Puesto que los hombres tienden a ser criaturas olvidadizas, la mujer moderna actual debe dejar una indeleble impresión en la mente de su caballero de modo que él nunca llegue a apartarla totalmente de sus pensamientos. La forma más efectiva de conseguirlo es decir o hacer algo que resulte deliciosamente travieso… de forma muy discreta, para que sólo él repare en ello. Si un hombre cree que existe un encuentro sexual en su futuro inmediato, su atención no se alejará demasiado.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
A la mañana siguiente Andrew se preparó para salir de su habitación con una sola cosa en la cabeza: Catherine. Tras un último y prolongado beso, la había dejado a regañadientes en su habitación cuatro horas antes. Para ser más exactos, cuatro horas y once minutos, y no es que llevara la cuenta.
Muy bien, sí, llevaba la cuenta. Y esas cuatro horas y once minutos se le antojaban cuatro años. Necesitaba tocarla. Besarla. Estrecharla entre sus brazos para confirmar el milagro de la noche anterior. Hacerle el amor había sido una revelación. En sus sueños, la había tocado y amado innumerables veces, pero nada le había preparado para la realidad de sentirla debajo de él, mirándole con los ojos velados de deseo. Su cuerpo uniéndose al de ella mientras expresaba en silencio todas las emociones que había mantenido bloqueadas durante tanto tiempo. Todas las cosas que no podía decir… todavía.
Salió de su habitación y avanzó a paso firme por el pasillo, empujado por la impaciencia. Cuando mirara a Catherine a los ojos esa mañana, ¿vería en ellos reflejada toda la magia que habían compartido? ¿El deseo de experimentar más de lo mismo? ¿O habría pasado Catherine las últimas cuatro horas y ya once minutos decidiendo que la noche pasada era suficiente?
Apretó los labios. Si ella había decidido que era suficiente, tendría que cambiar de condenada opinión. Era suya. Y Andrew estaba firmemente decidido a poseerla.
Cuando giró la esquina, alcanzó a ver a Milton acercándose a lo alto de las escaleras.
– Señor Stanton -dijo el mayordomo con sus precisos tonos de voz-. En este momento me dirigía a su habitación. Ha llegado esto para usted. -Le presentó una pequeña bandeja de plata que contenía una nota sellada.
Andrew tomó la misiva. Se le tensó el estómago cuando reparó en su nombre garabateado con la irregular letra de Simon Wentworth. Dudaba de que el secretario que compartía con Philip le escribiera para darle buenas noticias.
– ¿Ha dicho algo el mensajero?
– Sólo que la nota era para usted y que no requería respuesta. Ya se ha marchado.
– Entiendo. ¿Están en casa lady Catherine y Spencer?
– El señorito Spencer está de camino al lago a tomar las aguas. Lady Catherine ha pedido que le suban el desayuno a su habitación. El suyo está servido en el comedor, señor.
– Gracias. Primero tengo que leer esta nota. Bajaré enseguida.
Milton inclinó la cabeza y a continuación bajó las escaleras mientras Andrew regresaba a su habitación. Después de cerrar la puerta a su espalda, rompió el sello de cera y rápidamente leyó las palabras de la misiva.
Señor Stanton:
Le escribo para informarle de que alguien entró al museo anoche y lamento tener que comunicarle que las instalaciones se han visto seriamente perjudicadas. El juez cree que cuando el ladrón -o los ladrones- se dieron cuenta de que no había ningún objeto en el museo, fue presa de la rabia e infligió todo el daño que pudo a las instalaciones. Atacó con un hacha el suelo y las paredes y todas las ventanas recién instaladas están rotas. El juez no tiene muchas esperanzas de que el rufián sea apresado, a menos que aparezca algún testigo que pueda aportar alguna información. Pondré a los obreros a trabajar para que reparen los daños, de modo que no necesita preocuparse de eso, pero no tengo ninguna experiencia con el manejo de los inversores y me temo que sus reacciones son ya, como poco, desfavorables. Lord Borthrasher y lord Kingsly han estado haciendo sus propias pesquisas, así como la señora Warrenfield y el señor Carmichael. Por tanto, creo que lo mejor sería que regresara a Londres lo antes posible. Mientras tanto, intentaré contratar a más obreros. Siguiendo las instrucciones que me dio antes de que abandonara Londres, no he escrito a lord Greybourne para informarle de nada relacionado con el museo.
Afectuosamente,
Simon Wentworth
Andrew dejó escapar un largo suspiro y se mesó los cabellos. Su mente proyectó el brillante suelo de tarima y las paredes profusamente revestidas con paneles de madera del museo. Y todas aquellas hermosas ventanas de cristal viselado… ¡Maldición! Todo ese trabajo destruido. Se sintió presa de la náusea. Y doblemente, ante la idea de dejar a Catherine, sobre todo en ese momento. Pero no tenía elección. Y debía decírselo. Se metió la nota en el bolsillo del chaleco y salió en silencio de su habitación.
