Maxine había pasado un fin de semana de locos. Jack tenía un partido de fútbol, y le había tocado a ella preparar los bocadillos para el equipo. Sam estaba invitado a dos fiestas de cumpleaños, y tuvo que acompañarlo y recogerlo, y Daphne había invitado a diez amigas a comer pizza. Era la primera vez que llevaba a sus amigas a casa después de la famosa noche de la cerveza, así que Maxine las vigiló de cerca, pero no sucedió nada raro. Zelda estaba otra vez en forma, pero tenía el fin de semana libre. Pensaba ir a una exposición de arte y había quedado con unas amigas.
Maxine trabajó en otro artículo en las horas libres que le quedaron por la noche. Además, dos de sus pacientes fueron hospitalizados durante el fin de semana: uno por sobredosis y el otro para mantenerlo vigilado por riesgo de suicidio.
El lunes debía visitar a seis chicos en dos hospitales distintos, y a un montón de pacientes en la consulta. Cuando volvió a casa, Zelda estaba fatal, con fiebre y gripe. El martes por la mañana estaba peor. Maxine le dijo que no se preocupara por nada y se quedara en la cama. Daphne podía recoger a Sam en la escuela, ya que Jack tenía entrenamiento de fútbol y otra madre lo acompañaría a casa. Se las arreglarían. Y lo habrían conseguido si los dioses no hubieran conspirado contra ella.
Maxine estuvo ocupada todo el día, sin un segundo de descanso. El martes era el día que recibía a los nuevos pacientes, y debía redactar sus historias clínicas. La primera visita era crucial con los adolescentes, por lo que necesitaba poner todos sus sentidos en ellas. A mediodía la llamaron de la escuela de Sam. Había vomitado dos veces en la última media hora, y Zelda no estaba en condiciones de ir a recogerlo. Tendría que ir ella. Disponía de una pausa de veinte minutos entre dos pacientes; tomó un taxi y recogió a Sam en la escuela. Tenía muy mala cara y vomitó encima de ella en el taxi. El conductor se puso furioso, pero Maxine no tenía nada con que limpiarlo, así que le dio una propina de veinte dólares. Llevó a Sam a casa, lo metió en la cama y le pidió a Zelda que le echara un vistazo de vez en cuando, a pesar de la fiebre. Era casi peor el remedio que la enfermedad, pero no tenía otra alternativa. Se duchó, se cambió y regresó a la consulta. Llegó diez minutos tarde para el siguiente paciente, y la madre de la chica le dejó claro que le parecía muy desconsiderado por su parte. Maxine le explicó que su hijo estaba enfermo y se disculpó como pudo.
Dos horas después, Zelda llamó para decir que Sam había vomitado otra vez y estaba a treinta y nueve. Maxine le pidió que le diera Tylenol y le recomendó que se tomara uno ella también. A las cinco se puso a llover. Su última paciente llegó con retraso, y reconoció que había fumado hierba aquella tarde, así que Maxine se quedó más tarde de la hora para hablarlo con ella. La chica había estado yendo a Fumadores de Marihuana Anónimos; aquello era una mala señal, y muy mala idea ya que tomaba medicación.
Acababa de marcharse la paciente cuando Jack llamó visiblemente alterado. La mujer que debía acompañarlo se había marchado y estaba solo en la calle, en una zona peligrosa del Upper West Side. Maxine habría matado a la madre que lo había dejado tirado. Su coche estaba en el taller, y tardó media hora en encontrar un taxi. Eran más de las seis cuando por fin encontró a Jack, temblando bajo la lluvia en una parada de autobús. Hasta las seis y cuarto no llegaron a casa, debido al tráfico. Los dos estaban empapados y muertos de frío, y Sam parecía encontrarse realmente mal y estaba llorando cuando Maxine entró en su habitación. Mientras cuidaba de él y de Zelda se sintió como si dirigiera un hospital. Mandó a Jack a la ducha porque estaba calado hasta los huesos y estornudaba.
– ¿Cómo te encuentras? No estás enferma, ¿verdad? -dijo a Daphne mientras pasaba a su lado camino de la habitación de Sam.
– Estoy bien, pero mañana tengo que entregar un trabajo de ciencias. ¿Puedes ayudarme?
Maxine sabía que la verdadera pregunta era si su madre lo haría por ella.
– ¿Por qué no lo hicimos el fin de semana? -preguntó Maxine con expresión agotada.
