Maxine llegó a casa a las siete. Los niños todavía dormían y Zelda estaba en su habitación. Maxine se duchó y se fue a la consulta. Como había dormido bien en el avión se sentía descansada, aunque tenía mucho en lo que pensar y que digerir acerca del viaje. Era una mañana preciosa de junio, así que decidió ir andando a la consulta; llegó poco después de las ocho. Tenía una hora antes de que llegara el primer paciente, por lo que aprovechó para llamar a Charles y decirle que había llegado sana y salva. El respondió al segundo tono.
– Hola, soy yo -dijo Maxine con afecto, esperando que estuviera más calmado.
– ¿Y quién es yo? -respondió él de mal humor.
Maxine le había llamado tres veces desde Marruecos, pero no había podido comunicarse con él, así que había dejado mensajes en el contestador de su casa. No le importó demasiado no hablar con él, ya que no quería pelearse a larga distancia. En Vermont tampoco había respondido, y allí no había contestador para dejar un mensaje. Tenía la esperanza de que se hubiera ablandado en los cuatro días que había estado fuera.
– La futura señora West -bromeó Maxine-. O al menos eso espero.
– ¿Cómo ha ido?
Parecía más tranquilo. Lo sabría cuando le viera y pudiera interpretar la expresión de su mirada.
– Asombroso, terrible, angustioso. Como son siempre estas cosas. Los niños están sufriendo mucho, pero los adultos también. -Prefirió no contarle el plan de Blake de abrir un orfanato, así sin más. Le pareció que sería excederse. Habló de los daños del terremoto en términos más generales-. Como siempre, la Cruz Roja está haciendo un gran trabajo.
Lo mismo que Blake, pero no lo dijo. Quería ser cauta y no irritar a Charles inútilmente.
– ¿Estás agotada? -preguntó, comprensivo.
Debía de estarlo. Había recorrido medio mundo en tres días, y estaba seguro de que las condiciones de vida habían sido miserables y la visita penosa. Seguía enfadado por el motivo y el origen de su marcha, pero estaba orgulloso de ella por lo que había hecho, aunque no tenía intención de reconocerlo.
– La verdad es que no. He dormido en el avión.
Entonces él recordó con una punzada de irritación que Maxine había viajado en el avión privado de Blake.
– ¿Quieres que salgamos a cenar esta noche, o tendrás jet lag?
– Me encantaría -dijo ella sin pensárselo.
Estaba claro que era una oferta de paz y a ella le apetecía mucho verle.
– ¿En nuestra guarida?
Se refería a La Grenouille, por supuesto.
– ¿Qué te parece el Café Boulud? No es tan formal y está más cerca de casa.
Sabía que más tarde estaría cansada, después de un día en la consulta y del largo viaje. Y estaba deseando ver a sus hijos.
– Te recogeré a las ocho -dijo Charles rápidamente, y añadió-: Te he echado de menos, Max. Me alegro de que estés en casa. Estaba preocupado por ti.
Había pensado en ella todo el fin de semana en Vermont.
– He estado muy bien.
Con un suspiro, Charles añadió:
– ¿Cómo está Blake?
– Se está esforzando mucho por ser útil, y no es fácil. Nunca lo es en estas situaciones. Me alegro de haber ido.
– Ya me lo contarás esta noche -respondió él bruscamente.
Colgaron y Maxine repasó los mensajes que tenía sobre la mesa antes de que llegara el primer paciente. Por lo visto no había ocurrido nada importante durante el fin de semana. Thelma le había mandado un breve informe por fax. Ninguno de los pacientes de Maxine había tenido problemas, ni había sido ingresado. Fue un alivio. Ellos también la preocupaban.
El resto del día transcurrió agradablemente, y logró llegar a casa a las seis para poder ver a los niños. Zelda había salido; al volver, llevaba tacones y traje, lo que no era habitual en ella.
– ¿Dónde has estado? -preguntó Maxine, sonriéndole-. Parece que vengas de una cita romántica.
Zelda hacía años que no salía con ningún hombre.
– He ido a ver al abogado por un asunto. Nada importante.
