Charles y Maxine fueron a Southampton aquel fin de semana, como tenían previsto. Se reunieron con el restaurador que habían contratado para la boda, pasearon por la playa cogidos de la mano, hicieron el amor varias veces y, al final, Charles acabó recuperando la calma. Maxine le había prometido que si el bebé de Zelda era demasiado para ellos, le pediría que se fuera. Cuando volvieron a casa todo parecía ir bien entre ellos. Charles necesitaba pasar un tiempo a solas con ella y tener toda su atención. Después del fin de semana con Maxine, había renacido como una flor bajo la lluvia.
– Cuando tenemos tiempo para estar juntos, como ahora -dijo él, conduciendo-, todo parece normal otra vez. Pero cuando me veo atrapado en el manicomio de tu casa y tu vida de culebrón, me vuelvo loco.
Maxine se ofendió.
– Mi casa no es un manicomio, Charles. Y nuestra vida no es un culebrón. Soy una madre trabajadora, sola y con tres hijos, y suceden cosas. A todo el mundo le suceden cosas -dijo.
El la miró como si hubiera perdido la cabeza.
– ¿Cuántas personas conoces cuyas niñeras lleven un bebé drogodependiente a casa, avisando con tres días de antelación? Lo siento, pero a mí no me parece normal.
– Lo reconozco -dijo ella sonriendo-, es un poco exagerado. Pero estas cosas pasan. Zelda es importante para nosotros, sobre todo ahora.
– No digas tonterías -replicó él-. Estaríamos perfectamente sin ella.
– Lo dudo; al menos yo no lo estaría. Dependo de ella más de lo que puedas imaginar. No puedo hacerlo todo sola.
– Ahora me tienes a mí -dijo él, seguro de sí mismo.
Maxine se echó a reír.
– Claro, seguro que pones lavadoras, planchas, tienes la cena preparada en la mesa cada noche, organizas las actividades de los niños, ideas juegos para sus amigos, los llevas a la escuela, preparas meriendas, almuerzos, supervisas fiestas y les cuidas cuando están enfermos.
Captó el mensaje, pero no estaba de acuerdo con Maxine ni lo estaría nunca.
– Estoy seguro de que podrían ser mucho más independientes si les dejaras. No sé por qué no pueden hacer muchas de esas cosas por sí mismos.
Tenía gracia viniendo de un hombre que no había tenido hijos y apenas había tenido relación con niños hasta entonces. Los había evitado toda la vida. Tenía las ideas pretenciosas y poco realistas de las personas que no han tenido hijos y ya no se acuerdan de cuando eran niños.
– Además, ya sabes cuál es mi solución a todo esto -le recordó-. Un internado. No tendrías ninguno de esos problemas, ni a una mujer con un bebé problemático viviendo en casa.
– No estoy de acuerdo contigo, Charles -dijo Maxine con contundencia-. No mandaré nunca a mis hijos a un internado hasta que vayan a la universidad. -Deseaba dejar claro este punto-. Y Zellie no adopta a un «bebé drogodependiente». No lo sabes seguro. Que sea un bebé «de riesgo» no significa que tenga que ser adicto.
– Podría serlo -insistió él.
Pero le había quedado claro el punto de vista de Maxine 266sobre el internado para los niños. Maxine no dejaría que sus hijos se marcharan, ni los mandaría a ninguna parte. Si no la amara tanto, habría insistido. Y si ella no le amara a él, no habría tolerado que dijera esas cosas. Se lo tomaba como una de sus rarezas. Charles había disfrutado con su fin de semana tranquilo y sin niños. Maxine, en cambio, había disfrutado pero había echado de menos a sus hijos. Sabía que, al no tener hijos propios, era algo que Charles no entendería nunca, pero no le dio importancia.
El domingo por la noche estaban cenando comida china con los niños en la cocina, cuando llegó Zellie corriendo.
– ¡Ay, Dios, ya viene, ya viene!
Por un momento, se habían olvidado del asunto. Zelda parecía una gallina sin cabeza corriendo por la cocina.
