Aunque Charles y Maxine no contaran sus planes a los niños y prefirieran guardárselos para ellos por el momento, el mero hecho de tenerlos cambió sutilmente su relación. De repente, Charles tenía una actitud más autoritaria cuando estaba con Maxine o los niños, y Daphne lo captó inmediatamente.
– ¿Quién se cree que es? -se quejó un día que Charles le había dicho a Jack que se quitara las zapatillas de deporte y se cambiara la camisa para salir a cenar.
Maxine también lo había notado, pero le gustaba que Charles intentara amoldarse y encontrar su lugar en la familia, aunque no acertara siempre. Sabía que su intención era buena. Ser el padrastro de tres niños suponía un gran paso para él.
– No lo hace con mala intención -dijo Maxine, excusándolo con más prontitud de la que su hija estaba dispuesta a aceptar.
– No es verdad. Es un mandón. Papá nunca diría esas cosas. Le daría igual lo que lleva Jack para cenar, o si se acuesta con las zapatillas de deporte.
– Pues a mí no me parece tan mal -dijo Maxine-. Tal vez necesitamos un poco más de orden.
Charles era muy organizado y le gustaba que todo estuviera pulcro y en su sitio. Era una de las cosas que tenían en común. Blake era el polo opuesto.
– ¿Esta casa es un campo de concentración nazi o qué? -estalló Daphne, y salió airadamente.
Maxine se alegró de haber retrasado el anuncio del compromiso y el matrimonio hasta el verano. Los niños todavía no estaban preparados para saberlo. Esperaba que en los próximos meses lo aceptaran cada día un poco más.
Marzo fue un mes muy atareado para Maxine. Asistió a dos conferencias en extremos opuestos del país: una en San Diego sobre los efectos de los sucesos traumáticos de ámbito nacional sobre niños menores de doce años, donde era la oradora principal, y otro sobre el suicidio en los adolescentes, en la ciudad de Washington, donde Maxine formó parte del grupo que inauguró la conferencia y además dio una charla en solitario el segundo día del evento. Después tuvo que volver a Nueva York a toda prisa para la semana de vacaciones de primavera de los niños. Tenía la esperanza de convencer a Blake para que se llevara a sus hijos, pero le dijo que estaba en Marruecos, trabajando en la casa y demasiado ocupado con la obra y los planos para tomarse unos días libres. Para los niños fue una decepción y para ella una carga suplementaria tomarse una semana libre para estar con ellos. Thelma se ocupaba de sus pacientes en estos casos.
Maxine se llevó a los chicos a esquiar a New Hampshire durante la semana de vacaciones. Por desgracia, Charles no podía dejar el trabajo. Estaba muy ocupado con su consulta, así que Maxine se fue con sus hijos y un amigo de cada uno de ellos, y lo pasaron en grande. Cuando le explicó a Charles sus planes, él le confesó que le aliviaba enormemente no poder acompañarlos. Seis niños era demasiado para sus nervios. Tres ya le parecían mucho. Seis era una locura. Maxine lo pasó bien y le llamó varias veces desde New Hampshire para ponerlo al corriente. El día después de regresar, tenía que marcharse a la conferencia de Washington. Charles fue a visitarla una noche, y finalmente pudieron irse a la cama a medianoche. Había sido una semana de locos.
A él le irritaba un poco que Maxine estuviera tan ocupada, pero se suponía que lo comprendía. Tenía una consulta muy solicitada y tres hijos, que educaba sola, sin la ayuda ni el apoyo de Blake. Normalmente ni siquiera podía localizarle, así que ni lo intentaba y tomaba las decisiones sin contar con él.
Blake estaba absorto en su última aventura inmobiliaria y su vida de «diversión», mientras ella trabajaba sin parar y cuidaba a sus hijos. La única persona que la ayudaba era Zelda, nadie más. Maxine le estaría eternamente agradecida y se sentía en deuda con ella. Ni Charles ni Blake tenían la menor idea de todo lo que se necesitaba para que su vida transcurriera sin sobresaltos y sus hijos estuvieran bien atendidos y contentos. La propuesta de Charles de que se tomara un mes libre para relajarse y planificar la boda la hizo reír. ¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuándo? Imposible. Estaba abrumada de trabajo y Blake era otra vez el hombre invisible para sus hijos. Había estado encantador con ellos en Aspen, pero no tenía planeado verlos hasta julio o agosto. Tendrían que esperar mucho tiempo y, hasta entonces, todo recaería sobre los hombros de Maxine.
