Capítulo 18

Hay puntos sutiles y menos obvios en el cuerpo de todo hombre y de toda mujer que, al ser tocados, besados, acariciados y frotados provocan sensaciones intensas y placenteras. Por ejemplo, la zona lumbar. La nuca. Los lóbulos de la oreja. La cara interna de la muñeca y de los codos. Las pantorrillas. La parte interna de los muslos. La mujer moderna actual debería esforzarse por descubrir todos los puntos deliciosamente sensibles del cuerpo de su amante y asegurarse de que él descubra todos los suyos…


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


Andrew se dirigió a los manantiales, intentando desbrozar el nudoso problema que todavía parecía no tener solución. ¿Qué hacer con Catherine?

Naturalmente, sabía perfectamente lo que quería hacer, había dado pasos hacia ese fin en Londres, aunque todos sus instintos le advertían de que era demasiado pronto para declarar su amor y pedirle su mano. Por enésima vez maldijo los hados que le obligaban a marcharse al día siguiente. A pesar de que había hecho progresos obvios, no había tenido tiempo suficiente para ganarse su corazón. Para convencerla de que cambiara su opinión sobre el matrimonio. Para encontrar algún modo de contarle la verdad sobre su pasado. Rezar para que esa información no la volviera contra él. Necesitaba tiempo, algo que desgraciadamente no tenía.

También necesitaba paciencia, que cada vez le resultaba más difícil reunir. Había deseado a esa mujer, la había amado desde lo que se le antojaba una eternidad. Todo en su interior se revelaba contra la idea de tomarse meses y meses para cortejarla despacio. La deseaba de inmediato.

Temía que todo el terreno ganado hasta la fecha se perdiera al marcharse. Ella sólo deseaba una relación a corto plazo. Él sospechaba que en cuanto Catherine volviera a su rutina habitual, no estaría dispuesta a invitarle de nuevo a Little Longstone. Lo cierto es que una visita de esas características bien podía convertirse en fuente de habladurías. Una cosa era quedarse unos cuantos días tras haberla escoltado hasta su casa para que no tuviera que viajar desde Londres sola. Otra muy distinta era realizar viajes de regreso simplemente para visitarla.

Cuando se aproximaba ya a la última curva del sendero antes de llegar a los manantiales, el chasquido de una pequeña rama llamó su atención. Lo primero que pensó fue que se trataba de Catherine, pero a continuación percibió un leve olor a tabaco. Se tensó y se volvió apresuradamente, pero con un segundo de retraso. Algo se estrelló contra la parte posterior de su cabeza y su mundo se fundió en negro.


Catherine estaba de pie al borde de los manantiales, mirando el agua templada y suavemente burbujeante, esperando la llegada de Andrew. Se había envuelto en su propia resolución como en una armadura, atándose con fuerza el corazón para evitar cualquier riesgo de que éste escapara a sus confines. Durante años había estado satisfecha con su existencia solitaria, compartiendo su vida con Spencer, disfrutando de las aguas y de sus jardines y de su amistad con Genevieve. La presencia de Andrew amenazaba con invadir el puerto seguro que se había construido allí, removiendo todos esos sentimientos confusos, los anhelos y deseos que ella no albergaba. Necesitaba desesperadamente recuperar el equilibrio. Después de esa noche, así lo haría. Esa noche les pertenecía a ella y a Andrew. Al día siguiente cada uno seguiría su camino. Y así era como ella lo quería.

El sonido amortiguado de una pequeña rama al romperse la despertó de su ensueño y el corazón le dio un vuelco de pura anticipación. Segundos después, oyó lo que le pareció un golpe sordo seguido de un suave gemido, al que siguió un segundo golpe.

– ¿Andrew? -llamó con voz queda. Sólo le respondió el silencio. Se puso de puntillas y atisbó por encima del murete de piedra que dibujaba una curva alrededor de los manantiales, y miró hacia el sendero oscuro. Sólo pudo ver negras sombras, y, a pesar de quedarse escuchando varios segundos, no oyó nada salvo el crujido de las hojas en la suave brisa. ¿Habría imaginado aquel sonido? ¿O quizá Andrew había tropezado con una rama o con la raíz de un árbol en la oscuridad?

