Capítulo 17

El avión de Blake despegó del aeropuerto de Newark el jueves poco después de las ocho. Maxine se acomodó en uno de los confortables asientos, aunque pensaba usar uno de los dos dormitorios para aprovechar la noche y dormir. Las habitaciones tenían camas dobles, sábanas preciosas y edredones y mantas blandas además de mullidas almohadas. Uno de los dos ayudantes de vuelo le llevó un piscolabis y poco después una cena ligera compuesta de salmón ahumado y una tortilla. El sobrecargo le informó de la ruta de vuelo, que duraría siete horas y media. Llegarían a las siete de la mañana, hora local, y un coche con chófer la estaría esperando para llevarla al pueblo donde Blake y otros miembros de los equipos de rescate habían montado el campamento. La Cruz Roja también estaba instalada allí.

Maxine dio las gracias al sobrecargo por la información, tomó la cena y se fue a la cama a las nueve. Sabía que necesitaría acumular todo el descanso que pudiera antes de llegar, y eso era fácil en el lujoso avión de Blake. Estaba elegantemente decorado con telas y pieles beis y gris. Había mantas de cachemira en todos los asientos, sofás con fundas de moer y gruesas alfombras de lana gris en todo el avión. El dormitorio que escogió estaba decorado en suaves tonos amarillo claro y Maxine se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Durmió como un bebé durante seis horas, y cuando se despertó, se quedó en la cama pensando en Charles. Todavía le preocupaba que estuviera tan enfadado con ella, aunque sabía que ir a Marruecos había sido la decisión correcta.

Se cepilló el pelo, se lavó los dientes, y se calzó unas botas gruesas. Hacía tiempo que no se las ponía, así que las había sacado del fondo del armario donde guardaba la ropa para situaciones como esta. Se había llevado el equipo de campaña porque sospechaba que dormiría con lo puesto los siguientes días. Estaba bastante ilusionada con la expectativa del trabajo y esperaba ser útil y poder echar una mano a Blake.

Cuando salió del dormitorio, sintiéndose fresca y descansada, el ayudante de vuelo le sirvió el desayuno. Había cruasanes y brioches recién hechos, yogur y una cesta de fruta. Después de comer leyó un poco, e iniciaron el descenso. Maxine se había puesto una insignia en la solapa que la identificaría como médico en el lugar del desastre. En cuanto aterrizara estaba dispuesta a entrar en acción, con los cabellos recogidos en una trenza y una vieja camisa caqui bajo un jersey grueso. También llevaba camisetas y un anorak. Jack había consultado el parte meteorológico en línea mientras hacía las maletas. Una cantimplora, que llenó con Evian antes de bajar del avión, unos guantes de trabajo sujetos al cinturón, y mascarillas y guantes de goma en los bolsillos completaban su equipo. Estaba preparada.

Tal y como había prometido Blake, un jeep y un conductor la esperaban cuando el avión aterrizó. Maxine llevaba encima una bolsa en bandolera con ropa interior de recambio, por si había alguna ducha donde asearse, y medicinas por si se encontraba mal. Llevaba mascarillas por si el hedor de los cadáveres era insoportable o si se detectaban enfermedades infecciosas. También había cogido toallitas impregnadas de alcohol. Había intentado pensar en todo antes de marcharse. Las situaciones como esa siempre parecían una operación militar, incluso cuando el caos era absoluto. No llevaba ninguna joya, solo un reloj. El anillo de compromiso lo había dejado en Nueva York. Al subir al jeep que la esperaba era la viva imagen de la profesionalidad. El francés de Maxine era rudimentario, pero pudo comunicarse con el chófer por el camino. Este la informó de que había muerto mucha gente, miles de personas, y que había muchos heridos. Le habló de cadáveres en la calle, esperando a ser enterrados, lo que para Maxine significaba enfermedades y epidemias en un futuro inmediato. No era necesario ser médico para imaginarlo, y su chófer también lo sabía.

Desde Marrakech, el trayecto hasta Imlil era de tres horas. Primero, dos horas hasta una ciudad llamada Asni, en las montañas del Atlas, y casi otra hora hasta Imlil por carreteras en mal estado. Cerca de Imlil hacía más frío que en Marrakech, y el paisaje era más verde. Se veían pueblecitos con casas de adobe, cabras, ovejas y gallinas en los caminos, hombres montados en muías, y mujeres y niños cargando leña sobre la cabeza. Algunas cabañas estaban dañadas y había señales del terremoto entre Asni e Imlil. La mayoría de los caminos entre los pueblos estaban destruidos. Camiones con las cajas al descubierto transportaban personas de un pueblo a otro.