Al llegar la primavera y el calor, empezó a visitar a más y más chicos en crisis. Sus pacientes enfermos siempre respondían mal a la primavera y el otoño. En primavera, las personas que sufrían decaimiento invernal se sentían mejor. El tiempo era más cálido y brillaba el sol, las flores se abrían, había alegría en el ambiente, pero los verdaderamente enfermos se sentían más desesperanzados que nunca. Se sentían como piedras en la playa cuando la marea bajaba, atrapados en su oscuridad, miseria y desesperación. Era un momento peligroso para los chicos suicidas.
A pesar de todos sus esfuerzos, le causó una gran tristeza que dos de sus pacientes se suicidaran en marzo y un tercero en abril. Fueron unos días terribles para ella. Thelma también perdió a uno de sus pacientes, un chico de dieciocho años con el que hacía cuatro que trabajaba. Estaba apenada por la familia y le echaba de menos. Septiembre también era un mes peligroso y estadísticamente relevante en los suicidios de chicos adolescentes.
Thelma y Maxine almorzaron juntas para consolarse por la pérdida de sus respectivos pacientes. Maxine aprovechó para confesarle su compromiso secreto. La noticia las animó a ambas: era como un destello de esperanza en su mundo.
– ¡Vaya! Menudo notición -exclamó Thelma, encantada por su amiga. Era un tema de conversación mucho más alegre que el que había motivado el almuerzo-. ¿Cómo crees que reaccionarán tus hijos?
Maxine le había dicho que no pensaban anunciarlo hasta junio y que la boda se celebraría en agosto.
– Espero que para entonces estén preparados para escuchar la noticia. Solo faltan dos meses para junio, y por lo que parece se van adaptando a Charles, poco a poco. El problema es que les gustaban las cosas tal como estaban, tenerme para ellos solos, sin compartirme con un hombre, sin interferencias.
Maxine parecía preocupada y Thelma sonrió.
– Eso significa que son chicos normales y bien adaptados. Es más agradable para ellos tenerte sin un hombre con quien competir por tu atención.
– Creo que Charles nos hará bien a toda la familia. Es el tipo de hombre que siempre hemos necesitado -dijo Maxine, en tono esperanzado.
– Esto lo hará más difícil para ellos -comentó Thelma sabiamente-. Si fuera un idiota podrían despreciarlo, y tú también. En cambio, es un candidato aceptable y un ciudadano responsable. Para ellos, esto le convierte en el enemigo público número uno, al menos por el momento. Abróchate el cinturón, Max, algo me dice que vas a tropezar con turbulencias cuando se lo digas. Pero lo superarán. Yo me alegro mucho por ti -dijo Thelma con una sonrisa.
– Gracias, yo también. -Maxine le sonrió, todavía nerviosa por la reacción de sus hijos-. Creo que tienes razón con lo de las turbulencias. La verdad es que no me apetecen mucho, así que lo retrasaremos hasta el último momento.
Pero junio estaba a la vuelta de la esquina, solo faltaban dos meses. Y a Maxine empezaba a preocuparle tener que dar la gran noticia. Por el momento, hacía que sus planes de boda fueran un poco tensos y agridulces. Y un poco irreales, hasta que hablara con sus hijos.
En abril, ella y Charles fueron a Cartier y eligieron un anillo. Se lo arreglaron a su medida y Charles se lo dio formalmente durante la cena, pero ambos sabían que todavía no podría lucirlo. Lo guardó en un cajón cerrado con llave de su escritorio de casa, pero cada noche lo sacaba para admirarlo y probárselo. Le encantaba. Era precioso y la piedra brillaba de una forma increíble. Estaba deseando ponérselo. Comprar el anillo hizo que sus planes parecieran más reales. Ya había reservado la fecha con un restaurador de Southampton para agosto. Solo faltaban cuatro meses para la boda. Quería empezar a buscar el vestido. También quería decírselo a Blake, y a sus padres, pero no hasta que lo supieran los niños. Sentía que se lo debía.
Ella, Charles y los niños pasaron el fin de semana de Pascua en Southampton, y se divirtieron mucho. Maxine y Charles cuchicheaban por las noches sobre sus planes de boda y se reían como dos chiquillos; también daban paseos románticos por la playa cogidos de la mano mientras Daphne ponía cara de desesperación. En mayo Maxine tuvo una conversación seria e inesperada con Zellie. Había tenido un mal día. Una amiga suya había muerto en un accidente y por primera vez habló con tristeza de lo mucho que lamentaba no haber tenido hijos. Maxine se mostró comprensiva y supuso que se le pasaría. Solo había sido un mal día.
