La mujer moderna actual no debería temer llevar la iniciativa al hacer el amor. Tocar a su amante mientras hacen el amor. A pesar de que en un principio él pueda expresar sorpresa ante un comportamiento tan directo, confía en que tu determinación se saldará con resultados muy satisfactorios.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
Catherine llegó a casa tras visitar a Genevieve presa de gran inquietud. Entre su conversación sobre el señor Stanton y el disparo que había recibido, estaba más que turbada.
Después de entregar a Milton su sombrero y su chal, preguntó:
– ¿Ha llegado algún mensaje de mi padre?
– No, señora.
Demonios. Tuvo que tragarse la decepción antes de preguntar:
– ¿Dónde está Spencer?
– Disfruta de su siesta de la tarde.
– ¿Y el señor Stanton? -Apretó los labios, profundamente contrariada al percibir que el corazón le daba un pequeño vuelco al pronunciar su nombre.
– La última vez que le he visto se dirigía a su dormitorio, presumiblemente a descansar antes de la cena. ¿Desea que le prepare el té, señora?
– No, gracias. -Sin duda se sentía aliviada, y no desilusionada, al enterarse de que el señor Stanton no estaba visible-. Hace un tiempo delicioso y, como he tomado el carruaje para visitar a la señora Ralston, creo que me acercaré andando a los establos para ver cómo sigue Fritzborne. -Su mozo de cuadra se había herido la mano arreglando el tejado del establo justo antes de que ella se marchara a Londres-. ¿Cómo está?
– Vuelve a ser el mismo de siempre, aunque creo que el aire que rodea el establo conserva aún un extraño tinte del colorido lenguaje que soltó cuando se machacó el pulgar con el martillo.
Catherine sonrió, imaginando demasiado bien la perorata de Fritzborne. Salió de la casa y emprendió el camino cruzando el césped hacia los establos. El sol de última hora de la tarde besaba el cielo, dorando las algodonosas nubes blancas con una sábana de vívidos naranjas y oros. Inspiró hondo el cálido aroma a flores que impregnaba el aire, permitiendo que la paz la colmara de la sensación de tranquilidad que el resplandor amarillo, las multitudes y los olores de Londres siempre le robaban.
Sin embargo, sintió que la calma que buscaba y que siempre encontraba en aquel paraje la eludía. Obviamente, el disparo seguía perturbando su paz interior. Un poco más de tiempo en casa, rodeada de Spencer y del ambiente familiar y de las cosas que amaba, la ayudarían a recuperar el equilibrio.
Las enormes y desgastadas puertas de madera del establo estaban abiertas de par en par. Tras cruzar el umbral, se quedó varios segundos de pie en la puerta, parpadeando para adaptar la vista a la penumbra en la que estaba sumido el interior del recinto. El murmullo de una voz grave llegó a sus oídos desde el rincón más alejado, donde Venus tenía su establo, seguido por un suave relincho. En los labios de Catherine se dibujó una suave sonrisa al percibir el familiar sonido de su yegua favorita cuando la cepillaban. Hacia allí se dirigió, anticipando la charla con Fritzborne y un amistoso hocicazo de Venus. Los fuertes aromas del heno fresco, el cuero y el pelo de caballo calentado por el sol llenaban su cabeza, aliviándola de todas sus tensiones.
Sin embargo, cuando se detuvo delante del establo, se quedó helada. No pudo apartar la mirada de la escena que presenciaban sus ojos.
No era Fritzborne, sino el señor Stanton quien estaba de pie en el establo, cepillando a Venus con movimientos largos y firmes. El señor Stanton, quien se había quitado la chaqueta y la corbata, que se había arremangado la camisa, revelando unos musculosos antebrazos que se flexionaban de un modo absolutamente fascinante cada vez que pasaba el cepillo por el lomo de Venus. El señor Stanton, vestido con unos pantalones de montar de color crema que se ceñían a sus largas piernas de un modo que a Catherine se le secó la boca.
El sudor había dibujado una T en la camisa blanca de lino que tensaban sus anchos hombros, descendiendo hasta el centro de su espalda. Tenía el pelo revuelto y los mechones oscuros le caían sobre la frente con cada movimiento. Aunque se le veía total y absolutamente relajado por alguna razón que Catherine no lograba adivinar, la palabra que asomó a su cabeza fue «fascinante».
