Capítulo 2

Durante la noche, la intensa lluvia se convirtió en nieve. La temperatura descendió considerablemente y, cuando despertaron, todo estaba cubierto por un manto blanco. Era la primera nevada fuerte del año. Sam echó un vistazo y aplaudió encantado.

– ¿Podemos ir al parque y llevarnos el trineo, mamá?

La nieve seguía cayendo y el paisaje recordaba una postal de Navidad, pero Maxine sabía que al día siguiente estaría todo hecho un asco.

– Claro, cariño.

Pensando en ello se dio cuenta, como siempre, de que Blake se estaba perdiendo lo mejor. Lo había cambiado todo por sus fiestas de la jet set y por conocer personas de todo el mundo. Pero para Maxine, lo mejor de la vida estaba allí mismo.

Daphne entró para desayunar con el móvil pegado a la oreja. Se levantó de la mesa varias veces, susurrando algo a su interlocutora, mientras Jack ponía cara de desesperación y se servía las tortitas que había preparado Maxine. Era de las pocas cosas que sabía cocinar y las preparaba a menudo. El chico se sirvió una gran cantidad de jarabe de arce y comentó lo tontas que estaban Daphne y sus amigas últimamente con los chicos.

– ¿Y tú qué? -preguntó su madre con interés-. ¿No hay novias a la vista?

Asistía a clases de baile y a una escuela mixta, así que tenía un montón de oportunidades de conocer chicas, pero todavía no le interesaban. Por el momento su interés principal eran los deportes. Lo que más le gustaba era el fútbol, navegar por internet y los videojuegos.

– Puf -respondió el chico, mientras devoraba otro pedazo de tortita.

Sam estaba echado en el sofá, mirando dibujos animados en la tele. Había desayunado hacía una hora, al levantarse. Los sábados por la mañana no había horario y Maxine cocinaba para ellos a medida que se levantaban. Le encantaba esta faceta doméstica para la que no tenía tiempo durante la semana, porque siempre iba con prisas para poder visitar a sus pacientes en el hospital antes de acudir a su consulta. Normalmente salía de casa mucho antes de las ocho, cuando los niños se iban a la escuela. Pero a excepción de algunas ocasiones, se las arreglaba para cenar con ellos todos los días.

Recordó a Sam que esa noche dormiría en casa de un amigo y Jack la interrumpió para decir que él también. Daphne dijo que había quedado con tres amigas para ver una película y que tal vez también vendrían un par de chicos.

– Vaya, esto es nuevo -comentó Maxine con expresión de interés-. ¿Alguien que conozca?

Daphne se limitó a menear la cabeza con expresión irritada y salió de la habitación. Estaba claro que, para ella, la pregunta no merecía respuesta.

Maxine enjuagó los platos y los metió en el lavaplatos; una hora después, ella y los tres niños se fueron al parque. En el último momento, los dos mayores habían decidido apuntarse. Maxine tenía un par de trineos y ella y Daphne se envolvieron el trasero con una bolsa de basura y se lanzaron montaña abajo con los chicos y otros niños soltando chillidos de alegría. Seguía nevando, y sus hijos todavía se comportaban como niños pequeños de vez en cuando y no como si fueran mayores, que era lo que querían ser. Se quedaron hasta las tres y regresaron paseando por el parque. Había sido divertido y al llegar a casa Maxine les preparó un chocolate caliente con nata y galletas. Era agradable pensar que no eran tan mayores al fin y al cabo y que seguían disfrutando como habían hecho siempre.

A las cinco acompañó a Sam a casa de su amigo, en la calle Ochenta y nueve Este, y a Jack al Village a las seis, y regresó a tiempo para ver llegar a las amigas de Daphne con un montón de películas alquiladas. En el último momento, aparecieron dos chicas más. A las ocho encargó pizzas para todos y Sam llamó a las nueve «para preguntarle cómo estaba», lo que Maxine sabía por experiencia que significaba que habría preferido no pasar la noche con su amigo. A veces no podía soportarlo y volvía a casa para dormir con ella o en su propia cama. Maxine le dijo que estaba bien y él respondió que también. Maxine colgó el teléfono y sonrió. Oyó risas agudas procedentes de la habitación de Daphne. Algo le decía que estaban hablando de chicos, y no se equivocaba.

A las diez se presentaron dos chicos de trece años que parecían espantosamente avergonzados. Eran varios centímetros más bajos que las chicas, no mostraban señales de pubertad y devoraron lo que quedaba de las pizzas. Unos minutos más tarde se marcharon mascullando excusas. No pasaron de la cocina y no llegaron a entrar en la habitación de Daphne. Dijeron que tenían que volver a casa. Las chicas los triplicaban en número, pero se habrían marchado temprano de todos modos. El panorama les superaba. Las chicas parecían mucho más maduras, y en cuanto los chicos se hubieron marchado volvieron corriendo a la habitación de Daphne para comentarlo. Maxine sonreía para sí misma mientras escuchaba sus risas y chillidos cuando a las once sonó el teléfono. Supuso que sería Sam para decirle que quería volver a casa, así que descolgó con una sonrisa, esperando oír la voz de su hijo pequeño.

