Capítulo 16

La mujer moderna actual necesita conservar un aire de misterio a fin de mantener vivo el interés de su caballero. En cuanto él sabe -o cree saber- todo sobre una mujer, la considerará un rompecabezas «resuelto» y buscará un enigma más intrigante que descifrar. Para conseguir ese aire misterioso, la mujer moderna actual jamás debería permitir que un caballero estuviera demasiado seguro de lo que ella piensa o de lo que siente.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


Catherine entró en la biblioteca y sonrió al ver a Spencer sentado en su sillón de orejas favorito delante del fuego con la nariz hundida en un libro.

– ¿Shakespeare? -adivinó Catherine con una sonrisa.

Spencer levantó la mirada y asintió.

– Hamlet.

– Qué historia tan triste para un día tan hermoso.

Un hombro se encogió como respuesta, y Spencer apartó la mirada, al parecer descubriendo algo fascinante en la alfombra, gesto que Catherine reconoció como señal de que algo le preocupaba.

Se acercó a la silla del joven y se inclinó para darle un ligero beso en sus cabellos todavía húmedos.

– ¿Has disfrutado de tu baño matutino?

– Sí.

– ¿Te duele la pierna?

– No.

– ¿Te gustaría pasear conmigo por los jardines?

– No.

– ¿Salir a dar un paseo en coche?

– No.

– ¿Ir de excursión al pueblo?

– No.

Catherine se acuclilló entonces delante de él y bajó la cabeza hasta que captó la atención de su mirada. Tomó la mano de Spencer entre las suyas y sonrió.

– ¿Puedes darme el nombre de tres piezas del ajedrez?

Un ceño confuso arrugó la frente de Spencer.

– Caballos, alfiles y peones. ¿Por qué lo preguntas?

– Quería oírte decir algo más aparte de «sí» o «no» -bromeó Catherine. Cuando vio que Spencer no le devolvía la sonrisa, le apretó la mano-. ¿Qué te preocupa, querido?

De nuevo el joven encogió el hombro. Se tiró de la chaqueta con la mano que tenía libre y Catherine esperó, obligándose a permanecer en silencio incluso mientras le veía debatirse con lo que fuera que abrumaba su mente, sabiendo como sabía que el chiquillo se lo contaría cuando estuviera preparado para hacerlo.

Por fin, Spencer tomó aliento y soltó:

– El señor Stanton se ha marchado.

Catherine contuvo el aliento. Así que era esa la fuente de su malestar. Bueno, sin duda podía entenderlo perfectamente. Andrew era sin lugar a dudas la base de todos sus inquietantes y conflictivos pensamientos.

– Sí, lo sé. Me ha dicho que tenía pensado pasar a caballo por los manantiales para despedirse de ti. ¿Le has visto?

– Sí. -Y tras tirarse unas cuantas veces más de la chaqueta, por fin levantó la mirada hacia ella-. Ojalá hubiera podido quedarse.

«Eso mismo pienso yo.» La idea abofeteó a Catherine como un trapo frío y mojado. Apretó con fuerza los labios al tomar conciencia por primera vez de hasta qué punto había deseado que Andrew no se marchara.

Maldición, ¿cómo había logrado Andrew meterse en su vida, y en la de Spencer, hasta ese punto y en un período tan breve de tiempo? Spencer y ella se las habían arreglado muy bien sin ninguna interferencia masculina durante muchos años, y Catherine se dio cuenta, con una repentina e incuestionable claridad, que la presencia de Andrew en sus vidas amenazaba con resquebrajar la paz y la serenidad que ambos disfrutaban.

Y con toda su atención puesta en su propia consternación ante el regreso de Andrew a Londres, no se había parado a pensar hasta qué punto su repentina partida podía afectar a Spencer. Obviamente, su hijo había establecido un fuerte vínculo con Andrew. Si a Spencer tanto le afectaba que Andrew se ausentara una noche, ¿cómo reaccionaría cuando se marchara para siempre después de una semana? Si la expresión del rostro del pequeño podía darle una pequeña idea, su hijo se quedaría destrozado.

– Me ha contado lo del robo en el museo -dijo Spencer, devolviéndola al presente-. ¿Tú crees que estará de regreso mañana por la noche? -preguntó con la voz colmada a la vez de esperanza y de duda-. Por lo que dice, tiene mucho que hacer en la ciudad.

– Estoy segura de que lo intentará. Pero como no puede marcharse de Londres hasta reorganizar las cosas, no te desilusiones demasiado si tiene que ausentarse más tiempo.

– Pero es que no quiero perderme ninguna de mis lecciones de equitación ni de pugilismo. Y ni siquiera hemos empezado con las de esgrima. Y el señor Stanton no debería perderse su lección de nat… -Las palabras de Spencer quedaron atrapadas en su garganta como cortadas por un cuchillo. Se le abrieron los ojos como platos y el color le tiñó la cara.

