Capítulo 4

La mañana de Acción de Gracias, Maxine pasó a ver a los niños por sus habitaciones. Daphne estaba echada en la cama hablando por el móvil, que le había sido devuelto oficialmente. Todavía estaba castigada y no tenía vida social, pero al menos había recuperado el teléfono. Jack tecleaba algo frente a su ordenador, vestido con camisa azul, pantalones grises y americana, y Maxine le ayudó a anudarse la corbata. Sam todavía iba en pijama y estaba absorto con la televisión, mirando el desfile del Día de Acción de Gracias de Macy's. Zelda se había marchado temprano para pasar el día con una conocida que trabajaba para una familia de Westchester, y prepararía el almuerzo de Acción de Gracias para un puñado de amigas niñeras. Todas estaban hechas de una madera especial; eran mujeres que entregaban su vida a los niños que cuidaban y amaban, y no tenían hijos propios.

Maxine sacó la ropa de Sam y recordó a Daphne que colgara el teléfono y se vistiera. Su hija entró en el baño todavía con el móvil pegado a la oreja y cerró dando un portazo. Maxine entró en su dormitorio para arreglarse. Pensaba ponerse un traje pantalón beis con un jersey de cuello alto de cachemir a juego y zapatos de tacón. Se pasó el jersey por la cabeza y empezó a cepillarse los cabellos.

Al cabo de diez minutos entró Sam, con la camisa mal abrochada, la bragueta abierta y los cabellos en punta, y Maxine sonrió.

– ¿Estoy guapo? -preguntó, seguro de sí mismo, mientras ella se cepillaba el pelo y le decía que se subiera la bragueta.

– ¡Oh! -exclamó él sonriendo. Ella le abrochó bien la camisa y le dijo que fuera a buscar la corbata. El hizo una mueca-. ¿Tengo que ponérmela? Me ahoga.

– Entonces no la anudaremos demasiado fuerte. El abuelo siempre lleva corbata y Jack también se ha puesto una.

– Papá nunca lleva -contraatacó Sam con expresión dolida.

– Sí que se la pone. -Maxine se mantuvo firme. Blake estaba impresionante con traje-. A veces, para salir.

– Ya no.

– Bueno, pues tú te la pondrás en Acción de Gracias. Y no olvides sacar los mocasines del armario.

Sabía que si no se lo recordaba se pondría las zapatillas de deporte para ir a almorzar con los abuelos. Mientras el niño regresaba a su habitación a buscar la corbata y los zapatos, Daphne apareció en el umbral con una minifalda negra, medias negras y tacones altos. Había ido a la habitación de su madre a pedir prestado otro jersey, el rosa, su favorito; en sus orejas brillaban unos diamantes diminutos. Maxine se los había regalado por su decimotercer cumpleaños, cuando le dio permiso para perforarse las orejas. Ahora quería hacerse dos agujeros más. En la escuela «todos» tenían dos agujeros como mínimo. De momento Maxine no había cedido. Su hija estaba preciosa con los cabellos oscuros cayéndole alrededor del rostro. Maxine le dio el jersey rosa justo cuando Sam entraba con sus zapatos y una expresión despistada.

– No encuentro la corbata -dijo, satisfecho.

– La encontrarás. Vuelve y mira otra vez -dijo Maxine firmemente.

– Te odio -murmuró el niño, como era de esperar.

Maxine se puso la chaqueta, los zapatos de tacón y unos pendientes de perlas.

Media hora después estaban todos vestidos, ambos chicos con sus corbatas y el anorak sobre la americana, y Daphne con un abrigo negro corto con un pequeño cuello de piel que Blake le había regalado por su cumpleaños. Estaban impecables, muy dignos y bien vestidos. Recorrieron andando el breve tramo de Park Avenue hasta el piso de sus abuelos. Daphne quería tomar un taxi, pero Maxine dijo que caminar les sentaría bien. Era un día de noviembre soleado y alegre, y los chicos estaban deseando que su padre llegara aquella tarde. Venía de París, y habían quedado en su piso a tiempo para cenar. Maxine había aceptado la invitación para unirse a ellos. Sería agradable ver a Blake.

Cuando entraron en el ascensor, el portero de la finca de los padres de Maxine les deseó un feliz día de Acción de Gracias. La madre de Maxine ya los esperaba en la puerta del piso. Se parecía una barbaridad a su hija, en una versión mayor y ligeramente más gruesa; el padre de Maxine estaba detrás de su esposa, con una amplia sonrisa.