Con la piel todavía hormigueante tras un baño caliente, Catherine miró por la ventana de su habitación el suave resplandor del sol de la mañana reflejando destellos de plata en la hierba cubierta de rocío. Su mirada deambuló libremente hacia el jardín… hacia el sendero que Andrew y ella habían recorrido la noche anterior.
Sus ojos se cerraron. Por su mente destellaron vividas imágenes de cómo habían pasado las horas hasta poco antes del amanecer… explorándose íntima y mutuamente los cuerpos. Compartiendo el vino, el pan y el queso. Andrew dándole de comer las fresas. Riendo. Tocándose. Volviendo a hacer el amor, despacio, saboreando cada caricia. Cada mirada. Cada beso. Cada embestida de su cuerpo dentro del suyo.
A pesar de todas las veces que Catherine había imaginado lo que sería estar con un amante, de toda la curiosidad que la Guía había despertado en su mente, nunca, ni una sola vez, había imaginado nada semejante a lo vivido la noche anterior. Siempre había creído que la imaginación podía conjurar escenarios que la realidad jamás llegaba a igualar.
¡Qué equivocada había estado al creer algo así!
La imaginación no podía experimentar la maravilla de los labios y las manos de Andrew adorándola, quemándolo todo, cualquier pensamiento, excepto él. Sentir sus pechos aplastados contra su cálido pecho desnudo de hombre. El olor almizcleño del acto amatorio envolviéndolos en la luz dorada y en el aire quieto del belvedere. La textura de su piel firme bajo las yemas de sus dedos. Y el placer de mirarle…
Dejó escapar un largo y femenino suspiro. Dios santo, el placer de mirarle… su cuerpo fuerte y musculoso brillando en la parpadeante luz, totalmente excitado. Para ella. Por ella. Sus ojos negros de deseo. Ardientes de deseo. Colmados de un ardor totalmente ligado con la suavidad de sus caricias. La expresión embelesada de Andrew al excitarla más allá de lo humanamente soportable. Y luego la sensual y saciada languidez resplandeciendo en esos ojos en los instantes posteriores a la pasión. Su rápida sonrisa. Su preciosa sonrisa. Y aun así, detrás de su humor, aquel enfervorizador calor destellando justo debajo de su superficie.
Desgraciadamente, Catherine sospechaba que sentía algo más que un simple calor enfebrecido por Andrew. Y eso era inaceptable. Inquietante. Y, sobre todo, aterrador.
No podía ni debía permitirse olvidar que eso era temporal. Conocía a la perfección el mal de amores implícito en una relación permanente. Y a menos que olvidara…
Cruzó la estancia hasta su armario y se arrodilló para coger un pequeño joyero de caoba que conservaba escondido en el rincón trasero bajo unas mantas. Abrió la tapa y sacó el anillo que guardaba dentro. Se levantó y miró fijamente el anillo de boda de diamantes que tenía en la palma de la mano. Cinco kilates de perfecta brillantez, rodeados de una docena de piedras más pequeñas, todas de idéntica perfección. Un anillo que la mayoría de las mujeres codiciarían. Desgraciadamente, Catherine no era como las demás mujeres. Había conservado aquel doloroso recuerdo del pasado para no olvidar jamás el vacío que resultaba de todas sus promesas. Una mirada a la joya era un recordatorio forzoso de que no debía ni podía permitir que una noche de pasión perturbara su sentido común. Independientemente de lo que fueran esos… sentimientos hacia Andrew, tenía que dejarlos a un lado. Olvidarlos. Disfrutarían de unos días más juntos y luego cada uno seguiría su camino, conservando ambos maravillosos recuerdos, pero nada más.
Satisfecha en cuanto se aseguró de haber colocado todo en su justa perspectiva, estaba a punto de volver a poner en su sitio el joyero cuando oyó que alguien llamaba con suavidad a su puerta. Se metió el anillo en el bolsillo y, preguntándose si Mary habría olvidado algo cuando le había subido el desayuno, dijo:
– Pase.
Se abrió la puerta y Andrew apareció en el umbral. Limpio y recién afeitado, con el pelo pulcramente peinado, sus pantalones de gamuza y su chaqueta azul marino acentuando sus atractivos rasgos morenos, la corbata perfectamente anudada y las botas lustrosas como espejos. Lo vio alto y fornido, masculino y atractivo y, con los ojos clavados en ella, quizá un poco rapaz y peligroso. El corazón le dio un vuelco y sintió hormiguear de pura alerta cada una de sus terminaciones nerviosas.