Cualquier pizca de serenidad que hubiera logrado recuperar se disipó como el vapor. Se quedó donde estaba, traspuesta, recorriendo con la mirada el cuerpo de Andrew de un modo que tendría que haberla horrorizado -y que, de hecho, la horrorizó-, aunque no lo suficiente como para conminarla a dejar de mirar.
La visión de esas manos fuertes de dedos largos acariciando a Venus mientras su voz grave murmuraba palabras tranquilizadoras llenó a Catherine de un deseo que la asustó por su intensidad. Tenía que marcharse de allí…
Andrew levantó los ojos y las miradas de ambos se encontraron. Las manos de él se detuvieron y a Catherine le pareció que sus ojos se oscurecían. Una oleada de calor la invadió al verse presa de su intensa mirada y apenas logró contenerse para no pasarse el dorso de la mano por la frente. ¿Y qué demonios le pasaba a su estómago? Sentía una sensación tan extraña… obviamente había comido algo que no le había sentado bien.
– Lady Catherine. No sabía que estuviera usted aquí.
– Yo… acabo de llegar.
Andrew dejó el cepillo en el suelo y se acercó a ella despacio. Los dedos de los pies de Catherine se encogieron en sus zapatos y tuvo que obligarse a no retroceder y huir así de su presencia, una sensación que la molestó. Bueno, al menos ahora estaba molesta. Sin duda era mejor, y mucho más seguro que… no sentirse molesta.
– ¿Dónde está Fritzborne? -Dios mío. ¿Había salido de ella esa voz ronca?
– Ha ido a hacer correr un poco a Afrodita. Nombres muy románticos los de sus caballos.
– Me gusta la mitología. Milton me ha dicho que estaba usted en su habitación.
– Y así era, pero sólo el tiempo suficiente para cambiarme de ropa. Necesitaba un poco de aire fresco.
Una sensación que ella podía entender muy bien, sobre todo porque tenía la impresión de que alguien había dejado los establos sin un ápice de aire.
Andrew abrió la puerta del establo y sonrió.
– ¿Desea unirse a nosotros?
Incluso mientras su cabeza le decía que declinara la oferta de Andrew, los pies de Catherine se movieron hacia delante. Entró en el establo y pasó la mano por el morro satinado de Venus. El caballo relinchó y empujó afectuosamente contra su palma.
– Es un hermoso animal -dijo el señor Stanton, volviendo a coger el cepillo.
– Gracias. ¿La ha montado ya?
– Sí. Espero que no le importe.
– En absoluto. Le encanta correr.
El silencio se instaló entre ambos y Catherine le observó mientras él pasaba el cepillo por el brillante lomo castaño de la yegua. Su atención quedó prendida en la resistencia a la tracción de sus brazos y en la forma en que la camisa se tensaba sobre su pecho con cada prolongado movimiento.
– ¿Cómo le ha ido en su visita a su amiga?
La mirada de Catherine regresó abruptamente a la de Andrew y experimentó la inquietante sensación de que él era consciente de que le había estado observando.
– Bien. Y usted ¿qué tal lo ha pasado con Spencer?
– Maravillosamente bien. Es un jovencito excepcional.
No había el menor atisbo de falsedad en su voz ni en sus ojos, y parte de la tensión desapareció de los hombros de Catherine. Mientras pasaba los dedos entre la crin castaña de Venus, sonrió a Andrew por encima del lomo del caballo.
– Gracias. Estoy muy orgullosa de él.
– Y así debe ser. Es muy inteligente y muestra una notable madurez.
– Destaca en sus estudios. Su tutor, el señor Winthrop, está en Brighton, visitando a su familia, como suele hacerlo durante un mes todos los veranos. Sin embargo, incluso durante su ausencia, Spencer lee con avidez. En cuanto a su madurez, supongo que en parte responde al hecho de que pase todo su tiempo en compañía de adultos.
Catherine le miraba al hablar, reparando en que Andrew no desperdiciaba un sólo movimiento y en que, con excepción de la leve capa de sudor que humedecía su piel, no daba muestra alguna de fatiga.
