La mujer moderna actual debería saber que un hombre que pretenda seducirla empleará uno de los dos métodos siguientes: o bien la abordará directamente y sin ambages o utilizará un cortejo más sutil y amable. Desafortunadamente, pocos hombres tienen en cuenta cuál es el método que la dama en cuestión prefiere… hasta que ya es demasiado tarde.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Esa noche daría comienzo a su cortejo amable y sutil.
Andrew Stanton estaba de pie en un rincón escasamente iluminado del elegante salón de lord Ravensly presa de una sensación muy similar a la que, según imaginaba, debía de sentir un soldado antes de la batalla: estaba ansioso, concentrado y rezando con todas sus fuerzas para que el desenlace le resultara esperanzador.
Su mirada escudriñaba con inquietud a los invitados formalmente vestidos. Damas elegantemente vestidas y profusamente enjoyadas giraban alrededor de la pista de baile en brazos de sus compañeros perfectamente equipados al ritmo de los cadenciosos compases del trío de cuerda. Sin embargo, ninguna de las damas que ahora se deslizaban al ritmo del vals era la que él buscaba. ¿Dónde estaba lady Catherine?
Bebió un corto sorbo de brandy, apretando los dedos alrededor de la copa de cristal tallado en un intento por controlar el deseo de beberse la potente bebida de un sólo trago. Maldición, no había estado tan nervioso ni tan inquieto desde… nunca. Bueno, dejando a un lado la cantidad de veces durante los últimos meses que había pasado en compañía de lady Catherine. Resultaba ridículo hasta qué punto pensar en aquella mujer, estar en la misma habitación que ella afectaba su capacidad para respirar con claridad y pensar adecuadamente… es decir, respirar adecuadamente y pensar con claridad.
Sus esfuerzos por encontrar a lady Catherine esa noche ya se habían visto interrumpidos en tres ocasiones por gente con la que él no tenía el menor deseo de hablar. Temía que una más de esas interrupciones le obligara a rechinar los dientes hasta terminar por desgastárselos del todo.
De nuevo escudriñó la sala y se le tensó la mandíbula. Demonios. Después de haberse visto obligado a esperar lo que se le había antojado una eternidad para por fin cortejarla, ¿por qué no podía lady Catherine, aunque fuera de forma inconsciente, al menos calmar su ansiedad y dejarse ver?
El zumbido de las conversaciones le rodeaba, marcado por carcajadas y el tintineo de los bordes de las delicadas copas de cristal entrechocando en brindis congratulatorios. Prismas de luz reflejaban el suelo de parquet pulido hasta lo indecible desde la multitud de velas que brillaban en los deslumbrantes candelabros de cristal, envolviendo la sala en un fulgor cálido y dorado. Más de cien miembros entre lo más selecto de la alta sociedad habían asistido a la fiesta de cumpleaños de lord Ravensly. «Lo más granado de la alta sociedad y… yo.»
Alzó la mano y tiró levemente de su corbata cuidadosamente anudada.
– Maldita sea esta incómoda corbata -masculló. Quienquiera que hubiera puesto de moda aquella incómoda plaga merecía terminar con sus huesos en las aguas del Támesis. A pesar de que el corte negro y formal y de experta factura de su atuendo rivalizaba con el de cualquier noble de la sala, Andrew seguía sintiéndose en parte como un hierbajo entre las flores de un invernadero. Incómodo. Fuera de su elemento. Y dolorosamente consciente de la distancia que mediaba entre él y el elegante estrato social en el que a menudo se encontraba… y, sin duda, mucho más alejado de lo que cualquiera de los presentes se habría atrevido a esperar. Su vieja amistad con Philip, el hijo de lord Ravensly, y la amistad cada vez más íntima que le unía al propio lord Ravensly, así como a lady Catherine, habían asegurado a Andrew una invitación a la elegante fiesta de cumpleaños de esa noche. Lástima que Philip no estuviera presente. Meredith estaba pronta a dar a luz y Philip no quería alejarse del lado de su esposa.