– ¿Andrew? -volvió a llamarle, esta vez elevando un poco la voz. Silencio. Maldijo el hecho de no haber llevado con ella una linterna, pero conocía tan bien el sendero que conducía a los manantiales que podía recorrerlo con los ojos cerrados. Además, no había querido arriesgarse a que nadie viera la luz desde la casa. ¿Andrew habría también intentado evitar ser descubierto y habría resultado herido como consecuencia de ello?

Catherine salió de detrás de las rocas y caminó apresuradamente por el sendero. En cuanto dobló la curva vio el cuerpo estirado boca abajo en el suelo.

– ¡Andrew! -Con el corazón en la boca, corrió hacia él, rezando para que no estuviera malherido. Justo en el momento en que llegó hasta él, se vio sujetada brutalmente desde atrás. Un fuerte brazo la agarró por debajo del pecho, aprisionándole los brazos a los costados, y tiró de ella hacia atrás, levantándola del suelo. Catherine logró chillar una vez antes de que su agresor le tapara la boca con la otra mano.

Catherine pateó y se revolvió con fiereza, pero no tardó en resultarle obvio que nada podía hacer contra la fuerza superior de ese hombre. El hombre medio la arrastraba y medio cargaba con ella hacia los manantiales. Alejándola de Andrew.

Andrew. Dios mío. Debía de haber sido víctima de aquel rufián. ¿Seguiría vivo? Redobló sus frenéticos esfuerzos, retorciéndose, pateando, aunque en vano mientras era arrastrada, cada vez más cerca del agua.


Unos sonidos lejanos que se elevaban y se desvanecían como una fuerte marea se colaban entre la densa niebla que cubría la mente de Andrew. Un espantoso dolor le palpitaba tras los ojos y, con un esfuerzo hercúleo, logró abrir los párpados. Parpadeó y miró… ¿el cielo oscuro?

Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para empujarse hasta lograr sentarse, esfuerzo que le obligó a cerrar los ojos para contener la náusea y los agudos alfilerazos que radiaban desde su cabeza. Respiró hondo varias veces, intentando asimilar lo ocurrido y comprender por qué demonios le dolía tanto la cabeza. Iba de camino a los manantiales. A encontrarse con Catherine. Un ruido a su espalda. Luego… alguien atacándole desde atrás. Se le abrieron los ojos de golpe. Catherine.

Un sonido rasposo, seguido de un gruñido amortiguado, procedente de la zona cercana a los manantiales, captó su atención y Andrew se obligó a levantarse. Dio unos cuantos pasos a trompicones y tuvo que pegar la palma de la mano contra el tronco de un árbol durante varios segundos hasta que hubo pasado el mareo y recuperó el equilibrio. En cuanto se le aclaró la vista, se movió silenciosamente por el sendero. Al rodear la curva, el espectáculo con el que se encontró paralizó todas y cada una de sus entrañas: la respiración, la sangre, el corazón.

Catherine, quien se debatía con todas sus fuerzas, era arrastrada tras las altas rocas que rodeaban los manantiales por una figura vestida de oscuro. Desaparecieron de su vista y Andrew echó a correr hacia delante. Cuando apenas había dado media docena de pasos, oyó gritar a Catherine. Su chillido quedó silenciado por un fuerte chapoteo.

Con la sangre latiéndole en los oídos, Andrew corrió hacia el lugar de donde procedía el ruido. Rodeó las rocas y al instante evaluó la situación. El bastardo miraba las burbujeantes aguas del manantial. Sin duda había empujado a Catherine al agua, pues no se la veía por ninguna parte. Y no había asomado a la superficie…

Con un rugido de rabia, Andrew cogió al hombre por el cuello de la camisa y lo levantó del suelo. Las miradas de ambos se encontraron y una sacudida de reconocimiento recorrió a Andrew de la cabeza a los pies.

– Es usted, bastardo -gruñó. Su puño destelló, estampándose contra la nariz del hombre. Luego lo lanzó de espaldas contra las rocas. El cuerpo del hombre colisionó con un golpe sordo. Cayó entonces al suelo con un gemido y la cara cubierta de sangre.

Andrew no esperó a ver al bastardo dar contra el suelo. Saltó al burbujeante manantial. El agua tibia se cerró sobre su cabeza y luchó contra el pánico que se adueñó de él, atornillándole entre sus garras. Sus pies dieron contra algo duro y desde allí se impulsó hacia arriba. Su cabeza quebró la superficie e inspiró aire entre jadeos al tiempo que sus pies se aposentaban en el fondo y el agua tibia se arremolinaba alrededor de su pecho.