– ¿Va todo bien? -preguntó Maxine con inquietud.
Pero Zelda le aseguró que no pasaba nada.
Maxine explicó a los niños el trabajo que estaba haciendo su padre en Marruecos, y ellos quedaron encantados. Maxine les dijo que estaba orgullosa de él. Les contó todo menos lo del orfanato. Le había prometido a Blake que esperaría a que pudiera contárselo él mismo, y mantuvo su promesa.
Logró cambiarse antes de que se presentara Charles a las ocho. El saludó a los niños, que le devolvieron el saludo murmurando y desaparecieron en su habitación. Eran mucho menos simpáticos desde que estaban enterados de los planes de boda. De la noche a la mañana se había convertido en su enemigo.
Maxine no les hizo caso. Charles y ella fueron caminando al restaurante de la calle Setenta y seis Este. La noche era cálida y agradable, y Maxine llevaba un vestido de lino azul y sandalias plateadas, muy distinto del atuendo casi militar y las gruesas botas que había llevado hasta hacía veinticuatro horas, en aquel otro mundo con Blake. Aquella tarde él la había llamado para darle las gracias de nuevo. Le dijo que ya había empezado a establecer contactos para hacer avanzar su proyecto. Se estaba embarcando en él con la misma determinación, energía y concentración que le habían reportado tanto éxito en los negocios.
Estaban a mitad de la cena cuando Maxine informó a Charles de la fiesta que Blake quería regalarles la noche anterior a la boda. Charles se quedó petrificado mirándola con el tenedor a medio camino de la boca.
– ¿Qué acabas de decir?
Estaba empezando a relajarse y a ser afectuoso con ella otra vez, cuando le dejó caer la bomba.
– He dicho que quiere regalarnos la fiesta, la noche antes de la boda.
– Supongo que la habrían pagado mis padres si estuvieran vivos -dijo Charles, lamentándose. Dejó el tenedor y se echó un poco atrás en la silla-. ¿Quieres que me ocupe yo?
Parecía un poco descorazonado por aquella idea.
– No -dijo Maxine, sonriendo-. Creo que en segundas nupcias cualquiera puede hacerlo. Además Blake es como de la familia. A los niños les encantará que lo haga.
– Pues a mí no -dijo Charles sin disimular y apartando el plato-. ¿Algún día nos desharemos de él o lo tendremos pegado a nosotros toda la vida? Me dijiste que teníais una buena relación, pero esto es absurdo. Me da la sensación de que también me caso con él.
– Pues no. Pero es el padre de mis hijos. Créeme, Charles. Es mejor así.
– ¿Para quién?
– Para los niños, claro.
Pero para ella también. No le habría gustado nada tener un ex marido con el que no pudiera hablar, o con el que discutiera constantemente por los hijos.
Charles la miraba enfadado. Maxine no había visto nunca a nadie tan celoso, y no tenía claro si era por quién era Blake y lo que había conseguido o porque ella había estado casada con él. Era difícil de decir.
– Supongo que si no acepto la fiesta, tus hijos pensarán que soy un capullo. -La respuesta era sí, pero Maxine no se atrevía de decirlo-. En esta situación tengo todas las de perder.
– No es verdad. Si le dejas que lo haga, los niños lo pasarán en grande planificándolo con él, y nos darán una gran fiesta.
Mientras hablaba, Charles parecía cada vez más enfadado. A Maxine nunca se le hubiera ocurrido que pudiera molestarse tanto por aquello. Blake era de la familia y esperaba que Charles lo entendiera.
– Tal vez yo debería invitar a mi ex esposa.
– Me parece bien -dijo Maxine tranquilamente, mientras Charles pagaba la cuenta.
El no estaba de humor para tomar postre y a Maxine no le importó. Empezaba a afectarla el desfase horario y no quería pelearse con Charles, ni por Blake ni por nada.