– Venus suele mostrarse asustadiza con los desconocidos -apuntó-. Sin duda sabe usted manejar a los caballos.
– Seguramente porque pasé mi juventud trabajando en los establos.
Catherine parpadeó ante aquella nueva noticia.
– No lo sabía.
Él la miró y ella tuvo que apretar las manos para evitar tender el brazo y apartarle el sedoso pelo que, negro como el ébano, le caía sobre la frente. Maldición, no podía ser que fuera tan atractivo. De haber sido ella la que hubiera estado sudada, con la ropa arrugada, despeinada y oliendo a caballo, nadie la habría encontrado en absoluto atractiva.
– Hay muchas cosas que no sabemos el uno del otro, lady Catherine -dijo Andrew con suavidad.
Su voz, sus palabras fluyeron sobre ella como la miel templada, colmándola con la inquietante percepción de que él estaba en lo cierto. Y con la percepción aún más inquietante de que deseaba saber más cosas de él. Todo. Ni siquiera se había parado a pensar en cómo habría sido su vida en Norteamérica. Estaba claro que Andrew era de origen humilde si había trabajado en un establo. Aunque eso no era nada que debiera resultarle interesante. Y, obviamente, él tenía familia allí. Amigos. Mujeres…
Algo que, de nuevo, no debería perturbarla como lo hacía.
– Abrigo la esperanza de que podamos ponerle remedio a eso y conocernos mejor durante mi estancia aquí -añadió.
De pronto, Catherine fue presa de la alarmante y turbadora toma de conciencia de que también ella abrigaba la misma esperanza. Adoptando su tono más animado, dijo:
– Pero si ya nos conocemos mejor, señor Stanton. Hasta la fecha sabemos que tenemos muy poco en común y que tenemos opiniones diametralmente opuestas sobre un buen número de temas.
En vez de mostrarse ofendido, un extremo de la boca de Andrew se curvó hacia arriba en una clara muestra de humor.
– Qué visión tan pesimista, lady Catherine. Sin embargo, por mucho que usted prefiera ver la botella medio vacía, yo prefiero verla medio llena. Aunque nuestras preferencias literarias puedan no ser las mismas…
– Son drásticamente opuestas.
Andrew inclinó la cabeza en señal de acuerdo.
– A ambos nos gusta leer. Y estamos de acuerdo en que su hijo es un joven encantador. Y en que Venus es una yegua excepcional.
– Sí, bueno, estoy segura de que también podemos estar de acuerdo en que el cielo es azul, la hierba, verde, y mi cabello, moreno.
– De hecho, en este preciso instante, el cielo está salpicado de carmesí y oro, esmeralda sería el color que mejor describiría la hierba, y en cuanto a su cabello…
Su voz se apagó y su mirada se movió hacia el cabello de Catherine, de pronto consciente del hecho de que había salido de casa sin su sombrero.
– El delicioso color castaño de su cabello, la riqueza de los intensos dorados y de los sutiles rojos entremezclados entre los mechones no merece conformarse con tan parca descripción. -Despacio, alargó la mano y un acalorado hormigueo de anticipación la recorrió por entero. Los dedos de Andrew le rozaron el pelo justo por encima de la oreja, cortándole el aliento.
– Excepto esto -dijo, sosteniendo un trozo de heno entre el pulgar y el índice-. Esto sí puede describirse como marrón, aunque debo decirle que creo que muchas mujeres prefieren decorar sus cabellos con lazos.
Catherine contuvo el aliento y apretó los dientes, fastidiada, aunque no supo decidir si estaba más enojada con él por haberla desconcertado como lo había hecho, con ella misma por habérselo permitido o con él por no parecer en absoluto desconcertado. En fin, estaba claramente molesta con él y tenía dos motivos para estarlo.
– Y-añadió él-, es evidente que ambos compartimos el amor por los caballos… ¿o no es así?
– No le negaré que los adoro -respondió Catherine con una mirada maliciosa-. Los caballos nunca discuten con nosotros.
Él le respondió con una mirada igualmente maliciosa.
– Cierto. -Rodeó a Venus hasta quedar de pie junto a ella. Catherine inspiró hondo y percibió una agradable esencia de sándalo.
– Nuestra última conversación parece haber terminado… de forma incómoda -dijo Andrew-, y me siento mal por ello. ¿Podemos firmar una tregua?