Aunque quizá fuera mejor que Philip se hubiera ausentado. Cuando había dado su bendición a Andrew para que cortejara a lady Catherine, le había advertido así mismo de que su hermana no estaba dispuesta a casarse de nuevo tras su desastroso primer matrimonio. Lo último que Andrew necesitaba era tener a Philip cerca, murmurándole palabras de desánimo.
Inspiró hondo y se obligó a adoptar una actitud positiva. Su frustrante fracaso a la hora de localizar a lady Catherine entre la multitud le había dado la oportunidad de conversar con numerosos inversores que ya se habían comprometido a donar fondos para la aventura del museo compartida por Philip y él. Lord Avenbury y lord Ferrymouth estaban deseosos de saber cómo progresaban las cosas, como también lo estaban lord Markingworth, lord Whitly y lord Carweather, que ya habían entregado sus respectivas inversiones. La señora Warrenfield parecía ansiosa por invertir una suculenta suma, como también lord Kingsly. Lord Borthrasher, quien ya había hecho una cuantiosa inversión, parecía interesado en invertir más. Después de hablar con ellos, Andrew también había hecho algunas discretas investigaciones sobre un asunto que se le había encargado recientemente.
Sin embargo, en cuanto las conversaciones sobre negocios tocaron a su fin, Andrew se retiró a su silencioso rincón para reordenar sus ideas, fiel a una táctica muy semejante a la que utilizaba para preparar un combate pugilístico en el Emporium de Gentleman Jackson. Su mirada siguió estudiando a los invitados, deteniéndose repentinamente en cuanto vislumbró a lady Catherine saliendo de un biombo de seda oriental situado junto a los grandes ventanales.
Andrew se tranquilizó al ver el vestido de color bronce de lady Catherine. Cada vez que la había visto durante el curso del pasado año, el negro luto la había engullido como un oscuro y pesado nubarrón de lluvia. Ahora, oficialmente cumplido el duelo, Catherine parecía un sol de bronce dorado poniéndose sobre el Nilo, iluminando el paisaje con sus inclinados rayos de calor.
Lady Catherine se detuvo a intercambiar unas palabras con un caballero y la ávida mirada de Andrew reparó en la forma en que la vívida tela de su vestido contrastaba con sus pálidos hombros, complementando a su vez sus resplandecientes rizos castaños, recogidos en un trenzado griego. El favorecedor peinado dejaba a la vista la vulnerable curva de su nuca…
Andrew soltó un largo suspiro y se pasó la mano que tenía libre por el pelo. ¿Cuántas veces había imaginado que pasaba los dedos, la boca, por aquella piel suave y sedosa? Más de las que se atrevía a reconocer. Ella era adalid de todas las cosas buenas y deliciosas. Una dama perfecta. Sin duda perfecta en todos los sentidos.
Sabía muy bien que no era lo bastante bueno para ella. A pesar de su buen hacer financiero, socialmente se sentía como un mendigo con la nariz pegada al escaparate de una repostería. Sin embargo, ni su mente ni su sentido común tenían ya el control sobre sus reacciones. Ella era libre. Y mientras él atesoraba la relación platónica que había florecido entre ambos en el curso de los últimos catorce meses, sus sentimientos eran más profundos de lo que limitaba una mera amistad y no encontraba forma humana de acallar su corazón. Su mancillado pasado, el noble linaje de ella, su propia falta de linaje… maldito todo.
La mirada de Andrew siguió la esbelta y regia figura de lady Catherine mientras ella recorría el perímetro de la estancia, y su corazón ejecutaba el mismo brinco irregular al que se entregaba cada vez que la miraba. De haber podido reírse, se habría reído de sí mismo y de su instintiva reacción ante la presencia de su dama. Se sentía como un inexperto escolar con la lengua trabada… algo harto decepcionante, teniendo en cuenta que normalmente se consideraba un hombre de una gran finesse.
Haciendo rodar los hombros para relajar la tensión que le agarrotaba los músculos, aspiró una bocanada de aire y se preparó para salir de las sombras. Una mano firme lo agarró del hombro.