La mirada de Andrew descendió por su cuerpo, provocando en Catherine una mayor conciencia de que no llevaba puesto nada bajo la bata de satén ligeramente anudada alrededor de la cintura. Le tembló la piel de anticipación bajo la mirada pausada de él. Cuando por fin los ojos de ambos volvieron a encontrarse, Andrew echó la mano hacia atrás y cerró la puerta. El silencioso chasquido reverberó en su cabeza e intentó desesperadamente recordar el sabio consejo de la Guía sobre cómo saludar al amante tras pasar una noche desnuda en sus brazos. Su sentido común le gritó que él no debería estar allí, que no le quería allí. Su dormitorio era su santuario. Su refugio. El de ella. Desgraciadamente, los ensordecedores latidos de su corazón ahogaron su sentido común.
Andrew caminó despacio hacia ella con todo el aspecto de un lustroso gato salvaje acechando a su presa, y el ritmo del corazón de Catherine se duplicó al ver el voraz destello que iluminaba sus ojos. Viéndose de pronto incapaz de cualquier movimiento o discurso, esperó a que él se detuviera, a que sonriera, a que dijera buenos días, pero él no hizo nada de eso. Por el contrario, avanzó directamente hacia Catherine, la estrechó sin mediar palabra entre sus brazos y bajó la boca hasta la de ella.
«Oh, Dios», fue su último pensamiento coherente mientras se limitaba a entregarse a la exigencia de aquel beso. El limpio aroma de Andrew la rodeó, como también el calor de su cuerpo. La fuerza de sus brazos. La apremiante presión de sus muslos contra los suyos.
Catherine separó los labios y fue recompensada con la sensual caricia de una lengua contra la suya. Y sus manos, esas gloriosas, grandes y callosas manos que sólo podían ser descritas como mágicas, parecían estar por todas partes. Peinándole los cabellos. Deslizándose por su espalda. Agarrándole las nalgas. Acariciándole los pechos. Y todo ello mientras su boca devoraba la de ella con una ardiente avidez que la dejó sin aliento y hambrienta de más. ¿Habían pasado sólo unas horas desde que había estado en sus brazos? En cierto modo, le parecían años.
Los brazos de Andrew se estrecharon a su alrededor y Catherine se deleitó con su fuerza, elevándose sobre las puntas de los pies, intentando acercarse más a él. De pronto, él cambió el ritmo de su frenético beso, suavizándolo hasta convertirlo en un lento y profundo fundido de bocas y lenguas que le disolvió las rodillas. Cuando por fin él levantó la cabeza, Catherine no podría haber jurado que recordaba cómo se llamaba.
– Buenos días, Catherine -susurró contra sus labios.
«Catherine. Sí, claro. Ese es mi nombre.»
Supuso que había murmurado «buenos días», aunque no estaba segura de haberlo hecho. Él se inclinó hacia delante y arrimó sus labios contra el sensible pliegue donde su cuello entroncaba con su hombro.
– Hueles maravillosamente. -Su cálido aliento le acarició la piel, despertando en ella un bombardeo de ardientes escalofríos-. Como un jardín de flores.
Reuniendo todas sus fuerzas, Catherine señaló la bañera de bronce situada en un rincón de la habitación.
– Acabo de bañarme.
Andrew se volvió, miró a la bañera y gimió.
– ¿Quieres decir que si hubiera llegado hace unos minutos te habría sorprendido en el baño?
– Eso me temo.
Sus dientes le tiraron levemente del lóbulo de la oreja.
– Deberé procurar corregir mi lamentable sentido de la oportunidad. Aunque, no sé si mi corazón habría podido soportar verte en el baño. ¿Tienes alguna idea de hasta qué punto tenerte ante mis ojos, simplemente ahí de pie en camisón, me ha afectado?
Catherine se recostó en el círculo de sus brazos. Sin duda pretendía mostrarse remilgada. Tímida. Aunque la sencilla verdad salió sin ambages de sus labios.
– Sí. Porque verte entrar a mi habitación, con ese deseo en la mirada, me ha afectado del mismo modo. -El calor le arrobó las mejillas al oírse reconocerlo-. ¿Por qué estás aquí?
– Necesito hablar contigo. -Vaciló y luego dijo-: Me temo que tengo que volver a Londres. Hoy. Lo antes posible.
La consternación y la desilusión hicieron presa en ella.
– Entiendo. ¿Ha ocurrido algo?