– Se me olvidó.
– Y yo me lo creo -murmuró Maxine.
En ese momento sonó el interfono. Era el portero; dijo que un tal doctor West la esperaba abajo. Maxine abrió mucho los ojos, presa del pánico. ¡Charles! Lo había olvidado. Era martes. Habían quedado para cenar, y él debía recogerla a las siete. El había llegado puntual, la mitad de la casa estaba enferma, y Daphne tenía que entregar un trabajo de ciencias que Maxine debía ayudarla a hacer. Tendría que anularlo, pero era una grosería hacerlo en el último minuto. No podía ni plantearse salir, y todavía llevaba la ropa que se había puesto para la consulta. Zelda estaba demasiado enferma para dejarle a los niños. Era una pesadilla. Tres minutos después, cuando le abrió la puerta a Charles estaba aterrada. El se quedó estupefacto al verla en pantalones y jersey, con los cabellos mojados y sin maquillaje.
– Lo siento mucho -dijo Maxine en cuanto lo vio-. He tenido un día de locos. Uno de mis hijos está enfermo, al otro lo han dejado tirado después del entrenamiento de fútbol, mi hija tiene que presentar un trabajo de ciencias mañana y la niñera tiene gripe. Estoy desquiciada, pero pasa por favor. -Charles entró en el piso justo cuando Sam aparecía en el pasillo, con la cara verdosa-. Este es mi hijo Sam -explicó Maxine mientras Sam vomitaba otra vez y Charles lo miraba, atónito.
– Vaya por Dios -dijo el hombre, mirando a Maxine con expresión alarmada.
– Lo siento. ¿Por qué no pasas al salón y te sientas? Voy enseguida.
Metió a Sam en el baño, donde el niño volvió a vomitar, y regresó corriendo al pasillo a limpiar el desastre con una toalla. Luego metió al niño en la cama. Daphne entró en ese momento.
– ¿Cuándo haremos el trabajo?
– Dios mío -exclamó Maxine, a punto de llorar presa de un ataque de histeria-. Olvídate del trabajo. Hay un hombre en el salón. Ve a hablar con él. Se llama Charles West.
– ¿Quién es?
Daphne estaba perpleja; su madre parecía haber perdido la cabeza. Se lavaba las manos e intentaba peinarse a la vez. Estaba desbordada.
– Es un amigo. No, es un desconocido. No sé quién es. Voy a cenar con él.
– ¿Ahora? -Daphne parecía horrorizada-. ¿Y mi trabajo? Es la mitad de la nota final del semestre.
– Entonces deberías haberlo pensado antes. No puedo hacer tu trabajo. Tengo una cita, tu hermano está vomitando, Zelda se está muriendo, y probablemente Jack va a contraer una neumonía por haberse pasado una hora bajo la lluvia en una parada de autobús.
– ¿Tienes una cita? -Daphne la miró fijamente-. ¿Cuándo ha sido eso?
– No ha sido. Y a este paso seguramente no será nunca. ¿Quieres ir a hablar con él, por favor?
Mientras hablaba, Sam dijo que iba a vomitar otra vez, así que tuvo que llevarlo corriendo al cuarto de baño. Daphne se fue a conocer a Charles con expresión resignada. Antes de marcharse tuvo tiempo de añadir que, si suspendía, no sería culpa suya, ya que su madre no quería ayudarla con el trabajo.
– ¿Acaso es culpa mía? -gritó Maxine desde el cuarto de baño.
– Me encuentro mejor -anunció Sam, pero no lo parecía. Maxine volvió a acostarlo, con toallas a los lados, se lavó las manos otra vez y se olvidó de su pelo. Estaba a punto de salir para ir a ver a Charles, cuando Sam le preguntó con mirada triste desde la cama-. ¿Cómo es que tienes una cita?
– La tengo y ya está. Me ha invitado a cenar.
– ¿Es simpático? -Sam parecía preocupado.
Ni siquiera se acordaba de la última vez que su madre había salido. Ella tampoco.
– No lo sé todavía -dijo sinceramente-. No es para tanto, Sam. Solo es una cena. -El niño asintió-. Volveré enseguida -prometió para tranquilizarlo.
Era imposible que pudiera salir a cenar esa noche.
