El pequeño monomotor Cessna Caravan se inclinaba y se balanceaba de forma alarmante sobre las marismas, al oeste de Miami. El avión estaba a suficiente altura para que el paisaje pareciera de postal, pero el viento que entraba por la puerta abierta distraía a la joven agarrada al cinturón de seguridad, de modo que solo podía ver una inmensa extensión de cielo debajo de ellos. El hombre sentado detrás de ella le estaba diciendo que saltara.
– ¿Y si el paracaídas no se abre? -preguntó la muchacha, mirándole por encima del hombro con expresión aterrorizada. Era una rubia alta y hermosa, con un cuerpo espectacular y un rostro precioso. En sus ojos podía leerse el miedo.
– Confía en mí, Belinda, se abrirá -prometió Blake Williams con absoluta seguridad. Hacía años que el paracaidismo era una de sus mayores pasiones. Y siempre suponía una alegría para él disfrutarlo en compañía de alguien.
Belinda había aceptado saltar con él hacía una semana, mientras tomaban unas copas en un club nocturno privado muy prestigioso de South Beach. Al día siguiente, Blake contrató ocho horas de instrucción y un salto de prueba con los instructores para ella. Belinda ya estaba a punto de caer en sus brazos. Era solo su tercera cita, pero Blake había logrado que el paracaidismo sonara tan tentador que, tras su segundo cóctel, Belinda había aceptado, entre risas, la invitación de saltar en paracaídas con él. No sabía en lo que se metía, y ahora estaba nerviosa y se preguntaba por qué se habría dejado convencer. La primera vez que saltó, con los dos instructores que había contratado Blake, se había muerto de miedo, pero también había sido emocionante. Y saltar con Blake sería la experiencia definitiva. Se moría de ganas. Era tan encantador, tan guapo, tan extravagante y tan divertido que, aunque apenas lo conociera, estaba dispuesta a seguirlo y a probarlo prácticamente todo con él, incluso a saltar de un aeroplano. Pero en el momento en que él le cogió la cara y la besó, se sintió aterrorizada otra vez. La emoción de estar junto a él se lo puso más fácil. Tal como le habían enseñado durante las lecciones, saltó del avión.
Blake la siguió unos segundos después. La muchacha cerró los ojos con fuerza y gritó mientras caía libremente durante un minuto; entonces abrió los ojos y vio que le indicaba por gestos que tirara del cordón de apertura del paracaídas. De repente estaban planeando en un lento descenso hacia el suelo y él le sonreía y levantaba los pulgares en señal de triunfo. Belinda no podía creer que lo hubiera hecho dos veces en una semana, pero él era así de carismàtico. Blake podía lograr que la gente hiciera cualquier cosa.
Belinda tenía veintidós años y trabajaba como supermodelo en París, Londres y Nueva York. Había conocido a Blake en Miami, en casa de unos conocidos. El acababa de llegar de su casa de Saint-Bart con su nuevo 737 para reunirse con un amigo, aunque para el salto había alquilado un avión más pequeño con piloto.
Blake Williams parecía experto en todo lo que hacía. Era esquiador de clase olímpica desde la universidad; había aprendido a pilotar su jet, con la supervisión de un copiloto, dado su tamaño y complejidad. Y hacía años que practicaba el paracaidismo. Tenía extraordinarios conocimientos de arte y poseía una de las colecciones más famosas de arte contemporáneo y precolombino del mundo. Entendía de vinos, de arquitectura, de navegación y de mujeres. Disfrutaba con las mejores cosas de la vida y le gustaba compartirlas con las mujeres con las que salía. Poseía un máster en administración de empresas por Harvard y una licenciatura por Princeton; tenía cuarenta y seis años, se había jubilado a los treinta y cinco y dedicaba toda su vida al exceso y al placer, y a compartir la diversión con los demás. Era exageradamente generoso, tal como los amigos de Belinda le habían explicado, y la clase de hombre con el que cualquier mujer querría estar: rico, inteligente, guapo y entregado a la diversión. Pero, a pesar del enorme éxito que obtuvo antes de jubilarse, no había en él un gramo de mezquindad. Era el partido del siglo, y aunque la mayoría de sus relaciones de los últimos cinco años hubieran sido breves y superficiales, nunca acabaron mal. Las mujeres seguían queriéndolo, incluso después de que sus fugaces aventuras terminaran. Mientras flotaban en el aire hacia una franja muy bien elegida de playa desierta, Belinda le miró con los ojos rebosantes de admiración. No podía creer que hubiera saltado de un avión con él, aunque sin duda había sido la cosa más emocionante que había hecho en su vida. No creía que volviera a repetirlo, pero cuando sus manos se unieron en el aire, rodeados de cielo azul, supo que recordaría a Blake y ese momento el resto de su vida.
– ¿Verdad que es divertido? -gritó él, y ella asintió.
Todavía estaba demasiado abrumada para hablar. El salto con Blake había sido mucho más emocionante que el de días atrás con los instructores. Apenas podía esperar para explicar a todos sus conocidos lo que había hecho y sobre todo con quién.
Blake Williams era todo lo que la gente decía que era. Tenía encanto suficiente para gobernar un país y el dinero para hacerlo. A pesar de su terror inicial, Belinda estaba sonriendo cuando sus pies tocaron el suelo unos minutos después y los dos instructores que estaban a la espera le desabrocharon el paracaídas, justo cuando Blake aterrizaba unos metros detrás de ella. En cuanto se libraron de los paracaídas, él la abrazó y la besó otra vez. Sus besos eran tan embriagadores como todo lo relacionado con él.
– ¡Has estado fantástica! -dijo él, levantándola del suelo, mientras ella sonreía y reía en sus brazos. Era el hombre más excitante que había conocido.
– ¡No, tú eres fantástico! Jamás habría pensado que haría una cosa así; ha sido lo más emocionante que he hecho en mi vida. -Solo hacía una semana que lo conocía.
Los amigos de Belinda ya le habían advertido que no se planteara mantener una relación seria con él. Blake Williams salía con mujeres bellísimas de todo el mundo. El compromiso no estaba hecho para él, aunque antes sí. Tenía tres hijos, una ex mujer a la que quería con locura, un avión, un barco y media docena de casas fabulosas. Solo pretendía pasarlo bien y, desde el divorcio, nada indicaba que deseara establecerse. Al menos en un futuro próximo, lo único que quería era jugar. Su éxito en el mundo de la alta tecnología puntocom era legendario, como el de las empresas en las que había invertido desde entonces. Blake Williams tenía todo lo que deseaba, todos sus sueños se habían hecho realidad. Mientras se dirigían hacia el jeep que los esperaba, alejándose de la playa en la que habían aterrizado, Blake rodeó a Belinda con un brazo, la atrajo hacia él y le dio un beso largo y arrebatador. Fue un día y un momento que Belinda supo que quedarían grabados para siempre. ¿Cuántas mujeres podían jactarse de haber saltado de un avión con Blake Williams? Posiblemente más de las que ella imaginaba, aunque no todas las mujeres con las que él salía fueran tan valientes como Belinda.