– Vaya, vaya -dijo, afectuoso-, qué grupo tan elegante formáis.

Primero besó a su hija y después estrechó la mano de los chicos, mientras Daphne besaba a su abuela y sonreía a su abuelo, que le dio un gran abrazo.

– Hola, abuelo -dijo la niña cariñosamente, y todos siguieron a los ancianos al salón.

La abuela había dispuesto varios hermosos arreglos florales de otoño, y el piso estaba tan pulcro y elegante como siempre. Todo estaba reluciente y en orden, y los niños se sentaron educadamente en el sofá y los sillones. Sabían que en casa de los abuelos tenían que portarse bien. Eran muy cariñosos, pero no estaban acostumbrados a tener tantos niños en casa a la vez, y menos aún chicos. Sam sacó una baraja de cartas del bolsillo y empezó una partida con su abuelo mientras Maxine y su madre iban a la cocina a ver cómo estaba el pavo. Todo se había preparado meticulosamente: la plata estaba reluciente, los manteles inmaculadamente planchados, el pavo a punto y las verduras se estaban cociendo. Pasar juntos el día de Acción de Gracias era una tradición que les encantaba a todos. Maxine siempre disfrutaba cuando visitaba a sus padres. La habían apoyado toda la vida, y más que nunca después de divorciarse de Blake. Les caía bien, pero creían que había perdido la cabeza a raíz de su gran golpe de suerte con el boom del puntocom. La forma como vivía ahora les resultaba incomprensible. Les preocupaba su influencia sobre los niños, pero les aliviaba comprobar que los sólidos valores y la constante atención de Maxine seguían pesando mucho en ellos. Estaban locos por sus nietos y les gustaba tenerlos en casa e ir de vacaciones con ellos.

El padre de Maxine seguía ocupado con su consulta, daba clases y operaba en casos especiales; estaba enormemente orgulloso de la carrera profesional de su hija. Cuando ella decidió ingresar en la facultad de medicina y seguir sus pasos, le complació muchísimo. Le extrañó un poco que eligiera especializarse en psiquiatría, un mundo que conocía poco, pero le impresionaba la carrera y la reputación que Maxine se había labrado en su campo. Había regalado con gran orgullo muchos ejemplares de los dos libros de su hija.

Su madre echó un vistazo a los boniatos que se cocían en el horno, pinchó otra vez el pavo para asegurarse de que no quedaba seco y miró a Maxine con una amplia sonrisa. Era una mujer tranquila y reservada que estaba satisfecha de llevar una vida en segundo plano, siendo un apoyo para su marido y feliz de ser la esposa de un médico. Nunca había sentido la necesidad de tener una carrera propia. Pertenecía a una generación de mujeres que se contentaba permaneciendo al lado de su marido, criando a los hijos y, siempre que no hubiera necesidades económicas, quedándose en casa en lugar de trabajar. Colaboraba asiduamente en organizaciones de beneficencia y en el hospital donde su marido trabajaba, y le gustaba leer a los invidentes. Se sentía realizada, pero le preocupaba que su hija cargara con demasiadas responsabilidades y trabajara en exceso. Le angustiaba más que a su marido que Blake fuera un padre ausente, aunque su propio esposo tampoco se había implicado mucho en la educación de su hija. Sin embargo, a Marguerite Connors le parecían más comprensibles y respetables las razones de su marido para no hacerlo, por su absorbente consulta, que el obsesivo y totalmente irresponsable afán de diversión de Blake. Nunca había alcanzado a comprender qué hacía ni por qué se comportaba de ese modo; le parecía extraordinario que Maxine fuera tan paciente con él y tan tolerante con su absoluta falta de responsabilidad con los niños. Le apenaba mucho lo que los chicos se estaban perdiendo, y lo que se perdía Maxine. Y le preocupaba que su hija no tuviera a ningún hombre en su vida.

– ¿Cómo estás, cariño? ¿Tan ocupada como siempre? -preguntó Marguerite.

Ella y Maxine hablaban varias veces por semana, pero casi nunca de cuestiones importantes. Si Maxine necesitara hablar, probablemente lo haría con su padre, que tenía una visión más realista del mundo. Su madre había vivido tan protegida durante casi cincuenta años de matrimonio que era poco probable que pudiera serle útil en aspectos prácticos. Además, Maxine no deseaba preocuparla.

– ¿Estás trabajando en algún libro nuevo?