Por fin llegó al salón a tiempo de oír cómo Daphne le hablaba a Charles del yate, el avión, el ático en Nueva York y la casa de Aspen de su padre. No era exactamente lo que Maxine quería que le contara, pero estaba agradecida de que Daphne no hubiera comentado nada de Londres, Saint-Barthélemy, Marruecos y Venecia. Lanzó una mirada de advertencia a Daphne y le dio las gracias por hacer compañía a Charles. A continuación, Maxine se deshizo en disculpas por la aparición de Sam en el pasillo. Pero por lo que realmente deseaba disculparse era por la ostentación que había hecho Daphne de su padre. Al ver que su hija no se marchaba, le dijo que tenía que empezar su trabajo de ciencias. Aunque de mala gana, Daphne se marchó por fin. Maxine tenía la sensación de estar a punto de tener un ataque de histeria.
– Lo siento muchísimo. Normalmente mi casa no es esta locura. No sé qué ha pasado. Hoy todo ha salido al revés. Y perdona a Daphne.
– ¿De qué tengo que perdonarla? Solo hablaba de su padre. Está muy orgullosa de él. -Maxine sospechaba que Daphne había intentado que Charles se sintiera incómodo, pero no quería decirlo. Había sido una grosería y su hija lo sabía-. No tenía ni idea de que estuvieras casada con Blake Williams -dijo, un poco intimidado.
– Sí -confirmó Maxine, deseando poder empezar la velada de nuevo, pero sin la escena inicial del Exorcista. También habría ayudado que se hubiera acordado de que había quedado con él para cenar. No lo había apuntado y se le había ido de la cabeza-. Estuve casada con él. ¿Te apetece beber algo?
Al decirlo se dio cuenta de que no tenía nada en casa aparte de un vino blanco barato que Zelda usaba para cocinar. Había tenido la intención de comprar un buen vino el fin de semana, pero lo había olvidado también.
– ¿Vamos a salir a cenar? -preguntó Charles directamente. No lo creía probable, con un niño enfermo, otro con un trabajo pendiente y Maxine que parecía fuera de sí.
– ¿Me odiarías si no fuéramos? -preguntó sinceramente-. No sé cómo ha podido ocurrir, pero lo he olvidado. He tenido un día de locos, y no sé por qué no lo apunté en la agenda. -Parecía a punto de llorar, y a Charles le dio pena. En otras circunstancias se habría puesto furioso, pero se sentía incapaz. A la pobre se la veía abrumada-. Será por esto que no salgo nunca. No se me da bien -concluyó, por decir algo.
– Tal vez sea porque no quieres salir -aventuró él.
A ella también se le había ocurrido, y sospechaba que Charles tenía razón. Parecía demasiado complicado organizarse. Entre su trabajo y sus hijos, su vida estaba llena. No había sitio para nadie más, ni tenía el tiempo y la energía que exigían las citas.
– Lo lamento, Charles. Normalmente no es así. Lo tengo todo bastante controlado.
– No es culpa tuya si tu hijo y la niñera están enfermos. ¿Quieres volver a intentarlo? ¿Qué te parece el viernes?
Maxine no se atrevía a decirle que Zelda tenía el viernes libre. Podía pedirle que trabajara en caso de que fuera necesario. Entre el empaste de la semana anterior y esta noche, Zelda le debía una, y era muy comprensiva con estas situaciones.
– Sería estupendo. ¿Quieres quedarte un rato? De todos modos tengo que cocinar para los niños.
Charles tenía una reserva para ellos en La Grenouille, pero no quería hacer que ella se sintiera mal, así que no lo mencionó. Estaba decepcionado, pero se dijo que ya era mayorcito y podía soportar que se anulara una cena.
– Me quedaré un rato. Ya tienes bastante trabajo. No es necesario que cocines para mí. ¿Quieres que examine a tu hijo y a la niñera? -ofreció amablemente.
Ella le sonrió agradecida.
– Sería todo un detalle. Solo es una gripe, pero es más tu campo que el mío. Si les da por suicidarse, me encargo yo.
Charles rió. A él sí le habían entrado ganas de suicidarse al ver el caos de aquella casa. No estaba acostumbrado a los niños y a la confusión que creaban. Llevaba una vida tranquila y ordenada, y a él le gustaba.
Maxine acompañó a Charles por el pasillo hasta su dormitorio, donde Sam estaba en la cama, mirando la tele. Tenía mejor color que por la tarde. Cuando entró su madre, levantó la cabeza. Le sorprendió ver a un hombre con ella.
– Sam, te presento a Charles. Es médico y va a echarte un vistazo.