En cuanto se acercaron a Imlil, Maxine pudo ver casas de adobe derrumbadas por todas partes, y hombres que excavaban entre los escombros buscando a sus seres queridos y a algún superviviente, a veces con las manos, por falta de herramientas con las que hacerlo; algunos de ellos lloraban. Maxine sintió que le escocían los ojos. Era difícil no identificarse con ellos. Sabía que buscaban a sus esposas, hijos, hermanos o padres. Le anticipaba lo que descubriría cuando por fin se encontrara con Blake.

En las afueras de Imlil, vio a empleados de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja marroquí atendiendo a personas cerca de las casas de adobe derribadas. Parecía que no quedaban estructuras en pie, y cientos de personas deambulaban por la carretera. Algunas muías interrumpían el tráfico en la carretera. Los últimos kilómetros avanzaron muy lentamente. También se veían bomberos y soldados. El gobierno marroquí y los de otros países habían desplegado todos los equipos de rescate disponibles. Los helicópteros zumbaban por encima de su cabeza. Era un espectáculo que Maxine había visto en otros escenarios de catástrofes.

En el mejor de los casos, no había ni electricidad ni agua corriente en la mayoría de los pueblos, pero las condiciones empeoraban en los pueblos de montaña, más allá de Imlil. El chófer le dio detalles de la región mientras sorteaban campesinos, refugiados y ganado en la carretera. Le contó que los habitantes de Ikkiss, Tacheddirt y Seti Chambarouch, en la montaña, habían bajado a Imlil para ayudar. Imlil era la puerta de entrada al alto Atlas central, y el valle de Tizane, dominado por Jebel Toubkal, la cima más alta del norte de África, a más de cuatro mil metros. Maxine podía ver las montañas delante de ellos, espolvoreadas de nieve. La población de la zona era musulmana y bereber, así que hablaban dialectos árabes y bereberes. Maxine sabía que solo unos pocos hablarían francés. Blake le había dicho por teléfono que se comunicaba con la gente del pueblo en francés y a través de intérpretes. Por ahora no había encontrado a nadie, aparte de los empleados de la Cruz Roja, que hablara inglés. Pero, tras tantos años de viajes, se desenvolvía bien en francés.

El chófer también le explicó que por encima de Imlil estaba la kasba de Toubkal, un antiguo palacio de verano del gobernador. Se encontraba a veinte minutos andando de Imlil. No había otro modo de llegar, excepto montado en muía. También le dijo que transportaban a los heridos de los pueblos del mismo modo.

Los hombres que veían llevaban chilabas, las largas túnicas con capucha que vestían los bereberes. Todos parecían exhaustos y cubiertos de polvo, tras los desplazamientos en muía, las horas de caminata, o los esfuerzos por sacar a personas de entre los escombros. A medida que se acercaban a Imlil, Maxine observó que incluso los edificios de ladrillo habían sido destruidos por el terremoto. No quedaba nada en pie y empezaban a verse las tiendas que la Cruz Roja había plantado como hospitales de campo y refugios para las innumerables víctimas. Las típicas cabañas de adobe estaban completamente derruidas. Aunque los edificios de hormigón no habían resistido mucho mejor que las casas de adobe y arcilla. Había flores silvestres junto a la carretera, cuya belleza contrastaba enormemente con la destrucción que Maxine veía por todas partes.

El chófer le explicó que la sede de Naciones Unidas en Ginebra había mandado un equipo especializado para evaluar el desastre y asesorar a la Cruz Roja y a los muchos equipos de rescate internacional que se ofrecían a ayudar. Maxine había colaborado con Naciones Unidas en diversas ocasiones, y creía que si tuviera que trabajar con una agencia internacional durante un período largo, probablemente lo haría con ellos. Una de sus mayores preocupaciones en aquel momento era que los mosquitos extendieran la malaria en los pueblos destruidos, como solía suceder en la región; el cólera y el tifus también eran peligros reales, por la contaminación. Los cadáveres se enterraban rápidamente, conforme a la tradición de aquella zona, pero muchos no se habían recuperado todavía, así que la propagación de la enfermedad era un problema real.