– Un robo y cierto grado de vandalismo en el museo. Aunque no había nada que robar, el edificio ha sufrido daños considerables. Tengo que cuantificar la dimensión de las reparaciones para podérselo comunicar a Philip. También tendré que hablar con los inversores y acallar cualquier temor que puedan albergar. Lo último que Philip y yo necesitamos es tener nerviosos a los inversores.
Catherine posó la palma de la mano en su mejilla en un gesto de conmiseración y compasión. Andrew estaba ostensiblemente afectado.
– Qué espanto. No sabes cuánto siento que esto haya ocurrido.
– También yo. Y no sólo por las razones obvias en lo que concierne al museo, sino también porque no tengo el menor deseo de irme de aquí. No sabes cuánto deseaba pasar el día con Spencer y contigo. -Se le oscurecieron los ojos-. Y la noche contigo.
El deseo hormigueó por las venas de Catherine, quien tragó saliva antes de preguntar:
– ¿Tienes pensado… volver a Little Longstone?
– Sí.
Un jadeo en el que hasta entonces no había reparado se abrió paso entre sus labios.
– ¿Cuándo?
– Espero que mañana.
– Por favor, considera mi establo a tu disposición.
– Gracias. El viaje será más rápido si viajo a caballo que si lo hago en coche. Haré todo lo posible por regresar a primera hora de la noche, pero quizá tarde más.
– Entiendo. ¿Vendrás a encontrarte conmigo… mañana por la noche?
– ¿Dónde y cuándo?
Catherine lo pensó durante un instante.
– A medianoche. En los manantiales. Quiero…
Acunó su rostro entre las manos al tiempo que sus ojos buscaron los de ella.
– Dime lo que quieres.
– Quiero que me hagas el amor en las aguas calientes.
Algo parecido al miedo, aunque sin duda nada tenía que ver con él, parpadeó en los ojos de Andrew, pero se desvaneció tan rápido que Catherine decidió que debía haberse equivocado. Él le acarició la boca con un suave beso.
– Será para mí un gran placer satisfacer tu deseo, Catherine.
Las palabras de Andrew le acariciaron los labios de ella, disparando el deseo a sus entrañas.
– Mañana por la noche, en los manantiales, a medianoche -murmuró con un jadeante susurro. Se sintió bañada en una oleada de pasión, de deseo y de lujuria… todo ello tan nuevo, todo tan largamente negado-. Andrew… no quiero esperar a mañana por la noche.
Él levantó la cabeza y el infierno que ardía en sus ojos la redujo a cenizas.
– Ten cuidado con lo que deseas, Catherine, porque estás a tan sólo segundos de distancia de…
– ¿De que me lleven por el mal camino? -Retrocediendo y retirándose así de su abrazo, desató el lazo que ataba su camisón y se sacudió el satén de los hombros, que fue a formar un suave montón a sus pies.
Andrew observó deslizarse el camisón sobre su cuerpo, dejándola desnuda. Tensó entonces el cuerpo, colmándola de una embriagadora sensación de poder y satisfacción femeninas.
– ¿Llevada por el mal camino? -repitió él en voz baja y dando un paso hacia ella-. Humm. Sí, esa es definitivamente una posibilidad.
– ¿Sólo una posibilidad? -Catherine chasqueó la lengua y retrocedió de nuevo un paso, luego otro, hasta apoyar la espalda contra la pared-. Qué… desilusión.
Andrew borró la distancia que los separaba con una zancada y pegó las manos a la pared, una a cada lado de ella, encerrándola entre el paréntesis de sus brazos. Su ardiente mirada la recorrió mientras un músculo palpitaba en su mandíbula y el aliento de Catherine se entrecortaba.
– ¿Es eso lo que quieres, Catherine? ¿Qué te lleve por el mal camino?
– No estoy segura de saber exactamente lo que eso implica, aunque suena… seductor.
– Estaría encantado de mostrártelo.
Catherine apoyó las manos en el pecho de Andrew, envalentonada aún más por el apresurado palpitar de su corazón contra sus palmas. Todo su cuerpo se aceleró, anticipando el contacto con el cuerpo de él.
– Excelente. No veo el momento de disfrutar de una despedida decente.
– Mi querida Catherine, nada hay de decente en la despedida que estás a punto de recibir.