Mientras sonreía a Sam, Charles se dio cuenta de que quería a sus hijos con locura. Habría sido imposible no darse cuenta.
– ¿Ibas a salir con él? -preguntó Sam con desconfianza.
– Sí -admitió Maxine, un poco avergonzada-. Es el doctor West.
– Charles -corrigió él con una sonrisa simpática y se acercó a la cama-. Hola, Sam. Ya veo que no te encuentras muy bien. ¿Has vomitado todo el día?
– Seis veces -dijo Sam con orgullo-. He vomitado en el taxi volviendo de la escuela.
Charles miró a Maxine con una sonrisa de simpatía. Podía imaginarse la escena.
– No parece muy agradable. ¿Puedo tocarte la barriga?
Sam asintió y se levantó la camiseta del pijama. En ese momento entró su hermano.
– ¿Has llamado a un médico? -preguntó Jack con cara de preocupación.
– Sale con él -le explicó Sam.
– ¿Quién sale? -preguntó Jack, perplejo.
– El médico -explicó Sam a su hermano.
Maxine presentó a Jack y a Charles, que se volvió con una sonrisa.
– Tú debes de ser el jugador de fútbol. -Jack asintió, preguntándose de dónde habría salido ese misterioso médico, que también salía a cenar, y por qué no había oído hablar de él-. ¿En qué posición juegas? Yo jugaba al fútbol en la universidad. Se me daba mejor el baloncesto, pero el fútbol era más divertido.
– Es verdad. El año que viene quiero jugar a lacrosse -añadió Jack, bajo la mirada atenta de Maxine.
– El lacrosse es un deporte duro. Te lesionas más con el lacrosse que con el fútbol -dijo Charles, terminando de examinar a Sam. Al acabar, miró al niño con una sonrisa-. Creo que sobrevivirás, Sam. Estoy seguro de que mañana te encontrarás mejor.
– ¿Crees que volveré a vomitar? -quiso saber Sam, preocupado.
– Espero que no. Pero esta noche tómatelo con calma. ¿Te apetecería una Coca-Cola?
Sam asintió, estudiando a Charles con interés. Maxine los miraba a todos pensando lo poco acostumbrados que estaban a tener a un hombre en casa. Sin embargo, era agradable. Y Charles se mostraba simpático con los niños. Era evidente que Jack también lo estaba estudiando. Un minuto después, entró Daphne. Estaban todos en el dormitorio de su madre, que de repente parecía pequeño para tantas personas.
– ¿Dónde tienes escondida a la niñera? -preguntó entonces Charles.
– Te acompaño -dijo Maxine, y ambos salieron de la habitación, mientras Sam reía y empezaba a decir algo, y Jack se llevaba un dedo a los labios para hacerle callar.
Maxine y Charles les oyeron reír y susurrar mientras se alejaban. Ella le miró con una sonrisa de disculpa.
– Esto es un poco raro para ellos.
– Me he dado cuenta. Son buenos chicos -dijo.
Cruzaron la cocina y tomaron el pasillo de atrás. Maxine llamó a la puerta de la habitación de Zelda, la abrió despacio y le preguntó si quería que Charles la examinara. Los presentó desde el umbral de la puerta. Zelda también parecía perpleja. No tenía ni idea de quién era el doctor West ni por qué estaba allí.
– No estoy tan enferma -dijo, avergonzada, creyendo que Maxine lo había llamado por ella-. Es solo una gripe.
– Ya estaba aquí, y acaba de visitar a Sam.
Zelda se preguntó si sería un pediatra nuevo que aún no conocía. No se le ocurrió que Maxine hubiera quedado para cenar con él. Charles le dijo más o menos lo mismo que a Sam.
Unos minutos después, Maxine y Charles estaban de pie en la cocina. Ella le sirvió una Coca-Cola, unas patatas fritas y un poco de guacamole que encontró en la nevera. Charles le dijo que se marcharía enseguida y la dejaría tranquila para que se ocupara de los niños. Ya estaba suficientemente atareada. Maxine se sentó y charlaron un rato. Sin duda Charles había tenido su bautismo de fuego: los había conocido a todos. Ver a Sam vomitando sin duda había sido una curiosa forma de que Charles conociera a sus hijos, aunque no era la que ella habría elegido. En opinión de Maxine, él había aprobado con nota. No estaba segura de cómo se sentía pero estaba claro que era un buen hombre. No era precisamente una primera cita normal. Ni mucho menos.