Pero era una enfermera de urgencias del hospital Lenox Hill que la llamaba por uno de sus pacientes. Maxine frunció el ceño y se sentó, concentrándose inmediatamente y formulando las preguntas pertinentes. Jason Wexler tenía dieciséis años, su padre había muerto de forma inesperada de un infarto hacía seis meses, y su hermana mayor había fallecido en un accidente de tráfico diez años atrás. El chico se había tomado un puñado de somníferos de su madre. Tenía una depresión y ya lo había intentado antes, pero nunca desde la muerte de su padre. El y su padre habían mantenido una discusión terrible la noche en que él había muerto, y Jason estaba convencido de que él era el culpable del infarto y de la muerte de su padre.

La enfermera dijo que la madre de Jason estaba histérica en la sala de espera. Jason estaba consciente y ya le estaban haciendo un lavado de estómago. Creían que se pondría bien, pero se había salvado por los pelos. Su madre lo había encontrado a tiempo y había llamado a una ambulancia; de haberlo hecho más tarde, no se habría salvado. Maxine escuchó atentamente. El hospital estaba a tan solo ocho calles de su casa y andando llegaría en un momento a pesar de los quince centímetros de nieve que habían caído y que se habían convertido en barro por la tarde y en placas de hielo sucio al caer la noche. Era peligroso caminar con la calle en esas condiciones.

– Estaré ahí dentro de diez minutos -dijo a la enfermera con decisión-. Gracias por llamar.

Maxine había dado el teléfono de su casa y su móvil a la madre de Jason hacía meses. Incluso los fines de semana, en los que la centralita del hospital podía atender sus llamadas, quería estar disponible para Jason y su madre si la necesitaban. Tenía la esperanza de que no fuera necesario, así que no le gustó enterarse del segundo intento de suicido del chico. Maxine sabía que la mujer estaría terriblemente angustiada. Después de perder a su marido y a su hija, Jason era lo único que le quedaba.

Maxine llamó a la puerta de Zelda y vio que estaba durmiendo. Quería que supiera que iba a salir a ver a un paciente, y pedirle que estuviera atenta a las chicas, por si acaso. Pero odiaba tener que despertarla, así que cerró la puerta suavemente y sin hacer el menor ruido. Al fin y al cabo, era su día libre. Así que Maxine fue a la habitación de Daphne mientras se pasaba un jersey grueso por la cabeza. Los vaqueros ya los llevaba puestos.

– Tengo que salir a ver a un paciente -explicó. Daphne sabía, como todos, que su madre visitaba a pacientes especiales, incluso los fines de semana, así que se limitó a mirarla y asentir. Todavía estaban viendo películas y se habían tranquilizado con el paso de las horas-. Zelda está en casa, así que si necesitas algo puedes pedírselo, pero no hagáis mucho ruido en la cocina, por favor. Está durmiendo. -Daphne asintió de nuevo sin apartar la mirada de la pantalla. Dos de las chicas se habían quedado dormidas en la cama de Daphne, y otra se estaba pintando las uñas. Las demás miraban la película sin pestañear-. No tardaré mucho.

Daphne sabía que probablemente se trataba de un intento de suicido. Su madre nunca hablaba de ello, pero esta solía ser la razón por la que a veces tenía que salir de casa por la noche. Los demás pacientes podían esperar al día siguiente.

Maxine se puso unas botas con suela de goma y un anorak de esquiar, cogió el bolso y salió de casa apresuradamente. A los pocos minutos ya estaba bajando a buen paso por Park Avenue en dirección sur con un viento gélido, hacia el hospital Lenox Hill. Cuando llegó y entró en urgencias sentía agujas en la cabeza y tenía los ojos húmedos. Preguntó en recepción y le indicaron en qué box estaba Jason. Habían decidido que no era necesario trasladarlo a la UCI. Estaba aturdido pero fuera de peligro, y la esperaban para que lo ingresara y decidiera qué hacer. Helen Wexler se le echó encima en cuanto la vio entrar, la abrazó y empezó a sollozar.

– Casi se muere… -dijo histérica en brazos de Maxine mientras esta la sacaba delicadamente de la sala después de hacer una señal a la enfermera.

Jason dormía en la cama y parecía tranquilo. Seguía muy sedado por los restos de lo que había tomado, pero la dosis ya no era tan alta y su vida no corría peligro. Solo le mantenía dormido. Su madre no dejaba de repetir que había estado a punto de morir. Maxine se la llevó por el pasillo, por si su hijo se despertaba.

– Pero no ha muerto, Helen. Se va a poner bien -dijo Maxine con calma-. Por suerte le has encontrado a tiempo y se pondrá bien.

Hasta la próxima. Pero era misión de Maxine impedirlo, así que no habría tercera vez. Aunque cuando un paciente intentaba suicidarse, el riesgo estadístico de que lo repitiera era infinitamente más elevado, y la posibilidad de conseguirlo aumentaba. A Maxine no le hacía ninguna gracia que Jason lo hubiera intentado por segunda vez.

Maxine hizo que la madre de Jason se sentara en una silla y respirara hondo. Por fin consiguió hablar de ello con calma. Dijo que creía que Jason debía ser hospitalizado por más tiempo en esta ocasión. Propuso ingresarlo un mes, y después ya verían cómo estaba. Le recomendó un centro de Long Island con el que trabajaba a menudo. Aseguró a Helen Wexter que eran estupendos con los adolescentes. Helen la miró horrorizada.

– ¿Un mes? Eso significa que no estará en casa el día de Acción de Gracias. No puedes hacerlo -dijo, llorando otra vez-. No puedo estar sin él durante las fiestas. Su padre acaba de morir, y será nuestro primer día de Acción de Gracias sin él -insistió, como si eso tuviera alguna importancia en aquel momento, ante el riesgo de un tercer intento de suicidio de su hijo.