– Nunca es tarde -dijo Maxine, para animarla-. Podrías conocer a un hombre y tener un hijo. -Empezaba a ser apremiante, pero todavía era posible para ella-. Las mujeres cada día tienen hijos más tarde, con un poco de ayuda.
Ella y Charles también habían hablado de ello. A Maxine le habría gustado, pero Charles creía que tres era suficiente. Se sentía mayor para tener hijos propios, pero a Maxine no le parecía tan mal la idea. Le habría gustado tener otro hijo, aunque solo si a él le hacía ilusión. Sin embargo, no parecía entusiasmado en absoluto.
– Creo que preferiría adoptar -dijo Zelda, con su habitual sentido práctico-. He cuidado de los hijos de los demás toda mi vida. No es un problema para mí. Les quiero como si fueran míos. -Sonrió y Maxine la abrazó. Sabía que era verdad-. Tal vez debería empezar a pensar en la adopción -añadió Zelda vagamente.
Maxine asintió. Era la clase de cosas que la gente dice para sentirse mejor, pero no siempre necesariamente en serio. Maxine estaba bastante segura de que Zelda se olvidaría del asunto.
La niñera tampoco sabía nada de la inminente boda de Maxine. La pareja tenía pensado contárselo a los niños cuando terminaran la escuela, tres semanas más tarde. Maxine sentía un gran temor, pero también estaba entusiasmada. Ya era hora de que supieran la gran noticia. Zelda no volvió a mencionar la adopción y Maxine se olvidó de ello. Dio por supuesto que Zelda lo había descartado.
Era el último día de colegio, a principios de junio, cuando Maxine recibió una llamada de la escuela. Estaba segura de que sería una llamada de rutina. Los niños estarían en casa al cabo de una hora y ella estaba visitando pacientes en la consulta. La llamaban por Sam. Un coche lo había atropellado cuando cruzaba la calle para subir al coche de la madre del compañero que lo acompañaba a casa. Lo habían llevado al New York Hospital en ambulancia. Una de las maestras había ido con él.
– Oh, Dios mío, ¿está bien?
¿Cómo podía estar bien si se lo habían llevado en ambulancia? Maxine estaba aterrorizada.
– Creen que tiene una pierna rota, doctora Williams… lo siento, ha sido un último día de curso caótico. También tiene un golpe en la cabeza, pero estaba consciente cuando se lo han llevado. Es un niño muy valiente.
¿Valiente? Cabrones. ¿Cómo podían haber dejado que le pasara algo así a su hijo? Cuando colgó, Maxine estaba temblando. Salió corriendo de la consulta. Estaba visitando a un chico de diecisiete años, que era su paciente desde hacía dos, y había contestado la llamada en la mesa de recepción. Le explicó a su paciente lo ocurrido y le dijo que lo sentía mucho. Se disculpó por tener que acabar la sesión y pidió a su secretaria que anulara todas las visitas de la tarde. Cogió el bolso y pensó que tal vez debería llamar a Blake, aunque no había mucho que él pudiera hacer. Aun así, Sam también era su hijo. Llamó a su casa en Londres, y el mayordomo le dijo que estaba en Marruecos, probablemente en su villa de La Mamounia. Cuando llamó al hotel de Marrakech anotaron el mensaje pero se negaron a confirmar si estaba alojado allí. Su móvil tenía puesto el contestador. Estaba frenética, así que llamó a Charles. El le dijo que se encontrarían en urgencias. Después, salió disparada por la puerta.
Fue fácil encontrar a Sam en urgencias. Tenía un brazo y una pierna rotos, dos costillas fracturadas y una conmoción; parecía en estado de shock. Ni siquiera lloraba. Charles se portó magníficamente. Entró en el quirófano con él para que le recolocaran el brazo y la pierna. Con las costillas no podían hacer otra cosa que vendarlo y por suerte la conmoción era ligera. Maxine estaba fuera de sí mientras esperaba. Aquella misma tarde le permitieron llevárselo a casa. Charles seguía a su lado y Sam les cogía una mano a cada uno. A Maxine le rompía el corazón verlo en ese estado. Le acostaron y le dieron unos calmantes para mantenerlo aturdido. Jack y Daphne se pusieron muy nerviosos al verlo. Pero se encontraba bien, estaba vivo y el daño podía repararse. Llamó la madre que tenía que acompañarlo en coche y se disculpó de todas las formas posibles, diciendo que no habían visto venir el coche. El conductor también estaba hundido, aunque no tanto como Maxine. De todos modos, le había quitado un peso de encima comprobar que no era demasiado grave.