Resultaba desalentador, incluso para Maxine, ver la magnitud del trabajo, sabiendo el poco tiempo de que disponía para asesorar a Blake. Tenía exactamente dos días y medio para hacer lo que pudiera. De repente, Maxine lamentó no poder quedarse unas semanas en lugar de unos días, pero era imposible. Tenía obligaciones, responsabilidades, sus hijos la esperaban en Nueva York y no quería tensar la situación con Charles más de lo que ya estaba. Pero Maxine sabía que los equipos de rescate y las organizaciones internacionales permanecerían meses allí. Se preguntaba si Blake también se quedaría.

Una vez en Imlil, vieron más cabañas derribadas, camiones volcados, grietas en el suelo y personas que lloraban a sus muertos. La escena empeoraba a medida que se adentraban en el pueblo donde Blake había dicho que la esperaría. Estaba trabajando en una de las tiendas de la Cruz Roja. Al acercarse a las tiendas de rescate, Maxine percibió el hedor repulsivo y fuerte de la muerte que ya conocía y que nunca olvidaría. Sacó una de las máscaras de la bolsa y se la puso. Era tan dramático como había temido, y no podía por menos que admirar a Blake por estar allí. Sabía que la experiencia tenía que ser impactante para él.

El jeep la dejó en el centro de Imlil, donde las casas estaban derrumbadas, había escombros y cristales rotos por todas partes, cadáveres en el suelo, algunos tapados con lonas y otros no, y personas que deambulaban todavía conmocionadas. Había niños que lloraban, cargados con niños más pequeños o bebés, y vio dos camiones de la Cruz Roja con voluntarios que servían comida y té. También vio una tienda médica con una enorme Cruz Roja y otras más pequeñas formando un campamento. El chófer le señaló una de ellas y la acompañó a pie por el terreno lleno de obstáculos. Los niños la miraron con sus caras sucias y los cabellos enmarañados. La mayoría de ellos iban descalzos; algunos ni siquiera llevaban ropa, porque habían huido en plena noche. No hacía frío, por suerte, así que Maxine se quitó el jersey y se lo anudó a la cintura. El olor a muerte, orina y heces lo impregnaba todo. Maxine entró en la tienda, buscando a Blake. Allí solo conocía a una persona y la encontró a los pocos minutos, hablando con una niña en francés. Blake había aprendido el francés en clubes de Saint Tropez y ligando con mujeres, pero lograba hacerse entender. Maxine sonrió en cuanto le vio y se acercó a él. Cuando él levantó la cabeza, Max descubrió lágrimas en sus ojos. Terminó lo que estaba diciendo a la niña, le señaló un grupo de personas a cargo de un voluntario de la Cruz Roja, y abrazó a Maxine. Ella casi no pudo oír lo que le decía a causa del ruido de los bulldozer. Blake los había hecho traer de Alemania para que los equipos de rescate pudieran seguir buscando supervivientes.

– Gracias por venir -dijo, conmocionado-. Es terrible. Por ahora, hay más de cuatro mil niños que parecen haber quedado huérfanos. Todavía no estamos seguros, pero creemos que habrá muchos más.

Habían muerto más de siete mil niños. Y más del doble de adultos. Todas las familias habían quedado diezmadas o habían sufrido alguna pérdida. Blake dijo que la situación en el siguiente pueblo, en la montaña, era peor. Había estado allí los últimos cinco días. Prácticamente no había supervivientes y casi todos habían bajado a la llanura. Estaban mandando a los ancianos y a los heridos graves a hospitales de Marrakech.

– A primera vista, es terrible -confirmó ella.

El asintió, tomándole la mano. La llevó a dar una vuelta por el campamento. Había niños llorando por todas partes y casi todos los voluntarios sostenían a uno en brazos.

– ¿Qué va a ser de ellos? -preguntó Maxine-. ¿Se ha organizado algo oficialmente?

Sabía que era necesario esperar la confirmación de que los padres habían muerto y no se había localizado a ningún pariente. Hasta entonces reinaría la confusión.

– El gobierno, la Cruz Roja y la Media Luna Roja marroquí están trabajando en ello, pero todavía es todo muy caótico. Nos basamos en lo que la gente nos dice. No participo en nada más. Me he concentrado en los niños.

