Capítulo 3

Al día siguiente Maxine llegó a su consulta a las ocho. Vio a pacientes ininterrumpidamente hasta mediodía y luego fue en coche a Long Island a visitar a Jason Wexler en Silver Pines, donde llegó a la una y media. Mientras conducía comió medio plátano, y devolvió algunas llamadas desde el teléfono del coche con el manos libres. De momento seguía el horario previsto.

Estuvo una hora a solas con Jason, se reunió con el médico para comentar lo ocurrido la noche anterior y después habló inedia hora con la madre del chico. Todos estaban agradecidos de que Jason estuviera en Silver Pines y de que hubieran logrado frustrar su tercer intento de suicidio. Helen dio las gracias enseguida a Maxine y reconoció que ella tenía razón. Se estremecía solo de pensar qué podría haber sucedido si hubiera insistido en llevárselo a casa. Era más que probable que esta vez se hubiera salido con la suya. A diferencia de lo que aseguraba el médico de Helen, aquello no eran llamadas de atención. Jason deseaba morir. Estaba profundamente convencido de que había matado a su padre. Había tenido sentimientos conflictivos hacia él toda su vida y, la noche anterior a su muerte, habían discutido acaloradamente. Jason creía que esa combinación de hechos lo había matado. Tardarían meses, tal vez años, en convencerlo de otra cosa y aliviar su culpabilidad. Helen y Maxine sabían ahora que para Jason aquel viaje sería muy largo. Y, contrariamente a los deseos iniciales de su madre, no estaría en casa en Navidad. Maxine esperaba poder mantenerlo internado entre seis meses y un año, aunque todavía era demasiado pronto para comunicárselo. Estaba muy afectada por el intento casi logrado de ahorcarse de la noche anterior. Además, aquella mañana Jason le había dicho a su madre que si quería matarse, se mataría. Nadie podría impedírselo. Y por mucho que le doliera, Maxine sabía por experiencia que era cierto. Lo que debían hacer era curar su alma y su espíritu, y esto llevaría tiempo.

A las cuatro, Maxine estaba de nuevo en la autopista y, poco después de las cinco, tras encontrar un poco de tráfico en el puente, llegó a su consulta. Tenía un paciente a las cinco y media; estaba revisando sus mensajes cuando recibió una llamada del médico de Helen, el doctor West. Pensó en no contestar la llamada, para evitar que le echara otro sermón pomposo como el que había soportado el día anterior; no estaba de humor. Aunque siempre mantenía la distancia profesional con sus pacientes y tenía muy claros los límites, estaba profundamente triste por Jason, y por su madre. Era un muchacho encantador y ya habían sufrido suficiente para toda una vida. De mala gana, descolgó el teléfono y respiró hondo antes de enfrentarse con la arrogancia de su voz.

– Sí. Soy la doctora Williams.

– Soy Charles West. -A diferencia de ella, no utilizó su título. A Maxine le pareció avergonzado, lo contrario de lo que esperaba. La voz era serena y profesional, pero casi sonaba humana-. Helen Wexler me ha llamado esta mañana para hablar de Jason. ¿Cómo está?

Maxine se mantuvo fría y distante. No se fiaba de él. Seguramente encontraría algún fallo en algo que ella había hecho e insistiría en mandar a Jason a casa. Aunque pareciera una locura, le creía capaz de hacerlo después de sus comentarios del día anterior.

– Como era de esperar. Estaba sedado cuando le he visto, pero hablaba con coherencia. Recuerda lo que hizo y por qué. Estaba casi segura de que volvería a intentarlo, aunque le hubiera prometido a su madre que no lo haría. Se siente culpable de la muerte de su padre. -Era todo lo que estaba dispuesta a decirle, y era más que suficiente para explicar sus actos-. No es insólito, pero necesita formas más constructivas de afrontarlo; y el suicidio no es una de ellas.

– Lo sé. Lo siento. La he llamado para decirle cuánto lamento que me portara como un idiota ayer. Helen está muy unida a él, siempre lo ha estado. Es su único hijo, el único que le queda. No creo que su matrimonio fuera una maravilla. -Maxine lo sabía pero no hizo ningún comentario. Lo que ella sabía no era de la incumbencia del doctor-. Creí que solo deseaba atención, ya sabe cómo son los chicos.

– Sí, lo sé -corroboró Maxine con frialdad-. Pero la mayoría de ellos no se suicidan para llamar la atención. Normalmente tienen razones de peso y Jason cree tenerlas. Habrá que trabajar mucho para convencerlo de que no es así.