Era increíble lo que podía hacer la mente para negar la realidad y a lo que se aferraba cada uno para no tener que afrontar la dureza de la situación. Si Jason lo intentaba de nuevo y lo lograba, no volvería a pasar un día de Acción de Gracias con él. Merecía la pena sacrificar este. Pero la madre del chico no quería oír hablar de aquello, así que Maxine intentó mostrarse firme pero compasiva y amable al mismo tiempo, como siempre.

– Creo que ahora mismo Jason necesita protección y apoyo. No quiero mandarlo a casa demasiado pronto, y las vacaciones van a ser muy duras para él sin su padre. En serio, pienso que estará mejor en Silver Pines. Puedes celebrar Acción de Gracias allí con él.

Helen lloró más aún.

Maxine estaba impaciente por ver a Jason. Le dijo a Helen que hablarían de ello más tarde, pero las dos acordaron que el chico pasara la noche en Lenox Hill. No había alternativa; no se encontraba en condiciones de volver a casa. Helen estaba totalmente de acuerdo con esto, pero no con lo demás. Detestaba la idea de Silver Pines. Dijo que el nombre le recordaba al de un cementerio.

Maxine examinó a Jason en silencio mientras el chico dormía, leyó su historia clínica, y se alarmó al ver la cantidad de fármacos que había ingerido. Había tomado mucho más que una dosis letal, a diferencia de la otra vez. El último intento había sido mucho más serio, y Maxine se preguntó qué lo habría provocado. Al día siguiente, cuando Jason se despertara, pasaría a verle un rato. En aquel momento era imposible hablar con él.

Escribió algunas instrucciones en la historia de Jason. Lo trasladarían a una habitación privada aquella noche, y sus órdenes incluían que una enfermera estuviera con él, vigilándolo. Debía haber alguien allí observándolo incluso antes de que se despertara. Dijo a la enfermera que volvería a la mañana siguiente a las nueve, aunque si la necesitaban antes podían llamarla. Les dejó los números de teléfono de su casa y del móvil, y después volvió a sentarse con la madre de Jason. Helen parecía más hundida, ahora que empezaba a asumir la realidad. Había estado a punto de perder a su hijo aquella noche y quedarse sola en el mundo. Esa idea la sumía al borde de la desesperación. Maxine se ofreció a llamar a su médico, por si necesitaba somníferos, o un calmante suave, pues ella no quería recetárselos. Helen no era su paciente y Maxine no conocía su historia ni sabía si estaba tomando otros medicamentos.

Helen dijo que ya había llamado a su médico. Por lo visto había salido, pero esperaba su llamada. Le explicó que Jason había ingerido todos sus somníferos, y por lo tanto no le quedaba ninguno. Volvió a echarse a llorar; estaba claro que no deseaba volver sola a casa.

– Puedo pedir que pongan una cama auxiliar en la habitación de Jason, si lo prefieres -le ofreció Maxine cariñosamente-, a menos que resulte demasiado angustioso para ti.

En tal caso, tendría que regresar a su casa.

– Eso estaría bien -accedió Helen en voz baja, mirando a Maxine con los ojos muy abiertos-. ¿Va a morir? -susurró entonces, aterrorizada pero intentando prepararse para lo peor.

– ¿Esta vez? No -afirmó Maxine, negando solemnemente con la cabeza-, pero debemos asegurarnos, en la medida de lo posible, de que no haya una próxima vez. La situación es muy grave. Se ha tomado muchas pastillas. Por eso quiero que pase una temporada en Silver Pines.

Maxine no quiso decirle todavía a la madre del chico que pretendía que Jason se quedara allí bastante más que un mes. Ella pensaba en dos o tres meses, y tal vez después lo mandaría a una institución de apoyo si creía que el chico lo necesitaba. Por suerte, podían permitírselo, pero esta no era la cuestión. Podía ver en los ojos de Helen que quería que Jason volviera a casa y que se opondría a una estancia larga en el hospital. Era una estupidez por su parte, pero Maxine ya se había encontrado antes en situaciones de ese tipo. Si mandaban a Jason a un hospital psiquiátrico, tendrían que afrontar que aquello no era solo «un pequeño percance»: estaba realmente enfermo. Maxine no tenía ninguna duda de que el chico era un suicida y estaba peligrosamente deprimido desde la muerte de su padre. Aquello suponía más de lo que su madre era capaz de asumir, pero llegados a ese punto no tenía elección. Si se llevaba al chico a casa con ella al día siguiente sería en contra de la recomendación médica, así que tendría que firmar un alta voluntaria. Maxine esperaba que no llegaran tan lejos. Con suerte, Helen estaría más tranquila al día siguiente y haría lo más conveniente para su hijo. A Maxine tampoco le gustaba tener que ingresarlo, pero estaba convencida de que era lo mejor para él. Su vida estaba en juego.

Maxine pidió a las enfermeras que en cuanto el chico saliera de urgencias, pusieran en la habitación de Jason una cama para Helen. Se despidió de ella con un apretón cálido en el hombro y pasó a ver a Jason antes de marcharse. Parecía estar bien. Por el momento. Estaba con él la enfermera que lo acompañaría a la habitación. No volverían a dejarlo solo. En Lenox Hill no había un ala de seguridad, pero Maxine pensó que estaría mejor con una enfermera al lado, además de su madre. De todos modos, tardaría muchas horas en despertar.