– Deberías retocarte la corbata antes de entrar en combate, viejo amigo.
Andrew se volvió apresuradamente y se encontró mirando fijamente los divertidos ojos castaños de Philip, protegidos por unos anteojos. De inmediato, la frustración dejó paso a la preocupación.
– ¿Qué haces aquí? ¿Meredith está bien?
– Mi esposa está bien, gracias, o al menos todo lo bien que una mujer puede estarlo en sus últimas semanas de embarazo. En cuanto a qué hago aquí, confieso que, por motivos que no alcanzo a imaginar, Meredith ha insistido en que haga aparición en la fiesta de cumpleaños de mi padre. -Sacudió la cabeza, claramente divertido-. No quería dejarla, pero si hay algo que he aprendido durante los últimos meses, es que sólo un idiota discute con una futura madre. Así que me he separado de ella a mi pesar y he soportado las tres horas de viaje a Londres para felicitar a mi padre. Meredith me ha sugerido que pase aquí la noche, pero me he negado en redondo. Mientras hablamos, he pedido que me traigan el coche. Pero no podía marcharme sin hablar contigo. ¿Cómo van los progresos con el museo?
– Muy bien. Contratar a Simon Wentworth como administrador ha sido una de las decisiones más inteligentes que hemos tomado. Es extremadamente organizado y mantiene a los trabajadores a raya.
– Excelente. -La voz de Philip se redujo a casi un susurro-. ¿Cómo va la investigación sobre Charles Brightmore?
Andrew soltó un suspiro.
– Al parecer, el bastardo no existe, salvo en el papel, como autor de la Guía, aunque eso sólo consigue intrigarme aún más. Confía en mí; tengo intención de hacerme con la impresionante suma que lord Markingworth y sus amigos me han prometido por identificar al autor.
– Sí, bueno, por eso te recomendé. Eres tenaz e implacable cuando se trata de descubrir la verdad. Y gracias a tus vínculos con el museo y tu asociación con los, ejem… exaltados como yo, tienes acceso tanto a los miembros más granados de la sociedad como a las personas de orígenes más humildes, por así decirlo. La gente se sentiría más inclinada a confiar en ti que en un detective, y tu presencia en esta clase de veladas no arquea una sola ceja, como ocurriría en el caso de un desconocido o de un detective.
– Sí, eso juega en mi favor -concedió Andrew-. La experiencia me dice que durante las conversaciones casuales se revelan pistas que a menudo pasan inadvertidas.
– Bueno, no me cabe ninguna duda de tu éxito. Sólo espero que al revelar la identidad del tal Charles Brightmore se ponga fin a esta condenada Guía femenina. Quiero que ese libro desaparezca de las estanterías antes de que Meredith se las ingenie para conseguir un ejemplar. Mi adorable esposa ya es lo bastante independiente. Mantenerla a raya ya requiere casi más energía de la que puedo dedicarle.
– Sí. Estoy seguro de que es la independencia de tu hermosa esposa la que requiere toda tu energía. -Escudriñó a Philip con su mirada intencionada-. No pareces estar sufriendo demasiado en sus manos. Pero, no temas, tengo intención de desenmascarar a ese tal Brightmore. No solamente tendré el placer de delatar al charlatán, sino que el dinero que gane haciéndolo ayudará para conquistar a tu hermana. Estoy plenamente decidido a dar a lady Catherine todos los lujos a los que está acostumbrada.
– Ah. Ahora que lo dices… ¿cómo va el cortejo de mi hermana?
Andrew miró al techo.
– Muy lento, me temo.
– Bueno, deja de perder el tiempo. Siempre te he visto cuanto menos implacable cuando querías algo. ¿A qué viene tanto «no sé, no sé»?
– Nada de no sé…
– Y, por el amor de Dios, deja de mesarte el pelo. Cualquiera diría que te ha caído un rayo en la cabeza.
Andrew se pasó rápidamente una mano por un pelo que parecía haber sido víctima de un rayo y frunció el ceño.