– Estoy seguro de que usted lo conseguirá -dijo él amablemente. Para asombro de Maxine, parecía casi humilde, justo lo contrario de como se había mostrado el día anterior-. Me avergüenza admitirlo, pero la busqué en internet. Tiene un currículo admirable, doctora. -Había quedado muy impresionado, y también avergonzado de haberla tratado como si fuera una psiquiatra más de Park Avenue que se aprovechaba de los Wexler exagerando sus problemas. I labia leído su currículo, estudios, títulos; había visto sus libros, conferencias, comisiones en las que había participado, y ahora sabía que había asesorado a escuelas de todo el país sobre traumas infantiles, y que el libro que había escrito sobre el suicidio adolescente se consideraba la obra definitiva sobre esa cuestión. Era una autoridad indiscutible en su campo. Comparado con ella era él quien parecía un don nadie, y por mucha seguridad en sí mismo que tuviera, no podía evitar sentirse impresionado. Como lo estaría cualquiera.

– Gracias, doctor West -se limitó a decir Maxine-. Sabía que el segundo intento de Jason era serio. Es mi trabajo.

– No sea modesta. Solo quería disculparme por haberme portado como un idiota ayer. Helen es muy vulnerable, y estos días está al límite. Soy su médico desde hace quince años, y conozco a Jason desde que nació. Su marido también era paciente mío. No me había dado cuenta de que Jason estuviera tan mal.

– Creo que se remonta a antes de la muerte de su padre. El fallecimiento de su hermana fue un golpe terrible para todos, como es comprensible, y en esa familia había muchas expectativas, en los estudios y en todo. Él era el único hijo que les quedaba. Para él no ha sido fácil. Y la muerte de su padre no le ha ayudado.

– Tiene razón. Siento no haberlo visto antes, de verdad. -Parecía sinceramente contrito, y esto la ablandó.

– No se preocupe. Todos nos equivocamos. No es su especialidad. No me gustaría tener que hacer diagnósticos de meningitis o diabetes. Para eso tenemos las especialidades, doctor. Le agradezco que haya llamado. -Se había tragado su orgullo, cuando Maxine creía que sería la última persona capaz de hacerlo-. Debería vigilar a Helen. Está muy afectada. La he derivado a un psiquiatra que trabaja muy bien el duelo, pero tener a Jason en el hospital varios meses, sobre todo con las fiestas tan cerca, no será fácil para ella. Y usted ya sabe lo que pasa en estos casos: el estrés puede afectar al sistema inmunitario.

Helen le había comentado a Maxine que había tenido tres resfriados fuertes y varias jaquecas desde la muerte de su marido. Los tres intentos de suicidio de Jason y su hospitalización no ayudarían precisamente a mejorar su salud, y Charles West también lo sabía.

– Estaré atento. Tiene razón, por supuesto. Siempre me preocupan mis pacientes tras la muerte de un cónyuge o un hijo. Algunos se desmoronan como un castillo de naipes, aunque Helen es bastante fuerte. La llamaré para saber cómo lo lleva.

– Creo que después de lo de anoche está conmocionada -dijo Maxine sinceramente.

– No me extraña. Yo no tengo hijos, pero no puedo imaginar nada peor. Ella ya ha perdido a uno, y ahora casi al otro, después de enviudar. No puede ser peor.

– Sí puede -dijo Maxine con tristeza-. Podría haberle perdido a él también. Gracias a Dios no ha sido así. Y nosotros haremos todo lo posible para que eso no ocurra. Es mi trabajo.

– No la envidio. Debe de tratar casos muy duros.

– Sí -admitió ella, echando un vistazo al reloj. Su próximo paciente entraría dentro de cinco minutos-. Gracias por llamar -repitió intentando terminar la conversación, pero lo decía sinceramente. Muchos médicos no se habrían tomado la molestia.

– Ahora ya sé a quién derivar mis pacientes con hijos problemáticos.

– Gran parte de mi trabajo se centra en los traumas infantiles. Como terapeuta es menos deprimente que trabajar solo con adolescentes suicidas. Trato los efectos a largo plazo de traumas y situacionales graves, como el Once de Septiembre.

– He leído su entrevista en The New York Times en internet. Debe de ser fascinante.

– Lo fue. -Su segundo libro trataba sobre sucesos nacionales y públicos que habían traumatizado a grandes grupos de niños. Participó en varios estudios y proyectos de investigación, y testificó varias veces ante el Congreso.