Maxine volvió a su piso con aquel frío gélido. Era más de la una cuando llegó. Echó un vistazo en la habitación de Daphne; y todo parecía en calma. Las chicas estaban dormidas, dos de ellas en sacos de dormir y el resto en la cama de Daphne. La película no había terminado, y las chicas seguían vestidas. Mientras las miraba, Maxine notó un olor extraño. Nunca antes lo había olido en la habitación de Daphne. Sin saber por qué fue al armario y abrió la puerta. Se sobresaltó al ver una docena de botellas vacías de cerveza. Volvió a mirar a las chicas y se dio cuenta de que no estaban solo dormidas, sino también borrachas. Le pareció que eran demasiado jóvenes para tomar cerveza, pero tampoco era algo insólito a su edad. No sabía si llorar o reír. No sabía cuándo habían empezado a beber, pero habían aprovechado bien su ausencia.

No le apetecía en absoluto, pero al día siguiente tendría que castigar a Daphne. Colocó las botellas vacías bien alineadas en el armario, para que las chicas las vieran al levantarse. Habían consumido dos botellas por cabeza, lo que era mucho para niñas de su edad. «Vaya -susurró para sí misma-, la adolescencia ha empezado.» Se tumbó en la cama pensando en ello y, por un minuto, echó de menos a Blake. Habría sido reconfortante compartir ese momento con alguien. En cambio, como siempre, tendría que hacer el papel de dura y ponerse una máscara kabuki de decepción mientras le cantaba las cuarenta a su hija y le hablaba del significado de la palabra «confianza». Pero, en realidad, Maxine entendía perfectamente que su hija era una adolescente y que habría muchas noches en el futuro en las que alguien cometería una estupidez, sus hijos o los hijos de otro se aprovecharían de una situación, o experimentarían con el alcohol o las drogas. Y por supuesto no sería la última vez que uno de sus hijos se emborrachaba. Maxine sabía que podía considerarse afortunada si la cosa no iba a más. Aunque también sabía que al día siguiente tendría que mostrarse firme. Todavía estaba pensando en ello cuando se quedó dormida. Y cuando se despertó por la mañana, las chicas seguían durmiendo.

La llamaron del hospital mientras se vestía. Jason estaba despierto y hablando. La enfermera dijo que su madre se encontraba con él y que la veía muy angustiada. Helen Wexler, había llamado a su propio médico y, según la enfermera, en lugar de tranquilizarla la había puesto todavía más nerviosa. Maxine dijo que llegaría enseguida y colgó. Oyó a la niñera en la cocina y entró para servirse una taza de café. Zelda estaba sentada a la mesa, con una taza de café humeante y el Sunday Times. Levantó la cabeza cuando vio entrar a Maxine y sonrió.

– ¿Una noche tranquila? -preguntó Zelda, mientras Maxine se sentaba con un suspiro.

A veces sentía que esa mujer era su único apoyo para criar a sus hijos. Sus padres tenían buenas intenciones pero nunca le daban consejos. Y Blake no aparecía por sus vidas. Zelda sí estaba.

– No exactamente -dijo Maxine con una sonrisa forzada-. Creo que anoche alcanzamos un hito.

– ¿El de la mayor cantidad de pizza devorada por seis adolescentes?

– No -dijo Maxine en tono apesadumbrado pero con los ojos risueños-. La primera vez que uno de mis hijos se emborracha con cerveza.

Sonrió y Zelda la miró boquiabierta.

– ¿Es broma?

– No. Encontré una docena de cervezas en el armario de Daffy cuando fui a ver cómo estaban. No fue agradable. Vi a unas chicas vestidas tiradas de cualquier manera y profundamente dormidas, o quizá sería más exacto decir «desvanecidas».

– ¿Se emborracharon estando usted en casa?

A Zelda le sorprendía que Daphne tuviera la desfachatez de beber sabiendo que su madre estaba en la habitación de al lado. También le hacía cierta gracia, aunque ninguna de las dos estaba contenta. Era el comienzo de una situación totalmente nueva que no les apetecía en absoluto. Chicos, drogas, sexo y alcohol. Bienvenidas a la adolescencia. Lo peor todavía estaba por llegar.

– Tuve que salir a ver a un paciente. Estuve fuera desde las once hasta la una. Una de ellas debió de traer la cerveza escondida en la mochila. Nunca se me habría ocurrido.

– A partir de ahora tendremos que registrarlas -dijo Zelda con decisión, sin ningún apuro ante la perspectiva de poner en su sitio a Daphne y a sus amigas.

No estaba dispuesta a permitir que nadie se emborrachara en su presencia, y sabía que Maxine tampoco lo permitiría. Además, antes de que se dieran cuenta, Jack también querría experimentar, y algún día Sam también. Menudo panorama…

A Zelda no le seducía nada esa perspectiva, pero no pensaba huir de ella. Adoraba a aquella familia, y le gustaba su empleo.

Las dos mujeres charlaron un rato; después, Maxine dijo que debía volver a Lenox Hill a ver a su paciente. Era el día libre de Zelda, pero no tenía intención de salir. Dijo que estaría pendiente de las chicas y que esperaba que se encontraran fatal cuando despertaran. Maxine se rió.

– Dejé las botellas vacías en el armario, solo para que sepan que no soy tan tonta como parezco.

– Se morirán del susto cuando las vean -dijo Zelda, divertida.

– Espero que sí. Me engañaron y abusaron de mi confianza y mi hospitalidad… -Miró a Zelda sonriendo-. Me estoy entrenando para el discurso que le soltaré. ¿Qué te parece?