– ¿Que no debería perderse su qué? -dijo Catherine.

– No puedo decírtelo, mamá. Es una sorpresa.

– Humm. Al parecer los dos habéis planeado un buen número de sorpresas juntos.

La sonrisa torcida de Spencer asomó a su rostro y el corazón de Catherine sonrió como respuesta.

– Lo hemos pasado muy bien.

– ¿Te cae… bien el señor Stanton?

– Sí, mamá. Es muy… decente. Un profesor amable y paciente. Pero lo mejor de todo es que no me trata como si fuera de cristal. Ni como a un niño. Ni como si fuera… discapacitado. -Antes de que Catherine pudiera reconfortarle, la mirada de Spencer se volvió curiosa y preguntó-: ¿A ti no te gusta, mamá?

– Ejem… por supuesto que sí. -No estaba segura de que una palabra tan tibia como «gustar» describiera adecuadamente la atracción que sentía hacia Andrew, pero sin duda no podía decir a su hijo que en realidad «deseaba» a aquel hombre-. El señor Stanton es muy… «Seductor. Tentador. Atractivo.»… agradable.

«Y gentil», oyó intervenir a su voz interior. Y Catherine no pudo negarlo. No tenía más que recordar cómo Andrew había tratado a Spencer y a ella para saber que era cierto.

– ¿Te parece que podríamos convencerle para que se quedara más de una semana, mamá?

Catherine se quedó helada al oír la pregunta mientras en su interior el pánico colisionaba con la anticipación. Y no sólo por sus caóticos sentimientos personales, sino también por Spencer.

– Creo que tenemos que aceptar que el señor Stanton tiene su vida en Londres, Spencer -dijo con suma cautela-. Incluso aunque se quedara uno o dos días más, lo cual dudo mucho, sobre todo teniendo en cuenta que tu tío Philip no está en Londres, el señor Stanton tendría que volver tarde o temprano a la ciudad.

– Pero ¿podría volver a visitarnos? -insistió Spencer-. ¿Muy pronto? ¿Y a menudo?

Catherine rezó para no mostrar el menor atisbo de su consternación. Dios santo, ella había planeado que en cuanto Andrew volviera a Londres y su breve aventura fuera historia, sus caminos raramente, por no decir nunca, volverían a cruzarse. Volver a verle «muy pronto» y «a menudo» cuando ella no tenía intención de retomar su aventura sería… extraño. En realidad sería más una tortura, corrigió su voz interior irritantemente sincera. Metió mentalmente un pañuelo en la boca de su voz interior para silenciar sus indeseadas meditaciones.

– Spencer, de verdad no creo que…

– Quizá podríamos ir a visitar al señor Stanton a Londres.

Perpleja, Catherine sólo pudo limitarse a mirarle. Spencer nunca había hecho semejante sugerencia. Después de tragar saliva, dijo intentando que su voz sonara lo más despreocupada posible:

– ¿Te gustaría ir a Londres?

Spencer apretó los labios y negó con la cabeza.

– No -susurró-. Yo… no. -Echó la barbilla hacia delante en un testarudo ángulo-. Tendremos que asegurarnos de que el señor Stanton nos visite. Seguro que accede, si ambos se lo pedimos, mamá.

Catherine le dio unas palmaditas en la mano y a continuación se levantó.

– Quizá -murmuró, a sabiendas de que en ningún caso haría extensiva esa invitación y odiándose por dar a Spencer una mínima esperanza. Su aventura tenía que terminar. De forma permanente. Y eso significaba que en cuanto Andrew regresara a Londres el fin de semana, no volvería a visitar Little Longstone.


Andrew avanzó dibujando un lento círculo, supervisando las paredes y el suelo dañados del museo, los espacios vacíos donde el cristal debería haber brillado. Cerró las manos con fuerza en un gesto perfectamente idéntico al de su tensa mandíbula mientras la ira hacía que le palpitase el cuerpo entero. «Bastardos. Por Dios que serán unos heridos y ensangrentados bastardos si alguna vez les pongo la mano encima.»

– Como puede ver, todos los cristales rotos ya se han barrido -informó Simon Wentworth-. El cristalero estará aquí en menos de una hora para hablar con usted sobre las nuevas ventanas. He contratado a seis hombres más para ayudar con las reparaciones del suelo y de las paredes que, como puede ver, son importantes.

Andrew asintió, soltando un largo suspiro.

– El término «importantes» no basta para describir todo este desastre.

– Estoy de acuerdo con usted. El modo en que han acuchillado la madera… en fin, lo cierto es que verlo me produce escalofríos. Arrebatos de violencia, si quiere saber mi opinión. Odiaría tener que vérmelas con los rufianes que han hecho esto.