La lluvia azotaba las ventanas de la consulta de Maxine Williams en Nueva York, en la calle Setenta y nueve Este. En más de cincuenta años no se había registrado una cantidad de lluvia tan elevada en Nueva York en noviembre. Fuera hacía frío, viento y el ambiente era desapacible, pero no en la acogedora consulta donde Maxine pasaba de diez a doce horas al día. Las paredes estaban pintadas de un amarillo claro y mantecoso, y decoradas con pinturas abstractas en tonos pastel. La habitación era alegre y agradable; los sillones mullidos donde la doctora se sentaba a hablar con sus pacientes resultaban cómodos y acogedores, y estaban tapizados en un tono beis claro. La mesa, moderna, austera y funcional, estaba tan organizada que daba la sensación de poder utilizarse para una operación quirúrgica. En la consulta de Maxine todo era pulcro y meticuloso. Ella misma iba perfectamente arreglada y sin un cabello fuera de sitio. Maxine tenía todo su mundo bajo control. Felicia, su secretaria, era igual de eficiente y responsable; trabajaba para ella desde hacía nueve años. Maxine odiaba el caos, cualquier apariencia de desorden y el cambio. En ella y en su vida todo debía ser tranquilo, ordenado y fluido.
El diploma enmarcado en la pared decía que había asistido a la facultad de medicina de Harvard y se había graduado con honores. Era psiquiatra, una de las más reconocidas en traumas, tanto en niños como adolescentes; una de sus subespecialidades eran los adolescentes suicidas. Trabajaba con ellos y con sus familias, a menudo con resultados excelentes. Había escrito dos libros de divulgación sobre el efecto de los traumas en los niños pequeños y había recibido buenas críticas. La invitaban a menudo a otras ciudades y otros países para que asesorara a las víctimas de desastres naturales o tragedias provocadas por el hombre. Había formado parte del equipo asesor para los niños de Columbine después del tiroteo en la escuela; era autora de varios artículos sobre los efectos del 11-S y había asesorado a varias escuelas públicas de Nueva York. A los cuarenta y dos años, era toda una especialista en su campo y, como tal, era admirada y reconocida por sus colegas. Rechazaba más ofertas para dar conferencias de las que aceptaba. Entre sus pacientes, las colaboraciones con organismos locales, nacionales e internacionales, y su propia familia, sus días y su calendario estaban repletos.
Era siempre muy estricta cuando se trataba de pasar tiempo con sus hijos: Daphne, de trece años; Jack, de doce y Sam, que acababa de cumplir los seis. Como madre divorciada, se enfrentaba al mismo dilema que cualquier madre trabajadora: intentar compaginar sus responsabilidades familiares y su trabajo. No recibía prácticamente ninguna ayuda de su ex marido, que solía aparecer como un arco iris, apabullante y sin avisar, para desaparecer poco después. Todas las responsabilidades relacionadas con sus hijos recaían única y exclusivamente sobre ella.
Maxine miraba por la ventana pensando en ellos, mientras esperaba que llegara el siguiente paciente, cuando sonó el interfono de la mesa. Supuso que Felicia iba a anunciarle que su paciente, un chico de quince años, estaba a punto de entrar. En cambio, la secretaria dijo que su marido estaba al teléfono. Al oírlo, Maxine frunció el ceño.
– Mi ex marido -recordó. Hacía cinco años que Maxine y los niños estaban solos y, en su opinión, se las arreglaban muy bien.
– Perdona, siempre dice que es tu marido… olvido que… -Blake resultaba encantador y simpático, e incluso le preguntaba por sus novios y su perro. Era de esas personas que no podías evitar que te gustaran.
– No te preocupes, a él también se le olvida -comentó Maxine secamente y sonrió al descolgar el teléfono.
Se preguntó dónde estaría en ese momento. Con Blake nunca se sabía. Hacía cuatro meses que no veía a sus hijos. En julio se los había llevado a ver a unos amigos en Grecia, aunque prestaba su barco a Maxine y a los niños en verano. Los chicos querían a su padre, pero también sabían que solo podían contar con su madre, porque él iba y venía como el viento. Maxine era muy consciente de que parecían tener una capacidad ilimitada para perdonar las rarezas de su padre. Lo mismo que había hecho ella durante diez años. Pero finalmente su falta de moderación y responsabilidad habían pesado más que su encanto.
– Hola, Blake -dijo, y se relajó en la silla. La distancia y la actitud profesional habituales en ella siempre se desvanecían cuando hablaba con él. A pesar del divorcio, eran buenos amigos y seguían muy unidos-. ¿Dónde estás?
– En Washington. Acabo de llegar de Miami. He estado en Saint-Bart un par de semanas.
En la cabeza de Maxine se materializó al instante una visión de la casa que tenían. Hacía siete años que no la veía. Fue una de las muchas propiedades a las que renunció gustosamente con el divorcio.
– ¿Vas a venir a Nueva York a ver a los niños? -No le gustaba decirle que era lo que debería hacer. Él lo sabía tan bien como ella, pero siempre parecía tener otra cosa que hacer. Al menos casi siempre. Por mucho que quisiera a sus hijos, y siempre los había querido, recibían poca atención, y ellos también lo sabían. Aun así todos lo adoraban y, a su manera, Maxine también. No parecía haber nadie en el planeta que no quisiera a Blake, o al menos a quien no cayera bien. Blake no tenía enemigos, solo amigos.
– Ojalá pudiera ir a verlos -dijo él en tono de disculpa-. Esta noche me marcho a Londres. Mañana tengo una reunión con un arquitecto. Estoy redecorando la casa. -Y entonces, como si fuera un niño travieso, añadió-: Acabo de comprarme una casa fantástica en Marrakech. Me voy allí la semana que viene. Es una preciosidad, un palacio en ruinas.
– Justo lo que necesitabas -dijo Maxine, meneando la cabeza. Blake era imposible. Compraba casas por todas partes. Las reformaba con arquitectos y diseñadores famosos, las convertía en lugares de interés turístico y entonces se compraba otra. A Blake le atraía más el proyecto que el resultado final.
Tenía una propiedad en Londres, una en Saint-Bart, otra en Aspen, la mitad superior de un palazzo en Venecia, un ático en Nueva York y, por lo visto, ahora una especie de palacio en Marrakech. Maxine no pudo evitar preguntarse qué iba a hacer con él. Pero hiciera lo que hiciese, sabía que el resultado sería tan asombroso como todo lo que tocaba. Tenía un gusto increíble e ideas atrevidas sobre diseño. Todas las casas de Blake eran exquisitas. También poseía uno de los veleros más grandes del mundo, aunque solo lo utilizara unas pocas semanas al año. Por otra parte, lo prestaba a sus amigos siempre que podía. El resto del tiempo lo pasaba viajando, en safaris en África o buscando obras de arte en Asia. Había estado dos veces en la Antártida y había vuelto con fotografías impresionantes de icebergs y pingüinos. Hacía tiempo que el universo de Maxine se le había quedado pequeño. Ella se sentía satisfecha con su vida previsible y bien organizada en Nueva York, a caballo entre su consulta y el confortable piso donde vivía con sus tres hijos, en Park Avenue con la Ochenta y cuatro Este. Cada noche volvía caminando a casa de la consulta, incluso en días como aquel. El paseo la reconfortaba después de todo lo que escuchaba durante el día y de los chicos trastornados que trataba. Otros psiquiatras le derivaban a menudo sus suicidas en potencia. Tratar casos difíciles era su forma de aportar algo al mundo y le encantaba su trabajo.