– Ya viene ¿qué? -preguntó Maxine sin comprender.
No tenía ni idea de qué hablaba.
– ¡El bebé! ¡La madre está de parto! ¡Tengo que ir al hospital Roosevelt ahora mismo!
– Dios mío -exclamó Maxine.
Todos se levantaron, tan nerviosos como si fuera a tenerlo Zelda. Charles se quedó sentado, siguió comiendo y sacudiendo la cabeza.
Zelda estaba vestida y a punto cinco minutos después. Los demás hablaron un rato y después se retiraron a sus habitaciones. Maxine se sentó a la mesa y miró a Charles.
– Gracias por ser tan comprensivo -dijo, solícita-. Sé que esto no es agradable para ti.
A ella tampoco le hacía gracia, pero intentaba tomárselo bien. No había más remedio. No se planteaba no recibir al bebé de Zelda con los brazos abiertos.
– Para ti tampoco lo será cuando ese bebé se pase el día berreando por toda la casa. Si nace con la adicción, será una pesadilla para todos vosotros. Me alegro de no mudarme hasta dentro de dos meses.
Ella también se alegraba.
Para gran desesperación de Maxine, Charles no se equivocaba. La madre había tomado más drogas de las que había admitido, y el bebé nació adicto a la cocaína. Pasó una semana en el hospital para que lo desintoxicaran, y Zelda le hizo compañía y lo acunó. Cuando llegó a casa, lloraba de día y de noche. Zellie se quedó con él en su habitación. Apenas comía, dormía poco y no había forma de calmarlo. Lo único que hacía era berrear. El pobre había llegado al mundo de la peor forma, pero al menos estaba en manos de una madre adoptiva que lo adoraba.
– ¿Cómo va? -preguntó Maxine una mañana.
Zelda tenía un aspecto lamentable tras otra noche sin dormir. Pasaba las noches en vela acunando en brazos al bebé.
– El médico dice que tardará en eliminar las drogas de su cuerpo. Creo que está un poco mejor -dijo Zellie, mirando a su hijo embobada.
Había creado un vínculo muy fuerte con Jimmy, casi como si hubiera dado a luz y fuera su propio hijo. Las asistentes sociales habían pasado varias veces para supervisar su estado, y ninguna había encontrado un solo fallo en la dedicación de Zellie. De todos modos, la situación era difícil para todos los demás. Maxine se alegraba de que se fueran de vacaciones dentro de poco. Con suerte, cuando regresaran, Jimmy estaría más calmado. Por el momento era lo máximo que podía esperar. Zellie era una madre maravillosa, y tan paciente y afectuosa como había sido con Jack y Sam cuando nacieron, aunque el pequeño Jimmy era mucho más difícil que ellos.
Mientras tanto, los preparativos para la boda seguían adelante. Maxine todavía no había encontrado un vestido, y también necesitaba uno para Daphne. La niña no quería ni oír hablar de ello y amenazaba con no asistir a la boda, lo que suponía una angustia suplementaria para Maxine. No le dijo nada a Charles. Sabía que se sentiría muy ofendido. Así que fue de compras sola, con la esperanza de encontrar algo para las dos. Ya tenía trajes para los chicos, y también el de Charles. Al menos, eso estaba hecho.
Blake había llamado desde Marruecos y le había contado lo que había conseguido desde que ella se había ido. La nueva obra para transformar el palacio en un orfanato para un centenar de niños ya estaba en marcha. Había delegado la contratación del personal y la dirección del futuro orfanato a un grupo de personas muy competentes, así que él ya había hecho todo lo posible por el momento. Pensaba volver una vez al mes para comprobar que se cumplían los plazos previstos. Por ahora, regresaba a Londres. Le dijo a Maxine que el barco estaba preparado para ellos. Ella y los niños estaban impacientes. Eran las mejores vacaciones que pasaban juntos cada año. Charles no estaba tan seguro.
Blake le había contado a Arabella sus planes para el orfanato y a ella le había parecido maravilloso.