A Andrew se le tensó la mandíbula. «A mí me encantaría encontrarme con los rufianes que han hecho esto.»

– ¿Cuánto llevará completar las reparaciones?

– Al menos ocho semanas, señor Stanton.

Maldición. Eso suponía otros dos meses de salarios de obreros a pagar, dos meses más de alquiler del espacio de almacenaje de los artículos del museo, por no mencionar los dos meses de retraso que eso representaba para la fecha de apertura. Ni el exorbitado coste de los materiales. Sabía exactamente cuánto había pagado por las ventanas, las paredes y los suelos la primera vez.

– ¿Alguna noticia de los inversores? -preguntó Andrew.

Simon se estremeció.

– Me temo que las malas noticias corren como la pólvora. El señor Carmichael, lord Borthrasher y lord Kingsly, así como la señora Warrenfield, han enviado notas exigiendo verle hoy mismo. Lamento decirle que el lenguaje de las cartas resulta declaradamente frío. Le esperan en su escritorio.

Andrew contuvo la ira y se obligó a concentrarse en los asuntos que requerían su atención más inmediata. Obviamente, la señora Warrenfield, el señor Carmichael, lord Borthrasher y lord Kingsly ya no estaban tomando las aguas en Little Longstone y habían regresado a Londres. Lord Borthrasher ya había hecho una cuantiosa inversión a la que estaba planteándose añadir una suma significativa, mientras que los otros tres estaban a punto de donar fondos. De hecho, el éxito del museo dependía de asegurar ese dinero…

– Responda a las cartas, Simon, invitando a los inversores a encontrarse aquí conmigo esta misma tarde a las cinco.

– ¿Cree acertado dejar que vean esto?

– Sí. Si no les invitamos, vendrán por iniciativa propia de todos modos y eso tendrá pésimas consecuencias para nosotros. Tienen que saber exactamente lo que ha ocurrido y los pasos que estamos dando para que no vuelva a ocurrir. No nos conviene que piensen que estamos ocultando algo. Los inversores que tienen la sensación de que no se les está diciendo toda la verdad pueden ponerse muy nerviosos, y unos inversores nerviosos no es algo que quiera añadir al desastre al que ya nos enfrentamos.

– Enviaré las notas enseguida, señor Stanton. -Simon dio media vuelta y se dirigió a la pequeña oficina enclavada en el extremo más alejado de la habitación.

Andrew soltó un largo suspiro, se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa. Había mucho trabajo que hacer y, por Dios, quería ver concluido parte de él cuando por fin se sentara a escribir a Philip para contarle todo lo ocurrido.


Catherine se paseaba delante de Genevieve mientras su vestido de muselina de color melocotón se arremolinaba en sus tobillos cada vez que daba media vuelta en los extremos del acogedor salón de su amiga.

– Me alegro de que se haya ido -dijo, orgullosa del timbre decidido que delataba su voz.

– Eso has dicho ya tres veces sólo en la última hora -murmuró Genevieve.

– Bueno, sólo para reiterar mi argumentación.

– ¿Cuál es exactamente?

– Que me alegra que se haya marchado.

– Si, eso es… ejem… evidente. Sin embargo, supongo que te das cuenta de que el señor Stanton vuelve a Little Longstone. Mañana.

Catherine desestimó el comentario con un florido ademán.

– Sí, pero para entonces ya volveré a tenerlo todo bajo control. Estoy segura de que mi charla contigo aclarará toda mi… confusión. Además, él estará aquí sólo unos días más, y ¡puf! -Catherine chasqueó los dedos-. Volverá a Londres.

– ¿Perspectiva que te hace feliz?

– Delirantemente feliz -concedió Catherine-. Luego Spencer y yo podremos retomar nuestra rutina sin más interrupciones.

Al ver que Genevieve no respondía, Catherine miró al sofá. Sus pasos se detuvieron al ver la expresión de absoluta incredulidad reflejada en el rostro de su amiga, y dejó de andar.

– ¿Qué?

– Catherine, ¿es que no se te ha ocurrido que la «interrupción» que el señor Stanton ha provocado en tu rutina es algo bueno? -Antes de que Catherine pudiera responder, Genevieve prosiguió-: A juzgar por todo lo que me has contado, se trata de un hombre sencillamente divino. Por supuesto que resulta irritante a veces, pero, como ya te he dicho, todos los hombres lo son. Aun así, no todos los hombres pueden jactarse de reunir todas las cualidades que reúne tu señor Stanton: ser guapo, fuerte, romántico, considerado. Un amante cumplido y generoso.

El calor hizo presa de las mejillas de Catherine y Genevieve se rió.

– Sí, lo sé sin necesidad de que me hagas partícipe de ningún detalle específico, querida. Llevas escrita la expresión de mujer bien amada de la cabeza a los pies.