Aquella noche, Charles se quedó a dormir en el sofá, para relevar a Maxine velando a Sam. Ambos anularon sus visitas del día siguiente y Zelda entraba a menudo para ver cómo estaba el pequeño. A medianoche, Maxine fue a la cocina a prepararse una taza de té. Era su turno para velar a Sam y se encontró con Daphne, que la perforó con la mirada.
– ¿Por qué se ha quedado a dormir? -preguntó, refiriéndose a Charles.
– Porque se preocupa por nosotros. -Maxine estaba cansada y no tenía humor para aguantar los comentarios de Daphne-. Se ha portado muy bien con Sam en el hospital. Ha entrado en el quirófano con él.
– ¿Has llamado a papá? -preguntó Daphne con toda la intención.
Fue demasiado para Maxine.
– Sí, le he llamado. Está en Marruecos, maldita sea, y no hay forma de localizarlo. No me ha devuelto las llamadas. No es ninguna novedad. ¿Responde esto a tu pregunta?
Daphne puso cara de ofendida y se marchó enfadada. Todavía quería que su padre fuera alguien que no era, y que no sería nunca. Como todos. Jack también quería que su padre fuera un héroe, pero no lo era. Solo era un hombre. Y todos, incluida Maxine, querían que fuera responsable y que estuviera en algún lugar donde pudieran localizarlo. Pero nunca lo estaba. Y esta vez no era distinto. Precisamente por eso estaban divorciados.
Maxine tardó cinco días en localizarlo en Marruecos. Blake dijo que había habido un terremoto muy fuerte. De repente Maxine recordó vagamente haber oído hablar de ello. Pero en la última semana solo había pensado en Sam. El niño lo había pasado mal con las costillas fracturadas y había tenido dolor de cabeza varios días debido a la conmoción. El brazo y la pierna eran lo de menos porque estaban enyesados. Blake se mostró preocupado al enterarse.
– Sería de mucha ayuda que alguna vez estuvieras en un sitio donde pudiera llamarte, para variar. Esto es ridículo, Blake. Si sucede algo, nunca puedo encontrarte.
Lo decía en serio y estaba muy enfadada con él.
– Lo siento mucho, Max. Las líneas telefónicas estaban averiadas. Mi móvil y mi correo electrónico no han funcionado hasta hoy. Ha sido un terremoto horrible, y ha muerto mucha gente en los pueblos, cerca de aquí. He intentado ayudar organizando la llegada de suministros por aire.
– ¿Desde cuándo te dedicas a hacer buenas obras?
Estaba furiosa con él. Charles había estado a su lado. Como siempre, Blake no.
– Necesitaban ayuda. Hay gente vagando por la calle sin comida, y cadáveres por todas partes. Oye, ¿quieres que vaya?
– No hace falta. Sam está bien -dijo Maxine, calmándose un poco-. Pero me he llevado un buen susto. Y sobre todo él. Ahora duerme, pero deberías llamarle dentro de unas horas.
– Lo siento, Max -repitió él y parecía sincero-. Ya tienes bastante trabajo para ocuparte también de esto.
– Estoy bien. Charles me ha ayudado.
– Me alegro -dijo Blake con calma, y a Maxine le pareció que también estaba cansado. Quizá era cierto que estaba haciendo algo útil en Marruecos, aunque costara creerlo-. Llamaré a Sam más tarde. Dale un beso de mi parte.
– Lo haré.
Efectivamente llamó a Sam unas horas después. Al niño le encantó hablar con su padre y le contó el accidente con pelos y señales. Le dijo que Charles había entrado con él en el quirófano y le había cogido la mano. Le contó que mamá estaba muy nerviosa y que el médico no la había dejado entrar, lo cual era verdad. Había estado a punto de desmayarse de preocupación por su hijo. Charles había sido el héroe del día. Blake prometió ir a visitar a su hijo pronto. Para entonces, Maxine había leído la noticia del terremoto en Marruecos. Había sido muy fuerte; dos pueblos quedaron literalmente arrasados y habían muerto todos sus habitantes. En las ciudades también se habían producido daños importantes. Blake decía la verdad. Pero seguía enfadada por no haber podido hablar con él. Era típico de Blake. No cambiaría nunca. Sería un golfo hasta el fin de sus días. O cuando menos un irresponsable. Gracias a Dios que tenía a Charles.
A finales de semana seguía durmiendo en el sofá y había estado con ellos todas las noches después del trabajo. Se había portado muy bien con Sam. Decidieron que era un buen momento para comunicar sus planes a los chicos. Había llegado la hora. Era junio y la escuela había terminado.