La acompañó a su casa en silencio y se despidió en la puerta. Dijo que se verían al día siguiente y paró un taxi. Se marchó sin decir una palabra más. Estaba claro que la situación estaba tensa entre ellos, y Maxine esperaba que los planes de boda no enrarecieran más aún el ambiente. Aquel fin de semana debían verse con el restaurador en Southampton. Charles ya le había dicho que creía que la carpa y la tarta de boda eran demasiado caras, lo cual era bastante irritante teniendo en cuenta que las pagaba ella. Charles era un poco tacaño con estas cosas. De todos modos, Maxine quería que todo fuera precioso el día de su boda.
Mientras subía en el ascensor, Maxine pensó en decirle a Blake que no les regalara la fiesta, pero sabía que para él sería una decepción. Los niños también se enfadarían si se enteraban. Solo podía esperar que Charles se acostumbrara a la idea y que con el tiempo, se tranquilizara respecto a Blake. Si alguien podía ablandar a Charles, era Blake. Era muy simpático, y nadie era capaz de resistirse a su encanto y sentido del humor. Si Charles lo conseguía, sería el primero.
A pesar de lo enfadado que se había marchado la noche anterior, al día siguiente Maxine tuvo que pedirle que fuera a su casa por la noche para repasar la lista de invitados y otros detalles de la boda. El restaurador había llamado pidiendo más información; quería saber algunas cosas antes de reunirse con ellos el sábado. Charles fue de mala gana después de cenar, todavía malhumorado. Estaba furioso con lo de la fiesta, y todavía no había digerido del todo el viaje de Maxine a Marruecos. Últimamente Blake Williams aparecía demasiado en su vida, incluso en su boda. Era excesivo para Charles.
Se sentó a la mesa de la cocina con los niños, que estaban tomando el postre. Zelda había preparado tarta de manzana con helado de vainilla. El aceptó un pedazo y alabó a la cocinera.
Cuando estaban a punto de levantarse de la mesa, Zellie se aclaró la garganta. Era evidente que estaba a punto de decir algo, pero ninguno de ellos tenía ni idea de qué.
– Esto… siento decírselo ahora. Con la boda y todo el lío…
Miró a Maxine con expresión de disculpa, y ella tuvo la convicción de que Zelda iba a despedirse. Lo que le faltaba. Con la boda en agosto, y Charles mudándose a su casa, necesitaba toda la estabilidad y continuidad posibles. No era un buen momento para grandes cambios, o para que alguien importante desapareciera de su vida. Maxine dependía de ella desde hacía muchos años, y Zelda era como de la familia. Maxine la miró presa del pánico. Los niños la observaban sin saber qué esperar. Y Charles parecía perplejo mientras terminaba su tarta. Lo que fuera a decir Zelda no tenía nada que ver con él, o eso creía. A quien empleara Maxine era cosa suya. No era su problema. Zelda le parecía estupenda y una gran cocinera. Pero, para él, era prescindible, como todo el mundo. Sin embargo, no era así como lo sentían Maxine y los niños.
– He… he estado pensando mucho… -dijo Zelda, retorciendo un trapo de cocina-. Vosotros os estáis haciendo mayores -añadió, mirando a los niños-, y usted va a casarse -dijo mirando a Maxine- y yo necesito algo más. Ya no soy joven y no creo que mi vida vaya a cambiar mucho. -Esbozó una sonrisa triste-. Supongo que el príncipe azul ha perdido mi dirección… así que he decidido… que quiero un hijo… Si no están de acuerdo, lo comprenderé y me marcharé. Pero mi decisión está tomada.
Se la quedaron mirando un buen rato, atónitos. Maxine se planteó un instante si habría ido a un banco de esperma y estaría embarazada. Le parecía muy posible.
– ¿Estás embarazada? -preguntó Maxine con voz ahogada.
Los niños no dijeron nada. Charles tampoco.
– No. Ojalá lo estuviera -contestó Zelda con tristeza-. Sería maravilloso. Lo pensé, pero la última vez que hablé con usted, le dije que siempre he querido a los hijos de los demás. No es un problema para mí. Así que ¿para qué pasar por las náuseas matinales y engordar? Además, así puedo seguir trabajando. Debo hacerlo. Los hijos no salen baratos -dijo, y les sonrió-. Fui a ver a un abogado de adopciones. Le he visto cuatro veces. Vino una asistenta social a inspeccionar la casa. Me han hecho un examen físico y he aprobado.