– Todavía no. Mi consulta suele desquiciarse un poco antes de las fiestas. Siempre hay algún tarado que intenta poner en peligro o traumatizar a los chicos, y mis pacientes adolescentes se angustian con las festividades, como todo el mundo. Parece que estos días nos enloquecen un poco a todos -dijo Maxine mientras ayudaba a su madre a llenar un cesto con panecillos recién horneados.

La cena tenía un aspecto delicioso y olía de maravilla.

Aunque tuviera una asistenta durante la semana, su madre era una gran cocinera y se enorgullecía de preparar personalmente las comidas festivas. También se ocupaba siempre de la cena de Navidad, lo que era un enorme alivio para Maxine, que nunca había sido tan buena cocinera como ella; en muchos sentidos era más parecida a su padre. Ella también tenía una visión más realista y práctica del mundo. Era más científica que artística, y como sustento de su familia, tenía los pies más en el suelo. Todavía hoy, su padre seguía extendiendo los cheques y pagando las facturas. Maxine era consciente de que si algo le sucedía a su padre, su madre estaría completamente perdida en el mundo real.

– Para nosotros las fiestas también son una locura -dijo Marguerite mientras sacaba el pavo del horno. Tenía un aspecto magnífico, como si fueran a hacerle una fotografía para una revista-. Todo el mundo se rompe algún hueso durante la temporada de esquí y, en cuanto empieza el frío, la gente resbala en el hielo y se rompe la cadera. -Le había sucedido a ella hacía tres años, y habían tenido que ponerle una prótesis. Se había recuperado muy bien-. Ya sabes lo ocupado que está tu padre en estas fechas.

Maxine sonrió y la ayudó a sacar los boniatos del horno y a dejarlos en la isla del centro de la cocina. La nube de merengue que los cubría tenía un tono parduzco dorado perfecto.

– Papá siempre está ocupado, mamá.

– Como tú -dijo su madre rebosante de orgullo, y fue a buscar a su marido para que trinchara el pavo.

Cuando Maxine la siguió al salón vio que el hombre seguía jugando a las cartas con Sam y que los otros dos niños miraban un partido de fútbol en la televisión. Su padre era un gran amante del deporte, y había sido cirujano ortopédico de los New York Jets durante años. Algunos todavía eran pacientes suyos en la consulta.

– El pavo -anunció Marguerite, mientras su marido se levantaba para trincharlo.

Se disculpó con Sam y miró a su hija con una sonrisa. Se lo estaba pasando estupendamente.

– Creo que hace trampas -comentó el abuelo refiriéndose a su nieto.

– Sin duda -confirmó Maxine, mientras su padre se metía en la cocina para cumplir su cometido.

Diez minutos después el pavo estaba trinchado y el abuelo lo llevaba a la mesa del comedor. Su esposa los llamó a todos para que se sentaran. Maxine disfrutaba enormemente con el ritual familiar, y estaba encantada de que estuvieran todos juntos y de que sus padres gozaran de buena salud. Su madre tenía setenta y ocho años, y su padre setenta y nueve, pero ambos se mantenían en buena forma. Costaba creer que fueran ya tan mayores.

Su madre bendijo la mesa, como hacía cada año, y después su padre les pasó la bandeja del pavo. Había relleno, compota de arándanos, boniatos, arroz salvaje, guisantes, espinacas, puré de castañas y panecillos hechos por su madre. Era un auténtico festín.

– ¡Ñam! -exclamó Sam, mientras amontonaba boniatos con merengue en su plato.

Se sirvió varias cucharadas de compota de arándanos, una considerable porción de relleno, una tajada de pavo y ni una sola verdura. Maxine no le dijo nada y dejó que disfrutara de la comida.

Como siempre que se reunían, la conversación fue animada. Su abuelo les preguntó uno a uno cómo les iba en la escuela, y se interesó especialmente por los partidos de fútbol de Jack. Cuando terminaron de comer estaban tan saciados que apenas podían moverse. El almuerzo había acabado con pasteles de manzana, calabaza y tartaletas de fruta, con helado de vainilla o crema perfectamente batida. Sam se levantó de la mesa con los faldones de la camisa por fuera, el cuello abierto y la corbata torcida. Jack mantenía la compostura, pero también se había quitado la corbata. Solo Daphne parecía una perfecta dama, exactamente igual que cuando habían llegado. Los tres niños volvieron al salón a mirar el partido, mientras Maxine se quedaba tomando café con sus padres.