Se adentró vadeando en el estanque, agitando las manos dentro del agua y escudriñando frenético la superficie. A un par de metros por delante de él vislumbró lo que parecía un trozo de material oscuro. Se lanzó a cogerlo y tiró de él.

Era Catherine. Su vestido. Tiró de ella hacia arriba, sacándole la cabeza del agua. Catherine quedó colgando como un trapo mojado entre sus brazos.

– Catherine. -Su voz sonó como un afilado chirrido. Acunándola con un brazo, con el agua arremolinándose alrededor de los dos, le apartó el pelo mojado del rostro. Sus dedos percibieron un bulto justo encima de su oreja y se le tensó la mandíbula. Debía de haberse golpeado la cabeza cuando aquel bastardo la había tirado al agua.

– Catherine… por favor, Dios mío… -La sacudió suavemente y le dio firmes palmadas en las mejillas, apremiándola para que respirara, incapaz él mismo de respirar mientras miraba su rostro pálido, mojado e inmóvil. La atrajo más hacia él, apretándola contra su cuerpo, susurrando su nombre, suplicándole que respirara. Que abriera los ojos.

De pronto ella tosió. Volvió a toser. Y entonces jadeó, intentando tomar aliento.

– Así -dijo Andrew, dándole fuertes palmadas entre los omóplatos. Tras varias toses ahogadas más, sus párpados revolotearon hasta abrirse del todo y lo miró con una expresión confusa. Pestañeó y levantó una temblorosa mano mojada a su mejilla.

– Andrew.

Aquel ronco susurro fue el sonido más hermoso que él había oído en su vida.

– Estoy aquí, Catherine.

– Estabas herido. Pero estás bien.

Sin duda no lo estaba. En una décima de segundo había estado a punto de perder todo lo que le importaba en la vida.

El temor asomó a los ojos de Catherine, que se encogió en sus brazos.

– Hay un hombre, Andrew. Me cogió, y debe de haberte herido.

– Lo sé. Es…

La mirada de Andrew quedó congelada en el lugar vacío donde había visto por última vez al agresor deslizarse al suelo contra el murete de roca. En su desesperado intento por salvar a Catherine se había olvidado por un instante del bastardo. Era evidente que sólo lo había aturdido. Rápidamente barrió la zona con la mirada, pero no vio nada.

– Se ha ido. -Sujetando bien a Catherine contra su pecho, vadeó hasta el borde del manantial y la dejó con sumo cuidado en el suave bordillo de roca. Catherine ya se había puesto de pie cuando Andrew salió del agua.

– ¿Puedes andar? -preguntó Andrew, alternando su vigilante mirada entre el rostro de ella y las inmediaciones.

– Sí.

Sacó el cuchillo que llevaba en la bota, maldiciéndose por no habérselo clavado al bastardo cuando había tenido ocasión, pero todos sus pensamientos se habían concentrado en llegar a Catherine antes de que fuera demasiado tarde. Y a punto había estado de serlo.

– Le he herido -le susurró Andrew al oído-, aunque obviamente no lo suficiente. Espero que esté por ahí lamiéndose las heridas y que no vuelva a intentarlo esta noche, pero no puedo estar seguro de ello. Volveremos lo más deprisa y lo más silenciosamente posible a casa. No me sueltes la mano.

Catherine asintió. Con el cuchillo en una mano y agarrando con firmeza la mano mojada de Catherine con la otra, echaron a andar por el oscuro sendero. Veinte minutos más tarde, llegaron a la casa sin sufrir ningún otro incidente.

Tras cerrar con llave la puerta al entrar, Andrew encendió una lámpara de aceite y se tomó un momento para examinar el bulto que Catherine tenía en la cabeza. Catherine se estremeció cuando los dedos de él palparon el punto sensible de la herida, pero enseguida le tranquilizó.

– Estoy bien.

– De acuerdo. Quiero registrar y asegurar bien la casa. -Encendió otra lámpara y se la dio a ella-. No te apartes de mi lado. -No estaba dispuesto a perderla de vista.

– Quiero ir a ver si Spencer está bien -dijo Catherine con los ojos colmados de angustia.

– Bien, eso es lo primero -concedió Andrew, empezando a subir las escaleras.

Después de asegurarse de que Spencer estaba a salvo, susurró:

– Quédate aquí con él. Quiero echar un vistazo al resto de habitaciones. Cierra la puerta con llave cuando yo salga y sólo ábreme a mí. -Sacó entonces el cuchillo-. Coge esto.