Y en todo ese tiempo no le había dicho una sola palabra a Maxine.
– ¿Cuándo tienes pensado hacerlo? -preguntó Maxine, conteniendo la respiración.
En ese momento, no se veía con ánimos de que hubiera un bebé en la casa. Tal vez nunca. Sobre todo ahora que Charles se mudaría con ellos.
– Podría tardar dos años -dijo Zelda, y Maxine volvió a respirar-, si quiero el bebé ideal.
– ¿El bebé ideal? -preguntó Maxine, confusa.
Seguía siendo la única que hablaba. Los demás se habían quedado mudos.
– Blanco, con ojos azules, sano, con padres licenciados en Harvard que hayan decidido que un bebé no encaja en su estilo de vida. Nada de alcohol ni drogas, y de clase media alta. Pero eso puede tardar mucho. Generalmente, hoy en día, ese tipo de chicas no se quedan embarazadas; o abortan o se quedan con sus hijos. Los bebés como el que yo quiero escasean. Conseguirlo en dos años es ser optimista, sobre todo para una mujer de mediana edad, soltera y de clase trabajadora. Los bebés ideales van a las personas como ustedes.
Miró a Maxine y a Charles. Max vio que este se estremecía y meneaba la cabeza.
– No, gracias -dijo con una sonrisa-. Para mí no. Ni para nosotros.
Sonrió a Maxine. No le importaba en absoluto que Zelda hubiera decidido adoptar un bebé al cabo de dos años, tanto si era el ideal como si no. No era su problema. Se sentía aliviado.
– ¿Así que calculas que tendrás un bebé dentro de dos años, Zellie? -preguntó Maxine esperanzada.
Para entonces, Sam tendría ocho años y Jack y Daphne estarían en el instituto con catorce y quince años; ya buscaría una solución cuando llegara el momento.
– No. No creo que tenga ninguna posibilidad con un bebé así. Pensé en la adopción internacional, y lo he investigado, pero hay demasiados imponderables y es demasiado caro para mí. También podría irme a Rusia o a China tres meses, a esperar que me dieran un niño de tres años de un orfanato, que podría tener todo tipo de dolencias que solo se descubrirían más tarde. Ni siquiera te dejan elegirlo, lo eligen ellos, y la mayoría tienen tres o cuatro años. Yo quiero un bebé, un recién nacido si es posible, que nadie haya echado a perder.
– Excepto en la matriz -la advirtió Maxine-. Debes ser prudente, Zellie, y asegurarte de que la madre no consumió drogas o alcohol durante el embarazo.
Zelda apartó la mirada un momento.
– Ahí es donde quería ir a parar -dijo Zelda, mirándola otra vez-. Mi única posibilidad es con un bebé de riesgo. No hablo de uno con necesidades especiales, como una espina bífida o síndrome de Down. No me veo capacitada para eso. Pero sí con un bebé relativamente normal de una chica que habría tomado algunas drogas o algunas cervezas durante el embarazo.
No parecía asustada ante esa perspectiva, pero su jefa sí lo estaba. Y mucho.
– Creo que es un gran error -dijo Maxine con firmeza-. No tienes ni idea de los problemas con los que podrías encontrarte, sobre todo si la madre tomó drogas. Veo las consecuencias de ello en mi consulta cada día. Muchos de los niños que visito fueron adoptados y tenían padres biológicos adictos. Esas cosas son genéticas y tienen efectos que pueden ser terribles más adelante.
– Estoy dispuesta a aceptarlo -dijo Zelda, mirándola a los ojos-. De hecho -respiró hondo-, ya está hecho.
– ¿A qué te refieres?
Maxine frunció el ceño y Zelda siguió hablando. Ahora Charles también prestaba atención, al igual que los niños. Se podría oír caer un alfiler sobre la mesa.