– Ha sido una comida deliciosa, mamá -dijo Maxine sinceramente. Le encantaba cómo cocinaba su madre, y le habría gustado aprender de ella. Pero no tenía ni interés ni aptitudes-. Siempre es maravilloso cuando cocinas tú -añadió.

Su madre rebosaba satisfacción.

– Tu madre es una mujer sorprendente -añadió su padre.

Maxine sonrió mientras intercambiaban una mirada. Eran encantadores. Después de tantos años seguían enamorados. Al año siguiente celebrarían sus bodas de oro. Maxine ya estaba pensando en dar una fiesta para ellos. Era su única hija y era su responsabilidad.

– Los niños están estupendos -comentó su padre mientras Maxine cogía una chocolatina de una bandeja de plata que su madre había dejado delante de ella, para desesperación de su hija. Costaba creer que alguien pudiera tragar algo más después de un almuerzo tan copioso, pero no podía evitarlo.

– Gracias, papá. Sí, están bien.

– Es una lástima que su padre no los vea más a menudo. -Era un comentario que hacía siempre. Aunque a veces apreciara mucho la compañía de Blake, como padre creía que su ex yerno era un desastre.

– Vendrá esta noche -comentó Maxine sin amargura. Sabía lo que pensaba su padre y estaba bastante de acuerdo con él.

– ¿Por cuánto tiempo? -preguntó Marguerite.

Coincidía con su marido en que Blake había resultado decepcionante como marido y como padre, a pesar de que le cayera bien.

– Seguramente el fin de semana.

O tal vez ni siquiera tanto. Con Blake nunca se podía estar seguro. Pero al menos vería a sus hijos en Acción de Gracias. Y aquello era algo que no podía darse por descontado con él, así que los niños tendrían que conformarse con el tiempo que les dedicara, por breve que fuera.

– ¿Cuánto hace que no los ve? -preguntó su padre en tono claramente desaprobador.

– Desde julio. En Grecia, en el barco. Se lo pasaron en grande.

– Esa no es la cuestión -replicó su padre-. Los chicos necesitan un padre. El no está nunca.

– Nunca estuvo -dijo Maxine sinceramente.

Ya no tenía que defenderle, aunque no quería ser antipática o angustiar a los niños con comentarios negativos sobre él y jamás los hacía.

– Por eso nos divorciamos. Los quiere, pero se olvida de ir a verlos. Como diría Sam, es un asco. Pero parece que se han adaptado bien. Más adelante puede que les fastidie, pero por ahora lo llevan bien. Lo aceptan tal como es, un tipo encantador que los adora y en el que no pueden confiar, y se lo pasan fenomenal con él.

Era una definición perfecta de Blake. El padre de Maxine frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– ¿Y tú qué? -preguntó, siempre preocupado por su hija.

Al igual que la madre de Maxine, creía que su hija trabajaba demasiado, pero estaba muy orgulloso de ella y lamentaba que estuviera sola. No le parecía justo; estaba resentido con Blake por cómo habían acabado las cosas, incluso bastante más que la propia Maxine. Ella había aceptado la situación hacía mucho tiempo. Sus padres no.

– Estoy bien -dijo Maxine tranquilamente, en respuesta a la pregunta de su padre.

Sabía a qué se refería. Siempre se lo preguntaban.

– ¿Algún buen hombre en el horizonte? -Parecía esperanzado.

– No -dijo ella con una sonrisa-. Todavía duermo con Sam.

Sus padres sonrieron.

– Espero que eso cambie pronto -dijo Arthur Connors con expresión preocupada-. Algún día esos niños se harán mayores, antes de lo que crees, y te quedarás sola.

– Creo que me quedan algunos años antes de dejarme llevar por el pánico.

– Crecen con una rapidez espantosa -dijo él, pensando en ella-. Pestañeé y ya estabas en la facultad de medicina. Y ahora ya ves. Eres una autoridad en el campo de los traumas infantiles y el suicidio adolescente. Cuando pienso en ti, Max, todavía me parece que tienes quince años.

Le sonrió cariñosamente y la madre de Maxine asintió.

– Sí, a mí también me ocurre, papá. Miro a Daphne, con mi ropa y esos tacones, y me pregunto cómo ha sucedido. La última vez que la miré, tenía tres años. De repente, Jack es tan alto como yo, de la noche a la mañana, y hace cinco minutos, Sam tenía dos meses. Es raro, ¿verdad?

– Más raro será cuando tus «niños» tengan la edad que tú tienes ahora. Para mí siempre serás una niña.