– Bien. Aunque castigarla sin salir y dejarla sin paga también sería conveniente.

Maxine asintió. Ella y Zelda solían tener el mismo punto de vista. Zelda era firme pero razonable, cariñosa pero sensata, y no demasiado estricta. No era una tirana, pero tampoco una blanda. Maxine confiaba plenamente en ella y en su buen juicio, cuando se ausentaba.

– ¿Por qué tuvo que salir anoche? ¿Un suicida? -preguntó Zelda. Maxine asintió y se puso seria otra vez-. ¿Cuántos años?

Zelda la respetaba enormemente por su trabajo.

– Dieciséis.

Maxine no dio más detalles. Nunca lo hacía. Zelda asintió. Siempre veía en los ojos de Maxine cuando uno de sus pacientes había muerto. El corazón de Zelda estaba tanto con los padres como con el chico. El suicidio de un adolescente era algo terrible, y a juzgar por lo solicitada que estaba la consulta de Maxine, en Nueva York abundaban, como en todas partes. Comparado con eso, una docena de cervezas repartidas entre seis chicas de trece años no parecía una tragedia. Lo que Maxine tenía que ver todos los días sí lo era.

Al cabo de unos minutos Maxine salió para recorrer andando la corta distancia hasta Lenox Hill, como hacía siempre. Soplaba viento y hacía frío, pero había salido el sol y el día era precioso. Seguía pensando en su hija y en su travesura de la noche anterior. Estaba claro que empezaba una nueva etapa para ellos, y de nuevo se sintió agradecida por la ayuda de Zelda. Tendrían que mantener estrechamente vigiladas a Daphne y a sus amigas. Se lo comentaría a Blake cuando estuviera en la ciudad, solo para que estuviera enterado. Ya no podían confiar plenamente en ella, y probablemente aquello duraría algunos años. La intimidaba un poco pensar en ello. Era todo más fácil cuando los niños tenían la edad de Sam. Con qué rapidez pasaba el tiempo… Pronto serían todos adolescentes y cometerían todo tipo de estupideces. Aunque al menos, por el momento, eran cosas normales.

Cuando llegó a la habitación de Jason en el hospital, el chico estaba sentado en la cama. Parecía aturdido, cansado y pálido. Su madre estaba sentada en una silla, hablando con él, llorando y sonándose. No era una escena de felicidad. La enfermera permanecía sentada en silencio al otro lado de la cama, intentando no interferir y ser discreta. Los tres la miraron cuando Maxine entró en la habitación.

– ¿Cómo te encuentras, Jason? -Maxine miró a la enfermera. Esta asintió y salió de la habitación.

– Bien, creo.

Parecía deprimido y su voz sonaba triste, una reacción normal a la sobredosis de drogas que había ingerido; además, era evidente que antes de tomarla ya estaba deprimido. A su madre se la veía casi tan mal como la noche anterior, como si 110 hubiera dormido, y tenía profundas ojeras. Había estado presionando al chico para que le prometiera que no volvería a hacerlo nunca, y Jason había aceptado de mala gana.

– Dice que no volverá a hacerlo -explicó Helen mientras Maxine miraba al muchacho a los ojos.

Lo que vio la preocupó.

– Espero que sea verdad -dijo Maxine, poco convencida.

– ¿Puedo volver a casa hoy? -preguntó Jason, con voz apagada.

No le gustaba tener a una enfermera en la habitación, pero ella le había dejado claro que no podía marcharse a menos que alguien la sustituyera. Jason se sentía como si estuviera en prisión.

– Creo que tenemos que hablar de esto -dijo Maxine desde el pie de la cama. Llevaba un jersey rosa y unos vaqueros y ella también parecía una jovencita-. No me parece que sea buena idea -dijo sinceramente. Nunca mentía a los pacientes. Para que confiaran en ella era importante que les dijera la verdad tal como ella la veía-. Anoche te tomaste muchas pastillas, Jason. Realmente muchas. Esta vez no bromeabas.

Le miró, él asintió y luego desvió la vista hacia otro lado. Después de lo sucedido se sentía avergonzado.

– Estaba un poco borracho. No sabía lo que hacía -dijo intentando quitarle importancia.

– Creo que sí lo sabías -le contradijo Maxine amablemente-. Tomaste muchas más que la última vez. En mi opinión, debes darte un tiempo para pensar, trabajar en ello, asistir a grupos de apoyo. Pienso que es importante que nos enfrentemos a esto, aunque sé que es difícil con las vacaciones a la vuelta de la esquina y después de perder a tu padre este año.

Había dado en el clavo, y su madre miró a la doctora con expresión de pánico. Parecía que fuera a saltar sobre ella. Su ansiedad era exagerada y sufría por las mismas cosas que su hijo, aunque sin el sentimiento de culpabilidad. Que Jason estuviera convencido de haber matado a su padre lo volvía más inestable. Peligrosamente inestable.

– Quiero que vayas a un lugar donde he trabajado a veces con otros chicos. Es un buen sitio. Hay jóvenes desde catorce hasta dieciocho años. Tu madre puede visitarte cada día. Pero creo que necesitamos ponernos manos a la obra con lo que está sucediendo ahora. No me sentiría bien si te mandara a casa en este estado.

– ¿Cuánto tiempo? -preguntó él, como si no le importara.

Intentaba aparentar serenidad, pero Maxine percibía el miedo en sus ojos. Para él era una idea aterradora. Pero a ella la aterraba más que su próximo intento de suicidio tuviera éxito. Su misión era intentar que no sucediera. Y a menudo lo conseguía. Quería que esta fuera una de esas ocasiones, y esquivar la tragedia antes de que volviera a producirse. Ya habían tenido bastantes.