– ¿Y qué, Max? ¿A ti cómo te va? ¿Cómo están los niños? -preguntó Blake, relajado.
– Están muy bien. Jack vuelve a jugar al fútbol este año, y lo hace fenomenal -dijo Maxine orgullosa. Era como hablar a Blake de los hijos de otro. Parecía más un tío simpático que su padre. El problema era que también se había comportado así como marido: irresistible en todos los sentidos pero siempre ausente cuando había que hacer algo poco agradable.
Al principio Blake tenía que trabajar duro para levantar su negocio y, tras su golpe de suerte, simplemente no estaba nunca. Siempre se hallaba en cualquier otra parte divirtiéndose. Quiso que Maxine dejara la consulta, pero ella no pudo. Había trabajado demasiado para llegar donde estaba. No se veía sin trabajar y no le apetecía hacerlo, por muy rico que fuera su marido de repente. Ni siquiera era capaz de imaginar el dinero que había ganado. Finalmente, aunque le quería mucho, le resultó imposible seguir. Eran polos opuestos en todos los sentidos. La meticulosidad de ella contrastaba demasiado con el caos que creaba él. Allí donde estaba él había una avalancha de revistas, libros, papeles, sobras de comida, bebidas derramadas, cáscaras de cacahuete, pieles de plátano, refrescos a medio beber y bolsas de comida rápida que había olvidado tirar. Siempre llevaba encima planos de su última casa y sus bolsillos estaban llenos de notas sobre llamadas que tenía que hacer y no hacía nunca. Al final las notas se perdían. La gente llamaba preguntando dónde estaba Blake. Era brillante en los negocios, pero en todo lo demás su vida era un desastre. Maxine se cansó de ser la única adulta, sobre todo cuando nacieron los niños. Por culpa del estreno de una película a la que quiso asistir en Los Ángeles se había perdido el nacimiento de Sam. Cuando ocho meses después a una canguro se le cayó Sam del cambiador y el bebé se rompió la clavícula y un brazo y sufrió una contusión fuerte en la cabeza, Blake estaba ilocalizable. Sin decírselo a nadie, había volado a Cabo San Lucas para ver una casa en venta diseñada por un lamoso arquitecto mexicano al que admiraba. Había perdido el móvil por el camino y tardaron dos días en localizarle. Sam se recuperó, pero, cuando Blake regresó a Nueva York, Maxine le pidió el divorcio.
En cuanto Blake ganó su fortuna el matrimonio dejó de funcionar. Max necesitaba a un hombre más accesible y que estuviera cerca, al menos de vez en cuando. Blake no estaba nunca. Maxine decidió que estaría mejor sola, sin tener que pegarle la bronca cada vez que llamaba ni pasarse horas intentando localizarlo cuando a alguno de los niños le ocurriera algo. Cuando le dijo que quería el divorcio, él se quedó petrificado. Ambos habían llorado. El intentó disuadirla, pero Maxine había tomado una decisión. Se amaban, pero Maxine insistió en que para ella su matrimonio era inviable. Ya no deseaban las mismas cosas. Él solo quería jugar; a ella le gustaba estar con los niños y su trabajo. Eran muy diferentes en demasiados sentidos. Fue divertido cuando eran jóvenes, pero ella había madurado y él no.
– Cuando vuelva iré a uno de los partidos de Jake -prometió Blake, mientras Maxine contemplaba la lluvia torrencial que golpeaba las ventanas de su consulta. ¿Y cuándo sería eso?, pensó ella, pero no dijo una palabra.
Él respondió a su pregunta no verbalizada. La conocía bien, mejor que ninguna otra persona del planeta. Esta había sido la peor parte de separarse de él. Estaban muy a gusto juntos y se querían muchísimo. En cierto modo, eso no había cambiado. Blake formaba parte de su familia, siempre lo sería, y era el padre de sus hijos. Esto era sagrado para ella.
– Estaré allí para Acción de Gracias, en un par de semanas -dijo.
Maxine suspiró.
– ¿Se lo digo ya a los niños o espero?
No quería desilusionarlos otra vez. Blake cambiaba de planes de un día para otro y los dejaba plantados, tal como había hecho con ella. Se distraía con demasiada facilidad. Era lo que más detestaba de él, sobre todo cuando hacía sufrir a sus hijos. Blake nunca veía la expresión de sus caras cuando Maxine les decía que al final su padre no iba a ir.
Sam no recordaba a sus padres viviendo juntos, pero quería a Blake de todos modos. Tenía un año cuando ellos se divorciaron. Estaba acostumbrado a la vida tal como era ahora, dependiendo de su madre para todo. Jack y Daffy conocían mejor a su padre, aunque los recuerdos de los viejos tiempos también se habían desdibujado.
– Puedes decirles que estaré allí, Max. No me lo perderé -prometió él, cariñosamente-. ¿Cómo estás tú? ¿Estás bien? ¿Ya ha aparecido el príncipe azul?
Ella sonrió. Siempre le hacía la misma pregunta. En la vida de Blake había muchas mujeres, ninguna de ellas permanente y la mayoría muy jóvenes. Pero no había absolutamente ningún hombre en la vida de Maxine. No tenía ni tiempo ni interés por ello.
– Hace un año que no salgo con nadie -dijo con sinceridad.
Nunca le ocultaba nada. Tras el divorcio lo consideraba como un hermano. No tenía secretos con Blake. Y él no los tenía con nadie, en parte porque prácticamente todo lo que hacía acababa en la prensa. Su nombre solía aparecer en las columnas de cotilleos junto con el de modelos, actrices, estrellas de rock, herederas y cualquier otra que estuviera a mano. Durante un tiempo salió con una princesa famosa, lo que solo confirmó aquello que Max pensaba desde hacía años. Blake estaba muy lejos de su mundo y vivía en un planeta completamente distinto. Ella era tierra; él, fuego.
– Así no llegarás a ninguna parte -la regañó-. Trabajas demasiado. Como siempre.
– Me encanta lo que hago -dijo ella sencillamente.