– Mira quién habla. ¿Te has mirado al espejo últimamente? Tu aspecto sólo puede definirse como desastrado y, a juzgar por tu pelo, se diría que te ha sorprendido una repentina y monstruosa tormenta.
– Pues sí, estoy desastrado, aunque teniendo en cuenta que estoy a punto de ser padre por primera vez, al menos cuento con una excusa de peso para tirarme del pelo y comportarme de manera extraña. ¿Qué demonios te ocurre a ti?
– No me ocurre nada, aparte de esta condenada frustración. Ni siquiera he tenido la oportunidad de hablar con lady Catherine. Cada vez que logro verla entre la multitud, otro inversor del museo u otro potencial inversor reclaman mi atención. -Lanzó a Philip una mirada afilada-. Estaba intentando abordarla por cuarta vez en lo que va de noche cuando de nuevo han vuelto a retenerme. Esta vez has sido tú.
– Y deberías alegrarte de ello. Si ella hubiera visto tu desastroso peinado habría salido corriendo de la sala.
– Gracias. Tus ánimos me congratulan. En serio. Aunque me resulta difícil aceptar un consejo sobre moda de alguien cuyo atuendo y peinado a menudo son comparables a un nido de ardillas.
En vez de ofenderse, Philip sonrió.
– Cierto. Sin embargo, no soy yo quien intenta cortejar a una dama esta noche. Yo ya he logrado ganarme el favor de la mujer que amo.
– Sí, y casi a pesar de ti mismo, debo añadir. De no haber sido por mi consejo sobre cómo cortejar y ganarte el favor de Meredith… -Andrew sacudió tristemente la cabeza-. Bueno, digamos que el resultado de tu cortejo hubiera sido altamente cuestionable.
Un rudo sonido escapó de labios de Philip.
– ¿Ah, sí? Si tan experto eres, ¿por qué no has logrado nada con Catherine?
– Porque todavía tengo que empezar con ella. Y gracias, en última instancia, a ti. Dime, ¿es que no tienes ninguna otra casa que visitar en Mayfair?
– No temas, me dirigía hacia la puerta. Pero si me marcho ahora, no podré hablarte de las dos interesantes conversaciones que he tenido esta noche. Una ha sido con un tal señor Sydney Carmichael. ¿Le has conocido ya?
Andrew negó con la cabeza.
– El nombre no me resulta familiar.
– Ha sido la señora Warrenfield, la rica viuda norteamericana, quien me lo ha presentado. -Philip bajó la voz-. Si alguna vez hablas con ella, prepárate para oírla describir detalladamente su plétora de dolores y males.
– Gracias por la advertencia. Ojalá me la hubieras dado hace una hora.
– Ah. Hay algo en esa dama que me ha resultado muy extraño, aunque no sabría decir exactamente qué. ¿No has notado nada?
Andrew lo pensó durante un instante.
– Reconozco que estaba preocupado mientras hablaba con ella, aunque ahora que lo mencionas, sí, creo que es su voz. Es extrañamente grave y chirriante para una dama. Combinada con ese sombrero negro de velo que le oscurece la mitad de la cara, resulta un poco desconcertante hablar con ella.
– Sí, debe de ser eso. Bueno, volviendo al señor Carmichael. Está interesado en hacer una cuantiosa inversión en el museo.
– ¿Cómo de cuantiosa?
– De cinco mil libras.
Las cejas de Andrew se arquearon.
– Impresionante.
– Sí. Estaba ansioso por conocer a mi socio norteamericano, pues ha vivido unos cuantos años en tu país. Estoy seguro de que te buscará antes de que termine la noche.
– Supongo que por cinco mil libras puedo mostrar un poco de entusiasmo.
– Excelente. No obstante, tu tono y el hecho de que no dejas de mirar a tu alrededor denotan una clara falta de curiosidad por mi otra conversación, que, por cierto, ha tenido a Catherine como interlocutora. -Philip soltó un profundo suspiro y se sacudió un poco de pelusa de la manga de su chaqueta azul marino-. Lástima, pues la conversación te concernía.
– Y, naturalmente, me la contarás en recompensa por haberte salvado la vida.