– Si cree que necesito saber algo más de Helen o de Jason, llágamelo saber. La gente no siempre me cuenta lo que ocurre. Helen es bastante comunicativa, aunque a veces también se muestra reservada. Así que si sucede algo importante, llámeme.

– Lo haré. -Sonó el intercomunicador. Su paciente de las cinco y media había llegado, puntual. Una anoréxica de catorce años que estaba mucho mejor que el año anterior tras haber pasado seis meses hospitalizada en Yale-. Gracias otra vez por llamar. Se lo agradezco -dijo Maxine amablemente.

Al fin y al cabo no era tan mala persona. Llamarla para reconocer su error había sido un detalle digno de elogio.

– Ha sido un placer -dijo él y colgaron.

Maxine se levantó e hizo entrar a una bonita chica en su consulta. Todavía estaba exageradamente delgada y parecía más joven de lo que era. Aparentaba once o doce años, a pesar de que estaba a punto de cumplir quince. Pero el año anterior había estado al borde de la muerte a causa de la anorexia, de modo que estaba en el buen camino. Todavía tenía poco cabello y había perdido varios dientes durante la hospitalización; además, durante años, quedaría afectada su capacidad de tener hijos. Era una enfermedad grave.

– Hola, Josephine, pasa -dijo Maxine afectuosamente, indicándole el sillón de siempre. La adolescente se acurrucó como un gatito, mirando a Maxine con sus enormes ojos.

A los pocos minutos, confesó ella misma que había robado laxantes a su madre aquella semana, pero que, tras pensarlo detenidamente, no los había utilizado. Maxine asintió y hablaron de ello, entre otras cosas. Josephine había conocido a un chico que le gustaba, ahora que había vuelto a la escuela, y se sentía mejor consigo misma. Aquel era un largo y lento camino de regreso del lugar aterrador donde había estado; apenas pesaba veintisiete kilos a los trece años. Ahora pesaba treinta y nueve y, aunque seguía siendo poco para su altura, al menos ya no estaba tan demacrada. Su objetivo era alcanzar los cuarenta y cinco. De momento seguía engordando medio kilo a la semana, sin interrupciones.

Después de Josephine, Maxine esperaba un paciente más, una chica de dieciséis años que se autoinfligía heridas y tenía los brazos llenos de cicatrices, que disimulaba; había intentado suicidarse a los quince años. El médico de la familia la había derivado a Maxine y estaban haciendo progresos, lentos pero constantes. Antes de dejar la consulta Maxine llamó a Silver Pines; le dijeron que Jason se había puesto unos vaqueros y había ido a cenar con los demás residentes. No había hablado mucho y había vuelto a su habitación inmediatamente después, pero era un comienzo. Seguía bajo vigilancia, y lo estaría durante un tiempo, hasta que su médico y Maxine lo consideraran oportuno. Seguía muy deprimido y representaba un gran riesgo, pero al menos en Silver Pines se encontraba a salvo, motivo por el cual ella le había ingresado.

Maxine estaba en el ascensor de su casa a las siete y media, agotada. Cuando entró en el piso, Sam pasó corriendo a su lado a toda velocidad, disfrazado de pavo e imitando el sonido del animal. Ella sonrió. Era agradable estar en casa. Había sido un día muy largo y todavía estaba triste por Jason. Sus pacientes le importaban mucho.

– ¡Halloween ya pasó! -gritó a su hijo. El se paro, sonrió y fue hacia ella para abrazarla por la cintura.

Casi la derribó al hacerlo. Era un niño fuerte.

– Lo sé. Soy el pavo en la función de la escuela -dijo orgulloso.

– Eso ha quedado claro -comentó Jack mientras entraba vestido con los pantalones cortos y las zapatillas de fútbol y dejando marcas y suciedad en la alfombra sin inmutarse lo más mínimo.

Llevaba consigo un montón de videojuegos que le había prestado un amigo.

– A Zelda le va a dar algo -advirtió su madre, mirando la alfombra. En cuanto lo dijo, apareció la niñera con cara de pocos amigos.

– Voy a tirar esas zapatillas por la ventana si no aprendes a dejarlas en la puerta, Jack Williams. ¡Echarás a perder las alfombras y el suelo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– Rezongó enfadada y volvió ruidosamente a la cocina, mientras el chico se sentaba en el suelo y se descalzaba.

– Lo siento -murmuró, y después sonrió a su madre-. Hoy hemos ganado al equipo de Collegiate. Son unos gallinas. Dos de ellos han llorado al perder el partido.