A Maxine le gustaba precisamente esto de su relación. Debía haber un lugar en el mundo, y personas en él, donde todavía pudiera ser una cría. Era demasiado pesado ser un adulto constantemente. Por eso se alegraba de tener padres todavía: la sensación de seguridad que daba no ser la más mayor de la familia.

A veces se preguntaba si el comportamiento alocado de Blake procedía del miedo a envejecer. Si era así, no podía culparle del todo. En muchos sentidos, la responsabilidad le apabullaba; sin embargo había sido un fuera de serie en los negocios. Pero eso era distinto. Había querido ser el eterno adolescente, y ahora se había convertido en un hombre de mediana edad. Maxine sabía que hacerse mayor era lo que más miedo le daba, y no podía correr lo bastante rápido para evitar enfrentarse consigo mismo. En cierto modo era triste, y se había perdido muchas cosas. Mientras corría a la velocidad del sonido sus hijos crecían, y la había perdido a ella. Parecía un precio muy alto para ser Peter Pan.

– Bueno, no creas que eres una vieja -dijo entonces su padre-. Aún eres una mujer joven, y cualquier hombre sería afortunado de tenerte. Con cuarenta y dos años, todavía eres una niña. No te encierres, y no olvides que hay que salir y divertirse.

Ellos sabían que no salía a menudo. A veces su padre temía que siguiera enamorada de Blake y suspirara por él, pero su madre insistía en que no era así. Sencillamente aún no había conocido a otro hombre. Ambos deseaban que esta vez encontrara la persona adecuada. Al principio, su padre había intentado emparejarla con algunos médicos, pero no había funcionado, así que Maxine acabó diciéndoles que prefería buscarse ella misma las citas.

Ayudó a su madre a despejar la mesa y a ordenar la cocina, pero Marguerite le dijo que la asistenta volvía al día siguiente, de modo que se unieron a los demás en el salón donde estaban mirando ávidamente un partido en la tele. Muy a su pesar, a las cinco Maxine se llevó a los niños. No le apetecía marcharse, pero no quería que llegaran tarde a casa de Blake. Todos los momentos que pasaban con él eran valiosos. Sus padres lamentaron que tuvieran que irse. Les abrazaron y besaron, y ella y los niños les dieron las gracias por aquella maravillosa comida. Así era como debería ser el día de Acción de Gracias para todo el mundo, y Maxine estaba agradecida de que su familia lo tuviera. Sabía que era afortunada.

Caminaron lentamente por Park Avenue hacia su casa. Ya eran las cinco y media. Los chicos se cambiaron de ropa y, de forma insólitamente puntual, Blake llamó a las seis. Acababa de aterrizar. Estaba a punto de llegar y quería que se reunieran con él a las siete. Dijo que todo estaba preparado para recibirlos. Un restaurante les serviría la cena, pero sabiendo que habrían comido pavo en casa de sus abuelos, había pedido algo diferente. Cenarían a las nueve y hasta entonces pasarían juntos el rato. Los chicos se emocionaron con aquel plan.

– ¿Seguro que quieres que vaya? -preguntó Maxine cautelosamente.

No le gustaba entrometerse cuando estaban con él, aunque sabía que Sam se sentiría más cómodo con ella cerca. Aun así, algún día tendría que acostumbrarse a estar con Blake. El problema era que nunca pasaba con él el tiempo suficiente para superar este malestar. A Blake no le importaba. Le gustaba ver a Maxine, y siempre hacía que se sintiera bien recibida. Cinco años después del divorcio, seguían llevándose de maravilla, como amigos.

– Me gustaría mucho -dijo Blake en respuesta a su pregunta-. Nos pondremos al día mientras los chicos se divierten.

Los niños siempre lo pasaban en grande en casa de su padre, jugando con los videojuegos y viendo películas. Les encantaba la sala de proyección, con sus asientos enormes y cómodos. Tenía todos los aparatos de alta tecnología que existían, porque él también era un crío. Blake siempre le recordaba a Tom Hanks en la película Big, un niño encantador haciéndose pasar por un hombre.

– Nos vemos a las siete -prometió Blake.

Maxine colgó y fue a hablar con los chicos.

Tenían una hora para descansar y coger lo que quisieran llevarse para estar con su padre. Sam no parecía muy contento, pero Maxine le aseguró que todo iría bien.

– Puedes dormir con Daffy si quieres -le recordó, y eso pareció tranquilizarlo.

Maxine lo comentó con Daphne unos minutos después y le encargó que cuidara de Sam y que le dejara dormir con ella. A Daphne no le importaba.