– Yo nunca he dicho que no fuera todas esas cosas -dijo Catherine-. Aunque…

– Y la amistad que se ha tomado el tiempo de forjar con tu hijo está sin duda reforzando la confianza de Spencer en sí mismo. Supongo que eso te agrada.

– Por una parte sí, pero también representa una nueva fuente de preocupación. Temo que Spencer quede destrozado cuando Andrew regrese a Londres para siempre.

– ¿Y qué me dices de ti, Catherine? -preguntó amablemente Genevieve con sus ojos azules suavizados por la preocupación-. ¿También tú temes quedar destrozada?

– Por supuesto que no -respondió Catherine, aunque en cierto modo las palabras afectaron sus rodillas hasta tal punto que tuvo que buscar refugio en el sillón de orejas colocado delante de Genevieve. En cuanto estuvo sentada, prosiguió-: La mujer moderna actual no queda destrozada por el fin de una aventura.

– Querida, cualquier mujer quedaría destrozada por el fin de una aventura si albergara profundos sentimientos hacia su amante. Conozco de primera mano esa clase de espantoso dolor, y, créeme, no se lo deseo a nadie.

– Bueno, no corro ningún riesgo de ser víctima de semejante dolor puesto que no estoy «profundamente» encariñada de Andrew.

– ¿Enserio?

Catherine soltó una ligera risa.

– No quiero decir con eso que no sienta nada por él. Es sólo que apenas le conozco. No dudaría en reconocer que le deseo. Sin embargo, los sentimientos más profundos que podrían dejarme «destrozada» germinan sólo tras largos períodos de tiempo. Y, sobre todo, entre personas que comparten intereses y entornos comunes.

Genevieve asintió.

– Naturalmente, una dama de tu noble linaje no puede compartir demasiados intereses comunes con un hombre con una cuna semejante a la del señor Stanton. Por supuesto, ¡pero si no es más que un plebeyo! ¡Qué digo! Es mucho peor que eso. ¡Un plebeyo de las colonias!

– Tú lo has dicho -dijo Catherine, aunque la verdad y la sinceridad de las palabras de Genevieve la irritaron.

– Es una bendición que tu atracción hacia el señor Stanton sea simplemente física y que su marcha a Londres al final de la semana no tenga sobre ti el menor efecto adverso.

– Una bendición, sin duda.

Un sonido exasperado escapó de labios de Genevieve.

– Catherine, lo que voy a decirte te lo digo por el amor, la amistad y la lealtad que te tengo. -Inclinándose hacia delante, clavó en ella una mirada colmada de emoción-. Nunca en toda mi vida me he visto obligada a escuchar tantas tonterías, a cual más absurda, como las que acabo de oír. Estoy completamente asombrada después de haber oído tamañas estupideces, sobre todo viniendo de ti. Por no hablar de tus mentiras.

La consternación, teñida de una incrédula perplejidad, por no mencionar una buena dosis de dolor, embargaron a Catherine.

– Nunca te mentiría, Genevieve.

– No es a mí, sino a ti, a quien mientes, querida mía. Puedes decir «me alegra que se vaya» y «sólo estoy disfrutando de una aventura pasajera» todas las veces que quieras, pero aunque lo repitas un millón de veces, eso no hará que tus palabras sean verdad. Desde luego que no me estás convenciendo, y creo que, si te tomaras el tiempo para examinar tu propio corazón, te darías cuenta de que tampoco puedes convencerte a ti misma. Por mucho que nos empeñemos en acallar el deseo de nuestro corazón, es tarea imposible. Podemos elegir no actuar en consecuencia, pero nunca llegamos a acallarlo del todo.

Catherine abrió la boca, presta a responder, pero antes de que pudiera pronunciar una sola palabra, Genevieve siguió presionándola.

– Incluso aunque supongamos durante un instante de locura que tus sentimientos por el señor Stanton pueden encuadrarse en la categoría de sentimientos tibios, ¿en algún momento has pensado en los sentimientos que él pueda tener por ti? Porque te aseguro que son todo menos tibios.

Las palabras de Genevieve amenazaban con dejar expuestas emociones que Catherine se negaba a someter a examen.

– Soy consciente de que le importo, pero también él está de acuerdo en que, en cuanto termine la semana, nuestra aventura finalizará.

La combinación de consternación y de fastidio que expresaban los ojos de Genevieve era inconfundible.

– Querida, decir que le importas es no hacerle justicia. Lo vi claramente en la velada en casa del duque. La forma en que te miraba cuando se sabía observado, y, lo que es aún más delatador: su forma de mirarte cuando creía que nadie le observaba… -Dio un largo y tembloroso suspiro-. Dios mío. La pasión, el deseo, la emoción que desvelaban sus ojos eran evidentes. Viéndole mirarte, bailar el vals contigo, me sentí como si hubiera interrumpido un íntimo tête a tête. Estás tristemente equivocada si crees que ese hombre simplemente se desvanecerá de tu vida dentro de una semana.

