A las cuatro de la madrugada, cuando sonó el teléfono de la mesilla, Maxine estaba profundamente dormida. Le costó más de lo habitual despertarse. A menudo dormía más profundamente cuando los chicos no estaban en casa. Miró el reloj deseando que no hubiera sucedido nada grave en el piso de Blake. Pensó que quizá Sam había tenido alguna pesadilla y quería volver a casa. Descolgó el teléfono de forma automática, antes de despertarse del todo y sin pensar.
– Doctora Williams -dijo rápidamente, para disimular que acababa de despertarse, aunque ¿qué podían esperar a las cuatro de la madrugada?
– Maxine, perdona que te llame a estas horas. -Era Thelma Washington, la doctora de guardia durante el día de Acción de Gracias y el fin de semana-. Estoy en el New York Hospital con los Anderson. Creí que querrías saberlo. Hilary se ha tomado una sobredosis esta noche. La han encontrado a las dos de la madrugada. -Era una bipolar de quince años con un problema de adicción a la heroína y que había intentado suicidarse cuatro veces en los últimos dos años. Maxine se despertó de golpe-. La hemos traído aquí lo más deprisa posible. Le han administrado naloxona, pero no tiene buena pinta.
– Mierda. Voy enseguida.
Maxine ya estaba de pie mientras hablaba.
– No ha recuperado el conocimiento, y el médico no cree que lo haga. Es difícil saberlo -la informó Thelma.
– La última vez tuvo una recuperación milagrosa. Es una chica muy fuerte -comentó Maxine.
– Tendrá que serlo. Por lo visto se ha tomado un cóctel del demonio. Heroína, cocaína, speed, y el análisis de sangre muestra veneno para ratas. Parece que últimamente están cortando la heroína en la calle con sustancias muy peligrosas. La semana pasada murieron dos chicos a causa de esto. Maxine… no te hagas muchas ilusiones. No quiero parecer pesimista pero, si sale de esta, no sé en qué estado quedará.
– Sí, lo sé. Gracias por llamar. Me vestiré e iré enseguida. ¿Dónde está?
– En la UCI de Trauma. Te espero aquí. Sus padres están muy angustiados.
– Lo imagino.
Los pobres padres ya habían pasado por lo mismo cuatro veces; su hija había sido problemática desde los dos años. Era una chica simpática, pero entre la enfermedad bipolar y su adicción a la heroína, iba directa al desastre desde los doce. Maxine la visitaba desde hacía dos años. Era hija única y sus padres, extremadamente dedicados y cariñosos, habían hecho todo lo posible por ella. Había niños a los que no podías ayudar, por mucho que lo intentaras.
Hilary había estado hospitalizada cuatro veces en los últimos dos años, sin ningún resultado. En cuanto le daban el alta del hospital, volvía a salir con las mismas malas compañías. Le había dicho repetidas veces a Maxine que no podía evitarlo. No lograba mantenerse limpia, y afirmaba que la medicación que Maxine le recetaba la privaba del placer que ella conseguía en la calle. Hacía dos años que Maxine temía este final.
En menos de cinco minutos se había puesto unos mocasines, un jersey grueso y unos vaqueros. Sacó un abrigo del armario, cogió el bolso y corrió al ascensor. Encontró un taxi inmediatamente, de modo que, quince minutos después de que Thelma Washington, la médica que la sustituía, la llamara, Max entraba en el hospital. Thelma había estudiado en Harvard con ella, era afroamericana y una de las mejores psiquiatras que Maxine conocía. Después de coincidir en la facultad y de haberse pasado años sustituyéndose la una a la otra en las consultas, se habían hecho amigas. Ya fuese en su vida privada o en la profesional, Maxine sabía que podía contar con Thelma. Se parecían mucho en más de un sentido, y sentían la misma dedicación por su trabajo. Maxine se quedaba totalmente tranquila cuando dejaba a sus pacientes en manos de Thelma. Antes de ir a ver a los Anderson, Maxine fue a hablar con Thelma, que la puso al día rápidamente. Hilary estaba en coma profundo, y, por el momento, lo que le habían administrado no había funcionado. Lo había hecho estando sola en casa, mientras sus padres estaban fuera. No había dejado ninguna nota, pero Maxine sabía que no necesitaba hacerlo. A menudo le había dicho que le daba lo mismo vivir o morir. Para ella, y para otros como ella, ser bipolar era demasiado duro.
Maxine se angustió al leer la historia clínica. Thelma seguía a su lado.
– Cielo santo, se ha tomado todo menos el agua del fregadero de la cocina -dijo Maxine, con expresión sombría.
Thelma asintió.
– Su madre ha dicho que su novio la dejó anoche, el día de Acción de Gracias. Seguro que no ayudó mucho.