Una hora después los cuatro estaban en un taxi, camino del piso de Blake. Solo entrar en el ascensor ya se sintieron en una nave espacial. Se necesitaba un código especial para subir al ático. Ocupaba dos plantas enteras y, desde el momento en que se abría la puerta, todo era Blake y el mundo mágico en el que vivía. La música en el extraordinario sistema de sonido era ensordecedora; las obras de arte y la iluminación eran asombrosas; la vista era más que espectacular, con paredes exteriores de cristal, ventanas panorámicas y tragaluces enormes. Las paredes interiores estaban revestidas de espejo para reflejar la vista, los techos tenían nueve metros de altura. Había comprado dos plantas y las había convertido en un solo piso con una escalera circular en medio, y tenía todos los juegos, aparatos, estéreos, televisores y dispositivos posibles. Había una película en marcha en una pantalla que ocupaba toda una pared, y le dio a Jack unos auriculares para que la mirara. Los besó y abrazó a todos, le regaló a Daphne un móvil nuevo en esmalte rosa con sus iniciales grabadas, y le enseñó a Sam cómo funcionaba la nueva silla de videojuegos y el ping-pong que había hecho instalar durante su ausencia. Cuando todos estuvieron ocupados con sus juguetes y aclimatándose a sus habitaciones, Blake tuvo finalmente un momento de tranquilidad para sonreír a su ex esposa y rodearla cariñosamente con el brazo.

– Hola, Max -dijo tranquilamente-. ¿Cómo estás? Perdona el jaleo.

Estaba irresistible como siempre. Se le veía muy bronceado, lo que hacía que destacaran más todavía sus ojos azul eléctrico. Llevaba vaqueros, un jersey negro de cuello vuelto y unas botas de piel de cocodrilo que le habían hecho a medida en Milán. No se podía negar, se dijo Maxine, que resultaba increíblemente guapo. En él todo parecía atractivo durante unos diez minutos. Entonces te dabas cuenta de que no podías contar con él, que nunca aparecía, y que por muy encantador que fuera, nunca crecería. Era el Peter Pan más guapo, listo y adorable del mundo. Era fantástico si querías ser Wendy; de lo contrario, no era el hombre adecuado. A veces tenía que recordárselo a sí misma. Estar bajo el efecto de su aura era una experiencia embriagadora. Pero ella sabía mejor que nadie que Blake no se comportaba como un adulto responsable. A veces tenía la sensación de que era su cuarto hijo.

– Les encanta el jaleo -le tranquilizó ella.

Estar con él era estar en un circo de tres pistas. ¿A quién no le gustaba eso a la edad de los niños? Aunque para ella era más difícil de soportar.

– Estás fantástico, Blake. ¿Cómo fue en Marruecos, en París, o donde sea que estuvieras?

– La casa de Marrakech quedará impresionante. He estado allí toda la semana. Ayer estuve en París.

Maxine rió ante el contraste de sus vidas. Ella había estado en Silver Pines, visitando a Jason, en Long Island. Estaba muy lejos del glamour de la vida de su ex esposo, pero no se habría cambiado por él por nada del mundo. Ella ya no podría vivir así.

– Tú también estás estupenda, Max. ¿Tan ocupada como siempre? ¿Visitando a un millón de pacientes? No sé cómo te las arreglas.

Sobre todo teniendo en cuenta los casos dolorosos que trataba. Admiraba el trabajo que hacía ella, y que fuera tan buena madre. También había sido una gran esposa. Siempre lo decía.

– Me gusta -dijo Maxine, sonriendo-. Alguien tiene que hacer este trabajo, y me alegro de ser yo. Me gusta ocuparme de los niños.

El asintió, sabiendo que era cierto.

– ¿Cómo ha ido Acción de Gracias con tus padres?

El siempre se agobiaba en aquellas celebraciones, pero al mismo tiempo, por contradictorio que fuera, le encantaban. Ellos eran como deberían ser las familias, y no había muchas que fueran así. Hacía cinco años que no celebraba una de esas fiestas.

– Muy bien. Adoran a los niños y son un encanto. Están los dos en muy buena forma para la edad que tienen. A los setenta y nueve años, mi padre sigue operando, aunque no tanto, y da clases y visita pacientes todo el día.

– Tú también lo harás -dijo Blake, sirviendo champán en dos copas y dándole una.