– No pienso darle elección. Él sabe perfectamente, tan bien como tú, que no tengo intención de volver a casarme. E, incluso si deseara atarme a otro marido, desde luego no elegiría a un hombre cuya vida está en Londres. No tengo la menor intención de apartar a Spencer de la seguridad de nuestra casa, de la vida que hemos creado aquí, en Little Longstone, de los manantiales de aguas termales. Y si mi esposo y yo tenemos que vivir separados y llevar vidas separadas, ¿qué sentido tiene que nos casemos? Spencer y yo ya hemos sufrido una situación semejante, y te aseguro que con una vez es suficiente.

Genevieve se recostó sobre el respaldo del sofá y arqueó las cejas.

– ¿Acaso el señor Stanton te ha pedido que te cases con él?

– Bueno, no, pero…

– ¿Ha insinuado algo que te haga pensar que te lo va a pedir?

Catherine frunció el ceño.

– No, pero…

– Quizá te estés preocupando por nada. Quizá lo único que desee sea una aventura prolongada.

– Lo cual no deja de ser desafortunado pues yo sólo estaba, y estoy, dispuesta a mantener una breve aventura.

Genevieve asintió despacio.

– Sí, bueno, quizá sea lo mejor. Al fin y al cabo, una aventura prolongada implicaría pasar más tiempo juntos, lo cual a su vez podría terminar provocando esos sentimientos que podrían dejarlos destrozados cuando la aventura tocara a su fin.

– Exactamente.

– Es preferible cortar las cosas antes de correr cualquier riesgo de desarrollar una implicación más profunda.

– Precisamente.

– Después de todo, salvo por el sentido bíblico, apenas conoces al señor Stanton.

– Correcto.

– ¿Y qué sabes de su pasado? ¿De su familia? ¿De su educación? ¿De su vida en Norteamérica?

– Nada -respondió Catherine, relajándose un poco. Finalmente la conversación había tomado el rumbo adecuado.

Genevieve frunció el ceño.

– Aunque… conocías perfectamente a lord Bickley antes de que pidiera tu mano, ¿o quizá me equivoco?

Un timbre de advertencia tintineó en las profundidades de la mente de Catherine.

– Nuestras familias se conocían bien, sí -admitió.

– Si mal no recuerdo, en algún momento mencionaste que le conocías prácticamente de toda la vida, ¿me equivoco acaso?

– No, no te equivocas.

– Y le creías un hombre decente, gentil y cariñoso.

Catherine frunció el ceño.

– Me doy perfecta cuenta de lo que intentas hacer, Genevieve, pero lo que dices no hace más que reforzar mi postura. Sí, me casé con Bertrand, un hombre al que había conocido durante toda mi vida. Y sí, creía que hacíamos una buena pareja. Creí que era un hombre gentil y decente. Y, a pesar de no albergar por él ningún sentimiento profundo ni conmovedor, sentía respeto y un afecto que confié en ver florecer hasta transformarse en un amor duradero. Sentía por él un cariño sincero. Y mira lo desastroso que resultó ser mi matrimonio. Si soy capaz de juzgar tan equivocadamente a un hombre al que conocía desde hacía años, ¿cómo sé que juzgaré adecuadamente a un hombre al que apenas conozco?

Genevieve buscó su mirada durante varios segundos y luego dijo:

– Te daré una respuesta sincera a esa pregunta, Catherine. Lord Bickley fue un hombre mimado y malcriado a lo largo de su privilegiada vida. Apuesto a que si Spencer hubiera nacido perfecto, tu vizconde y tú habrías mantenido una unión formal y amistosa, sin que ninguno de los dos hubiera desarrollado «profundos» ni «conmovedores» sentimientos el uno hacia el otro. Fue en el momento en que tu marido tuvo que hacer frente a la adversidad cuando mostró su verdadero carácter.

– Estoy sinceramente de acuerdo contigo. Mi padre ha dicho a menudo que el modo en que un hombre se enfrenta a las dificultades es la auténtica prueba de su valía.

– Y mira el modo en que el señor Stanton se ha comportado desde su llegada a Londres. Se ha mantenido inquebrantable y leal a tu hermano y a su proyecto del museo. Ha mantenido la cabeza fría y calma, protegiéndote y ofreciendo su ayuda cuando fuiste herida. Dejó sus preocupaciones a un lado para acompañarte a Little Longstone y asegurarse de que estabas a salvo. Se tomó tiempo para establecer una relación con tu hijo. No es ningún aristócrata malcriado, sino un hombre que se ha hecho a sí mismo. En el corto plazo de tiempo que hace que le conoces, has compartido con él más intimidades que con tu marido en diez años. Es así como sabes la clase de hombre que es.