Maxine los reunió a todos en la cocina el sábado por la mañana. Charles también estaba, aunque ella no estuviera del todo convencida de que fuera una buena idea. Pero él quería estar presente cuando se lo dijera a los niños y Maxine sentía que se lo debía. Se había desvivido por Sam y ahora no podía dejarlo de lado. Sus hijos podrían desahogarse con ella más tarde, si tenían algo que objetar.
Al principio habló de vaguedades, comentando lo bien que se había portado Charles con ellos los últimos meses. Mientras hablaba miraba a sus hijos, como si intentara convencerlos al mismo tiempo. Seguía temiendo su reacción a la noticia. Hasta que no quedó nada más por decir.
– Así que Charles y yo hemos decidido que nos casaremos en agosto.
Se hizo un silencio sepulcral en la habitación y no hubo ninguna reacción. Los niños se quedaron mirando fijamente a su madre. Parecían estatuas.
– Quiero a vuestra madre, y a vosotros también -añadió Charles, un poco más tenso de lo que le habría gustado.
Nunca había tenido que hacer algo así y le parecía que formaban un grupo intimidador. Zelda escuchaba, en segundo plano.
– ¿Estás de broma? -Daphne fue la primera en reaccionar.
Maxine le contestó con seriedad.
– No. No bromeamos.
– Si casi no lo conoces… -Hablaba con su madre sin hacer caso de Charles.
– Llevamos siete meses saliendo y a nuestra edad sabemos cuándo ha llegado el momento.
Estaba citando a Charles. Daphne se levantó de la mesa de la cocina y salió sin decir una palabra más. Un minuto después oyeron que daba un portazo en su habitación.
– ¿Lo sabe papá? -preguntó Jack.
– Todavía no -contestó su madre-. Quería que lo supierais vosotros primero. Después se lo diré a papá y a los abuelos. Pero quería que fuerais los primeros en enteraros.
– Ah -dijo Jack, y también desapareció.
No dio un portazo, su puerta se cerró con normalidad. El corazón de Maxine se encogió. Estaba siendo más difícil de lo que había previsto.
– Creo que estará bien -dijo Sam bajito, mirándolos a los dos-. Fuiste muy bueno conmigo en el hospital, Charles. Gracias. -Estaba siendo educado, y parecía menos angustiado que sus hermanos, pero tampoco estaba encantado. Podía adivinar que ya no volvería a dormir con su madre. Charles ocuparía su lugar. Era angustioso para todos, porque a su modo de ver estaban perfectamente bien antes de que Charles apareciera-. ¿Puedo ir a ver la tele en tu habitación ahora? -preguntó.
Ninguno había pedido detalles de la boda, ni siquiera la fecha exacta. No querían saberlo. Poco después, Sam se marchó apoyado en sus muletas, que manejaba a la perfección. Charles y Maxine se quedaron solos en la cocina y Zelda habló desde el umbral.
– Mi enhorabuena -dijo amablemente-. Se acostumbrarán. Ha sido una sorpresa. Ya empezaba a sospechar que ustedes se traían algo así entre manos.
Sonreía, pero también estaba un poco triste. Era un gran cambio para todos, pues estaban acostumbrados a ese estado de cosas y les gustaba.
– Para ti no cambiará nada, Zelda -aseguró Maxine-. Te necesitaremos tanto como antes. Quizá más.
Maxine sonrió.
– Gracias. No sabría qué hacer con mi vida si no me necesitaran.
Charles la miró sonriendo. Le parecía una buena mujer, aunque no le entusiasmara la idea de tropezarse con ella por la noche en pijama, cuando se hubiera mudado. Empezaría una nueva vida, con una esposa, tres hijos y una niñera interina. Su intimidad era cosa del pasado. Pero seguía pensando que era lo correcto.
– Los niños se acostumbrarán -insistió Zelda-. Solo necesitan más tiempo.
Maxine asintió.
– Podría haber sido peor -dijo Max, animosamente.
– No sé cómo -contestó Charles, que parecía hundido-. Tenía la esperanza de que al menos uno de ellos se alegrara. Daphne quizá no, pero al menos uno de los chicos.
– A nadie le gustan los cambios -recordó Maxine-. Y este es un gran cambio para ellos. Y para nosotros.
Se echó hacia delante para besarlo y él sonrió tristemente. Zelda salió de la cocina para dejarlos solos.
– Te quiero -dijo Charles-. Lamento que tus hijos estén disgustados.
– Lo superarán. Un día nos reiremos de esto, como de nuestra primera cita.
– Puede que fuera un presagio -dijo él, con inquietud.
– No… todo irá bien. Ya lo verás -le aseguró Maxine, y volvió a besarlo.
Charles la abrazó y deseó que tuviera razón. Le entristecía que los niños no se alegraran por ellos.