Decidió darle una sorpresa regresando a Londres sin avisar. Volvería una semana antes de lo previsto. Había hecho todo lo que podía, y tenía trabajo pendiente en Londres: debía liberar los fondos destinados al funcionamiento de la institución.
Llegó a Heathrow a medianoche, y cuarenta minutos después entraba en su casa. El piso estaba a oscuras y, como Arabella le había explicado que estaba trabajando mucho, supuso que estaría durmiendo. Le había dicho que apenas salía, porque sin él no era divertido, y que esperaba su regreso con impaciencia.
Blake se sentía agotado por el vuelo y por todo lo que había hecho en las últimas semanas. Tenía la cara y los brazos muy bronceados, pero bajo la camiseta su piel estaba blanca. Lo único que deseaba era tener a Arabella entre sus brazos y acostarse con ella. Estaba sediento de ella. Entró de puntillas en el dormitorio, por si estaba dormida. Distinguió su forma bajo las sábanas, se sentó a su lado y se inclinó para besarla. Entonces descubrió que había dos cuerpos, no uno solo, y que estaban entrelazados y medio dormidos. Se despejó de golpe y encendió la luz para ver mejor. No podía creer lo que descubrió, aunque al principio pensó que era un error. Pero se equivocó. Un hombre de piel oscura e increíblemente guapo se incorporó en la cama al lado de Arabella, con expresión de pánico. Blake imaginó que era uno de los hindúes importantes que ella conocía, o quizá alguno nuevo. No importaba quién fuera. Estaba en la cama de Blake con ella.
– Lo siento mucho -dijo el hombre educadamente. Se envolvió rápidamente con la sábana, que estaba tirada de cualquier manera después de una frenética actividad, y salió de la habitación a toda prisa.
Arabella miró horrorizada a Blake y se echó a llorar.
– No sé cómo ha podido ocurrir -dijo sin convicción.
Era una mentira evidente, porque en ese momento el hombre estaba llenando dos maletas de piel de cocodrilo en el vestidor de Blake. Todo indicaba que hacía tiempo que estaba instalado en la casa. Apareció de nuevo cinco minutos después, con un traje espléndidamente cortado. Era un hombre muy atractivo.
– Gracias y lo siento -dijo a Blake-. Adiós -añadió mirando a Arabella.
Bajó la escalera a toda prisa con las dos maletas. Poco después, oyeron que se cerraba la puerta con fuerza. Había estado viviendo con ella en casa de Blake, sin ningún reparo.
– Sal de mi cama -dijo Blake sin más.
Arabella temblaba e intentó tocarle.
– Lo siento mucho… no pretendía… no volverá a suceder.
– Levántate y vete -dijo Blake secamente-. Al menos podrías habértelo llevado a tu casa. Así no me habría enterado. Es un poco fuerte, ¿no te parece?
Arabella se había levantado y estaba desnuda delante de él. Era una chica preciosa, con sus tatuajes y todo. Lo único que llevaba era el bindi color rubí entre los ojos. Pero a Blake ya no le parecía tan exótico.
– Tienes cinco minutos -añadió bruscamente-. Te mandaré lo que hayas olvidado.
Cogió el teléfono y llamó a un taxi. Ella entró en el baño y salió con unos vaqueros y una camiseta de hombre. Llevaba unas sandalias doradas de tacón y estaba impresionante. Pero él ya no la deseaba. Era una mercancía usada. Una mentirosa. Una gran mentirosa.
Arabella le miró con lágrimas en los ojos, pero él se volvió. Era una situación desagradable. Ninguna de las mujeres con las que había salido había sido tan tonta como para llevar a otros hombres a su cama. El había salido con Arabella más tiempo que con ninguna otra. Eran siete meses y dolía. Confiaba en ella, y era de la única amante que se había enamorado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no insultarla mientras bajaba la escalera. Fue al bar y se sirvió una copa. No quería volver a verla. Aquella noche ella intentó llamarle, y siguió intentándolo durante varios días, pero él no respondió a sus llamadas. Arabella había pasado a la historia. Se había desvanecido en humo, con su bindi, sus tatuajes y todo lo demás.