La boca de Andrew cubrió la suya con un beso abrasador y devorador. Ella deslizó las manos en su chaqueta para acariciarle la espalda, presa de una desesperada y abrumadora necesidad de tocar y de ser tocada por todas partes al mismo tiempo. Con un entrecortado gemido, él intensificó aún más su beso, hundiéndole la lengua y acariciándola con ella al tiempo que llenaba sus manos con sus ávidos pechos mientras sus dedos jugueteaban con sus sensibles pezones, que pedían más y más. Los labios de Andrew abandonaron entonces su boca, recorrieron su mandíbula con besos ardientes y abrasadores, siguiendo por el cuello para pasar después a sus senos. Con la lengua dibujó enloquecedores remolinos alrededor de sus erectos pezones antes de llevarse cada uno de los duros capullos al aterciopelado calor de su boca. Catherine arqueó la espalda, presa de una silenciosa súplica en la que le pedía que siguiera saboreándola más, y él la complació mientras ella entrelazaba sus dedos entre los abundantes y sedosos cabellos de Andrew.
Se retorció contra él y, como respuesta, Andrew cayó de rodillas, trazando con la boca abierta un reguero de besos por su estómago. Los músculos de Catherine temblaron cuando él saboreó la hendidura de su ombligo. Tomó aire, llenándose la cabeza de un erótico aroma en el que reconoció su propio almizcle femenino combinado con el sándalo de Andrew.
– Separa las piernas para mí, Catherine -le pidió Andrew con un ronco rugido al tiempo que sus palabras vibraban contra su estómago.
Con la sensación de estar ardiendo de dentro hacia fuera, Catherine obedeció y él la recompensó acariciando los inflamados y húmedos pliegues ocultos entre sus muslos. Un jadeo, al que siguió un largo ronroneo de placer, resonó en su garganta, y tuvo que aferrarse entonces a los hombros de él.
Andrew pegó los labios a la sensible piel situada justo debajo de su ombligo y entonces sus labios fueron deslizándose más y más abajo, hasta que su lengua la acarició como acababan de hacerlo sus dedos.
Unas asombrosas e increíbles sensaciones la recorrieron por entero. Catherine cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared, inflamada más allá de toda cordura mientras él le envolvía las nalgas con las palmas de las manos y le hacía el amor con los labios y la lengua hasta que ella creyó volverse loca de placer. El clímax rugió por todo su cuerpo entre destellos de un fuego abrasador, arrastrando con él un áspero chillido de sus labios.
Cuando sus espasmos apenas habían tocado a su fin, Andrew se levantó y rápidamente la llevó a la cama, donde la depositó sobre el cubrecama. Todavía presa de algunas oleadas de exquisitos temblores, Catherine tendió los brazos, invitándole en silencio a acercarse a ella, desesperada por sentir su delicioso peso, la embestida de su erección dentro de ella. Los cinco segundos que Andrew necesitó para liberar la erección de sus pantalones se le antojaron a Catherine una eternidad. Se tumbó encima de ella, acomodándose entre sus muslos separados y la penetró con una larga y suave embestida que a punto estuvo de detenerle el corazón.
Las miradas de ambos se encontraron y, con cada matiz de su intensa expresión visible en la suave luz del sol que se filtraba por las cortinas, Andrew fue moviéndose lentamente dentro de ella, penetrándola hasta el fondo para retirarse casi completamente de su cuerpo y hundirse en ella de nuevo hasta lo más hondo. Las manos de Catherine erraron inquietantemente por su espalda hasta descansar sobre sus hombros. Andrew intensificó el ritmo de sus embestidas y ella gimió, saliendo a su encuentro, aceptando, saboreando cada acometida. Arqueó la espalda y el placer la abrumó de nuevo. Un gemido masculino, que sonó como si se desgarrara de la garganta de Andrew, resonó en la estancia. Hundió la cabeza, en el hueco del hombro de Catherine y se estremeció, aliviándose, murmurando su nombre una y otra vez como una oración.
Respirando pesadamente, Andrew rodó a un lado, llevándola con él, y cerró los ojos, luchando por recobrar el control. Demonios, esa mujer y la forma en que hacían el amor le dejaban vencido. Vulnerable. Más desnudo y expuesto de lo que se había sentido en toda su vida. ¿Cómo iba a soportarlo si ella no correspondía a sus sentimientos? ¿Si no deseaba que formara parte permanente de su vida? Catherine sentía algo por él, de eso no le cabía duda. Pero ¿sería suficiente?
Cuando el mundo volvió a recuperar su cordura, Andrew se echó hacia atrás y apartó el pelo enmarañado del rostro arrebolado de Catherine. Ella mantuvo los ojos abiertos con obvio esfuerzo y él tragó un gemido de deseo al ver el soñoliento y lánguido fuego latente en las marrones profundidades doradas de ella. Sin duda había algo que tendría que decirle. Dios bien sabía que tenía el corazón a punto de estallarle con todo lo que sentía por ella. Pero temía decir demasiado. Le preocupaba que si hablaba, no sería capaz de detenerse hasta confesarle que era dueña de su corazón. Que le había pertenecido desde mucho antes de lo que ella era consciente. Y que siempre sería suyo. Aun así, sabía también que no sería capaz de reprimir las palabras durante mucho tiempo más. Pronto ella lo sabría. Y rezó a Dios para que contárselo no le costara lo que compartían en ese instante. Porque, por muy milagroso que fuera, tener el cuerpo de Catherine no era suficiente.