Catherine abrió los ojos como platos y tragó saliva audiblemente. Pero aceptó el arma con expresión decidida en su mirada.

– Ten cuidado -susurró.

Andrew asintió y luego salió de la habitación. En cuanto oyó el chasquido de la puerta al cerrarse a su espalda, se dirigió a su habitación. Cuando se hubo asegurado de que nadie acechaba en su dormitorio, sacó la pistola y otro cuchillo de la funda de cuero que guardaba en el fondo del armario.

– Ahora estoy preparado para enfrentarme a ti, maldito. -Docenas de preguntas zumbaban en su cabeza, la más persistente de las cuales era «¿Por qué?», aunque las respuestas tendrían que esperar.

Se metió el cuchillo en la bota, cogió la lámpara de aceite con una mano, acomodó el reconfortante peso de su pistola en la otra, y salió a registrar y a asegurar la casa.


Catherine se quedó en la habitación de Spencer, agarrada al cuchillo, aguzando el oído ante cualquier sonido extraño y sin apartar la mirada en ningún momento del rostro de su hijo, que quedaba suavemente iluminado por la lámpara de aceite que había colocado en su escritorio. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo como una incómoda segunda piel, y apretó los labios con fuerza para impedir que le castañetearan los dientes. No estaba segura de si los escalofríos que la recorrían eran más el resultado de estar aterida o de la conmoción provocada por el susto de esa noche.

Spencer se movió en la cama, soltó un pequeño suspiro, volvió a relajarse y Catherine cerró con fuerza los ojos. Había creído que el peligro había pasado, estaba convencida de que el disparo del que había sido víctima en Londres fue un accidente fortuito, en absoluto relacionado con la Guía ni con Charles Brightmore, pero obviamente se equivocaba. Dios santo, ¿qué había hecho? La culpa y la autorrecriminación le ataron un nudo corredizo al cuello, estrangulándola. Andrew podía fácilmente haber sido asesinado. Ella podría haberse ahogado. Y sólo Dios sabía qué clase de amenaza habían forjado sus actos sobre su familia.

Mantuvo su silenciosa vigilia mientras el corazón se le aceleraba con cada crujido de la casa, rezando por la seguridad de Andrew. Cuando por fin oyó que llamaban con suavidad a la puerta, las rodillas le temblaron de puro alivio.

– Catherine, soy yo -se oyó la voz queda de Andrew desde el pasillo.

Sosteniendo en alto la lámpara de aceite, abrió la puerta, totalmente convencida de no haberse sentido más aliviada de ver a alguien en toda su vida. Andrew le indicó que se uniera a él en el pasillo. En cuanto lo hizo, cerró con cuidado la puerta de la habitación de Spencer, luego la llevó en silencio directamente a la habitación de Catherine. Cuando la puerta se cerró tras ellos y se vieron al amparo de la intimidad, Andrew dejó las lámparas de ambos sobre la repisa de mármol que coronaba la chimenea y la estrechó entre sus brazos.

Catherine deslizó sus brazos alrededor de la cintura de él y apoyó la cabeza sobre su pecho, absorbiendo los intensos y acelerados latidos de su corazón contra su mejilla.

– La casa no corre peligro -dijo Andrew con suavidad, cálidas palabras contra las sienes de ella-. Está libre de intrusos. He cerrado bien todas las puertas y ventanas. He despertado a Milton, le he informado de lo ocurrido y le he dado instrucciones de que informe a su vez al resto del servicio por la mañana. -Se inclinó hacia atrás y con el dedo alzó la barbilla de Catherine-. Sé quién ha hecho esto, Catherine. Le he visto. Le he reconocido. Y te juro que lo encontraré.

– ¿Quién es?

– Un hombre llamado Sydney Carmichael.

Catherine frunció el ceño.

– Estuvo presente en la fiesta de cumpleaños de mi padre y en la velada celebrada por el duque.

– Sí. Es, o mejor dicho, era uno de los potenciales inversores del museo. Hablé ayer mismo con él en Londres. -Un profundo ceño le arrugó la frente-. A pesar de la oscuridad, sé que era él. Lo que no entiendo es por qué haría algo así. Ni siquiera había donado fondos para el museo, de modo que no puede lamentar la pérdida de una sola libra.

A Catherine el estómago le dio un vuelco. Lamentaba tener que decírselo, pero no tenía elección. Inspiró hondo y dijo:

– Temo que yo sí sé por qué, Andrew.