De nuevo, a Max le pareció extraño, ya que había pasado muy poco tiempo con sus hijos; sin embargo, sus intenciones eran buenas y actuaba de corazón.

Maxine pasó las dos horas siguientes explorando el campamento con él, hablando con la gente en el francés rudimentario que sabía. Ofreció sus servicios en la tienda médica, por si los necesitaban, y se identificó ante el jefe de cirugía como psiquiatra, especializada en traumas. El la presentó a unas mujeres y a un anciano. Una mujer que estaba embarazada de gemelos los había perdido con el impacto cuando la casa se había derrumbado; su marido había muerto, enterrado bajo los escombros. El le había salvado la vida y había perdido la suya, le explicó. Tenía tres hijos más, pero no había podido encontrarlos. Había docenas de casos como el de ella. Vio a una preciosa niña que había perdido ambos brazos. Lloraba desconsoladamente llamando a su madre. Maxine se quedó con ella acariciándole la cabeza mientras Blake se volvía para esconder sus lágrimas.

Ya casi atardecía cuando Maxine y Blake se tomaron un respiro en el camión de la Cruz Roja para tomar una taza de té con menta. Escucharon la llamada a la plegaria que partía de la mezquita principal y se extendía por todo el pueblo. Era un sonido inolvidable. Maxine había prometido volver a la tienda médica por la noche y esbozar un plan para tratar a las víctimas traumatizadas, aunque debía incluir entre estas a los equipos de rescate. Habían presenciado tragedias horribles. Maxine había hablado con voluntarios de la Cruz Roja. En aquella situación la gente necesitaba cuidados tan básicos que no merecía la pena plantearse intervenciones más complejas. Lo mejor que podía hacer era hablar con las personas una por una. Ella y Blake hacía horas que no se sentaban. Mientras tomaban el té, Maxine se acordó de Arabella y le preguntó si todavía seguía en su vida. El asintió sonriendo.

– Tenía un encargo y esta vez no ha podido venir. Me alegro de que no esté. Es muy aprensiva. Se desmaya si alguien se corta con un papel. Esto no es para ella. Está en casa, en Londres.

Arabella se había mudado con él oficialmente hacía unos meses, lo que para él también era una novedad. Normalmente las mujeres pasaban con él una temporada y desaparecían de su vida. Siete meses después, Arabella seguía allí. Maxine no se lo podía creer.

– ¿Va en serio? -preguntó sonriendo y mientras terminaba su té.

– Podría ser -contestó él, tímidamente-. Aunque no sé muy bien qué significa eso. No soy tan valiente como tú, Max. No necesito casarme. -Le parecía un acto de gran valor, pero se alegraba por Maxine, si era lo que ella deseaba-. Por cierto, quería regalaros a ti y a Charles la fiesta de antes de la boda en Southampton. Me parece que al menos te lo debo.

– No me debes nada -replicó ella amablemente, con la máscara colgando del cuello.

El olor seguía siendo insoportable, pero no podía beber con ella puesta. Le había dado una a Blake y unos guantes de látex. No quería que enfermara, lo cual no era difícil en un lugar como aquel. Los soldados habían estado enterrando cadáveres todo el día, mientras los familiares lloraban. Era un sonido fantasmal y doloroso, que por suerte los bulldozer prácticamente lograban sofocar.

– Quiero hacerlo por ti. Será divertido. ¿Los niños han entrado en razón?

– No -dijo Maxine, apenada-, pero lo harán. Charles es un buen hombre, aunque no esté acostumbrado a los niños.

Le contó su primera cita y Blake se echó a reír.

– Yo habría huido como de la peste -confesó Blake-, y son mis hijos.

– Me sorprende que él no lo hiciera.

Maxine también sonreía. No le contó lo furioso que estaba Charles porque ella se hubiera ido a Marruecos. Blake no tenía por qué saberlo; podría ofenderse o, como Daphne, concluir que Charles era un imbécil. Maxine sentía la necesidad de proteger a ambos. En su opinión, los dos eran buenas personas.

Volvió un rato a la tienda médica, para colaborar en la elaboración de un plan, y habló con algunos enfermeros sobre cómo detectar los signos de que había algún trauma; aunque en aquel momento era como intentar excavar una montaña con una cuchara. Era poco eficaz y muy rudimentario.