El rostro de Philip se arrugó hasta esbozar un ceño confuso.
– Si te refieres al incidente de Egipto, creía que era yo quien te había salvado la vida. ¿Cuándo me salvaste tú la mía?
– En este momento. Al no echarte de cabeza por los ventanales contra los arbustos espinosos. ¿Qué ha dicho lady Catherine?
Philip echó una circunspecta mirada a su alrededor. En cuanto estuvo seguro de que no corrían peligro de ser oídos, dijo:
– Al parecer, tienes competencia.
Andrew parpadeó.
– ¿Cómo dices?
– No eres el único hombre que intenta ganarse el favor de mi hermana. Al parecer, hay otros que muestran interés por ella.
Andrew le miró fijamente, sintiéndose como si acabaran de abofetearle. A continuación, un sonido carente de cualquier asomo de humor se abrió paso entre sus labios al reparar en su propia vanidad. ¿Cómo no había anticipado ese giro de los acontecimientos? Naturalmente que otros hombres se verían atraídos por los encantos de lady Catherine. Se aclaró la garganta para encontrarse la voz.
– ¿Qué clase de interés?
– Sin duda, un experto de tu calibre debería saberlo. Los gestos típicamente románticos. Flores, invitaciones, chucherías. Esa clase de cosas.
El fastidio, junto con una buena dosis de celos, golpearon a Andrew en plena cara.
– ¿Y ha dado ella muestra de que disfrutaba de esas atenciones?
– Al contrario, me ha comentado que encontraba aburridos a esos caballeros, puesto que no tiene, y ahora cito textualmente: «la menor intención de comprometer jamás mi independencia atándome a otro hombre». Reconozco que últimamente mi hermana se muestra sorprendentemente categórica. Eso, añadido a una vena de clara testarudez que he detectado en sus modales últimamente, y a esos otros pretendientes… -Un estremecimiento colmado de compasión contrajo los rasgos de Philip-. No es un inicio estelar para tu campaña de cortejo, amigo mío, aunque yo ya intenté advertirte de ello en su momento.
Andrew dejó de lado la descripción vagamente poco halagüeña de lady Catherine que la presentaba como categórica y testaruda. ¿Acaso no era siempre eso lo que pensaban los jóvenes de sus hermanas? Sin embargo, no podía pasar por alto lo demás y sus ojos se entrecerraron hasta quedar convertidos en finas ranuras.
– ¿Quiénes son esos hombres?
– Demonios, Andrew, ese tono glacial no presagia nada bueno para los caballeros, y no creo haber visto antes esa mirada en tus ojos. Espero no encontrarme jamás entre tus objetivos. -Pareció meditarlo durante unos segundos, y luego añadió-: Mi hermana ha mencionado a un médico de pueblo. Luego, naturalmente, está el duque de Kelby, cuya propiedad en el campo está próxima a la casa que ella tiene en Little Longstone. Y había también todo un surtido de barones, vizcondes y títulos semejantes, algunos de los cuales están aquí esta noche.
– ¿Aquí? ¿Esta noche?
– ¿Cuándo has desarrollado esta molesta costumbre de repetir todo lo que digo? Sí. Aquí. Esta noche. Por ejemplo, lord Avenbury y lord Ferrymouth.
– ¿Nuestros inversores?
– Los mismos. Te rogaría que recordaras que obviamente retirarán sus inversiones si ensangrentas sus nobles narices.
– Supongo entonces que golpearles y dejarles sentados sobre sus nobles culos está también fuera de toda posibilidad.
– Eso me temo, aunque con ello contribuirías en gran medida a aportar una buena dosis de entretenimiento a la velada. Al parecer, Kingsly también se ha declarado a Catherine.
– Está casado.
– Sí. Y tiene una amante. También está lord Darnell. -Philip sacudió la cabeza hacia la ponchera-. No te pierdas su expresión atontada.
Andrew se volvió y tensó la mandíbula. Lord Darnell estaba dando a Catherine una copa de ponche y la miraba como si fuera un delicioso bocado al que anhelara dar un buen mordisco. Andrew reparó en que otros caballeros revoloteaban alrededor de Catherine, todos ellos con similares expresiones.