Siempre bebía Cristal. Maxine cogió su copa y tomó un sorbo, admirando el panorama. Era como volar por encima de la ciudad. Todo lo que él poseía o tocaba adquiría esa mágica cualidad. Era aquello que las personas soñaban ser si algún día tenían un golpe de fortuna, pero pocas tenían el estilo de Blake y la capacidad de conseguirlo.

Le sorprendió que esta vez no le acompañara una mujer, pero pocos minutos después él le explicó el motivo con una sonrisa avergonzada.

– Acaban de dejarme -dijo.

Era una supermodelo de veinticuatro años, que se había largado con una importante estrella de rock, porque según Blake tenía un avión más grande. Maxine no pudo evitar reírse por la forma como lo decía. No parecía apenado, y ella sabía que no lo estaba. Las chicas con las que salía únicamente eran compañeras de juegos para él. No tenía ningún deseo de sentar la cabeza y no quería más hijos, así que al final las chicas tenían que buscar a otro para casarse. El matrimonio nunca era una posibilidad con él, pues no había nada más lejos de su pensamiento. Mientras charlaban en el salón, entró Sam y se sentó en las rodillas de su madre. Se quedó mirando a Blake con interés, como si fuera un amigo de la familia y no su padre, y le preguntó por la novia que tenía el verano anterior. Blake lo miró y se echó a reír.

– Te has perdido a dos desde entonces, chaval. Se lo estaba contando a tu madre. La semana pasada me dejaron. O sea que esta vez estoy solo.

Sam asintió y miró a su madre.

– Mamá tampoco tiene novio. No sale nunca. Nos tiene a nosotros.

– Debería salir -dijo Blake sonriendo-. Es una mujer muy guapa, y uno de estos días vosotros os haréis mayores.

Era exactamente lo que había dicho el padre de Maxine después del almuerzo. A Maxine le quedaban doce años antes de que Sam fuera a la universidad. No tenía ninguna prisa, por muy preocupados que pareciesen los demás. Blake preguntó a Sam por el colegio, ya que no sabía muy bien qué decirle, y el niño le contó a su padre que había sido un pavo en la función de la escuela. Max había enviado fotos a Blake por correo electrónico, como siempre hacía con los acontecimientos importantes. Le había mandado montones de Jack jugando sus partidos de fútbol.

Los niños entraban y salían, hablando alegremente con sus padres y acostumbrándose a Blake otra vez. Daphne lo miraba con adoración y, cuando esta salió de la habitación, Maxine contó a Blake el incidente de la cerveza, para que estuviera enterado y no permitiera que se repitiese mientras Daphne estuviera con él.

– Vamos, Max -le reprochó Blake cariñosamente-, no seas tan severa. Solo es una niña. ¿No crees que castigarla durante un mes es un poco exagerado? No va a volverse alcohólica por dos cervezas.

Era el tipo de reacción que esperaba de él, y no precisamente la que más le gustaba a Maxine. Pero no le sorprendía. Era una de las muchas diferencias que había entre ellos. A Blake no le agradaban las normas, para nadie, y menos que nadie para sí mismo.

– No, es verdad -dijo Maxine tranquilamente-. Pero si dejo que beba cerveza en las fiestas ahora, a los trece, ¿qué pasará cuando tenga dieciséis o diecisiete años? ¿Fiestas con crack mientras yo estoy visitando pacientes? ¿O heroína? Tiene que haber unos límites, y debe respetarlos; de lo contrario, dentro de unos años tendremos problemas. Prefiero tirar del freno ahora.

– Lo sé -admitió él suspirando y mirándola tímidamente con sus ojos más brillantes que nunca. Parecía un niño que su madre o su maestra acabara de regañar. Era un papel que a Maxine no le apetecía nada, pero que había representado con él durante muchos años. Ahora ya estaba acostumbrada-. Probablemente tengas razón. Es solo que a mí no me parece que sea para tanto. Hice cosas peores a su edad. A los doce robaba el whisky de mi padre del bar y lo vendía en la escuela con grandes beneficios.

Se rió y Maxine también.

– Eso es diferente. Son negocios. A esa edad ya eras un emprendedor, pero no un borracho. Estoy segura de que no te lo bebías.

Blake no solía beber en exceso, y nunca había tomado drogas. Era alocado en todos los demás sentidos y alérgico a todo tipo de límites.

– Tienes razón. -Blake volvió a reírse al recordarlo-. No bebí hasta los catorce. Prefería mantenerme sobrio y emborrachar a las chicas con las que salía. Me parecía un plan mucho mejor.