A veces, Maxine también había visto llorar a algunos niños del equipo de Jack. Los chicos se tomaban los deportes muy en serio, y no solían ser ni ganadores elegantes ni buenos perdedores, por lo que ella había comprobado.

– Me alegro de que ganarais. El jueves iré al partido. -Había organizado su agenda para poder asistir. Después preguntó a Sam, que la miraba feliz debajo de su disfraz de pavo-: ¿Cuándo es tu función?

– El día antes de Acción de Gracias -contestó a punto de reventar de emoción.

– ¿Tienes que aprenderte alguna frase?

El niño glugluteó con fuerza a modo de respuesta, mientras Jack se tapaba los oídos y huía y Zelda gritaba desde la cocina.

– ¡Cinco minutos para la cena!

Salió otra vez para ver a Maxine y dijo en voz baja:

– La esperábamos.

Los días que Maxine trabajaba hasta tarde Zelda intentaba retrasar la cena, excepto cuando era demasiado para los niños. Pero se las arreglaba para tratar de que Maxine cenara con sus hijos. Zelda sabía lo importante que era para ella. Era una de las muchas cosas que Maxine le agradecía. Nunca la traicionaba ni intentaba alejar a Maxine de los niños, ni le ponía las cosas difíciles, como hacían algunas de las niñeras de sus amigas. Zelda se dedicaba enteramente a ellos, en todos los sentidos y desde hacía doce años. No tenía ningún deseo de usurpar el papel materno de Maxine con los niños.

– Gracias, Zellie -dijo Maxine, y echó un vistazo alrededor. Todavía no había visto a su hija, solo a los chicos-. ¿Dónde está Daff? ¿En su habitación?

Probablemente, y de pésimo humor tras el castigo que le habían impuesto el día anterior.

– Ha cogido su móvil y estaba llamando -dijo Sam antes de que Zelda pudiera contestar. La niñera le miró con el ceño fruncido.

Pensaba decírselo a Maxine cuando fuera el momento. Siempre se lo contaba todo y Maxine sabía que podía confiar en ella.

– No está bien chivarte de tu hermana -le riñó Zelda.

Maxine arqueó una ceja y fue a la habitación de Daphne. Tal como había dicho Sam, la encontró en la cama, charlando animadamente por el móvil. Al ver a su madre pegó un salto. Maxine avanzó hacia ella con la mano extendida. Nerviosa, Daphne le entregó el móvil, después de colgar rápidamente sin despedirse.

– ¿Todavía queda un poco de sentido del honor por aquí debo cerrarlo bajo llave? -Las cosas estaban cambiando demasiado deprisa con Daphne.

Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que la niña habría respetado el castigo y no habría cogido su teléfono sin permiso. Los trece años lo estaban cambiando todo, y a Maxine no le gustaba.

– Lo siento, mamá -dijo sin mirar directamente a su madre.

Zelda llamó para que fueran a cenar, y todos acudieron,1 la cocina. Jack, descalzo y con pantalones cortos de fútbol, Daphne con la ropa que había llevado a la escuela, y Sam todavía con su disfraz de pavo. Maxine se quitó la chaqueta del traje y se calzó unos zapatos planos. Había llevado tacones lodo el día. Siempre tenía un aspecto muy profesional en el trabajo, pero se ponía cómoda al llegar a casa. De haber tenido tiempo, se habría enfundado unos vaqueros, pero ya era tarde para cenar y se moría de hambre, como los niños.

Fue una cena agradable y relajada; Zelda se sentó con ellos, como solía hacer. A Maxine le parecía mezquino que cenara sola, y desde que no había un padre a la mesa, siempre la invitaba a unirse a ellos. Los niños comentaron lo que habían hecho durante el día, excepto Daphne, que habló poco, porque todavía estaba castigada. Además se sentía avergonzada por el incidente con el teléfono. Supuso que Sam la había delatado, así que le miró enfadada y le dijo en voz baja que ajustarían cuentas más tarde. Jack habló de su partido y prometió a su madre que la ayudaría a instalar un nuevo programa en el ordenador. Todos estaban de buen humor cuando regresaron a sus respectivas habitaciones después de cenar, incluida Maxine, que estaba agotada después de aquel día tan largo. Zelda se quedó en la cocina limpiando. Y Maxine fue a la habitación de Daphne para hablar.

– Hola, ¿puedo pasar? -preguntó a su hija desde el umbral. Aunque normalmente pedía permiso, ahora lo hacía con más motivo.