Durante varios segundos ella no dijo nada. Simplemente le miró con una expresión aparentemente consternada. Y confusa. Luego, su expresión se aclaró y una diminuta sonrisa elevó una de las comisuras de sus labios, persuadiéndole para poder tocarle los labios.
– Oh, Dios -suspiró-. Acabo de añadir algo a mi lista de primeras veces. Ha sido la primera vez que me llevan por el mal camino. Espero que no sea la última.
– Estaré encantado de complacerte siempre que lo desees, señora mía. No tienes más que pedírmelo.
– No sabes cuánto he disfrutado de mi decente despedida, Andrew.
Éste le depositó un beso en la punta de la nariz.
– Eso se debe a que ha sido tu indecente despedida. Y si has disfrutado de ello, estoy seguro de que te gustara aún más el decente, o más bien indecente, saludo de mañana por la noche.
– Oh, cielos. ¿Qué significa eso?
– No puedo decírtelo. Es una sorpresa. -Y cuando ella pareció a punto de discutir, él añadió-: ¿Tengo que ir a buscar el diccionario?
– No. -Catherine inclinó la barbilla, fingiendo elevar la nariz al aire-. Por lo tanto, no pienso hablarte de la sorpresa que he planeado.
– ¿Una sorpresa? ¿Para mí?
– Quizá -dijo airadamente.
– ¿De qué se trata?
– ¡Ja! ¿Quién necesita ahora el diccionario?
– ¿Y si me das una pista? ¿Sólo una pequeñita? -preguntó, juntando el pulgar y el índice.
Un delicioso sonido que sólo podía describirse como una risilla burbujeó entre los labios de Catherine.
– Ni hablar.
Inclinándose hacia delante, Andrew acarició con la lengua la delicada concha de su oreja.
– Por favor.
– Ooh. Bueno, quizá… no. Ni hablar.
– Ah, una mujer con gran fuerza de voluntad -murmuró Andrew, deslizando con suavidad los dedos por el centro de su columna hacia la cintura.
– Como debe serlo la mujer moderna actual.
– Sin embargo, la mujer moderna actual también sabe que es aconsejable dejar una indeleble impresión en la mente de su caballero para que él no pueda llegar en ningún caso a hacerla desaparecer de sus pensamientos. Dándome una minúscula pista sobre la naturaleza de tu sorpresa sin duda saciaría mi apetito y garantizaría que permanecieras en mi mente mientras estoy lejos de ti.
Catherine se quedó totalmente inmóvil, a excepción de sus ojos, que se entrecerraron.
– ¿Qué has dicho?
– Que dándome una pista…
– Antes de eso.
Andrew frunció el ceño y reflexionó durante varios segundos.
– Creo haber dicho: «La mujer moderna actual también sabe que es aconsejable dejar una indeleble impresión en la mente de su caballero para que él no pueda llegar en ningún caso a hacerla desaparecer de sus pensamientos». ¿A eso te refieres?
– Sí. -Los ojos de Catherine se entrecerraron aún más-. ¿Dónde has aprendido eso?
– Lo he sacado de la Guía femenina, naturalmente.
Tuvo que apretar los dientes para mantener el rostro serio ante la expresión pasmada de Catherine.
– ¿Y cómo diantres sabes tú lo que está escrito en la Guía femenina?
– Aunque cueste creerlo, querida mía, la gente a menudo aprende cosas leyendo.
– No irás a decirme que has leído la Guía.
– Muy bien. En ese caso no te lo diré, aunque para mí es un misterio por qué quieres que te mienta.
– ¿Has leído la Guía?
– Palabra por palabra. De principio a fin.
– ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?
– Qué naturaleza tan inquisitiva. Déjame ver. En cuanto al cuándo, anteanoche… antes de nuestro encuentro en los manantiales. En cuanto al dónde, en mi habitación. Y para responderte al cómo, compré un ejemplar la mañana en que salimos de Londres. La conversación que mantuvimos en la fiesta de tu padre me dejó intrigado y decidí leer el volumen para ver a qué venía tanto revuelo. Y debo confesar que en cierto modo me vi abocado a ello por el hecho de que parecieras tan convencida de que no leería tales tonterías.
– Esa fue tu descripción, no la mía.
– ¿Ah, sí? Bien, pues debo entonces retractarme.
– ¿Y eso qué quiere decir exactamente?