Cielos, Catherine no tenía la menor intención de firmar ninguna tregua. Deseaba recuperar toda la irritación que había sentido hacia él, que era, con mucho, preferible a esa acalorada y casi dolorosa conciencia de su presencia. De su fuerza. De su altura. De sus atractivos ojos. Y de ese aspecto descuidado, con la fuerte y bronceada columna de su cuello visible después de haberse quitado la corbata.
¿En qué momento la relación entre ambos había dado ese giro inquietante? Aunque Catherine no lo sabía, deseaba poder volver a recorrer ese camino y evitar el desastroso giro que de algún modo ella había tomado.
– Recuerdo haberle pedido algo similar -dijo.
– Sí. Aunque sospeché que en realidad lo que me estaba pidiendo era una rendición total.
– ¿Y es eso lo que desea usted, señor Stanton? ¿Mi rendición total?
Algo chispeó en los ojos de Andrew.
– ¿Me la está ofreciendo, lady Catherine?
Andrew no se había movido. Aún así, a Catherine le pareció que se había acercado a ella, por lo que dio un involuntario paso hacia atrás. Luego otro. Su espalda golpeó contra la tosca pared de madera.
– La mujer moderna actual no se rinde, señor Stanton. Si la ocasión lo requiere, puede que llegue a considerar una elegante capitulación.
– Ya veo. Pero sólo si la ocasión lo requiere.
– Exactamente.
– Muy bien. -Dio un paso adelante, deteniéndose a escasos centímetros de ella. La miró desde las alturas con los ojos colmados de algo que ella no alcanzó a descifrar, junto con un velo de inconfundible diversión.
¿Diversión? Qué hombre tan irritante. ¿Cómo osaba mostrarse divertido cuando ella estaba tan… poco divertida? Enojada. Y, maldición, sin aliento a causa de su proximidad. Se pegó aún más a la pared, aunque compensó su cobardía levantando un grado la barbilla.
Andrew tendió la mano, tomando la de ella en la suya, y el aliento de Catherine retrocedió en su garganta al notar el contacto de su piel con la de él. Detectó la aspereza de los callos y reparó en que nunca había sido tocada por unas manos tan… unas manos que no mostraban la suavidad de las de un caballero. Su propia mano parecía pálida, pequeña y frágil contra la bronceada fuerza de la de él, a pesar de que su tacto, aunque fuerte, era de una infinita suavidad. Vio, traspuesta, cómo él se llevaba su mano a los labios.
– No recuerdo haber visto jamás una capitulación elegante, lady Catherine. Anhelo presenciarla… si se presenta la ocasión. -Las palabras susurraron su mensaje sobre la piel de Catherine, paralizándola con un golpe de calor. Luego, con su mirada en la de ella, Andrew le dio un cálido beso en las yemas de los dedos.
«Oh, Dios.» La sensación de su boca al entrar en contacto con sus dedos le envió una descarga de placer en estado puro por el brazo. Antes de poder recuperar la respiración, Andrew bajó su mano y la soltó y ella apretó los labios para ocultar su desilusión.
Su contacto era… delicioso. Suave, aunque con una subterránea intensidad que la hizo sentir como si tuviera la falda del vestido prendida en llamas. Hacía mucho tiempo que un hombre no la tocaba. Aun así, no había sido consciente de que lo echaba tanto de menos hasta ese instante. Y jamás el contacto con ningún hombre había inspirado en ella semejante oleada de calor…
Se propinó una sacudida mental. Dios mío, debía poner fin a eso. Discretamente, se limpió los dedos en el vestido en un vano intento por borrar de su piel la provocativa sensación de los labios de Andrew.
– No puedo imaginar que situación semejante pueda llegar a darse, señor Stanton.
Andrew tuvo el arrojo de sonreír.
– La esperanza es lo último que se pierde, lady Catherine.
Bah. Sin duda, lo mejor que Catherine podía hacer era retirarse y desaparecer de su turbadora presencia.
– Si me disculpa, señor Stanton… -Se volvió y se dirigió hacia la puerta del establo-. Le veré a la hora de la cena.