La mirada de él se aguzó, pero en vez de exigir una explicación inmediata, dijo:

– Estoy ansioso por saber lo que piensas, pero antes tenemos que ponerte ropa seca para que no enfermes. Date la vuelta.

Por primera vez, Catherine reparó en que él se había cambiado de ropa y se había puesto una camisa de lino y unos pantalones limpios. Se volvió y sintió cómo él le desabrochaba hábilmente la fila de botones de la espalda del vestido. Después de que él la ayudara a quitarse el vestido y la ropa interior mojados, Catherine se hizo con un camisón, un salto de cama y unas zapatillas. Mientras Andrew colocaba su ropa mojada en el respaldo de un sillón de orejas y avivaba el fuego, que para entonces apenas ardía en la chimenea, ella se vistió rápidamente.

Tras anudarse el salto de cama a la cintura, Catherine se encaminó a la chimenea, donde se tomó un instante para dejar que las llamas terminaran de liberarla de los últimos escalofríos. Cuando entró en calor, se volvió hacia Andrew. El fuego envolvía la estancia en un parpadeante halo dorado, tiñendo los rasgos de Andrew de contrastados marcos de sombra y de luz. Tenía los ojos serios y preñados de preguntas mientras la observaban, aunque no decía nada, esperando pacientemente a que ella hablara.

Juntando las nerviosas manos a la altura de la cintura, Catherine dijo:

– No estoy segura de cómo decirte esto, como no sea decírtelo tal como es. Sabes bien que hay mucha gente que se ha sentido airada por la Guía femenina y que existe un gran interés por el autor.

– Sí.

– Y que se han emitido amenazas contra la vida de Charles Brightmore.

Andrew entrecerró los ojos.

– ¿Amenazas contra su vida? ¿Y tú cómo lo sabes?

– Oí hablar a lord Markingworth, a lord Whitly y a lord Carweather durante la fiesta de cumpleaños de mi padre. Dijeron que querían ver muerto a Charles Brightmore y también les oí mencionar a un investigador al que habían contratado para dar con él. Ahora veo con claridad que el tal señor Carmichael es el hombre al que contrataron, y esta noche a punto ha estado de llevar a buen puerto su misión. Una vez más. -La mirada de Catherine se clavó en la de él-. Yo soy Charles Brightmore, Andrew. Fui yo quien escribió la Guía y quien la publicó bajo seudónimo.

De todas las reacciones que hubiera podido esperar, ninguna se acercaba a esa… calma inmutable.

– Debo decir que no pareces muy sorprendido.

– Confieso que no lo estoy, puesto que albergaba mis sospechas. El lapsus verbal que tuviste la otra noche me puso en sobreaviso. Esta mañana he visitado a lord Bayer antes de salir de Londres.

– ¿A mi editor? -preguntó Catherine, perpleja-. Pero sin duda no me habrá identificado como Charles Brightmore.

– No. Yo sabía que no lo haría y tampoco deseaba pillarme los dedos preguntándoselo directamente. Sin embargo, cuando mencioné casualmente tu nombre durante nuestra conversación, el señor Bayer se tiñó de un interesante tono rosáceo. Y cuando mencioné otro nombre, se sonrojó definitivamente.

– ¿Otro nombre?

– Sin duda no escribiste la Guía tú sola. A juzgar por la gran cantidad de «primeras veces» que hemos compartido, era tarea imposible. Alguien más estaba implicado… y mis sospechas recaían en tu amiga, la señora Ralston.

Dios santo. Aquel hombre era demasiado listo. Un rasgo admirable, aunque en ese caso en particular también alarmante.

– Puesto que tanto el señor Carmichael como tú habéis sido capaces de desvelar la verdadera identidad de Charles Brightmore, es sólo cuestión de tiempo que alguien más lo descubra y que todo Londres se entere.

– No sabría decirte si Carmichael estaba investigando por cuenta propia o ajena, pero sin duda no es él el hombre contratado por lord Markingworth, Whitly y Carweather.

– ¿Y qué te hace pensar eso?

– Porque yo soy el hombre al que contrataron.

Catherine sintió literalmente que la sangre le abandonaba la cara y de pronto se acordó de por qué nunca le habían gustado las sorpresas. Precisamente porque eran tan condenadamente… sorprendentes. De haber podido, se habría reído de la ironía.