– Al parecer voy a tener que comprarme una escoba -masculló Andrew.
– ¿Una escoba? ¿Para qué?
– Para barrer al bastardo de Darnell y a sus amigos del porche de lady Catherine.
– Excelente idea. Como hermano, mentiría si dijera que me gusta la forma en que Darnell la está mirando.
Andrew logró con gran esfuerzo apartar la mirada del grupo situado alrededor de la ponchera y miró a Philip.
– Tampoco a mí me gusta.
– Bueno, puesto que eres perfectamente capaz de comportarte con la debida corrección, me marcharé para que puedas proceder. Te enviaré una carta cuando me convierta en papá para comunicarte si el retoño es niño o niña.
Andrew sonrió.
– Sí, te lo ruego. Estaré ansioso por saber si me has hecho tío o tía.
Philip se rió.
– Buena suerte con tu plan por ganarte el corazón de mi desinteresada hermana. -En los ojos de Philip destelló una chispa divertida cuando volvió a mirar al grupo congregado alrededor de la ponchera-. Siento no poder ser testigo del cortejo, pues no me cabe duda de que resultará realmente entretenido. Y que gane el mejor.
Después de haber salido a despedir a Philip, Andrew subió por el sendero de ladrillo para volver a entrar en la casa, previendo el encuentro con Catherine. Esperaba que no se produjera ninguna otra interrupción…
La puerta principal se abrió y un grupo de caballeros salió de la casa. Andrew apretó los dientes al reconocer a lord Avenbury y a lord Ferrymouth. Ambos jóvenes lores iban impecablemente vestidos: complicadas corbatas de nudo adornaban sus cuellos y lucían un artístico peinado de rizos sueltos y descuidados. Cada uno de ellos llevaba enjoyados anillos que brillaban a la luz de la luna al tiempo que disfrutaban del placer de un poco de rapé. Andrew decidió que no tendrían tan buen aspecto con las mandíbulas inflamadas y los ojos morados.
Y aquel réprobo Kingsly iba con ellos. Con su barriga, sus labios arrugados y sus pequeños ojos, Kingsly era un tipo carente de atractivo, aunque Andrew estaba más que dispuesto a hacer de él un hombre aún más feo si persistía en perseguir a lady Catherine.
El delgado lord Borthrasher miró desde detrás de sus anteojos a Andrew por encima de su larga nariz. A Andrew le recordaba un buitre con su puntiaguda barbilla y esos afilados ojos de mirada fría e inquebrantable. Dos caballeros a los que no reconoció cerraban el grupo. Lo último que Andrew deseaba era hablar con ninguno de ellos, pero, desafortunadamente, no hubo forma de evitarlos.
– Ah, Stanton, ¿le apetece unirse a fumar con nosotros? -preguntó lord Kingsly, escudriñándole de tal modo que Andrew apretó los dientes hasta el límite de sus posibilidades.
– No fumo.
– ¿Ha dicho Stanton? -Uno de los caballeros a los que Andrew no conocía levantó unos impertinentes y le miró. Al igual que sus compañeros, el hombre en cuestión llevaba un traje de corte perfecto, una complicada corbata y un anillo enjoyado. A pesar de ser claramente mayor que todos sus compañeros, era de complexión sorprendentemente atlética y ancho de hombros. Andrew se preguntó si su físico estaría reforzado debido a la práctica del remo-. Hace tiempo que quería conocerle, Stanton. He oído hablar mucho sobre ese museo.
– Permítame que le presente a su gracia, el duque de Kelby -dijo Kingsly.
Ah, el pretendiente cuya propiedad lindaba con la de Catherine. Andrew le ofreció una breve inclinación de cabeza, tranquilizado en parte por el hecho de que el duque, por muy cordial que pareciera, tenía todo el aspecto de una carpa.
– También yo esperaba conocerle. -El otro caballero al que Andrew no conocía se adelantó y le tendió la mano-. Sidney Carmichael.