Catherine cerró los ojos y se llevó las yemas de los dedos a las sienes.

– ¿Por qué me dices todo esto? Vine con la esperanza de que me ayudaras a ver las cosas más claramente.

– Y eso es precisamente lo que estoy intentando. Creo que el problema es que no te estoy diciendo lo que a ti te gustaría oír.

Catherine apoyó las manos en sus rodillas y esbozó una débil sonrisa.

– Sí, es cierto.

– Porque soy tu amiga. Porque no quiero que cometas un error que lamentarás el resto de tu vida. Porque no hacer frente a la verdad, no escuchar a tu corazón, es mucho más dañino, más perjudicial que cualquier otro dolor. Y me parece que no has examinado tu corazón en este asunto, Catherine. Te da miedo hacerlo, lo que, a juzgar por tu pasado, es algo completamente comprensible. También yo estaría asustada si estuviera en tu lugar. Pero debes intentar dejar tus miedos a un lado. Se te negó la felicidad durante mucho tiempo, querida mía. No vuelvas a negártela.

– Pero ¿es que no ves que no me la estoy negando? Quería un amante y me hice con uno. No quiero un marido, de modo que no lo tendré. Hay exactamente cuatro motivos por los que una mujer debería casarse. -Fue contando los motivos con los dedos al tiempo que los enumeraba-: Aumentar su fortuna, mejorar su posición social, tener un hijo o la necesitad de que alguien cuide de ella. Puesto que mi situación económica está perfectamente asegurada, gozo de una buena posición social, ya tengo un hijo y no necesito que nadie cuide de mí, no tengo la menor necesidad ni el menor deseo de tener marido.

– Hay una quinta razón para que una mujer decida casarse, querida.

– ¿Y es?

– El amor. Aunque puesto que es obvio que no estás enamorada…

– No, no lo estoy.

– Bien, pues no hay nada más que hablar.

– Ya lo creo que sí. Soy feliz, Genevieve. -En cuanto a lo de examinar su corazón, lo había hecho ya con suficiente detalle. Sin duda había investigado tan profundamente como era su intención.

Durante varios segundos, Genevieve no dijo nada, limitándose a dedicar a Catherine una mirada inescrutable. Luego sonrió.

– Me alegro de que seas feliz, querida. Y no sabes cuánto me alivia saber que no corres el peligro de que te rompan el corazón. Y, obviamente, sabes muy bien lo que más te conviene. Y también a Spencer.

– Gracias. Y sí, así es. -Aun así, incluso mientras pronunciaba esas palabras, Catherine tuvo la sutil sospecha de que estaba mostrándose de acuerdo con algo con lo que no debería estar de acuerdo.

– Y ahora dime, querida, ¿quién crees que será tu próximo amante?

Catherine parpadeó.

– ¿Cómo dices?

– Tu próximo amante. ¿Te parece que preferirás a un hombre mayor y más experimentado? ¿O quizá al tipo espectacular y joven al que puedas doblegar a placer tuyo?

Una sensación de lo más desagradable le recorrió la piel al pensar en otro hombre tocándola. Antes de poder dar una respuesta, Genevieve caviló en voz alta:

– Y me pregunto qué clase de mujer calentará después de ti la cama del señor Stanton. Estoy segura de que no estará sólo mucho tiempo. Cielos, ¿no viste cómo las sobrinas del duque salivaban al verle? Y Londres está sin duda plagado de mujeres hermosas y sofisticadas a la búsqueda de distracción de sus monótonas vidas. El señor Stanton les ofrecerá a buen seguro una maravillosa distracción.

El calor hizo presa del cuerpo de Catherine. Una sensación terriblemente desagradable le recorrió la piel al pensar en otra mujer tocando a Andrew. Entrecerró los ojos sin dejar de mirar a Genevieve, quien la observaba con la inocencia de un ángel.

– Sé perfectamente lo que estás haciendo, Genevieve.

Su amiga sonrió.

– ¿Y funciona?

«Sí.»

– ¡No! -Se levantó de un salto, impulsada por una miríada de emociones. Confusión. Frustración. Angustia. Miedo. Celos. Y rabia. Apretó las manos con fuerza al tiempo que intentaba decidir si estaba más enfadada con Genevieve por aguijonearla, con Andrew por despertar esas inquietantes emociones en su vida, o consigo misma por permitir que la situación hubiera llegado hasta allí.

– No me importa quién pueda ser su próxima amante -bufó de cólera al tiempo que la rabia la convencía de que estaba diciendo la verdad-. Como tampoco sé quién será el mío. Pero estoy segura de que encontraré a alguien. ¿Por qué iba a quedarme sola?

– Cierto, ¿por qué?

La complacencia demostrada por Genevieve sólo sirvió para avivar la ira de Catherine. La determinación le tensó la columna.