– Siento el lío de esta noche -se disculpó de nuevo.
– No pasa nada -dijo él con naturalidad, aunque por un minuto pensó con añoranza en la cena que habrían disfrutado en La Grenouille -. El viernes por la noche lo pasaremos muy bien. Supongo que hay que ser flexible cuando se tienen hijos.
– Normalmente no tengo tantos problemas. En general me organizo bastante bien. Pero hoy todo se ha desmadrado. Sobre todo porque Zellie también estaba enferma. Dependo mucho de ella.
Él asintió, porque era evidente que debía tener a alguien en quien confiar, y no era su ex marido. Después de lo que le había contado Daphne, entendía por qué. Había leído muchas cosas sobre Blake Williams. Era un miembro importante de la jet set, y no parecía un hombre muy casero. Maxine ya lo había dicho durante el almuerzo.
Charles fue a despedirse de los niños antes de marcharse y le deseó a Sam que se recuperara pronto.
– Gracias -dijo Sam, y se despidió con la mano.
Poco después Maxine despidió a Charles en la puerta.
– Te recogeré el viernes a las siete -prometió Charles. Ella le dio las gracias de nuevo por su amabilidad-. No te preocupes. Al menos he conocido a tus hijos.
La saludó con la mano desde el ascensor y un momento después ella se dejó caer en la cama al lado de Sam, suspirando. Sus otros dos hijos entraron en la habitación.
– ¿Por qué no nos habías dicho que te habían invitado a cenar? -se quejó Jack.
– Lo había olvidado.
– ¿Y quién es? -Daphne parecía desconfiada.
– Un médico que conocí -dijo Maxine, agotada. No quería justificarse con sus hijos. Ya había tenido bastante por una noche-. Por cierto -dijo a su hija-, no deberías alardear así de tu padre. No es de buena educación.
– ¿Por qué no? -Daphne se puso inmediatamente a la defensiva.
– Porque no está bien hablar de su yate y su avión. Hace que la gente se sienta incómoda.
Era evidente que lo había hecho con esa intención. Daphne se encogió de hombros y salió del dormitorio.
– Es simpático -sentenció Sam.
– Sí, no está mal -dijo Jack, no del todo convencido.
No entendía por qué su madre necesitaba a un hombre. Se las arreglaban muy bien tal como estaban. No les extrañaba que su padre saliera con muchas chicas. Pero no estaban acostumbrados a ver a un hombre en la vida de su madre, y no les hacía ninguna gracia. Era estupendo tenerla para ellos solos. No veían ningún motivo para que esto cambiara, al menos en su opinión. Su madre recibió el mensaje con claridad.
Eran las ocho y nadie había cenado, así que Maxine fue a la cocina a ver qué podía preparar. Mientras sacaba de la nevera ensalada, fiambres y huevos, Zelda entró, con bata, y expresión intrigada.
– ¿Quién era el hombre enmascarado? ¿El Zorro? -preguntó.
Maxine se rió.
– Creo que la respuesta correcta es el Llanero Solitario. En realidad, es un médico que conocí. Había quedado con él, pero lo olvidé por completo. Cuando ha entrado, Sam ha vomitado en el pasillo. Ha sido una escena de lo más curiosa.
– ¿Cree que volverá a verle? -preguntó Zelda con interés.
Le había caído simpático. Y era guapo.
Sabía que Maxine no había salido con un hombre desde hacía mucho tiempo, y este le parecía prometedor. Se le veía buena persona, era bien parecido, y que los dos fueran médicos era un buen comienzo para tener algo en común.
– Me ha invitado a cenar el viernes -dijo Maxine en respuesta a su pregunta-. Si se recupera de esta noche.
– Interesante -comentó Zelda.
Se sirvió un vaso de ginger ale y se volvió a la cama.
Maxine preparó pasta, fiambres, huevos revueltos y de postre tomaron brownies. Limpió la cocina y fue a ayudar a Daphne con el trabajo. No terminaron hasta medianoche. Había sido un día de locos y una noche que no acababa nunca. Cuando finalmente se acostó al lado de Sam, Maxine tuvo un minuto para pensar en Charles. No tenía ni idea de qué sucedería, ni de si volvería a verlo después del viernes, pero, en el fondo, la noche no había ido tan mal. Al menos, Charles no había huido despavorido. Algo es algo. Por el momento, era suficiente.