– Probemos un mes. Después hablaremos, para ver qué te parece y qué opinas del sitio. No espero que te entusiasme, pero puede llegar a gustarte. -Luego, sonriendo, añadió-: Está lleno de chicas.

El no sonrió. Estaba demasiado deprimido para pensar en chicas en aquel momento.

– ¿Y si no lo soporto y no quiero quedarme? -La miró a los ojos.

– Entonces hablaremos.

Si era necesario, podían pedir una orden judicial, ya que había demostrado ser un peligro para sí mismo, pero sería traumático para él y para su madre. Si era posible, Maxine prefería que ingresara voluntariamente. En ese momento intervino la madre de Jason.

– Doctora, realmente piensas… esta mañana he hablado con mi médico y me ha dicho que deberíamos dar otra oportunidad a Jason… El dice que estaba borracho y no sabía lo que hacía, y acaba de prometerme que no volverá a hacerlo.

Maxine sabía mejor que nadie que su promesa no valía nada. Y Jason también lo sabía. Su madre quería confiar en algo, pero no podía. No había ninguna duda de que la vida de su hijo estaba en peligro.

– No creo que podamos contar con ello -dijo Maxine sencillamente-. Me gustaría que confiarais en mí -añadió suavemente. Observó que no era Jason quien se lo discutía, sino su madre-. Creo que a tu madre le angustia que no estés en casa el día de Acción de Gracias, Jason. Le he dicho que puede celebrarlo contigo allí. No están prohibidas las visitas.

– De todos modos, este año Acción de Gracias sería un asco sin mi padre. No me importa.

Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada, aislándose de los demás.

Maxine hizo un gesto a la madre para que la siguiera fuera; en cuanto salieron de la habitación, la enfermera entró para sentarse junto a Jason. En Silver Pines también lo vigilarían de cerca. Y allí, además, las salas estaban cerradas, que precisamente era lo que Maxine creía que necesitaba Jason. Por el momento al menos, y tal vez durante una temporada.

– Creo que es lo que debemos hacer -explicó Maxine, mientras las lágrimas resbalaban por las mejillas de Helen-. Lo recomiendo encarecidamente. Tú decides, pero no me parece que puedas protegerle como es debido en casa. No podrás impedir que vuelva a hacerlo.

– ¿De verdad piensas que volverá a intentarlo? -La madre parecía aterrada.

– Sí -dijo Maxine con claridad-. Estoy casi segura de que lo hará. Todavía está convencido de que mató a su padre. Llevará tiempo conseguir que supere esta idea. Mientras tanto, necesita vivir en un lugar donde esté seguro. Si lo tienes en casa, no podrás dormir ni un minuto -añadió, y la madre de Jason asintió.

– Mi médico pensaba que podíamos darle otra oportunidad. Dice que los chicos de su edad a menudo hacen estas cosas para llamar la atención.

Se repetía, como si esperara convencer a Maxine, aunque la doctora entendía la situación mucho mejor que ella.

– Esta vez iba en serio, Helen. Sabía lo que hacía. Triplicó la dosis letal de tu medicación. ¿Quieres arriesgarte a que lo haga otra vez o a que salte por la ventana? Podría hacerlo en tan solo un momento mientras pasa por tu lado. Ahora no puedes ofrecerle en casa lo que necesita. -Hablaba sin rodeos, y lentamente la madre de Jason asintió y se echó a llorar con más fuerza todavía. La idea de perder a su hijo le resultaba insoportable.

– De acuerdo -dijo en voz baja-. ¿Cuándo podemos ir allí?

– Veré si tienen una cama para él hoy o mañana. Me gustaría sacarlo de aquí cuanto antes. Aquí no pueden protegerlo como es debido. Esto no es un hospital psiquiátrico. Necesita estar en una institución como Silver Pines. No es tan malo como crees, y ahora mismo es el lugar que le conviene, al menos hasta que supere la crisis. Quizá pasadas las vacaciones…

– ¿Quieres decir que también pasará allí la Navidad? -Helen Wexler la miró con expresión de pánico.

– Ya veremos. Hablaremos de ello más adelante, cuando veamos cómo evoluciona. Necesita tiempo para adaptarse.

La madre asintió y volvió a entrar en la habitación, mientras Maxine iba a llamar a Silver Pines. Al cabo de cinco minutos, todo estaba arreglado. Por suerte, tenían plaza para él. La doctora hizo los preparativos para que lo trasladaran en ambulancia a las cinco de la tarde. Su madre podía ir con él para ayudarlo a instalarse, pero no le permitían quedarse a pasar la noche.

Maxine se lo explicó todo a ambos, y dijo que iría a visitar a Jason al día siguiente. Tendría que aplazar las visitas de varios pacientes, pero era un buen día para hacerlo. Sabía que no tenía nada crucial en la agenda aquella tarde, y que los dos únicos casos críticos estaban programados por la mañana. Jason parecía tranquilo ante la idea del ingreso. Maxine seguía 11alilando con ellos cuando entró una enfermera y dijo que un tal doctor West quería hablar con ella por teléfono.

– ¿Doctor West? -Maxine no lo conocía-. ¿Quiere que ingrese a alguno de sus pacientes?

Los médicos lo hacían continuamente, pero Maxine no reconocía ese nombre. De repente, la madre de Jason pareció avergonzada.