Maxine afirmó con la cabeza y cerró la historia. Los médicos habían hecho todo lo que podía hacerse. Ahora solo cabía esperar y ver cómo evolucionaba. Todos sabían, incluidos los padres de Hilary, que si no recuperaba pronto el conocimiento había muchas posibilidades de que su cerebro quedara dañado para siempre, y eso si sobrevivía, lo que era dudoso. A Maxine le sorprendía que estuviera viva con todo lo que había tomado.
– ¿Alguna idea de cuándo lo hizo? -preguntó Maxine, mientras las dos mujeres caminaban juntas por el pasillo.
Thelma parecía cansada y preocupada. Detestaba estos casos. Su consulta era más sosegada que la de Maxine, pero seguía echándole una mano. Trabajar con los pacientes de su amiga siempre era estimulante.
– Probablemente unas horas antes de que la encontraran, y ahí es donde radica el problema. Las drogas han tenido mucho tiempo para introducirse en su organismo. Por eso la naloxona no ha hecho ningún efecto, según los paramédicos que la han traído.
La naloxona era un fármaco que revertía los efectos de los narcóticos potentes, si se administraba a tiempo. Representaba la diferencia entre la vida y la muerte en los casos de sobredosis, y a Hilary la había salvado ya cuatro veces. Esta vez no había surtido efecto, lo que era una mala señal para las dos doctoras.
Maxine entró a ver a Hilary antes de ir a hablar con los padres. La encontró conectada a un respirador, y una unidad de cuidados intensivos todavía estaba ocupándose de ella. Estaba desnuda sobre la camilla, cubierta con una sábana fina, inmóvil. La máquina respiraba por ella, y su cara se veía grisácea. Maxine se quedó un buen rato mirándola, habló con el equipo que había estado con ella desde su llegada e intercambió impresiones con el médico jefe. Su corazón resistía, aunque el monitor había reflejado arritmias varias veces. No había ninguna señal de vida en la chica de quince años, que parecía una niña allí tumbada. Tenía los cabellos teñidos de negro y tatuajes en ambos brazos. Hilary lo había hecho por su cuenta, a pesar de los esfuerzos de su padre para convencerla de que no se tatuara.
Maxine hizo un gesto a Thelma y juntas fueron a ver a los padres en la sala de espera. Habían estado con Hilary hasta que el equipo médico les había pedido que salieran. Resultaba demasiado angustioso para los padres ver lo que pasaba, y los residentes y las enfermeras necesitaban espacio para moverse.
Ángela Anderson lloraba cuando Maxine entró en la sala. Phil la rodeaba con sus brazos y era evidente que también había llorado. Ya habían pasado por aquello, pero eso no lo hacía más fácil, sino más duro. Eran muy conscientes de que Hilary quizá no saldría adelante esta vez.
– ¿Cómo está? -preguntaron los dos al unísono, mientras Maxine se sentaba y Thelma se marchaba.
– Más o menos igual que al llegar. Acabo de verla. Está luchando. Como siempre. -Maxine les sonrió tristemente; le dolía en el alma ver el sufrimiento en sus ojos, y ella también estaba triste. Hilary era un encanto de niña. Problemática, pero encantadora-. Había algunas sustancias muy tóxicas en las drogas que ha tomado -explicó Maxine-. Estas cosas pasan en la calle. Creo que nuestro mayor problema es que las drogas han tenido demasiado tiempo para introducirse en su organismo antes de que la encontraran. Y un corazón puede resistir hasta cierto punto. Se ha tomado dosis muy elevadas de algunas drogas.
No era nuevo para ellos, pero Maxine tenía que advertirlos de algún modo de que esta vez quizá no habría un final feliz. Ella no podía ayudar en nada. El equipo de urgencias estaba haciendo todo lo humanamente posible.
Pasados unos cinco minutos, Thelma regresó con cafés para todos y Maxine volvió a entrar a ver a Hilary. Thelma la siguió fuera de la sala y Max le dijo que regresara a su casa. No valía la pena que los dos estuvieran levantados toda la noche. Antes de que Thelma se fuera, le dio las gracias. Maxine se quedaría en el hospital para ver cómo respondía el corazón de Hilary. Su latido se estaba volviendo más irregular, y el residente le dijo que la tensión arterial estaba bajando. Ambas cosas eran mala señal.
Durante las siguientes cuatro horas, Maxine fue constantemente de los Anderson a su hija, pero a las ocho y media, Maxine decidió dejarles entrar en la unidad para verla. Para entonces era consciente de que podía ser la última vez que vieran a su hija con vida. La madre de Hilary sollozó sin reprimirse al tocarla y se inclinó para darle un beso; el padre se quedó junto a su esposa, pero apenas se atrevía a mirar a su hija. El respirador seguía respirando por ella, pero la mantenía con vida a duras penas.