En vez de limitarse a dejarla marchar, Andrew alargó la mano y le sostuvo abierta la puerta del establo. Decidida a no dejar que arruinara su perfecta salida, Catherine se deslizó entre la abertura como un barco a toda vela.
Al instante él estaba caminando a su lado.
– Ya he terminado de cepillar a Venus y, ya que hay algo de lo que me gustaría hablar con usted, estaría encantado de acompañarla de regreso a casa.
Catherine se mordió la cara interna de las mejillas. No tenía el menor deseo de discutir nada con ese fastidio de hombre.
Fastidioso. Al instante, Catherine se iluminó. Sí, era un hombre fastidioso. Irritante. No podía encontrar atractivo a un hombre así. No, por supuesto que no. Quizá debería entablar con él una conversación sobre la Guía y así no olvidar lo irritante y fastidioso que era. Para recordarse lo poco que tenían en común. Porque, al parecer, parecía olvidarlo constantemente.
Saliendo a paso rápido de los establos, emprendió apresuradamente el camino de regreso a la casa, decidida a poner en práctica su plan de retirada. Andrew no sólo caminó a su lado sin mayor dificultad, sino que parecía simplemente pasear al hacerlo.
– ¿Llegamos tarde? -preguntó.
– ¿Tarde?
– A juzgar por la velocidad de su paso, muy semejante al galope por cierto, me preguntaba si quizá llegábamos tarde a la cena.
– Me encanta caminar a paso rápido. Es, humm, muy bueno para la salud.
– Sin duda se siente usted mejor. ¿Le duele el brazo?
– Sólo un poco. ¿De qué quería hablar conmigo?
– ¿Cuándo tiene pensado contarle a Spencer lo ocurrido?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Me ha preguntado esta mañana si algo la había preocupado en Londres. Sin duda algo ha percibido en su comportamiento.
– ¿Qué le ha dicho?
– Que el viaje a Little Longstone la había agotado.
– Lo cual no deja de ser cierto.
– Sí, pero esa no es la verdad, y no me gusta no ser sincero con él. Quisiera saber cuándo piensa usted decírselo, puesto que no desearía mencionarle el incidente antes de que lo haga usted.
– Preferiría que no lo mencionara.
Catherine sintió, e ignoró, el peso de su mirada.
– No pretenderá decirme que no piensa contarle lo ocurrido.
– ¿Con qué fin? No haría más que preocuparle inútilmente.
– Pero ¿y si se entera por boca de alguien más? Su padre. O por Philip, a quien sin duda su padre ya habrá informado. O por Meredith.
Maldición, no le faltaba razón, y encima sobre algo que no era asunto suyo, lo que no hizo sino fastidiarla aún más.
– Reconozco que la noticia debería llegarle de mí… en caso de que decida comunicársela. Así pues, escribiré a mi padre y a Philip y les pediré que no mencionen el incidente.
– Comprendo del todo su preocupación por su hijo, un sentimiento sin duda admirable. Aun así, ¿no cree que Spencer preferiría la verdad… sobre todo puesto que puede tranquilizarle diciéndole que se recuperará del todo? Creo que no se merece menos. Un joven a las puertas de la hombría no suele ver con buenos ojos que lo traten a como un niño.
– ¿Cuándo se convirtió usted en un experto en niños, señor Stanton? ¿Y en mi hijo en particular?
– De hecho, no sé nada de niños, salvo que yo lo fui en su día.
– ¿Así que considera que es la voz de la experiencia la que habla?
– Sí, de hecho así es. A nadie le gusta que le mientan.
Catherine se detuvo en seco, giró sobre sus talones para encararse con él y le dedicó su mirada más glacial.
– Por muy agradecida que le esté por su consejo no requerido, realmente estoy convencida de que sé perfectamente cómo manejar esta situación. Spencer es mi hijo, señor Stanton. Usted apenas le conoce. Le he criado sola, y sin interferencia alguna, desde el día en que nació. Si decido contarle a Spencer lo ocurrido, lo haré a mi manera, cuando disfrutemos de un momento de calma juntos para así minimizar su preocupación.