Andrew reconoció el nombre que Philip había mencionado como potencial inversor de cinco mil libras. De altura y constitución medias, Andrew calculó que rondaría los sesenta años y, cansado, se preguntó si sería también otro de los pretendientes de Catherine. Estrechó la mano del hombre, notando el firme apretón que clavó el anillo contra sus dedos.
– Lord Greybourne me ha informado de que es usted norteamericano -dijo el señor Carmichael al tiempo que evaluaba a Andrew con su mirada calculadora, favor que éste le devolvió.
– En cuanto abre la boca nadie se atreve a dudar de que procede de las malditas colonias -dijo lord Kingsly con una sonora carcajada que arrancó las risas del grupo-. Aunque tampoco es que hable mucho. Hombre de pocas palabras, ¿eh, Stanton?
Haciendo caso omiso de Kingsly, Andrew respondió:
– Sí, soy americano.
– He pasado algún tiempo en su país durante mis viajes -dijo Carmichael-. Sobre todo en la zona de Boston. ¿De dónde es usted?
Andrew vaciló apenas una décima de segundo. No le hacía mucha gracia responder preguntas sobre sí mismo.
– De Filadelfia.
– Nunca he estado allí -dijo Carmichael con aire apesadumbrado-. Soy un amante de las antigüedades. Avenbury, Ferrymouth y Borthrasher me han estado cantando las alabanzas del museo que van a abrir lord Greybourne y usted. Me gustaría hablar con usted de una posible inversión. -Cogió una tarjeta del bolsillo del chaleco y se la dio a Andrew-. Mi dirección. Espero que venga a visitarme pronto.
Andrew se metió la tarjeta en el bolsillo y asintió.
– Lo haré.
– A mí también me gustaría hablar con usted de cierta inversión, Stanton -intervino el duque-. Siempre busco buenas oportunidades.
– Siempre busco inversores -dijo Andrew, con la esperanza de que su sonrisa no resultara tan tensa como él la sentía-. Y ahora, si me excusan, caballeros… -Asintió y los rodeó.
Al pasar junto a lord Avenbury, el joven lord dijo al grupo:
– Ferrymouth y yo nos vamos a las mesas de juego. Me habría gustado bailar con lady Catherine, pero supongo que siempre hay una próxima vez.
Andrew se quedó helado y lanzó una mirada glacial al perfil del joven.
– Es un delicioso bocado -dijo lord Avenbury. Se humedeció los labios y el grupo se rió. Andrew tuvo que apretar las manos para contenerse y no ceder al impulso de ver qué aspecto tendría Avenbury sin labios.
– Como sabéis, su propiedad está situada junto a la mía -dijo el duque, levantando sus impertinentes y haciendo destellar su anillo enjoyado-. De lo más cómodo.
– ¿En serio? -preguntó lord Kingsly con un evidente brillo lascivo en sus ojillos-. En ese caso quizá precise de una invitación para visitarte, Kelby. Sí, creo que siento un repentino apremio por ir a visitarte para tomar las aguas.
– Excelente idea -secundó lord Ferrymouth-. Borthrasher, ¿no eras tú víctima de ocasionales ataques de gota? Las aguas te sentarían de maravilla, estoy convencido. -Borthrasher asintió y Ferrymouth resplandeció al mirar al duque-. Creo que se impone un encuentro en su casa, Kelby. -Su mano barrió al grupo en un ademán en el que incluyó a todos los presentes-. Nos encantaría ir. Unos días de caza, remojándonos en las aguas -arqueó las cejas-, visitando a los vecinos.
– Puede ser un divertido descanso de las habituales rondas de fiestas -concedió el duque-. Vayamos a las mesas de juego y hablemos.
Se alejaron por el sendero, riéndose y sacando puros y cajas de rapé. Andrew apretó los dientes hasta sentir dolor, dio media vuelta y entró en la casa a grandes zancadas. Maldición, la noche no estaba transcurriendo de ningún modo como la había previsto. Aunque, al menos, ahora que aquel grupo se había marchado, las cosas no podían ponerse peor.