– Exactamente. No tengo por qué estar sola, y tampoco es mi intención estarlo. -Y bajando la mano, cogió su retícula-. Gracias, Genevieve, por esta charla. Ha resultado de lo más… iluminadora.

– Siempre encantada de poder ayudar, querida mía.

– Y ahora, si por favor me disculpas, hay alguien a quien debo visitar.

Algo semejante a la preocupación parpadeó en los ojos de Genevieve, aunque quedó instantáneamente reemplazado por su habitual despreocupación.

– Por supuesto. ¿Te acompaño a la puerta?

– No, gracias. Conozco el camino.

«Y sé exactamente adonde voy.»


Andrew estaba un poco apartado del señor Carmichael, de lord Borthrasher, de lord Kingsly y de la señora Warrenfield, a la espera de que fueran testigos visuales de los daños que había sufrido el museo. Por fin, regresaron a su lado, todos ellos con expresión taciturna.

– Esto es terrible -murmuró la señora Warrenfield con su voz grave y rasposa al tiempo que sus palabras quedaban parcialmente amortiguadas por su velo negro.

– Un espantoso desastre -concedió lord Borthrasher arrugando el labio de pura contrariedad y paseando su fría mirada de buitre por la estancia.

Los ojos pequeños y brillantes de lord Kingsly se entrecerraron y cruzó los brazos sobre su prominente barriga.

– No había visto nada semejante.

– Diría que quizá se tarde más de los dos meses que ha calculado usted para enderezar todo esto -dijo el señor Carmichael, acariciándose despacio la barbilla y centrando la atención de Andrew en su intrincado anillo de oro en el que lucía un diamante cuadrado rodeado de ónice. Carmichael se cogió las manos tras la espalda y dirigió a Andrew una mirada glacial-. ¿No tiene nada que decir, señor Stanton?

La mirada de Andrew abarcó al grupo por entero.

– Confío en que dos meses serán tiempo suficiente. He hablado con el cristalero sobre los marcos de las ventanas y hemos contratado a obreros adicionales para recolocar el suelo. Si no surgen imprevistos, recuperaremos el tiempo perdido en un plazo de dos meses.

– Querrá decir si no surgen más desastres imprevistos -dijo lord Kingsly-. ¿Han sido apresados los rufianes que han hecho esto?

– Todavía no.

– Y lo más probable es que no lo sean -añadió el señor Carmichael frunciendo el entrecejo-. Estoy horrorizado ante la abundancia de crímenes que he presenciado desde que llegué a Londres hace apenas una semana. Los rateros y los ladrones abundan por doquier, incluso en las mejores zonas de la ciudad. Pero si sólo hace unos días que dispararon a lady Catherine… en la zona supuestamente segura de Mayfair.

– El responsable de ese crimen ya ha sido apresado… en gran medida gracias a sus esfuerzos, señor Carmichael -le recordó Andrew-. Es cierto que existen criminales en Inglaterra, aunque desgraciadamente están por todas partes. -Dedicó al hombre una semisonrisa-. Hasta en Norteamérica.

– Hecho del que, le aseguro, soy plenamente consciente -dijo el señor Carmichael con voz helada.

– Bandoleros por doquier -intervino lord Kingsly-. Hoy en día no se puede confiar en nadie.

– Estoy completamente de acuerdo -dijo el señor Carmichael sin apartar en ningún momento sus ojos entrecerrados de los de Andrew-. Dígame, señor Stanton, ¿qué garantías tenemos nosotros, o cualquiera del resto de los inversores, de que esto no volverá a ocurrir?

– Cielo santo -dijo la señora Warrenfield-. ¿Otra vez?

– Es ciertamente posible -intervino lord Kingsly antes de que Andrew pudiera responder-, sobre todo teniendo en cuenta que los responsables no han sido apresados. Probablemente para ellos no sea más que un juego. Recuerdo que algo parecido le ocurrió hace años a sir Whitscour durante las obras de restauración de su propiedad en Surrey.

– Lo recuerdo -dijo lord Borthrasher, levantando su prominente barbilla-. En cuanto sir Whitscour terminó de recomponer todos los daños, volvieron a destrozárselo todo. Quizá estemos ante una situación similar.

– Les doy mi palabra de que se tomarán las medidas necesarias para asegurarnos de que el museo no sufra más daños. Contrataremos a guardias adicionales para que patrullen el perímetro de la propiedad -dijo.

– Todo eso está muy bien -dijo el señor Carmichael-, pero, según me ha dicho el magistrado, el museo contaba ya con vigilancia y los vándalos han dejado sin sentido a su hombre. Independientemente de la cantidad de guardias que pueda emplear, no serán impedimento alguno para una potencial banda de maleantes. -Sacudió la cabeza-. Siento decirle, señor Stanton, que lo que he visto aquí, junto con lo que oí anoche, me convence de que invertir en su museo no es un riesgo que esté dispuesto a correr.