En cuanto se sentaron otra vez en la sala de espera, el médico jefe salió e hizo un gesto a Maxine, que lo siguió al pasillo.
– No tiene buena pinta.
– Sí -dijo Maxine-, lo sé.
Le siguió otra vez a la zona de cuidados intensivos donde estaba Hilary; casi inmediatamente después de que entrara, el monitor disparó una alarma. A Hilary se le había parado el corazón. Los padres querían que se hiciera todo lo posible, y el equipo cardíaco intentó por todos los medios que su corazón volviera a latir. La sometieron a electroshock mientras Maxine observaba, cada vez más angustiada. Le realizaron un masaje cardíaco y le aplicaron las palas varias veces, sin ningún resultado. Trabajaron con el cuerpo sin vida de Hilary durante media hora, hasta que por fin el residente hizo una señal al equipo. Se había acabado. Hilary había muerto. Se quedaron un buen rato mirándose entre ellos, un momento doloroso, hasta que el residente miró a Maxine, desconectó el respirador y lo extrajo de la boca de Hilary.
– Lo siento -dijo en voz baja, y salió de la sala. No había nada más que pudiera hacer.
– Yo también -asintió, y fue a buscar a los Anderson.
Lo supieron en cuanto la vieron entrar, y la madre de Hilary se echó a llorar. Maxine se quedó con ella un buen rato, abrazándola mientras lloraba. También abrazó a Phil. Quisieron ver a Hilary otra vez y Maxine los acompañó. La habían trasladado a una habitación, para que pudieran estar con ella, antes de bajarla al depósito. Maxine los dejó a solas casi una hora. Finalmente, con el corazón roto y destrozados, el matrimonio regresó a casa.
Maxine firmó el certificado de defunción y todos los formularios necesarios. Eran más de las diez cuando por fin se marchó. Mientras salía del ascensor una enfermera que la conocía la llamó. Maxine se volvió con expresión abatida.
– Lo siento… acabo de enterarme… -dijo la enfermera cariñosamente.
Ella también estaba en el hospital la última vez que habían ingresado a Hilary y había ayudado a salvarle la vida. Esta vez el equipo había trabajado igual de bien, pero las posibilidades de supervivencia de Hilary eran considerablemente menores. Mientras hablaban, Maxine vio a un hombre alto con una bata blanca de médico observándolas desde cerca, pero no tenía ni idea de quién era.
El hombre esperó a que Maxine terminara de hablar con la enfermera, que subía a la unidad de cuidados intensivos para empezar su turno, y entonces se acercó.
– ¿Doctora Williams? -preguntó cautelosamente.
Era evidente que iba con prisas y se la veía desaliñada y cansada.
– ¿Sí?
– Soy Charles West. El idiota que la incordió hace unas semanas con Jason Wexler. Solo quería saludarla.
Maxine no estaba de humor para hablar, pero tampoco quería ser grosera. El médico había tenido el detalle de llamarla y disculparse, así que se obligó a hacer un esfuerzo.
– Perdone, ha sido una noche espantosa. Acabo de perder a una paciente en la UCI. Una chica de quince años, por sobredosis. No te acostumbras nunca. Cada vez se te rompe el corazón.
Ambos pensaron en lo que podría haberle pasado a Jason si le hubiera hecho caso a él, y se alegraron de que ella fuera lo bastante lista para no haberlo hecho.
– Lo siento. Parece tan injusto… He venido a ver a una paciente de noventa y dos años con una cadera rota y neumonía, y se está recuperando. Y en cambio usted pierde a una chica de quince. ¿Puedo invitarla a tomar un café?
Maxine ni siquiera dudó.
– Tal vez en otro momento.
Él asintió, ella le dio las gracias otra vez y se marchó. El médico la observó mientras cruzaba el vestíbulo. Su aspecto lo había sorprendido. Había dado por hecho que sería mayor de lo que era en realidad. Se esperaba una especie de sargento. Había leído sobre ella en internet, pero no había ninguna fotografía. Maxine no las colgaba nunca. No le parecía importante. Su currículo y sus logros eran suficientes.
Charles West subió al ascensor pensando en ella y en la noche que debía de haber pasado. La expresión de sus ojos lo decía todo. Se había sobresaltado al oír que la enfermera gritaba el nombre de Maxine, y algo lo había empujado a esperar para hablar con ella. Al bajar del ascensor solo podía pensar en que esperaba que el destino hiciera que sus caminos se cruzaran de nuevo.
Charles West era lo último que ocupaba el pensamiento de Maxine cuando paró un taxi y volvió a casa. Pensaba en Hilary y en los Anderson, y en la terrible pérdida que habían sufrido, la inenarrable tortura que representaba perder un hijo. Maxine detestaba estos momentos y, como siempre, esta tragedia reforzó su determinación de salvar de sí mismo a todo aquel que lo necesitara.