– Que la Guía, me ha parecido muy… informativa. Y bien escrita.
La satisfacción pagada de sí misma que asomó a los ojos de Catherine resultó inconfundible.
– Creo que ya te lo mencioné en su momento.
– Así es. Cierto es que defendiste el libro y al autor con la clase de acérrima lealtad que la madre tigresa muestra con sus cachorros.
El carmesí tiñó las mejillas de Catherine, quien en ese instante apartó la mirada. Andrew acarició con la yema del pulgar las mejillas bañadas de un intenso color.
– No me cabe duda de que entiendes por qué el libro está causando tanto escándalo.
El arrebol de Catherine no hizo sino pronunciarse.
– Sí, aunque estoy convencida de que la información que proporciona a las mujeres es mucho mayor que cualquiera de esas sensibilidades heridas. Charles Brightmore debería ser ensalzado por lo que ha hecho.
– De nuevo vuelves a defenderle a ultranza. Casi como si… le conocieras.
Catherine apretó los labios y a continuación se desembarazó de su abrazo. Él la soltó, viéndola salir de la cama y volver a ponerse la ropa, deslizando los brazos en las mangas de seda. Tras anudarse el cinturón alrededor de la cintura, se volvió a mirarle con los ojos preñados de emoción contenida.
– Le defiendo porque Dios sabe que ojalá hubiera tenido acceso a la información que aparece en la Guía antes de casarme. O en cualquier momento durante los primeros días de mi matrimonio. Llegué al matrimonio sin saber nada en absoluto sobre qué hacer ni qué esperar. No sabía que las mujeres podían experimentar placer durante el acto amoroso. No tenía ni idea de que el acto amoroso implicara más que unos cuantos minutos en una habitación a oscuras con mi camisón levantado por encima de la cintura. No sabía que el calor que empezaba a sentir durante esos escasos minutos podía, de ser adecuadamente atendida, convertirse en un llameante infierno que abrasaba todo a su paso. No sabía que fuera capaz de la clase de lujuria y avidez que siempre había asociado a los hombres. Charles Brightmore me enseñó todas esas cosas y algunas más. Me enseñó y me animó a permitirme sentir esas cosas. Y también a reaccionar ante ellas.
– Entiendo. ¿Sabes?, he oído algunos rumores que apuntan a que de hecho Brightmore puede ser una mujer -comentó despreocupadamente, observándola con atención.
– ¿Ah, sí? ¿Dónde has oído eso?
Andrew se levantó y se arregló la ropa mientras hablaba.
– Hace muy poco. De hecho, en la fiesta de cumpleaños de tu padre. Personalmente, me resulta intrigante y perfectamente posible. Brightmore hace gala de una comprensión de la mujer que jamás he visto en ningún hombre, independientemente de lo sofisticado o mundano que sea. -Sonrió-. Por si no has reparado en ello, las mujeres son notoriamente difíciles de comprender y Brightmore no parece sufrir la misma confusión que el resto de nosotros, que no somos más que unos pobres hombres.
– Obviamente está muy versado en las cosas de las mujeres.
– Obviamente. Aun así, me gustaría saber cómo ha llegado a adquirir un conocimiento tan exhaustivo.
– Haciéndose eco de numerosas intimidades, imagino que como las que tú y yo hemos compartido recientemente -dijo, avanzando hacia él hasta que casi se tocaron. Le puso las manos en el abdomen. Sin embargo, y aunque Andrew recibió con agrado el gesto, tenía la innegable sospecha de que Catherine estaba intentando distraerle. Pero, considerando que Catherine era tan acusadamente enloquecedora, dejó a un lado su recelo.
– Quizá -admitió-. Naturalmente, eres consciente de que esto significa ahora que yo soy el ganador de nuestra apuesta.
Catherine arqueó una ceja.
– ¿Ah, sí? ¿Te refieres a la misma apuesta que anoche me indujiste a creer que había ganado yo?
– Permíteme que difiera. Si mal no recuerdo, insististe, y muy enfáticamente, en que habías ganado. Y yo, en mi ánimo de ser un caballero, simplemente preferí no discutir contigo.
Andrew reprimió una sonrisa ante el bufido de Catherine.
– ¿Que preferiste no discutir conmigo? Vaya, eso sí es una novedad.
– Me pareció la elección más sabia y quería saber cuál era el pago que deseabas. Créeme si te digo que me encantó descubrir que tu deseo era un reflejo casi idéntico al mío.
– Sin embargo, ahora soy yo la que te debo el pago de la apuesta.
– Eso me temo.
– ¿Y cuál es tu deseo?
Los dedos de Andrew masajearon la flexible cintura de Catherine.