– Es mi médico. Le he pedido que hablara contigo porque él pensaba que Jason podía volver a casa. Pero entiendo… imagino… lo siento… ¿te importaría hablar con él de todos modos? No querría que pensara que le he pedido que llamara para nada. Mandaremos a Jason a Silver Pines; quizá podrías informar al doctor West de que está todo arreglado.

Helen parecía incómoda así que Maxine le dijo que no se preocupara. Hablaba constantemente con otros médicos. Le preguntó si era psiquiatra, y Helen dijo que era internista. Maxine salió de la habitación para atender la llamada en la sala de enfermeras. No quería mantener aquella conversación en un lugar donde Jason pudiera oírla. De todos modos, solo era una formalidad. Cogió el teléfono con una sonrisa, esperando hablar con un médico ingenuo y amable que no estaba acostumbrado a tratar a diario con adolescentes con tendencias suicidas, como ella.

– ¿Doctor West? -dijo Maxine, con su voz alegre, eficiente y agradable-. Soy la doctora Williams, la psiquiatra de Jason -explicó.

– Lo sé -dijo él, logrando parecer condescendiente solo con esas dos palabras-. Su madre me ha pedido que la llame.

– Eso me ha dicho. Acabamos de disponerlo todo para que Jason ingrese en Silver Pines esta tarde. Creo que ahora mismo es el lugar que le conviene. Anoche tomó una sobredosis de somníferos de su madre.

– Es asombroso lo que llegan a hacer los chicos para llamar la atención, ¿no le parece?

Maxine le escuchó con incredulidad. No solo la trataba con condescendencia, sino que parecía un idiota redomado.

– Es su segundo intento. Y no creo que triplicar la dosis letal sea una llamada de atención. Nos está diciendo con toda claridad que quiere morir. Debemos afrontar la situación con absoluta seriedad.

– Realmente pienso que el chico mejoraría antes si estuviera en casa con su madre -insistió el doctor West, como si hablara con una niña o con una enfermera muy joven.

– Soy psiquiatra -dijo Maxine con firmeza-, y mi opinión profesional es que si vuelve a casa con su madre estará muerto dentro de una semana, posiblemente en veinticuatro horas.

Estaba siendo lo más directa que podía ser, aunque no se habría expresado así delante de la madre de Jason. Pero no pensaba andarse con rodeos con el condescendiente y arrogante doctor West.

– A mí me parece una reacción un poco histérica -dijo él, ligeramente enfadado.

– Su madre está de acuerdo en ingresarlo. No tenemos otra alternativa. Debe estar en una unidad vigilada y bajo estrecha supervisión. Es imposible garantizar eso en casa.

– ¿Suele encerrar a todos sus pacientes, doctora Williams?

Ahora era insultante y Maxine empezaba a enfadarse de verdad. ¿Quién se había creído que era?

– Solo cuando existe el peligro de que se hagan daño a sí mismos, doctor West, y no creo que su paciente lo supere si pierde a su hijo. ¿Cómo evaluaría esto?

– Me parece que es mejor que sea yo quien evalúe a mis pacientes -dijo él en tono petulante.

– Por supuesto. Estoy de acuerdo. Y yo le propongo que me deje evaluar a los míos. Jason Wexler es mi paciente, le i rato desde su primer intento de suicidio, y para serle sincera no me gusta nada lo que estoy viendo, o mejor lo que estoy oyendo de usted. Si le apetece consultar mi currículo en internet, hágalo. Y ahora, si me dispensa, debo volver con mi paciente. Gracias por llamar.

Al colgar respiraba con dificultad y, cuando entró en la habitación de Jason, tuvo que ocultar que estaba furiosa. No era problema de ellos que ella y el médico de Helen se odiaran tras tan solo una conversación telefónica. En opinión de Maxine, era el prototipo de idiota pomposo cuya actitud podía costar vidas y que representaba un auténtico peligro al negarse a reconocer la gravedad del estado de Jason. El muchacho necesitaba estar internado en una institución psiquiátrica como Silver Pines. A la mierda el doctor West.

– ¿Todo ha ido bien? -Helen la miró nerviosamente y Maxine esperó que no se le notara lo molesta que estaba. Disimuló su enfado con una sonrisa.

– Muy bien.

A continuación Maxine examinó a Jason y se quedó con él media hora más, explicándole cómo era Silver Pines. El fingió que no le importaba ni le asustaba, pero Maxine sabía que tenía miedo. Debía tenerlo. Aquel era un momento aterrador para él. Primero había estado a punto de morir, y ahora no tenía más remedio que volver a enfrentarse con la vida. Para él, era lo peor de ambos mundos.

Antes de irse tranquilizó a Helen diciéndole que estaría localizable todo el día y toda la noche y también al día siguiente por si necesitaba llamarla. Después de firmar el alta de Jason se marchó del hospital y regresó a casa caminando. Recorrió el breve trayecto de Park Avenue maldiciento al idiota del doctor West. Cuando llegó a casa, Daphne y sus amigas seguían durmiendo, aunque ya era casi mediodía.

Esta vez, Maxine entró en la habitación de su hija y subió las persianas. El sol brillante de la mañana inundó la habitación mientras Maxine llamaba en voz alta a las chicas, para que se despertaran y disfrutaran del precioso día. Se levantaron gimiendo; ninguna de ellas tenía buena cara. Entonces, al bajar de la cama, Daphne vio las botellas de cerveza vacías ordenadas en su armario y la expresión de los ojos de su madre.