– Voy a tener un bebé. La madre tiene quince años y vivió en la calle parte del embarazo. Tomó drogas durante el primer trimestre, pero ahora ya no. El padre está en la cárcel por tráfico de drogas y por robar coches. Tiene diecinueve años y no le interesan ni el bebé ni la chica, así que está dispuesto a firmar la renuncia. En realidad, ya lo ha hecho. Los padres de ella no quieren que su hija se quede con el bebé, no tienen dinero. Es una buena chica. La conocí ayer. -Maxine se acordó entonces del traje y de los zapatos de tacón que llevaba Zelda el día anterior-. Está dispuesta a darme su bebé. Solo pide que le mande fotografías una vez al año. No quiere verle, lo cual es estupendo, así no irá detrás de mí ni confundirá al bebé. Tres parejas ya lo han rechazado, de modo que es mío si lo quiero. Es un niño -dijo con lágrimas en los ojos y una sonrisa que a Maxine le partió el corazón.
No se imaginaba a sí misma deseando tanto un bebé, aceptando tanto riesgo y quedándose el hijo de otra mujer que podría estar marcado para toda la vida. Se levantó y abrazó a Zelda.
– Oh, Zellie… me parece maravilloso que quieras hacerlo. Pero no puedes quedarte con un bebé así. No tienes ni idea de lo que te espera. No puedes hacerlo.
– Sí puedo y lo haré -respondió ella con terquedad.
Maxine se dio cuenta de que estaba convencida.
– ¿Cuándo? -preguntó Charles.
Se estaba imaginando la respuesta y le parecía una perspectiva desastrosa.
Zellie respiró hondo.
– El bebé nacerá este fin de semana.
– ¿Qué dices? -Maxine casi chilló y los niños también se quedaron estupefactos-. ¿Ya? ¿Dentro de unos días? ¿Qué vas a hacer?
– Voy a quererle el resto de mi vida. Le llamaré James. Jimmy. -De repente Maxine se desesperó. No podía ser. Pero así era-. No espero que me apoyen en esto. Y lamento comunicarlo con tan poca antelación. Creí que tardaría mucho más, tal vez un año o dos. Pero me llamaron ayer para informarme de la posibilidad de quedarme este bebé y hoy he dicho que sí. Así que tenía que decírselo.
– Le hablaron del bebé ayer porque no lo quería nadie más -dijo Charles fríamente-. Es una locura.
– A mí me parece que es el destino -dijo Zellie con melancolía.
Maxine tenía ganas de llorar. Le parecía un gran error, pero ¿quién era ella para decidir sobre las vidas de los demás? Ella no lo habría hecho, pero tenía tres hijos sanos, y ¿quién sabe qué haría en la situación de Zellie? También era un gran acto de amor, aunque un poco alocado, y muy arriesgado. Era una mujer valiente.
– Si quieren que me vaya ahora, lo haré -dijo Zelda con calma-. No tengo otra opción. No puedo obligarlos a dejarme tener el bebé aquí. Si me lo permiten, y quieren que me quede, me quedaré y ya veremos cómo nos organizamos. Pero si prefieren que me vaya, me las arreglaré y me marcharé dentro de unos días. Tendré que encontrar rápidamente un lugar donde vivir, ya que el bebé podría nacer este fin de semana.
– Dios mío -exclamó Charles, y se levantó de la mesa mirando intencionadamente a Maxine.
– Zellie -dijo Maxine con calma-, encontraremos una solución.
En cuanto terminó de decirlo los tres niños se levantaron de un salto, gritando, y corrieron a abrazar a Zellie.
– ¡Vamos a tener un bebé! -gritó Sam, encantado de la vida-. ¡Es un niño!
Abrazó la cintura de Zelda y ella se echó a llorar.
– Gracias -susurró mirando a Maxine.
– Veremos cómo nos organizamos -dijo Maxine débilmente. La respuesta de los niños había sido inmediata, pero faltaba ver cómo reaccionaría Charles-. Lo único que podemos hacer es intentarlo, y esperar que funcione. Si no es así, ya hablaremos. ¿Cuánto trabajo puede dar un bebé?
Zelda la abrazó con tanta fuerza que Maxine no podía respirar.
– Gracias, gracias -dijo, sin parar de llorar-. Es lo que siempre había querido. Un bebé.