Esto no era nuevo para él. Siempre había sido así. En los viejos tiempos le costaba mucho que Maxine se tomara un día libre y ahora poco había cambiado, aunque pasaba los fines de semana con los niños y tenía un servicio de llamadas para cuando no estaba en la consulta. Al menos suponía una mejora. Ella y los chicos solían ir a la casa de Southampton que tenían cuando estaban casados. El se la había dejado con el divorcio. Era preciosa, pero demasiado vulgar para él ahora. Sin embargo, era perfecta para Maxine y los críos. Era una casona vieja y laberíntica, cerca de la playa.
– ¿Puedo tener a los niños para la cena de Acción de Gradas? -preguntó Blake con cautela. Siempre era respetuoso con los planes de Maxine; nunca se presentaba y desaparecía sin más con sus hijos. Sabía el esfuerzo que hacía ella para crear una vida estable para ellos. Y a Maxine le gustaba planear las cosas con tiempo.
– Perfecto. Los llevaré a almorzar a casa de mis padres. -El padre de Maxine también se dedicaba a la medicina, a la cirugía ortopédica, y era tan preciso y meticuloso como ella. Maxine lo había conseguido todo con esfuerzo; él había sido un estupendo ejemplo para ella y estaba muy orgulloso de la labor de su hija. Maxine era hija única y su madre no había trabajado nunca. Su infancia había transcurrido de forma muy diferente de la de Blake. La vida de él era el resultado de una sucesión de golpes de suerte desde el principio.
Al nacer, Blake fue adoptado por un matrimonio mayor. Su madre biológica, por lo que había averiguado él más tarde, era una chica de quince años de Iowa. Cuando la conoció, estaba casada con un policía y había tenido cuatro hijos. La mujer se llevó un buen sobresalto al conocer a Blake. No tenían nada en común, y él sintió pena por ella. Había tenido una vida difícil, sin dinero y con un hombre que bebía. Ella le explicó que su padre biológico había sido un joven alocado, guapo y encantador, que tenía diecisiete años cuando nació Blake. Le dijo que su padre había muerto en un accidente de coche dos meses después de la graduación, aunque nunca había tenido intención de casarse con ella. Los abuelos de Blake eran muy católicos y habían obligado a su madre a dar a su hijo en adopción después de pasar el embarazo en otro pueblo. Sus padres adoptivos habían sido buenos y formales. Su padre era un abogado de Wall Street especializado en impuestos y había enseñado a Blake los principios para realizar buenas inversiones. Se aseguró de que Blake fuera a Princeton y después a Harvard para hacer un máster en administración de empresas. Su madre hacía trabajos de voluntariado y le había enseñado la importancia de «aportar algo» al mundo. Blake había aprendido bien ambas lecciones y su fundación subvencionaba muchas obras de beneficencia. El extendía los cheques, aunque no conociera la mayoría de las asociaciones a las que iban destinados.
Sus padres le habían apoyado incondicionalmente, pero murieron poco después de que él se casara con Maxine. A Blake le apenaba que no hubieran conocido a sus hijos. Eran unas personas maravillosas y unos padres cariñosos y leales. Tampoco habían vivido para ver su meteórico ascenso. A veces se preguntaba cómo habrían reaccionado ante su forma de vida actual y, de vez en cuando, a altas horas de la noche, le preocupaba que no lo aprobaran. Era muy consciente de la suerte que había tenido y de su tren de vida de excesos, pero lo pasaba tan bien con todo lo que hacía que a aquellas alturas le habría resultado difícil rebobinar la película y volver atrás. Había adoptado un modo de vivir que le proporcionaba un inmenso placer y diversión, y no perjudicaba a nadie. Le habría gustado ver más a menudo a sus hijos, pero nunca parecía haber tiempo suficiente. Sin embargo, lo compensaba cuando estaba con ellos. A su manera, era el padre de sus sueños hecho realidad. Hacían todo lo que deseaban y él podía concederles todos los caprichos y mimarlos como nadie. Maxine era la solidez y el orden en el que se apoyaban, y él la magia y la diversión. En muchos sentidos, él había significado lo mismo para Maxine, cuando eran jóvenes. Todo cambió cuando maduraron. O cuando ella maduró y él no.
Blake se interesó por los padres de Max. Siempre le había tenido afecto a su suegro. Era un hombre trabajador y serio, con valores y un gran sentido de la moral, aunque le faltara imaginación. En cierto modo, era una versión más severa y más seria de Maxine. Pero, a pesar de sus distintos estilos y filosofías de vida, él y Blake se llevaban bien. En broma, el padre de Maxine siempre llamaba «truhán» a Blake. A él le encantaba. Le parecía sexy y emocionante. Últimamente el padre de Max estaba decepcionado con Blake por lo poco que veía a los niños. Era consciente de que su hija compensaba lo que su ex marido era incapaz de hacer, pero lamentaba que ella tuviera que cargar con todo sola.
– Entonces nos vemos la noche de Acción de Gracias – dijo Blake al final de la conversación-. Te llamaré por la mañana para decirte a qué hora llego. Contrataré un servicio de catering para que nos prepare la cena. Estás invitada -dijo generosamente, con la esperanza de que aceptara. Todavía disfrutaba de su compañía. Para él no había cambiado nada, seguía pensando que era una mujer fantástica. Solo habría querido que se relajara y se divirtiera más. Creía que se tomaba demasiado a pecho la ética de trabajo puritana.
Mientras se estaba despidiendo de Blake, sonó el interfono. Había llegado el paciente de las cuatro, el muchacho de quince años. Maxine colgó y abrió la puerta de la consulta para dejarle pasar. El chico se sentó en uno de los grandes sillones antes de mirarla a la cara y saludar.
– Hola, Ted -dijo ella tranquilamente-. ¿Cómo te va?
El se encogió de hombros, mientras ella cerraba la puerta y empezaba la sesión. El chico había intentado ahorcarse dos veces. Maxine lo había mandado hospitalizar tres meses, aunque en las últimas dos semanas que llevaba viviendo en casa parecía haber mejorado. A los trece años había empezado a mostrar síntomas de ser bipolar. Maxine le veía tres veces por semana, y una vez a la semana el chico asistía a un grupo para adolescentes con antecedentes de suicidio. Estaba mejorando y Maxine mantenía una buena relación con él. Sus pacientes la apreciaban. Tenía mucha mano y se preocupaba enormemente por ellos. Era una buena psiquiatra y una buena persona.