Estuvo casi toda la noche despierta con Blake, aunque al final acabaron durmiendo los dos en el jeep que la había llevado a ella, apoyados el uno en el otro, como cachorros. Maxine no pensó en cómo habría reaccionado Charles si los hubiera visto. No tenía ninguna importancia, así que le daba igual. Cuando volviera dedicaría el tiempo que fuera necesario para convencerlo. Ahora tenía cosas más importantes que hacer.

Pasaron casi todo el sábado con los niños. Maxine habló con cuantos pudo; a veces solo los abrazaba, sobre todo cuando eran muy pequeños. Muchos empezaban a ponerse enfermos, y ella sabía que algunos morirían. Mandó al menos una docena a la tienda médica con los voluntarios. Era de noche cuando ella y Blake pararon para descansar.

– ¿Qué puedo hacer? -Blake parecía sentirse impotente.

Maxine estaba más acostumbrada a estas situaciones, aunque también la afectaban. ¡Era tal la necesidad y tan escasos los remedios a su alcance!

– ¿Sinceramente? No mucho. Ya haces todo lo que puedes.

Sabía que estaba donando dinero y comprando maquinaria para los equipos de rescate. Pero a esas alturas solo localizaban cadáveres, no supervivientes.

Entonces él la sorprendió.

– Quiero llevarme algunos niños a casa -dijo en voz baja.

Era una reacción normal. Otras personas en circunstancias similares habían reaccionado igual. Pero Maxine sabía que en aquellos casos adoptar huérfanos no era tan sencillo como Blake suponía.

– Como todos nosotros -contestó-. Pero no puedes llevártelos a todos.

El gobierno montaría orfanatos provisionales para ellos y gradualmente los integraría en su sistema; a algunos los adoptarían en el extranjero, pero serían muy pocos. Normalmente, aquellos niños permanecían en su país y en su cultura.

– La peor parte de este trabajo es tener que irse. En algún momento, cuando ya has hecho todo lo que podías dentro de tus posibilidades, debes marcharte. Ellos se quedan.

Sonaba duro, pero Maxine sabía que en la mayoría de los casos ocurría así.

– A eso me refiero -insistió él tristemente-. No puedo. Siento que les debo algo. No puedo construir una casa fabulosa y aparecer con un puñado de gente guapa de vez en cuando. Siento que les debo algo más, como ser humano.

Era todo un descubrimiento para Blake, aunque había tardado toda una vida en llegar a él.

– ¿Por qué no les ayudas aquí, en lugar de intentar llevártelos? Te arriesgas a perderte en una burocracia interminable.

El la miró de una forma extraña, como si se le estuviera ocurriendo algo que a la larga podría tener más sentido.

– ¿Y si convierto mi casa en un orfanato? Podría mantenerlos y también educarlos. En la casa de Marrakech habría espacio para unos cien niños si la reformo. Ahora mismo lo que menos necesito es otra casa. No sé por qué no se me había ocurrido antes.

Sonreía feliz y Maxine tenía lágrimas en los ojos.

– ¿Lo dices en serio?

Max estaba atónita, pero el plan de Blake podía funcionar. Nunca había hecho nada parecido. Era un proyecto totalmente altruista, y maravilloso. Además, él tenía los medios, si quería hacerlo. Maxine sabía que podía convertir el palacio en orfanato, contratar empleados, financiarlo y cambiar la vida de cientos de niños huérfanos. Sería un milagro para cualquiera de ellos, y tenía mucho más sentido que adoptar a unos pocos. Cediendo su casa, acondicionándola y financiando el proyecto podía ayudar a muchos más.

– Sí, en serio -insistió Blake, con una mirada penetrante.

Maxine se asombró de lo que vio en sus ojos. Blake había crecido. Por fin era un adulto. No había rastro del Peter Pan o del truhán.

– Es una idea fantástica -dijo con admiración.

Él también parecía entusiasmado. Maxine vio una luz en sus ojos que no había visto nunca. Estaba muy orgullosa de él.

– ¿Me asesorarías para tratarlos como víctimas de un trauma? Una versión en pequeño de uno de tus estudios. Quiero ayudarlos tanto como pueda. Psiquiatras, médicos, educación.

– Claro -aceptó Maxine encantada.