Se aclaró la garganta para localizar su voz.

– Bien, en ese caso mi confesión no ha hecho sino facilitar tu misión.

Andrew arqueó las cejas.

– De hecho, me coloca en una posición muy incómoda. Tenía muchas ganas de hacerme con la recompensa que me habían ofrecido.

– ¿Recompensa? ¿Cuánto?

– Quinientas libras.

Catherine se quedó boquiabierta.

– Pero eso es una fortuna.

– Lo sé. -Andrew se pasó las manos por la cara y soltó un prolongado suspiro-. Tenía planes para ese dinero. -Antes de que ella pudiera preguntar qué clase de planes, él prosiguió-: Naturalmente, no debes temer que revele tu identidad.

– Gracias, aunque creo que tu silencio es en vano, pues es obvio que el señor Carmichael también sabe la verdad.

La mandíbula de Andrew se tensó.

– Si sabe lo tuyo, también es muy posible que esté al corriente de la implicación de la señora Ralston.

Catherine se llevó las manos a las mejillas al tiempo que la culpa la abofeteaba.

– ¿Cómo no he pensado en eso antes? Genevieve también corre peligro. Debemos avisarla.

– Estoy de acuerdo. Pero no voy a permitir que salgas de aquí, y yo no voy a dejarte. Milton puede informarla de los acontecimientos de esta noche y avisarla, a ella y a su servicio, para que estén en guardia. Puede llevarse con él a un criado y a Fritzborne para que le sirvan de protección. -Le apretó la mano-. Estaré aquí en unos minutos. Caliéntate delante del fuego, y…

– No abras la puerta hasta mi regreso -añadió Catherine, terminando la frase por él con una débil sonrisa.

Andrew regresó diez minutos más tarde y dijo:

– Están de camino hacia la casa de la señora Ralston.

El alivio logró disminuir un poco la ansiedad de Catherine.

– Gracias.

– De nada. Y ahora, volvamos a tu implicación en la Guía. ¿Debo entender que el libro fue idea de la señora Ralston?

Catherine asintió.

– Me dijo que quería escribir un libro, pero que el paralizante dolor que sufre en las manos le impedía hacerlo. Me ofrecí a ser sus manos.

Incapaz de permanecer quieta por más tiempo, empezó a caminar de un lado a otro delante de él.

– Resultó muy estimulante escribir las palabras que Genevieve me dictó e implicarme en el proyecto. Hacía años que nadie, aparte de Spencer, me necesitaba, y disfruté lo indecible sintiéndome útil. Y, en cuanto al contenido, lo encontré fascinante. Estimulante. Y demasiado familiar. Para mí supuso una gran satisfacción saber que estaba ayudando a dar a las mujeres una información que yo hubiera deseado conocer antes de casarme. Y confieso que me produjo un perverso placer la idea de escandalizar a todos esos hipócritas. Disfrutaba con la idea de infligir anónimamente un castigo por el modo cruel con el que tanta gente había tratado a Spencer.

Guardó silencio y giró sobre sus talones para mirarle directamente.

– ¿Sabes acaso lo que aquellos a los que consideraba mis amigos susurraban a mi espalda cuando nació Spencer? ¿Lo que mi propio esposo me dijo a la cara? -Sus manos se cerraron en dos tensos puños-. Que no había esperanza para él. Que su deformidad era espantosa, y que sin duda su cerebro estaría tan deforme como su pie. Que no merecía heredar el título. Que habría sido mejor que hubiera muerto. -La voz se le quebró al pronunciar la última palabra. Ni siquiera se dio cuenta de que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas hasta que una gota le cayó en la mano.

Andrew se acercó a ella y acunó su rostro entre sus palmas, enjugándole las mejillas mojadas con los pulgares.

– No sabes cuánto siento que Spencer y tú hayáis tenido que soportar una crueldad tan innombrable como esa.

– Lo único que yo veía era mi dulce y hermosa criatura -susurró Catherine-, con los ojos llenos de un dolor que nada tenía que ver con su enfermedad cada vez que algún miembro «distinguido» de la sociedad le rechazaba.

Inspiró hondo, estremeciéndose.

– Pero nunca, ni en mis más enloquecidas imaginaciones, se me ocurrió que, al escribir la Guía, me estaría poniendo, no sólo a mí sino también a mi hijo, en peligro. -Levantó su mano vacilante y se la llevó a la cara-. Y a ti, Andrew. Obviamente, el señor Carmichael deseaba esta noche hacerme daño. Cuando te has interpuesto en su camino, te ha atacado a ti. Podría haberte matado.