– ¿Estás segura? -insistió Maxine, con seriedad-. Todavía podrías esperar a tener un bebé con menos riesgo.
– No quiero esperar -contestó ella en tono decidido-. Le quiero.
– Podría ser un error.
– No lo será.
Había tomado una decisión y Maxine vio que no conseguiría disuadirla.
– Mañana compraré una cuna y algunas otras cosas.
Maxine había regalado la cuna de Sam hacía años, así que no podía ofrecérsela. Era asombroso pensar que tendrían un bebé en casa en unos pocos días. Maxine miró alrededor y vio que Charles se había ido. Le encontró en el salón, echando humo, y cuando miró a Maxine, sus ojos la fulminaron.
– ¿Estás loca? -gritó-. ¿Has perdido la cabeza? ¿Vas a meter a un bebé drogodependiente en tu casa? Porque sabes perfectamente que eso es lo que es. Nadie en su sano juicio querría a un bebé con esos antecedentes, pero esta pobre mujer está tan desesperada que se quedaría con lo que fuera. ¡Y ahora vivirá con vosotros! ¡Conmigo! -añadió-. ¿Cómo te atreves a tomar una decisión así sin consultármelo?
Temblaba de rabia, aunque Maxine no podía culparlo. Ella tampoco estaba feliz, pero quería a Zellie; en cambio Charles, no. Apenas la conocía. No entendía lo que representaba para ellos. Para él, solo era una niñera. Para Max y los niños era de la familia.
– Siento no habértelo consultado, Charles. Lo juro, se me ha escapado. Estaba tan conmovida por lo que ha dicho, me daba tanta pena… No puedo pedirle que se vaya a toda prisa, después de doce años, y mis hijos se disgustarían mucho. Lo mismo que yo.
– Entonces debería haberte contado lo que estaba haciendo. ¡Esto es indignante! Deberías despedirla -espetó él fríamente.
– La queremos -dijo Maxine suavemente-. Mis hijos han crecido con ella. Y ella también les quiere. Si no nos las arreglamos, siempre podemos decirle que se vaya. Pero nuestra boda, tu presencia en esta casa van a ser muchos cambios para los niños… Charles, no quiero que se vaya.
Maxine tenía lágrimas en los ojos; los de Charles estaban gélidos y duros como una piedra.
– ¿Y qué se supone que debo hacer? ¿Vivir con un bebé drogodependiente? ¿Cambiar pañales? Esto no es justo.
Tampoco lo era para ella. Pero debía pensar en lo mejor para sus hijos. Necesitaban demasiado a Zellie para perderla ahora, con bebé o sin él.
– Lo más probable es que apenas le veas -lo tranquilizó Maxine-. La habitación de Zellie está en la otra punta del piso. El bebé permanecerá en su habitación casi siempre durante los primeros meses.
– ¿Y luego qué? ¿Dormirá con nosotros, como Sam? -Era la primera vez que hacía un comentario despreciativo de sus hijos, y no le gustó, pero Charles estaba enfadado-. Cada día hay un maldito drama en tu vida, ¿verdad? Un día te vas corriendo a África con tu ex marido, al siguiente nos regala la fiesta y ahora permites a la niñera que traiga a su bebé adoptado y drogodependiente a casa. ¿Y esperas que yo cargue con todo eso? Debo de estar loco -dijo, y la miró fuera de sí-. No, tú estás loca.
Furioso, la señaló con un dedo y salió dando un portazo.
– ¿Era Charles? -preguntó Zelda, nerviosa, cuando Maxine entró en la cocina con expresión apesadumbrada.
Todos habían oído el portazo. Maxine asintió a modo de respuesta, sin hacer comentarios.
– No tiene por qué hacerlo, Max -dijo Zelda-. Puedo marcharme.
– No, no puedes -sentenció Maxine, pasándole un brazo por los hombros-. Te queremos. Intentaremos arreglárnoslas. Solo espero que tu bebé esté bien y sano -dijo sinceramente-. Es lo único que importa. Charles se acostumbrará. Todos nos acostumbraremos. Ahora mismo todo es muy nuevo para él -concluyó.
Se echó a reír. ¿Qué más podía pasar?