La sesión duró cincuenta minutos. Después Maxine tuvo un descanso de diez minutos, devolvió algunas llamadas y empezó la siguiente sesión del día con una anoréxica de dieciséis años. Como siempre, fue un día largo, duro e interesante, que exigía una gran concentración. Al terminar, consiguió devolver el resto de las llamadas y a las seis y media regresó a casa caminando bajo la lluvia y pensando en Blake. Se alegraba de que volviera por Acción de Gracias y sabía que sus hijos estarían encantados. Se preguntó si esto significaba que también estaría en Navidad. En todo caso querría que los niños se reunieran con él en Aspen. Normalmente pasaba allí el Fin de Año. Con tantas opciones interesantes y tantas casas era difícil saber dónde estaría en determinado momento. Y ahora que Marruecos se añadía a la lista, sería aún más difícil conocer su paradero. No se lo tenía en cuenta, así eran las cosas, aunque a veces fuera frustrante para ella. Blake no tenía malicia, pero tampoco ningún sentido de la responsabilidad. En muchos aspectos, Blake se negaba a crecer. Lo cual le convertía en un compañero delicioso, siempre que no esperaras mucho de él. De vez en cuando los sorprendía haciendo algo realmente considerado y maravilloso, y de repente volvía a esfumarse. Maxine se preguntó si las cosas habrían sido diferentes si no hubiera conseguido su fortuna a los treinta y dos años. Eso había cambiado la vida de Blake y la de todos ellos para siempre. Casi deseaba que no hubiera ganado todo ese dinero con aquel golpe de suerte con su puntocom. Antes de eso su vida había sido muy agradable a veces. Pero con el dinero todo había cambiado.
Maxine conoció a Blake cuando era residente en el hospital de Stanford. El trabajaba en Silicon Valley, en el mundo de las inversiones en alta tecnología. Entonces hacía planes para su incipiente empresa, que ella nunca comprendió por completo, pero le fascinó su increíble energía y pasión por las ideas que estaba desarrollando. Coincidieron en una fiesta a la que ella no tenía ganas de ir, pero una amiga la había convencido. Llevaba dos días trabajando en la unidad de traumatología y estaba medio dormida cuando los presentaron. Al día siguiente él la llevó a dar un paseo en helicóptero; volaron sobre la bahía y por debajo del Golden Gate. Estar con él había sido excitante y, después de esto, su relación fue meteórica como un incendio forestal bajo un fuerte viento. Al cabo de unos meses estaban casados. Ella tenía entonces veintisiete años y durante un año su vida fue un torbellino. Diez meses después de la boda, Blake vendió su empresa por una fortuna. El resto era historia. Sin esfuerzo aparente, convertía el dinero en más dinero. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo y realmente era un genio en lo que hacía. Maxine estaba deslumbrada con su visión a largo plazo, con su habilidad y con su inteligencia.
Cuando nació Daphne, dos años después de la boda, Blake había ganado una cantidad de dinero increíble y quería que Max abandonara su profesión. Sin embargo, ella había ascendido a jefe de residentes de psiquiatría adolescente, había dado a luz a Daphne y de repente se encontraba casada con uno de los hombres más ricos del mundo. Era mucho para digerir y a lo que adaptarse. Además, por culpa de una falsa creencia o de un exceso de confianza en la lactancia como método anticonceptivo, se quedó embarazada de Jack seis semanas después de dar a luz a Daphne. Cuando nació el segundo bebé, Blake ya había comprado la casa de Londres y la de Aspen, había encargado el barco y se habían mudado a Nueva York. Poco después, se jubiló. Maxine no abandonó su profesión ni siquiera después del nacimiento de Jack. Su permiso de maternidad fue más breve que cualquiera de los viajes de Blake; para entonces él ya viajaba por todo el mundo. Contrataron a una niñera interna y Maxine se reincorporó a su puesto.
Trabajar cuando Blake no lo hacía era un problema, pero la vida que él llevaba le daba miedo. Era demasiado despreocupada, opulenta y de la jet set para ella. Mientras Maxine abría su propia consulta y participaba en un importante proyecto de investigación en traumas infantiles, Blake contrataba al decorador más importante de Londres para reformar su casa y a otro para la de Aspen, y compraba la propiedad de Saint-Bart como regalo de Navidad para ella y un avión para sí mismo. Para Maxine, todo estaba sucediendo demasiado deprisa, y después de aquello, ya nunca se detuvo. Tenían casas, niños y una fortuna increíble, y Blake salía en las portadas de Newsweek y Time. Siguió realizando inversiones, que doblaron y triplicaron su dinero, pero nunca volvió a trabajar de una manera formal. Lo que hacía, lo resolvía por internet o por teléfono. Al final su matrimonio también parecía estar transcurriendo por teléfono. Blake era tan cariñoso como siempre cuando estaban juntos, pero la mayor parte del tiempo, sencillamente no estaba.
En cierto momento, Maxine llegó a pensar en abandonar su trabajo y habló con su padre sobre ello. Pero, al final, su conclusión fue que no tenía sentido. ¿Qué haría entonces? ¿Viajar con él de una casa a otra, vivir en hoteles en las ciudades donde no tenían residencia fija o acompañarle en las fabulosas vacaciones que hacía él, en safaris en África, en ascensiones a las montañas del Himalaya, financiando excavaciones arqueológicas o regatas? No había nada que Blake no pudiera realizar, y menos aún que le diera miedo intentar. Tenía que hacer, probar y tenerlo todo. Maxine no se imaginaba arrastrando a dos críos por la mayoría de los lugares a los que iba él, así que normalmente ella se quedaba en casa, en Nueva York, y nunca se decidió a renunciar a su trabajo. Cada chico suicida que veía, cada niño traumatizado, la convencía de que lo que ella hacía era necesario. Había ganado dos prestigiosos premios por sus proyectos de investigación, aunque a veces se sentía al borde de un ataque de nervios intentando quedar con su marido en Venecia, Cerdeña o Saint-Moritz, donde él frecuentaba a la jet set, yendo a la guardería a recoger a sus hijos en Nueva York o trabajando en proyectos de investigación psiquiátrica y dando conferencias. Llevaba tres vidas a la vez. Al final, Blake dejó de suplicarle que lo acompañara y se resignó a viajar solo. Ya no podía permanecer quieto, el mundo estaba a sus pies y no era lo bastante grande. Se convirtió en un marido y padre ausente casi de la noche a la mañana, mientras Maxine intentaba contribuir a mejorar la situación de adolescentes y niños suicidas y traumatizados y cuidar a los suyos. Su realidad y la de Blake no podían estar más separadas. Por mucho que se quisieran, al final el único puente que quedaba entre ellos eran sus hijos.
Durante los siguientes cinco años vivieron vidas separadas, encontrándose brevemente por todo el mundo, cuando y donde convenía a Blake, y entonces Maxine se quedó embarazada de Sam. Fue un accidente que sucedió cuando estaban pasando un fin de semana en Hong Kong, justo después de que Blake volviera de hacer trekking con unos amigos en Nepal. Maxine acababa de conseguir otra beca de investigación sobre jóvenes anoréxicas. Descubrió que estaba embarazada y, a diferencia de las otras dos veces, no se entusiasmó. Era una cosa más con la que hacer malabarismos, un niño más al que criar sola, una pieza más del rompecabezas que ya era demasiado complicado y grande. En cambio, Blake estaba loco de contento. Dijo que quería tener media docena de hijos, lo que para Maxine carecía de toda lógica. Apenas veía a los que ya tenía. Jack tenía seis años y Daphne siete cuando Sam nació. Tras perderse el parto, Blake llegó al día siguiente, con un estuche de la joyería Harry Winston en la mano. Regaló a Maxine un anillo con una esmeralda de treinta quilates; era espectacular, pero no lo que ella quería. Habría preferido pasar tiempo con él. Echaba de menos su primera época en California, cuando los dos trabajaban y eran felices, antes de que ganara la lotería puntocom que había cambiado radicalmente sus vidas.