Era un proyecto fabuloso. Estaba demasiado conmovida para decirle lo impresionada que estaba. Necesitaría tiempo y varias visitas para evaluar la situación con calma.

Aquella noche durmieron otra vez en el jeep, y al día siguiente Maxine hizo la ronda con él. Los niños que vieron eran adorables y estaban tan necesitados que la idea de convertir la casa de Blake en un orfanato parecía aún más admirable. En los siguientes meses, habría mucho trabajo que hacer. Blake ya había llamado a su arquitecto y estaba organizando reuniones con organismos del gobierno para llevar a cabo su plan.

Maxine pasó la última hora de su estancia en el campamento en la tienda médica. Tenía la sensación de haber hecho muy poco, pero siempre le ocurría en aquellas situaciones. Blake la acompañó al jeep al acabar el día. Estaba exhausto. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.

– ¿Cuándo volverás a casa? -preguntó Maxine con expresión preocupada.

– No lo sé. Cuando ya no me necesiten. Unas semanas, un mes. Tengo que organizar muchas cosas ahora mismo.

Necesitarían su ayuda durante bastante tiempo, pero un día lo peor de la crisis habría pasado y él regresaría a Londres, donde Arabella le esperaba pacientemente. Estaba tan ocupado que apenas había tenido tiempo de llamarla, pero cuando lo hacía ella se mostraba encantadora y adorable. Le decía que era maravilloso, que le parecía un héroe y le admiraba mucho. Como Maxine. Su trabajo y sus planes de fundar un orfanato en su palacio de Marrakech la habían impresionado enormemente.

– No olvides que tienes el barco dos semanas en julio -le recordó Blake.

Les parecía raro hablar de aquello allí. Unas vacaciones en un yate lujoso estaban totalmente fuera de lugar en aquel contexto. Le dio las gracias otra vez. En esta ocasión Charles les acompañaría, aunque fuera de mala gana, pero Maxine había hecho hincapié en que era una tradición de la familia y que los niños se disgustarían si no lo hacían. Ahora Charles formaba parte de la familia. Maxine había insistido en que todavía no quería cambiar nada en la vida de los chicos. Era demasiado pronto; además, no había suficiente espacio para todos en la casa de Vermont.

– No olvides la fiesta. Le diré a mi secretaria que te llame. Quiero montar algo fabuloso para ti y para Charles.

A Maxine le conmovió que hubiera pensado en ello, sobre todo en aquel momento. Tenía ganas de conocer a la famosa Arabella. Maxine estaba segura de que era mucho más simpática de lo que Daphne estaba dispuesta a admitir.

Antes de marcharse, Maxine abrazó a Blake y le dio las gracias por el privilegio de haber podido participar.

– ¿Bromeas? Gracias a ti por venir tres días a ayudarme.

– Estás haciendo un trabajo increíble, Blake -insistió Maxine-. Estoy muy orgullosa de ti, y los niños también lo estarán. Me muero de ganas de contarles lo que haces.

– No se lo digas todavía. Primero quiero planificarlo todo, y aún falta mucho para que se haga realidad.

Sería un trabajo ingente coordinar la construcción del orfanato y encontrar a las personas que pudieran dirigirlo. Una tarea ardua.

– Cuídate mucho y no te pongas enfermo -le recordó Maxine-. Sé prudente.

Pronto empezaría a haber epidemias de malaria, cólera y tifus.

– Lo haré. Te quiero, Max. Cuídate y dales un beso a los niños.

– De tu parte. Yo también te quiero -contestó ella.

Le abrazó por última vez y él se quedó saludando con la mano mientras el jeep se alejaba.

Era de noche cuando Maxine llegó al avión. La tripulación la estaba esperando, con una comida exquisita preparada. Después de lo que había visto, Maxine no fue capaz de tocarla. Se quedó un buen rato contemplando la noche. Una luna brillante asomaba por la punta del ala, y el cielo estaba repleto de estrellas. Todo lo que había visto y hecho durante aquellos tres días le parecía irreal. Reflexionó sobre ello, y sobre Blake y lo que estaba haciendo, mientras el avión volaba a Nueva York. Por fin se durmió en el asiento y no se despertó hasta que aterrizaron en Newark a las cinco. Los días que había pasado en Marruecos le parecían más que nunca un sueño.

Загрузка...