– Como quieras -contestó Daphne. Maxine sabía que era lo máximo que lograría sacar de ella, dado el castigo y el incidente con el móvil.

Entró en la habitación y se sentó en la cama donde Daphne estaba tumbada mirando la tele. Había hecho los deberes antes de que su madre volviera a casa. Era una buena estudiante, y sacaba buenas notas. Jack era un poco más voluble, debido a los tentadores videojuegos y Sam todavía no tenía deberes.

– Sé que estás enfadada conmigo por el castigo, Daff. Pero no me gustó tu fiesta de la cerveza. Quiero poder confiar en ti y en tus amigas, sobre todo si tengo que salir.

Daphne no contestó, solo apartó la mirada. Finalmente miró a su madre con resentimiento.

– No fue idea mía. Y la cerveza la trajo otra.

– Pero tú dejaste que ocurriera. E imagino que tú también bebiste. Nuestra casa es sagrada, Daffy. Al igual que mi confianza en ti. No quiero que nada lo eche a perder.

Sabía con certeza que tarde o temprano eso sucedería. Era de esperar a la edad de Daphne, y Maxine lo comprendía, pero debía hacer su papel de madre. No podía fingir que no había ocurrido nada y no reaccionar. Y Daphne también lo sabía. Solo lamentaba que las hubieran pillado.

– Sí, lo sé.

– Tus amigas tienen que respetarnos cuando vengan. Y no creo que las fiestas con cerveza sean una gran idea.

– Otras niñas hacen cosas peores -replicó su hija alzando la barbilla.

Maxine era consciente de ello. Cosas mucho peores. Fumaban hierba o incluso tomaban drogas duras, o alcohol; además, muchas niñas ya habían tenido relaciones sexuales a la edad de Daphne. Maxine lo oía continuamente en su consulta. Una de sus pacientes hacía felaciones de forma habitual desde sexto curso.

– ¿Por qué es tan terrible que tomáramos un poco de cerveza? -insistió Daphne.

– Porque va en contra de nuestras normas. Y si empiezas a romper reglas, ¿cómo pararás? Tenemos ciertos acuerdos, expresos o no, y debemos respetarlos, o renegociarlos si es necesario, pero no ahora. Las normas son las normas. Yo no traigo hombres a casa ni organizo orgías sexuales aquí. Vosotros esperáis que me comporte de determinada forma y así lo hago. No me encierro en mi habitación a beber cerveza y a dormir la borrachera. ¿Qué te parecería si lo hiciera?

Daphne sonrió sin querer ante aquella inverosímil imagen de su madre.

– De todos modos nunca sales con nadie. Muchas de las madres de mis amigas llevan novios a casa. Tú no tienes.

Sus palabras pretendían hacer daño y lo consiguieron, un poco.

– Aunque lo hiciera, no me emborracharía en mi habitación. Cuando seas un poco mayor podrás beber conmigo o delante de mí. Pero no tienes la edad legal para beber, y tus amigas tampoco, así que no quiero que lo hagas aquí. Y menos a los trece años.

– Ya, ya. -Y entonces añadió-: Papá nos dejó probar el vino el año pasado en Grecia. Incluso le dio un poco a Sam. Y no hizo tantos aspavientos.

– Eso es distinto. Estabais con él. El os lo dio, y no estabais bebiendo a escondidas, aunque debo reconocer que tampoco me hace mucha gracia. Eres demasiado pequeña para beber. No tienes que empezar tan pronto.

Pero así era Blake. Sus ideas eran muy diferentes de las de ella, y las normas para los niños o incluso para él eran prácticamente inexistentes. El sí llevaba mujeres a casa, si se podía llamarlas así. La mayoría eran chicas jóvenes; y algún día, cuando los niños fueran mayores, esas mujeres con las que salía tendrían la misma edad que sus hijos. Maxine creía que era demasiado abierto y despreocupado delante de ellos, aunque nunca la escuchaba cuando se lo decía. Se lo había comentado muchas veces, pero él solo se reía y volvía a las andadas otra vez.

– Cuando sea mayor, ¿me dejarás beber aquí? -preguntó Daphne, implacable.

– Tal vez. Si estoy yo presente. Pero no dejaré que tus amigos beban aquí si no tienen edad para ello. Podría tener muchos problemas, sobre todo si pasara alguna desgracia o alguien se pusiera malo. Sencillamente, no es una buena idea.

Maxine era una persona que creía en las normas, y las seguía al pie de la letra. Sus hijos lo sabían, como todos, incluido Blake.