– Tantas cosas… que haría falta un gran período de reflexión para decidirme sólo por una. -Deslizó las palmas de las manos hacia abajo, sobre sus caderas-. ¿Qué es esto? -preguntó, tocando un bulto pequeño y duro junto a la cadera.
Tras un breve titubeo, Catherine metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó un anillo que sostuvo a la luz. Brillaron prismas de diamantinos destellos, rebotando entre las paredes, el suelo y el techo como si hubiera lanzado mil estrellas al cielo.
– Mi anillo de bodas -dijo.
Unos celos irrazonables y ridículos abofetearon a Andrew al ver el símbolo físico del derecho de propiedad que su marido había ejercido sobre ella. Aunque tenía un profundo conocimiento sobre gemas, no era necesario ser un experto para ver que las piedras eran exquisitas. Forzando la voz para mantenerla neutral, dijo:
– Nunca te he visto llevarlo. ¿Por qué estaba en el bolsillo?
– No lo llevo. Simplemente lo miraba. Cuando oí que alguien llamaba a la puerta, me lo metí en el bolsillo y lo olvidé. -Le dio el anillo a Andrew-. ¿Qué te parece?
Andrew lo estudió con suma atención.
– Individualmente, las piedras son hermosas, incluso las más pequeñas. Sin embargo, me sorprende que hayas escogido un anillo como éste.
– ¿Porqué?
Se lo devolvió, pues no deseaba seguir tocándolo.
– Es sólo que no parece ir contigo. «Porque no te lo he regalado yo.» Me resulta un poco exagerado para tu delicada mano. Aunque supongo que no existe ninguna joya demasiado grande.
– De hecho, creo que en eso te equivocas. Y aunque apuesto a que para mucha gente el anillo debe de resultar precioso, yo lo odio. Siempre lo odié.
Él la observó atentamente.
– ¿Porqué?
– Lo creas o no, no me llaman demasiado la atención los diamantes. Los encuentro incoloros y fríos. A pesar de ser perfectamente consciente de eso, Bertrand me regaló este anillo, no porque creyera que a mí me gustaría, sino porque era el anillo que él deseaba que yo llevara. No importaba lo que yo quisiera ni lo que me gustara. Desafortunadamente, en el momento en que me lo regaló yo era demasiado inocente para verlo como un anuncio de lo que vendría.
– ¿Y qué es lo que te habría gustado a ti?
– Cualquier otra cosa excepto un diamante. Una esmeralda. Un zafiro. Algo con color y con vida. Mi madre solía llevar un broche de esmeraldas que a mí me encantaba… es una de mis más preciadas posesiones. -Inclinó la cabeza y miró a Andrew con curiosidad-. Con todos tus viajes, imagino que habrás reunido objetos muy interesantes. ¿Cuál es para ti el más querido?
Vaciló durante unos segundos y dijo:
– Prefiero mostrártelo que decírtelo. Mañana lo traeré conmigo para que puedas verlo.
– De acuerdo.
– Catherine… si tanto te disgusta este anillo, ¿por qué lo conservas? «¿Por qué lo estabas mirando?»
– Porque es otra de mis preciadas pertenencias… aunque no debido a su valor económico.
– Entonces, ¿por qué?
– Porque es un recuerdo. De lo que tuve con Bertrand. -Miró el anillo que ahora tenía en la palma de su mano-. De la infelicidad. De la soledad. Y de lo que no tuve con él. La risa. El amor. La generosidad. Nuestra unión fue fría y totalmente carente de color, como estas piedras.
La obligó a alzar la barbilla hasta que sus miradas se encontraron.
– ¿Y por qué quieres recordar algo así?
Algo en la mirada de Catherine se endureció.
– Porque no quiero olvidarlo jamás. Me niego a volver a cometer el mismo error. A entregar mi vida, mi felicidad, mi cariño y el de mi hijo de nuevo a otro hombre. A permitir que nadie ejerza de nuevo sobre mí o sobre Spencer esa clase de control.
Andrew leyó con claridad la resolución que destilaba su voz. Y sus ojos. Y, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que las palabras de Catherine eran una sutil advertencia de que no deseaba otro matrimonio… justo lo que el más deseaba en el mundo.
Había esperado, rezado, para que después de hacer el amor, ella se hubiera dado cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. De que había sitio para él en la vida de ella. De que su relación no sería en nada parecida a su anterior matrimonio. Sin embargo, el anillo que ella llevaba en el bolsillo resultaba muy evidente. Era obvio que, los pensamientos que la noche que habían pasado juntos habían despertado en ella no eran exactamente los que él habría esperado.
Bien, sin duda había perdido la batalla. Pero muy mal tenían que salirle las cosas para que perdiera la guerra.