión de desdén.

– No lo tengo -contestó Mary.

– ¿Quién ha dicho que deba tener novio? -terció Claire exactamente al mismo tiempo.

– Pensé que… da lo mismo.

Mary sacudió la cabeza cuando la camarera nos trajo la comida, pero esperó a que estuviéramos solas para hablar.

– Fue con un hombre desconocido.

– ¿Un desconocido? -Jamás se me habría ocurrido algo así viniendo de Mary, que normalmente se vestía como una monja… y no porque estuviéramos en Halloween-. ¿Perdiste la virginidad con un hombre al que no conocías de nada?

Mary se sonrojó nuevamente. Claire silbó y extendió el brazo hacia la botella del ketchup.

– Así se hace, hermana. Ese es el camino.

– Supongo que pensé que ya era hora -dijo Mary-. Así que salí y me busqué un hombre.

– ¿No se te ocurrió pensar en… las enfermedades? -dije con un ligero estremecimiento-. ¿O algo?

– Lo obligó a ponerse condón. Me apuesto diez pavos -dijo Claire gesticulando con una patata en la mano.

– Por supuesto que lo obligué a ponerse condón -masculló Mary-. No soy idiota.

– Estoy un poco sorprendida, eso es todo.

No pretendía sonar desaprobadora. No era eso, de verdad. Que mi hermana hubiera perdido la virginidad con un desconocido probablemente no habría sido peor de lo que hice yo, que perdí la mía con el chico del instituto que creía que me quería, equivocadamente. Por lo menos Mary se lo había tomado sin expectativas románticas.

– Desembucha. ¿Estuvo bien?

Mary se encogió de hombros y bajó la mirada. El móvil volvía a requerir su atención, pero ella lo ignoró.

– Ah, sí.

– No suenas muy convincente -dijo Claire dándole un codazo.

Mary soltó una carcajada.

– Sí. Estuvo bien. El tío estaba muy bueno. Y supongo que lo hizo bien.

– ¿Supones? ¿Es que no lo sabes? Si no estás segura, Mary, es que no estuvo tan bien.

– Me gustaría saber por qué habríamos de recibir consejo sexual de ti -comenté yo aplastando la hamburguesa repleta, dejando que los jugos cayeran al plato. Iba a comérmela entera, lo sabía, aunque lo lamentara la próxima vez que me subiera a la báscula.

Claire se encogió de hombros y metió el tenedor en su ensalada de col.

– Porque soy la que más lo practica. Ahí lo tienes.

Mary se rió y resopló con desdén.

– Yo en tu lugar no presumiría de eso.

– No presumo, únicamente soy sincera. Joder, me gustaría saber por qué todas vosotras tenéis ese punto de vista tan puritano respecto a lo de follar y yo no. ¿Cómo ocurrió?

– Yo no tengo un punto de vista puritano sobre lo de follar, Claire -dije yo, riéndome.

Mi hermana me miró con incredulidad.

– ¿No me digas? ¿Que es lo más perverso que has hecho?

Silencio.

– Me lo imaginaba.

Es irritante tener una hermana pequeña triunfal y engreída. Le tiré una patata frita que se comió con todo el aplomo del mundo y después se chupó los dedos.

– No se trata de perversiones -comentó Mary-. Por todos los santos, que no dejemos que nos aten o nos azoten no significa que seamos unas puritanas.

Claire echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

– Por favor, los azotes son casi una insignificancia hoy por hoy

– ¿Entonces qué es lo más pervertido que has hecho? -le pregunté yo con toda calma, volviendo las tornas.

Claire se encogió de hombros.

– Cortes.

Mary y yo retrocedimos asustadas.

– ¡Claire, eso es terrible!

Ella se rió.

– Os he pillado.

– Qué horror -repitió Mary, con gesto de espanto-. ¿La gente hace esas cosas?

– La gente hace de todo -dijo Claire como si nada.

– Yo nunca dejaría que me hicieran heridas -afirmó Mary.

Claire la señaló con una patata.

– No sabes lo que estarías dispuesta a hacer con la persona adecuada, Mary. Nunca digas nunca.

Mary resopló con desdén.

– No me imagino cómo podría ser adecuada la persona que me llevara al extremo de acceder a hacerme cortes.

– Bueno, no tiene por qué ser eso exactamente, podría ser cualquier otra cosa -dijo Claire-. El amor es algo turbio.

– Tenía entendido que no creías en el amor -señaló Mary.

– Para que veas cuánto sabes de mí -respondió Claire-. Sí creo en el amor.

– Yo también -dije yo. Levantamos nuestros vasos y los entrechocamos-. Por el amor. Todo tipo de amor.

– Oooh -comentó Claire-. Anne es una pervertida, después de todo.

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