– ¿Lo que oyó anoche? -preguntó Andrew-. ¿A qué se refiere?

– Durante la velada a la que asistí me llegaron rumores sobre la seguridad económica, o más bien la falta de ella, de la empresa que gestiona el museo. Como también sobre cuestiones concernientes a la autenticidad de algunas de las antigüedades que lord Greybourne y usted afirman poseer.

Andrew se obligó a conservar los rasgos del rostro perfectamente inmutables mientras era presa de una oleada de rabia.

– No tengo la menor idea de dónde han podido surgir rumores tan malévolos, pero lo cierto es que me sorprende que haya prestado atención a tan ridículos chismes, señor Carmichael. Le aseguro que el museo goza de una perfecta salud financiera. Estaría encantado de mostrarles, a todos ustedes, las cuentas como prueba de ello. En cuanto a las antigüedades, todas han sido debidamente autentificadas por expertos adjuntos al Museo Británico.

La frialdad no desapareció de los ojos del señor Carmichael.

– No tengo deseos de ver esas cuentas, puesto que este proyecto no tiene ya para mí ningún interés ni consecuencia. Simplemente doy gracias por no haber invertido ni una sola libra en esta locura. -Se volvió hacia sus acompañantes e inclinó la cabeza-. Naturalmente, ustedes tres deben tomar sus propias decisiones sobre esta cuestión. Lord Avenbury, lord Ferrymouth y el duque de Kelby esperan ansiosos oír lo que hoy hemos visto aquí, y creo no equivocarme al pensar que el informe no va a parecerles en absoluto favorable.

– Para usted es fácil dar marcha atrás, Carmichael -gruñó lord Borthrasher-. Para mí es demasiado tarde. Ya he dado quinientas libras.

– Inversión que verá sus frutos en cuanto… -empezó Andrew.

– Lamento decir que estoy con Carmichael en esto -dijo lord Kingsly-. Greybourne es un buen hombre, pero está claro que su interés por el museo ha menguado ostensiblemente desde su boda y yo no estoy dispuesto a malgastar mi dinero. Ya se encarga de ello mi esposa.

– Debo mostrar mi acuerdo con los caballeros -dijo la señora Warrenfield con su voz ronca colmada de pesar-. Lo siento de verdad, señor Stanton, pero como usted bien sabe, tengo una salud frágil. Sencillamente sería demasiado para mi delicado estado tener que estar preocupándome constantemente por no recibir nada a cambio de mi inversión.

Andrew rechinó los dientes. A juzgar por la expresión de sus rostros, no le cupo duda de que ningún intento por su parte serviría para hacerles cambiar de opinión… al menos no ese día.

– Entiendo. Aunque comprendo lo que les preocupa, les aseguro que sus temores son totalmente infundados. Cuando las reparaciones se hayan completado, espero que reconsideren su postura.

Las expresiones de los allí reunidos acallaron cualquier esperanza de que las cosas fueran a tener ese final. Tras desearle un buen día, se marcharon en grupo y Andrew se pasó la mano por la cara. Maldición. Lord Kingsly y la señora Warrenfield habían insinuado que pretendían hacer una inversión de mil libras. Sin embargo, esa pérdida no suponía un golpe tan duro como las cinco mil libras que el señor Carmichael se había mostrado dispuesto a invertir. ¿Y cuántos potenciales inversores más seguirían su ejemplo y terminarían retirándose de la empresa? Andrew sospechó que Avenbury, Ferrymouth y Kelby seguirían su ejemplo como corderitos. Había esperado tener buenas noticias cuando le escribiera a Philip esa misma noche, pero desgraciadamente estaba resultando tarea harto difícil encontrar una buena noticia que dar.

Dio un largo suspiro y se mesó los cabellos, presa de la más absoluta frustración. El vandalismo, los dañinos rumores, la deserción de inversores… cualquiera de esos problemas podía llamar al desastre. La combinación de todos ellos decía muy poco a favor del futuro del museo, y a su vez no auguraba nada bueno para el estado financiero personal de Andrew, la mayor parte de cuyos fondos habían sido invertidos en el proyecto. Ahora, más que nunca, necesitaba la cuantiosa recompensa que le habían ofrecido lord Markingworth, lord Whitly y lord Carweather por descubrir la identidad de Charles Brightmore. Ya sólo le quedaba rezar para que la recompensa no quedara fuera de su alcance.

Después de asegurarse de que las labores de limpieza estuvieran bajo control, decidió llegado el momento de dedicar parte de sus esfuerzos al asunto Brightmore. Le dijo a Simon que volvería en unas horas y se marchó del museo.

De un modo u otro, daría con las respuestas que estaba buscando.

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