Daphne no hizo ningún comentario. Ya había oído ese discurso antes, cuando la pareja había discutido de ello. Sabía que otros padres tenían normas más relajadas, o no tenían ninguna, y también que algunos actuaban como su madre. Era lo que le había tocado. De repente Sam apareció en la puerta con el disfraz de pavo, buscando a su madre.

– ¿Tengo que bañarme esta noche, mamá? He ido con mucho cuidado. No me he ensuciado nada hoy.

Maxine le sonrió y Daphne subió el volumen de la tele, con lo que le indicaba a su madre que ya había oído suficiente. Maxine se inclinó para besarla y salió de la habitación con su hijo pequeño.

– Me da igual que hayas ido con mucho cuidado. Tienes que bañarte.

– Qué asco…

Zelda le esperaba con expresión ceñuda. Maxine dejó a Sam con ella, pasó a ver a Jack, que le juró que había hecho los deberes, se fue a su habitación y encendió el televisor. Era una noche agradable y tranquila en casa, tal como le gustaban.

Pensó en lo que le había dicho Daphne: que nunca salía. Era totalmente cierto. Asistía a cenas de vez en cuando, en casa de viejos amigos, o de parejas de su época de casada. Iba a la ópera, al teatro, al ballet, aunque no tan a menudo como debería, y lo sabía. Le parecía demasiado esfuerzo; además, le encantaba quedarse en casa después de un día duro. Iba al cine con los niños, y a cenas de médicos de las que no podía escaparse. Pero sabía perfectamente qué había querido decir Daphne, y tenía razón. Hacía un año que Maxine no salía con un hombre. A veces le preocupaba un poco, sobre todo cuando era consciente del paso del tiempo. Tenía cuarenta y dos años, y desde Blake no había habido ningún hombre en serio en su vida. Salía con alguno de vez en cuando, pero no había conocido a nadie que hiciera sonar las campanas desde hacía años, y tampoco tenía muchas oportunidades de conocer a hombres. O estaba trabajando o con los niños, y la mayoría de los médicos de su entorno estaban casados o buscaban a alguien para engañar a sus esposas, algo que ella no quería y que nunca haría. Los hombres disponibles y atractivos de cuarenta y tantos o cincuenta escaseaban. Los mejores estaban casados o parecían estarlo, y lo único que quedaba eran tipos que tenían «dificultades» o problemas en la intimidad, que eran gays o tenían fobia al compromiso, o que querían salir con mujeres a las que doblaban la edad. Encontrar a un hombre con el que tener una relación no era tan fácil como parecía, y no pensaba perder el sueño por ello. Suponía que algún día sucedería, a la fuerza. Mientras, estaba perfectamente.

Al principio de su ruptura con Blake, dio por supuesto que conocería a alguien, y que quizá se casaría otra vez, pero cada año le parecía menos probable. Blake era el que estaba siempre bajo los focos, el que disfrutaba de una vida social activa, con chicas preciosas. Maxine se quedaba en casa noche tras noche, con sus hijos y la niñera, y no estaba segura de querer otra cosa. Sin duda no cambiaría el tiempo que pasaba con sus hijos por una tórrida cita. Además, ¿qué mal había en ello? Se permitió recordar un instante las noches en brazos de su marido, bailando con él, riendo con él, paseando por la playa con él y haciendo el amor. Le daba un poco de miedo asumir que no volvería a tener relaciones sexuales nunca más, o que nunca más la besarían. Pero si así tenían que ser las cosas, lo aceptaba. Tenía a sus hijos. ¿Qué más necesitaba? Siempre se decía que esto era suficiente.

Todavía estaba sumida en sus pensamientos cuando Sam entró recién bañado, con un pijama limpio y descalzo, los cabellos húmedos y oliendo a champú, y subió a su cama de un salto.

– ¿En qué piensas, mamá? Pareces triste.

Su pregunta la devolvió a la realidad. Le sonrió.

– No estoy triste, corazón. Solo pensaba en cosas.

– ¿Cosas de mayores? -preguntó él interesado, mientras subía el volumen del televisor con el mando.

– Sí, algo así.

– ¿Puedo dormir contigo?

Al menos esta vez no se había inventado a otro gorila. Volvió a sonreír.

– Claro. Me parece muy bien.

Le encantaba que durmiera con ella. Se acurrucaba a su lado y los dos tenían el consuelo que necesitaban. Con el pequeño y tierno Sam en la cama por la noche, acurrucado junto a ella, ¿qué más podía querer? Ninguna cita, romance pasajero o relación podría ser tan enternecedor.

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