Max sacudió la cabeza, riendo con él.

– ¿Por qué será que me parece que eso no ha cambiado?

– Ya no me hace falta emborracharlas -confesó él con una sonrisa descarada.

Mantenían una relación extraña, más como grandes amigos que como dos personas que habían estado casadas diez años y tenían tres hijos. El era como un amigo tarambana al que veía dos o tres veces al año, mientras ella era la amiga responsable, que criaba a los hijos e iba a trabajar cada día. Eran la noche y el día.

La cena llegó puntualmente a las nueve, y para entonces todos estaban hambrientos. Blake la había encargado en el mejor restaurante japonés de la ciudad. La prepararon delante de ellos, con todo tipo de florituras y detalles exóticos, y un chef que le prendía fuego a todo, cortaba las gambas, las lanzaba al aire y las recogía en el bolsillo. A los niños les encantó. Todo lo que Blake hacía u organizaba era espectacular y diferente. Incluso Sam parecía tranquilo y feliz cuando Maxine se marchó. Ya era medianoche y los niños estaban viendo una película en la sala de proyección. Maxine sabía que estarían levantados hasta las dos o las tres. No les haría ningún daño, no quería escatimarles ni un solo minuto de los que pasaban con él. Ya dormirían en casa, cuando estuvieran con ella.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó mientras se ponía el abrigo, temiendo que dijera «mañana», ya que los niños se pondrían tristes.

Querían pasar al menos unos días con él, sobre todo porque no sabían cuándo volverían a verle, aunque Navidad estaba cerca y él solía encontrar tiempo para estar con ellos en vacaciones.

– No antes del domingo -dijo él y enseguida vio el alivio en la cara de ella.

– Muy bien -asintió Maxine cariñosamente-. No les gusta nada cuando te marchas.

– A mí tampoco -dijo él con tristeza-. Si te parece bien, me gustaría llevarlos a Aspen después de Navidad. Todavía no he hecho planes, pero Año Nuevo es una buena época para ir.

– Les hará mucha ilusión.

Le sonrió. Siempre los echaba de menos cuando se iban con él, pero quería que estuvieran con su padre y no era fácil organizarse. Tenía que aprovechar la ocasión cuando él estaba dispuesto a hacer planes con los niños.

– ¿Quieres cenar con nosotros mañana por la noche? -le ofreció mientras Maxine entraba en el ascensor.

A él le gustaba estar con ella, como siempre. Habría seguido casado con ella para siempre. Fue Maxine la que quiso separarse, y no la culpaba. Desde entonces se lo había pasado muy bien, pero seguía gustándole que su ex mujer estuviera en su vida, y se alegraba de que no lo hubiera apartado por completo. Se preguntaba si aquello cambiaría cuando encontrara a un hombre con el que salir en serio, porque no dudaba de que algún día lo encontraría. Le sorprendía que tardara tanto.

– Tal vez -dijo Maxine, con despreocupación-. Veamos cómo va con los chicos. No quiero entrometerme.

Necesitaban pasar tiempo a solas con su padre, y ella no quería interferir.

– Nos encanta que vengas -la tranquilizó.

La abrazó y le dio un beso de despedida.

– Gracias por la cena -dijo Maxine desde el ascensor, y se despidió con la mano mientras las puertas se cerraban.

El ascensor bajó a toda velocidad las cincuenta plantas. A Maxine le zumbaban los oídos mientras pensaba en él. Era extraño. No había cambiado nada. Seguía queriéndole. Siempre le había querido. Nunca había dejado de hacerlo. Pero ya no deseaba estar con él. No le importaba que saliera con chicas de poco más de veinte años. Era difícil definir su relación. Pero fuera lo que fuese, y por rara que pareciera, a ellos les funcionaba.

Al verla salir del edificio, el portero le paró un taxi. Camino de su casa, Maxine pensó que había pasado un día maravilloso. Le pareció raro entrar en su piso y encontrarlo tan silencioso y oscuro. Encendió las luces, fue a su dormitorio y pensó en Blake y los niños en su apartamento absurdamente lujoso. El piso en el que vivía ella le pareció más bonito que nunca. No había ninguna parte de la vida de Blake que todavía deseara. No necesitaba para nada tanto exceso y autocomplacencia. Se alegraba por él, pero ella ya tenía lo que quería.

Por enésima vez desde que lo había dejado, supo que había tomado la decisión correcta. Blake Williams era un sueño para cualquier mujer, pero ya no para ella.

Загрузка...