Y cuando ocho meses después Sam se cayó del cambiador, se rompió el brazo y se golpeó la cabeza, ni siquiera pudo localizar a su padre hasta dos días más tarde. Cuando finalmente lo encontró, ya no estaba en Cabo, sino camino de Venecia, buscando palazzos en venta, para darle una sorpresa. Para entonces, Maxine estaba harta de sorpresas, casas, decoradores y más casas que nunca podrían habitar. Para Blake siempre había gente a la que conocer, lugares nuevos adonde ir, empresas nuevas que adquirir o en las que invertir, casas que quería construir o tener, aventuras en las que embarcarse. Sus vidas ya estaban desconectadas por completo, hasta el punto de que cuando Blake regresó después de que ella le explicara el accidente de Sam, Maxine se echó a llorar al verlo y dijo que quería el divorcio. Era demasiado. Sollozó en sus brazos y dijo que simplemente ya no podía más.
– ¿Por qué no lo dejas? -propuso él tan tranquilo-. Trabajas demasiado. Dedícate a mí y a los niños. ¿Por qué no contratamos más servicio y así puedes viajar conmigo?
Al principio no se tomó en serio su petición de divorcio. Se amaban. ¿Para qué iban a divorciarse?
– Si hiciera eso -dijo ella con tristeza, apretada contra su pecho-, no vería nunca a mis hijos, como tú ahora. ¿Cuándo fue la última vez que estuviste en casa más de dos semanas?
El se lo pensó y se quedó atónito. Maxine había dado en el clavo, aunque a él le avergonzara reconocerlo.
– Caramba, Max, no sé. Nunca lo había pensado.
– Ya lo sé. -Lloró más fuerte y se sonó la nariz-. Ya no sé nunca dónde estás. No pude localizarte cuando Sam se hizo daño. ¿Y si hubiera muerto? ¿O si hubiera muerto yo? Ni te habrías enterado.
– Lo siento, cariño, intentaré mantenerme siempre en contacto. Creía que lo tenías todo controlado. -Estaba encantado de dejárselo todo a ella mientras él jugaba.
– Lo tengo. Pero estoy cansada de hacerlo sola. En lugar de decirme que deje de trabajar, ¿por qué no dejas de viajar y te quedas en casa? -No tenía mucha esperanza, pero lo intentó.
– Tenemos tantas casas estupendas y hay tantas cosas que quiero hacer…
Acababa de financiar una obra en Londres, de un dramaturgo joven al que hacía dos años que patrocinaba. Le encantaba ser un mecenas de las artes, mucho más de lo que le gustaba quedarse en casa. Amaba a su esposa y adoraba a sus hijos, pero le aburría vivir todo el año en Nueva York. Maxine había aguantado durante ocho años los constantes cambios en su vida, y ya no podía más. Quería estabilidad, regularidad y la clase de vida convencional que Blake aborrecía ahora. Definía el concepto de «espíritu libre» de formas que Maxine nunca se habría planteado. Y como de todos modos nunca estaba en casa y casi siempre resultaba imposible localizarle, pensó que estaría mejor sola. Cada vez le costaba más engañarse creyendo que tenía marido y que podía contar con él para algo. Al final se dio cuenta de que no podía. Blake la amaba, pero el noventa y cinco por ciento del tiempo estaba fuera. Tenía su propia vida, intereses y objetivos que prácticamente ya no la incluían a ella.
Así que con lágrimas y aflicción, pero con el máximo respeto, ella y Blake se habían divorciado hacía cinco años. El le dejó el piso de Nueva York y la casa de Southampton, y le habría cedido más casas de haberlo querido ella, pero no quiso. También le había ofrecido un acuerdo económico que habría asombrado a cualquiera. Se sentía culpable por haber sido un marido y un padre ausente los últimos años, pero debía admitir que el arreglo le convenía. No le gustaba reconocerlo, pero, confinado a la vida que Maxine llevaba en Nueva York, se sentía como en una camisa de fuerza dentro de una caja de cerillas.
Ella rechazó el acuerdo económico y solo aceptó la pensión para los hijos. Maxine ganaba más que suficiente en su consulta para mantenerse y no necesitaba nada de él. En su opinión, el golpe de suerte había sido de Blake, no de ella. Ninguna de sus amistades podía creer que en su posición hubiera sido tan justa. No existía ningún contrato prematrimonial que protegiera los bienes de él, ya que no tenía ninguno cuando se conocieron. Ella no quiso quedarse nada de su marido, le amaba, quería lo mejor para él y le deseó suerte. Todo esto había contribuido a que al final él la apreciara más que nunca, y por ello habían seguido siendo amigos. Maxine siempre decía que Blake era como tener un hermano descarriado y, tras el impacto inicial de ver que salía con chicas que tenían la mitad de sus años, o de los de ella, se lo había tomado con filosofía. Su única preocupación era que fuera bueno con sus hijos.
Maxine no había tenido ninguna relación seria después de él. La mayoría de los médicos y psiquiatras que conocía estaban casados, y la vida social de Maxine se limitaba a sus hijos. Durante los últimos cinco años había tenido suficiente con su familia y su trabajo. De vez en cuando quedaba con hombres que conocía, pero no había saltado la chispa con nadie desde Blake. Resultaba difícil superarle. Era irresponsable, informal, desorganizado, un padre inepto a pesar de sus buenas intenciones, y un marido desastroso al final, pero en su opinión no había hombre en el planeta más bueno, más honesto, que tuviera más buen corazón o fuera más divertido. A menudo deseaba tener el valor para ser tan despreocupada y libre como él. Pero ella necesitaba una estructura, unos cimientos firmes, una vida ordenada y no tenía el mismo anhelo que Blake, o sus agallas, para perseguir sus sueños más disparatados. A veces le envidiaba.
No había nada ni en los negocios ni en la vida que fuera demasiado arriesgado para Blake, por ello siempre había tenido tanto éxito. Para eso había que tenerlos bien puestos, y Blake Williams los tenía. Maxine se sentía como un pequeño ratón en comparación con él. A pesar de ser una mujer realizada, lo era a una escala más humana. Era una lástima que su matrimonio no hubiera funcionado, aunque Maxine estaba inmensamente contenta de haber tenido a sus hijos. Eran la alegría y el centro de su vida, y todo lo que necesitaba por ahora. A los cuarenta y dos años, no estaba desesperada por encontrar a otro hombre. Tenía un trabajo gratificante, pacientes por los que se preocupaba mucho y unos hijos preciosos. Por ahora era suficiente, y a veces más que suficiente.