Andrew guardó silencio durante varios segundos. Se quedó ahí de pie con la brisa despeinándole y la mirada clavada en ella de un modo que hizo que Catherine deseara retorcerse y quizá reconsiderar su comportamiento, aunque temió que no saldría demasiado bien parada si la sometía a un intenso escrutinio. Después de todo, ¿acaso no había estado viviendo una mentira durante los últimos meses en relación a la Guía femenina? Y cada vez era en mayor medida consciente de que había algo en ese hombre que afectaba su comportamiento de un modo que ella no alcanzaba a comprender. Y de que no estaba segura de que eso le gustara.
Por fin, Andrew inclinó la cabeza.
– Spencer ya estaba preocupado por usted. Y me molestó tener que evitar la cuestión con él. Recuerdo perfectamente lo difícil que me resultaban las cosas cuando tenía su edad. Spencer ya no es un niño, aunque tampoco se ha convertido en un adulto. A su edad, yo sabía que era más capaz de lo que creían los demás, y creo que eso es lo que le ocurre a Spencer. Sin embargo, le presento mis disculpas. No ha sido mi intención ofenderla.
– ¿Es cierto eso? ¿Supongo entonces que le parece un cumplido que le llamen mentiroso? -Catherine apartó a un lado su voz interior, que en ese momento le murmuraba «eres una mentirosa».
– No era mi intención referirme a usted en esos términos.
– ¿Cuál era entonces su intención?
– Simplemente animarla a que le contara lo ocurrido. Con la mayor prontitud.
– Muy bien, señor Stanton. Considéreme informada. -Arqueó entonces las cejas-. Y ahora, ¿hay algo más de lo que crea que debemos hablar?
Andrew soltó un suspiro y se pasó una mano por el pelo en un gesto de evidente frustración. Bien. ¿Por qué demonios tenía que ser ella la única desconcertada?
– Sólo que no estoy seguro de por qué otra conversación se ha convertido de nuevo en una discusión.
– No veo en ello ningún misterio, señor Stanton. Se debe a que es usted testarudo, irritante y sin duda molesto.
– Una afirmación comparable a oír al lago llamar «mojado» al océano, lady Catherine.
Catherine abrió la boca para responder, pero él le puso el dedo índice sobre los labios, cortándole de cuajo las palabras.
– Sin embargo -añadió Andrew con suavidad al tiempo que el calor de su dedo calentaba ya los labios de ella-, además de encontrarla testaruda, irritante y absolutamente molesta, es usted una mujer inteligente, hermosa y una maravillosa madre, por no mencionar la deliciosa compañía que encuentro en usted… al menos la mayor parte del tiempo.
Su dedo se apartó despacio de la boca de Catherine, que apretó los labios para evitar humedecerlos involuntariamente.
– Hasta la hora de la cena, lady Catherine. -Ofreciéndole una formal inclinación de cabeza, Andrew giró sobre sus talones y caminó hacia la casa, dejándola con la mirada fija en él, literalmente sin palabras.
En los labios de Catherine todavía hormigueaba la suave presión del dedo de Andrew, y, ahora que él no podía verla, sacó apenas la punta de la lengua para saborear el punto de calor.
Se sentía ultrajada. Absolutamente. ¿Quién era él para decirle cómo tratar a su hijo? ¿O para sugerir que la encontraba tan testaruda, irritante y absolutamente molesta como ella a él? ¿Y luego dar un giro en redondo y atreverse a llamarla inteligente, hermosa, madre maravillosa y deliciosa compañía… al menos la mayor parte del tiempo? Sin duda, era un canalla de primer orden. Un canalla que…
«Me considera hermosa.»
Un escalofrío de placer completamente inaceptable le bajó por la columna, y Catherine soltó esa clase de suspiro prolongado y femenino que creía haber dejado atrás para siempre. Levantó la mano para protegerse los ojos contra los últimos resquicios del sol poniente y clavó la mirada en el trasero en retirada de Andrew.
Y, maldición, qué trasero tan atractivo…
Lo vio subir los escalones de piedra que llevaban a la terraza y, cuando desapareció por los ventanales que conducían a la casa, Catherine despertó de su boquiabierto estupor y le siguió dentro a paso ligero. Sentía una imperiosa necesidad del efecto restaurador de una buena taza de té. Sin duda serían necesarias dos tazas de té para recomponer el revuelo que ahora revelaba su aspecto. Tres no escapaban al reino de la posibilidad.