– Oh, mierda -dijo bajito, mirando rápidamente a sus amigas. Parecían asustadas.

– Y que lo digas -dijo Maxine fríamente, y miró a las otras chicas-. Gracias por venir, chicas. Vestíos y recoged vuestras cosas. Se acabó la fiesta. En cuanto a ti… -Volvió a mirar a Daphne-. Estás castigada un mes sin salir. Y a cualquiera que vuelva a traer alcohol a esta casa se le prohibirá la entrada. Os habéis burlado de mi hospitalidad y mi confianza. Hablaré contigo más tarde -dijo a Daphne, que parecía aterrada.

En cuanto Maxine salió de la habitación, las niñas se pusieron a susurrar frenéticamente. Se vistieron a toda prisa; lo único que querían era marcharse. Daphne tenía lágrimas en los ojos.

– Os dije que era una idea estúpida -les recriminaba una de las niñas.

– Creía que habías escondido las botellas en el armario -se quejó Daphne.

– Lo hice.

Todas ellas estaban a punto de llorar. Era la primera vez que hacían algo así, aunque sin duda no sería la última. Maxine lo sabía mejor que ellas.

– Debió de registrarlo.

Las niñas se vistieron y se marcharon en menos de diez minutos, y Daphne fue a buscar a su madre. La encontró en la cocina, hablando tranquilamente con Zelda, que miró a Daphne con severo disgusto y no dijo ni una palabra. Maxine era quien debía decidir cómo manejar el asunto.

– Lo siento, mamá -dijo Daphne, y se echó a llorar.

– Yo también. Confiaba en ti, Daff. Siempre lo he hecho. Y no quiero que cambie. Lo que tenemos es muy valioso.

– Lo sé… no pretendía… pensábamos que… yo…

– Estarás un mes castigada. Sin llamadas la primera semana. Y sin vida social durante un mes. No irás sola a ninguna parte. Y sin paga. Es todo. Y que no vuelva a suceder -dijo Maxine severamente.

Daphne asintió en silencio y volvió a su habitación. Las dos mujeres oyeron cómo cerraba la puerta. Maxine estaba segura de que estaría llorando, pero por ahora prefería dejarla sola.

– Y esto es solo el comienzo -se lamentó Zelda, y entonces las dos se echaron a reír.

Para ellas no era el fin del mundo, pero Maxine quería dar un buen susto a su hija para que tardara un tiempo en volver a intentarlo. Trece años eran muy pocos para que diera fiestas y bebiera cerveza a escondidas en su cuarto, así que de momento había dejado las cosas claras.

Daphne se quedó en su habitación toda la tarde, tras entregar el móvil a su madre. El móvil era su salvavidas y desprenderse de él suponía un gran sacrificio.

Maxine recogió a sus dos hijos a las cinco y, cuando Jack llegó a casa, Daphne le contó lo sucedido. El pareció impresionado pero le dijo lo que ella ya sabía, que había sido una estupidez y que no le extrañaba que su madre lo hubiera descubierto. Según Jack, su madre lo sabía todo porque tenía un radar con una especie de visión de rayos X implantado en el cerebro. Formaba parte de las opciones con las que iban equipadas las madres.

Aquella noche los cuatro cenaron en silencio en la cocina y se acostaron temprano, ya que al día siguiente tenían colegio. Maxine estaba profundamente dormida cuando la enfermera de Silver Pines la llamó; eran las doce. Jason Wexler había tratado de suicidarse otra vez aquella noche. Estaba estabilizado y fuera de peligro. Se había quitado el pijama y había intentado ahorcarse con él, pero la enfermera que se encargaba de vigilarlo lo había encontrado a tiempo. Aquello confirmaba a Maxine que lo habían sacado de Lenox Hill justo a tiempo y dio gracias a Dios de que la madre del chico no hubiera escuchado al pomposo e idiota doctor West. Dijo a la enfermera que pasaría a ver a Jason por la tarde, e intentó imaginar cómo se tomaría la noticia la madre. Maxine daba gracias de que Jason estuviera vivo.

Todavía echada en la cama, pensó que aquel había sido un fin de semana bastante ajetreado. Su hija se había emborrachado con cerveza por primera vez, y uno de sus pacientes había intentado suicidarse dos veces. Teniendo en cuenta todo lo sucedido, las cosas habrían podido ir mucho peor. Jason Wexler podría estar muerto. Era un alivio que no lo estuviera, aunque le habría gustado cantarle cuatro verdades al doctor West. Menudo imbécil. Maxine se alegraba de que la madre de Jason no le hubiera hecho caso y hubiera confiado en ella. Lo único que importaba era que Jason estaba vivo. Solo esperaba que siguiera así. Con cada intento el riesgo era mayor. Comparado con eso, la pequeña fiesta con cerveza de Daphne del sábado por la noche era un juego de niños, tal como había sido en realidad. Todavía estaba pensando en ello cuando Sam entró en su habitación en la oscuridad y se quedó de pie junto a la cama.

– ¿Puedo dormir contigo, mamá? -preguntó solemnemente-. Creo que hay un gorila en mi armario.

– Por supuesto, cielo. -Se apartó y le hizo sitio. Él se acurrucó contra ella.

Maxine dudó entre explicarle que no había ningún gorila en su armario o dejarlo correr.

– Mamá… -susurró el niño, adormilado.

– ¿Sí?

– Lo del gorila… me lo he inventado.

– Lo sé. -Sonrió a su hijo en la oscuridad, le besó en la mejilla y, un momento después, los dos se habían dormido.

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