El portero se tocó la gorra cuando Maxine entró en la finca de Park Avenue, a cinco manzanas de su consulta. Era un edificio antiguo, con habitaciones amplias, construido antes de la Segunda Guerra Mundial y de aspecto solemne. Maxine estaba empapada. El viento había vuelto su paraguas del revés y lo había desgarrado poco después de salir de la consulta, así que lo había tirado. La gabardina chorreaba y sus largos cabellos rubios, recogidos en una pulcra coleta, para trabajar, estaban pegados a su cabeza. Ese día no llevaba maquillaje y su cara tenía un aspecto fresco, joven y limpio. Era alta y delgada y parecía más joven de lo que era; Blake a menudo comentaba que tenía unas piernas espectaculares, aunque ella raramente las enseñaba. No solía llevar faldas cortas; su atuendo habitual consistía en pantalones clásicos para trabajar y vaqueros los fines de semanas. No era de la clase de mujeres que se aprovechan de su aspecto para venderse a sí mismas. Era discreta y recatada, y Blake le había dicho a menudo en broma que le recordaba a Lois Lañe. Le quitaba las gafas que se ponía para el ordenador y le soltaba los largos y abundantes cabellos color trigo, e inmediatamente estaba sexy, lo quisiera o no. Maxine era una mujer hermosa, y ella y Blake tenían tres hijos muy guapos. Los cabellos de Blake eran tan oscuros como claros los de ella, y sus ojos tenían el mismo color azul que los de ella. Maxine medía metro ochenta y seis, pero él le sacaba una cabeza. Habían formado una pareja espectacular. Daphne y Jack habían heredado los cabellos azabache de Blake y los ojos azules de sus padres; en cambio, los cabellos de Sam eran rubios como los de su madre y tenía los ojos verdes de su abuelo. Era un niño guapo y todavía lo bastante pequeño para ser cariñoso con su madre.
Maxine subió en el ascensor dejando charcos tras de sí. Entró en el piso, uno de los dos del rellano. Los otros inquilinos se habían jubilado y hacía años que vivían en Florida. No estaban nunca, así que Maxine y los niños no tenían que preocuparse demasiado por el ruido, lo cual era una suerte, con tres niños bajo el mismo techo, dos de ellos varones.
Mientras se quitaba la gabardina en el recibidor y la doblaba sobre el paragüero, Maxine oyó música a todo volumen. También se descalzó, porque tenía los pies empapados, y se rió al ver su reflejo en el espejo. Parecía una rata ahogada, con las mejillas sonrosadas por el frío.
– ¿Qué ha hecho? ¿Volver nadando? -preguntó Zelda, la niñera, al verla en el pasillo. Llevaba una pila de ropa limpia en las manos. Estaba con ellos desde el nacimiento de Jack y era un regalo de Dios para todos ellos-. ¿Por qué no ha cogido un taxi?
– Necesitaba tomar el aire -dijo Maxine sonriendo.
Zelda era regordeta, tenía la cara redonda, los cabellos recogidos en una gruesa trenza y tenía la misma edad que Maxine. No se había casado nunca y ejercía de niñera desde los dieciocho años. Maxine la siguió a la cocina, donde Sam estaba dibujando en la mesa, ya bañado y en pijama. Zelda preparó enseguida una taza de té para su jefa. Siempre era un consuelo encontrarla al volver a casa, sabiendo que lo tenía todo bien organizado. Como Max, era obsesivamente pulcra, y se pasaba el día limpiando detrás de los niños, cocinando para ellos y acompañándolos en coche a donde fuera mientras su madre trabajaba. Maxine la sustituía los fines de semana. En teoría era cuando Zelda tenía el día libre y, aunque le gustaba ir al teatro siempre que podía, normalmente se quedaba en su habitación detrás de la cocina, descansando y leyendo. Toda su lealtad era para los niños y su madre. Hacía doce años que cuidaba de ellos y formaba parte de la familia. No tenía una gran opinión de Blake, al que consideraba guapo y consentido, pero un padre pésimo para sus hijos. Siempre había pensado que los niños se merecían más de lo que él les daba y Maxine no podía decirle que estaba equivocada. Ella quería a Blake. Zelda no.
La cocina estaba decorada con maderas decapadas, superficies de granito beis y un suelo de madera clara. Era una habitación acogedora en la que se reunían todos, y había un sofá y un televisor, donde Zelda veía los culebrones y los programas de entrevistas. Siempre que se presentaba la oportunidad, comentaba lo que había oído en ellos con entusiasmo.
– Hola, mamá -dijo Sam al oír entrar a su madre, mientras dibujaba enfrascado con un lápiz pastel morado.
– Hola, corazón. ¿Cómo te ha ido el día? -Le besó en la cabeza y le alborotó el pelo.
– Bien. Stevie ha vomitado en la escuela -dijo tan fresco, cambiando el lápiz morado por otro verde.
Estaba dibujando una casa, un vaquero y un arco iris. Maxine no vio nada especial en ello, parecía un niño feliz y normal. Añoraba a su padre menos que los otros, ya que nunca había vivido con él. Sus dos hermanos mayores eran ligeramente más conscientes de su pérdida.
– Pobre -comentó Maxine del infortunado Stevie. Esperaba que fuera algo que el niño había comido y no una gripe que circulara por la escuela-. ¿Tú estás bien?
– Sí. -Sam asintió.
Zelda miró dentro del horno y siguió con la cena. Daphne entró en la cocina. Acababa de empezar octavo y a los trece años su cuerpo estaba desarrollando nuevas curvas. Los tres niños iban a la escuela Dalton y Maxine estaba muy contenta con ella.
– ¿Me prestas tu jersey negro? -preguntó Daphne, cogiendo un poco de manzana del plato del que Sam había estado comiendo.
– ¿Cuál? -Maxine la miró con cautela.
– El que tiene piel blanca. Emma da una fiesta esta noche -dijo Daphne despreocupada, intentando fingir que no le importaba, aunque era obvio que sí. Era viernes, y últimamente había fiestas casi todos los fines de semana.
– Es un jersey muy llamativo para una fiesta en casa de Emma. ¿Qué tipo de fiesta? ¿Con chicos?
– Bueno… sí… puede… -dijo Daphne, y Maxine sonrió.
Ya te daré «puede». Su madre sabía perfectamente que Daphne conocía todos los detalles de la fiesta. Y con el jersey nuevo de Valentino de Maxine pretendía impresionar a alguien, seguro que a un chico de octavo.
– ¿No te parece que ese jersey te hará demasiado mayor? ¿Por qué no otra cosa?
Aún no lo había estrenado. Estaba haciendo sugerencias cuando entró Jack, todavía con zapatillas de deporte. En cuanto las vio, Zelda gritó y señaló los pies del chico.
– ¡Quita eso de mi suelo! ¡Sácatelas ahora mismo! -ordenó, y él se sentó en el suelo y se descalzó, sonriendo.
Zelda se hacía obedecer, no había que preocuparse por eso.