Andrew volvió la cabeza para depositar un fervoroso beso en la palma de su mano.

– Tengo la cabeza muy dura. Y es evidente que también Carmichael. Creía que había terminado con él.

– Carmichael -repitió ella, frunciendo el ceño-. ¿Acaso no es él el hombre que identificó a la persona que me disparó?

– Sí. Una pequeña coincidencia. Y no creo demasiado en las coincidencias. A juzgar por cómo nos ha atacado esta noche, estoy seguro de que Carmichael tiene algo que ver con el disparo. A fin de desviar las sospechas que pudieran apuntar hacia él, afirmó ser testigo e identificó a otra persona como el autor del disparo. El hombre que fue arrestado no ha dejado de clamar su inocencia.

Catherine sintió un escalofrío. Se apartó de Andrew y se envolvió entre sus propios brazos.

– No puedo creer que la Guía, por muy escandalosa que sea, lleve a nadie al asesinato. Me has salvado la vida.

– No sabes cuánto me alivia saber que haya salido así. Podría perfectamente habernos matado a los dos.

– ¿A qué te refieres?

– Si el agua del manantial hubiera sido un poco más profunda, me temo que las cosas no habrían salido tan bien. Yo… no sé nadar.

Catherine le miró fijamente.

– ¿Cómo dices?

– Que no sé nadar. No sé dar una sola brazada. Spencer se ofreció a enseñarme. Durante una lección, invertimos casi todo el tiempo en convencerme simplemente para que me quedara de pie en el agua. -Guardó silencio durante unos segundos y luego añadió en voz baja-: Mi padre murió ahogado. Siempre me ha dado miedo el agua.

La zona que rodeaba el corazón de Catherine se contrajo para volver a expandirse.

– Aún así, no dudaste en ningún momento en tirarte al agua para salvarme.

Andrew tendió los brazos y la cogió con suavidad de los hombros.

– Mi querida Catherine, ¿acaso todavía no te has dado cuenta de que por ti sería capaz de caminar sobre el fuego?

Se le inflamó la garganta. Sí, claro que sí. Estaba todo ahí, en sus ojos, las emociones de Andrew desnudas para que ella pudiera verlas. Emociones para las que no estaba preparada. Emociones que la asustaban. Que la aterraban.

– Yo no… no sé qué decir -murmuró.

– No tienes que decir nada. Sólo escucha. -Y tomándola de la mano fueron hasta el sofá, donde se sentó e hizo que ella se sentara a su lado-. Tengo algo que decirte, Catherine. Algo que llevo viviendo en agónico silencio, pero que, después de haber estado a punto de perderte esta noche, ya no puedo callar más.

Catherine se quedó paralizada. Dios santo, ¿acaso iba a decirle que la amaba? O peor aún, ¿pedirle que se casara con él?

– Andrew, yo…

– Es sobre mi pasado.

Catherine parpadeó.

– Ah.

Un músculo palpitó en la mandíbula de Andrew y sus ojos, normalmente firmes, reflejaron tal tormento y tal dolor que a Catherine se le encogió el corazón de pura compasión.

– Sin duda, lo que deseas decirme te resulta muy difícil, Andrew. -Puso la mano sobre la de él en lo que esperó fuera un gesto tranquilizador-. Por favor, no te aflijas. No tienes por qué contármelo.

La mirada de Andrew se posó en la mano de ella que estaba sobre la suya. Tras varios segundos, sacudió la cabeza y se levantó para quedarse de pie delante de ella.

– Desearía de todo corazón que no fuera necesario, pero tienes derecho a saberlo. Necesito que lo sepas.

Pareció darse ánimos antes de seguir y a continuación la miró directamente a los ojos.

– Cuando, hace once años, me fui de Norteamérica, lo hice porque había cometido un crimen. Me escapé del país para evitar que me colgaran.

– ¿Qué te colgaran? -repitió Catherine débilmente-. ¿Qué habías hecho?

La mirada de Andrew no titubeó.

– Maté a un hombre.

Si Catherine no hubiera oído las palabras de su boca, habría sospechado que padecía del oído. Se humedeció los labios repentinamente secos.

– ¿Fue un accidente?

– No. Le disparé deliberadamente.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué harías algo así?

– Porque mató a mi esposa.

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