– Hoy no has jugado, ¿verdad? -preguntó Maxine, mientras se agachaba para besar a su hijo. Siempre estaba practicando algún deporte o pegado al ordenador. Era el experto en informática de la familia, y siempre ayudaba a Maxine y a su hermana con sus ordenadores. No había problema que lo asustara y los resolvía todos con facilidad.
– Lo han suspendido por la lluvia.
– Me lo imaginaba. -Ya que los tenía a todos juntos, les habló de los planes de Blake para Acción de Gracias-. Vuestro padre quiere que vayáis todos a cenar la noche de Acción de Gracias. Creo que estará aquí el fin de semana. Os podéis quedar en su casa si os apetece -dijo sin darle importancia.
Blake había preparado unas habitaciones fabulosas para ellos en su ático del piso quince, llenas de obras de arte contemporáneo impresionantes, y un equipo de vídeo y estéreo de última generación. Los niños tenían una vista increíble de la ciudad desde sus habitaciones, un cine donde podían ver películas, una sala de juegos con mesa de billar y todos los juegos electrónicos habidos y por haber. Les encantaba quedarse en casa de su padre.
– ¿Tú también vendrás? -preguntó Sam, levantando la cabeza del dibujo. Prefería que estuviera su madre. En cierto modo, su padre era un desconocido para él y estaba más contento si tenía a su madre cerca. Pocas veces pasaba la noche allí, aunque Jack y Daphne sí lo hicieran.
– Puede que vaya a cenar, si queréis. Iremos a almorzar a casa de los abuelos, así que estaré saturada de pavo. Lo pasaréis bien con vuestro padre.
– ¿Llevará a una amiga? -preguntó Sam, y Maxine se dio cuenta de que no tenía ni idea.
A menudo, cuando invitaba a sus hijos, Blake estaba saliendo con alguna mujer. Siempre eran jóvenes, y a veces los niños lo pasaban bien con ellas, aunque, en general, Maxine sabía que consideraban una intrusión su carrusel de mujeres, sobre todo Daphne, que prefería ser la mujer protagonista en la vida de su padre. Para ella, era un hombre fantástico. Y últimamente su madre lo era cada día menos, algo normal a su edad. Maxine veía constantemente a niñas adolescentes que odiaban a sus madres. Se les pasaba con el tiempo, y todavía no le preocupaba.
– No sé si va a llevar a alguien o no -dijo Maxine, mientras Zelda hacía un ruidito burlón de desaprobación desde la cocina.
– La última era una tonta del bote -comentó Daphne, y salió de la cocina para registrar el armario de su madre.
Los dormitorios estaban uno al lado del otro a lo largo del pasillo y a Maxine le gustaba así. Prefería estar cerca de ellos, y Sam a menudo se metía en su cama por la noche con la excusa de que tenía pesadillas. La mayoría de las veces simplemente deseaba acurrucarse contra ella.
Aparte de esto, tenían un salón espacioso, un comedor lo bastante grande para ellos y un pequeño estudio donde Maxine solía quedarse a trabajar, escribiendo artículos, preparando conferencias o investigando. Su piso no se podía comparar con el lujo opulento del de Blake, que parecía una nave espacial posada en la cima del mundo, pero era acogedor y cálido, y desprendía el ambiente de un verdadero hogar.
Cuando Maxine entró en su habitación para secarse el pelo, encontró a Daphne repasando metódicamente su armario. Había encontrado un jersey blanco de cachemira y unos zapatos de tacón, unos Manolo Blahnik negros de piel, en punta y con tacón de aguja, que su madre no se ponía casi nunca. Maxine ya era bastante alta, y solo había podido ponerse tacones así cuando estaba casada con Blake.
– Son demasiado altos para ti -advirtió Maxine-. Casi me maté la última vez que me los puse. Busca otros.
– Mammmmá… -gimió Daphne-. Estos me quedarán fantásticos.
En opinión de Maxine, eran demasiado sofisticados para una niña de trece años, pero Daphne aparentaba quince o dieciséis, así que podía permitírselo. Era una chica preciosa, con los rasgos de su madre, la piel clara y los cabellos color azabache de su padre.
– Debe de ser una fiesta por todo lo alto la de esta noche en casa de Emma. -Maxine sonrió-. Chicos guapos, ¿eh?
Daphne puso cara de exasperación y salió de la habitación, con lo que no hizo más que confirmar lo que había dicho su madre. A Maxine le daba un poco de miedo pensar en cómo sería su vida cuando los chicos entraran en escena. Hasta ese momento los niños habían sido fáciles, pero ella sabía mejor que nadie que eso no duraría eternamente. Y si la cosa se ponía fea, tendría que solucionarlo sola. Como siempre.
Maxine se duchó y se puso una bata de franela. Media hora después, ella y sus hijos estaban sentados a la mesa de la cocina, mientras Zelda les servía una cena de pollo asado, patatas al horno y ensalada. Cocinaba comidas sabrosas y nutritivas, y todos estaban de acuerdo en que sus brownies, sus galletas de canela y sus panqueques eran los mejores del mundo. Maxine pensaba a veces con tristeza que Zelda habría sido una gran madre, pero no había ningún hombre en su vida ni lo había habido en mucho tiempo. A los cuarenta y dos años lo más probable era que esa oportunidad hubiera pasado de largo. Al menos podía querer a los hijos de Maxine.
Mientras cenaban, Jack comunicó que iba al cine con un amigo. Ponían una nueva película de terror que quería ver, una que prometía ser especialmente gore. Necesitaba que ella lo acompañara y lo recogiera. Sam iría a dormir a casa de un compañero de clase al día siguiente y esa noche tenía pensado ver una película en la habitación de su madre, en su cama y con palomitas. Maxine acompañaría a Daphne a casa de Emma antes de dejar a Jack en el cine. Al día siguiente tenía que hacer algunos recados y el fin de semana tomaría forma, como siempre, sin planificación, conforme al ritmo y las necesidades de los niños.
Aquella noche estaba hojeando la revista People mientras esperaba que la llamara Daphne para ir a recogerla, cuando vio una foto de Blake en una fiesta que los Rolling Stones habían dado en Londres. Iba acompañado de una famosa estrella del rock, una chica espectacularmente guapa que casi no llevaba nada encima. Blake aparecía a su lado, sonriendo. Maxine miró la fotografía un minuto intentando decidir si la fastidiaba, y se confirmó a sí misma que no. Sam respiraba profundamente a su lado, con la cabeza en su almohada, el cuenco de palomitas vacío, abrazado a su amado osito.
Mientras contemplaba la fotografía de la revista trató de recordar cómo había sido estar casada con él. Los días maravillosos del comienzo habían dado paso a los días solitarios, llenos de irritación y frustración del final. Nada de eso importaba ya. Concluyó que verle con actrices, modelos, estrellas del rock y princesas no le molestaba en absoluto. Blake representaba una cara de su pasado lejano, y al final, por muy adorable que fuera, su padre tenía razón. No era un marido, era un truhán. Cuando besó a Sam con dulzura en su sedosa mejilla, pensó de nuevo que le gustaba su vida tal como era.