De pie entre las sombras del rincón más alejado del salón, Catherine suspiró hondo, por fin aliviada al encontrarse sola durante un instante y poder así calmar sus turbulentos pensamientos. Consciente de que aquel puerto le ofrecería sólo un breve receso de la multitud, paseó la mirada por la habitación en busca de otro santuario en el que encontrar refugio.
– ¿A quién busca con tanta concentración, lady Catherine? -preguntó una profunda voz que habló directamente a su espalda.
Lady Catherine contuvo el aliento y se volvió apresuradamente para encontrarse mirando fijamente a los conocidos ojos oscuros del señor Stanton. Unos ojos firmes, amigables. La recorrió una sensación de alivio. Ahí tenía, por fin, un amigo con quien hablar. Un aliado que no pretendía hacerle ningún daño. Un caballero que no tenía la menor intención de cortejarla.
– Señor Stanton, me ha asustado usted.
– Le ruego que me perdone. La he visto aquí de pie y he querido venir a saludarla. -Andrew la saludó con una formal inclinación de cabeza y luego sonrió-. Hola.
Ella hizo a un lado sus preocupaciones con enérgico ademán y sonrió a su vez, consciente de que él captaría cualquier desconcierto que pudiera revelar.
– Hola. No le veía desde la última vez que vine a Londres, hace dos meses. Supongo que habrá estado usted bien… y también ocupado con el museo.
– Sí a ambas cosas. También yo veo que usted ha estado bien. -Su mirada se posó brevemente en su vestido-. Está preciosa.
– Gracias. -Lady Catherine estuvo tentada de admitir ante él el alivio que sentía al haber podido poner fin al luto, aunque, sabiamente, prefirió guardar silencio. Hacerlo originaría otra conversación sobre Bertrand, conversación similar a la que ya había mantenido con otros invitados desde su aparición esa noche, y no tenía ningún deseo de hablar de su difunto marido.
– ¿Puedo ayudarla a encontrar a alguien, lady Catherine?
– De hecho, estaba buscándole a usted. -No era exactamente cierto, pero Andrew sí representaba lo que ella había estado buscando: una ensenada en la que encontrar refugio entre las aguas turbulentas de la velada.
Un júbilo inconfundible destelló en los ojos del señor Stanton.
– Qué oportuno, pues aquí me tiene.
– Sí. Aquí… le tengo. -De aspecto fuerte y sólido, familiar aunque imponente… el candidato perfecto para distraer su atención de sus preocupaciones y desanimar a los molestos caballeros que llevaban zumbando a su alrededor toda la noche como revoloteadores insectos.
Arrugó los labios.
– ¿Piensa decirme por qué me buscaba o tendremos que jugar a las charadas?
– ¿A las charadas?
– Es un juego divertido en el que una persona escenifica palabras, como quien escenifica una pantomima, mientras otros adivinan qué es lo que está intentando representar.
– Entiendo. -Lady Catherine frunció los labios y dio exageradas muestras de estudiarle-. Humm. Su corbata claramente retocada, en combinación con esa ligera sombra de ceño entre sus cejas, indica que está intentando decir que desearía que Philip se hubiera quedado a hablar con todos esos potenciales inversores de su museo.
– Una observación muy astuta, lady Catherine. Philip es mucho más apto que yo para navegar por estas aguas. Me contento con no asustar a ninguno de nuestros apoyos financieros antes de que Meredith dé a luz y Philip regrese a Londres.
– Le he visto hablar con varias personas esta noche y ninguna me ha parecido demasiado asustada. En cuanto a Philip, me ha encantado que haya venido a la fiesta, aunque es una lástima que haya estado con nosotros tan poco tiempo.
– Me ha dicho que Meredith ha insistido en que viniera, a pesar de sus objeciones.
– Tengo la certeza de que así ha sido.
– Bastante raro, teniendo en cuenta la delicadeza de su estado, ¿no le parece?
– En absoluto -respondió Catherine con una sonrisa-. Ayer recibí una carta de Meredith en la que me escribía que mi normalmente tranquilo y contenido hermano ha empezado a alternar la práctica de frenéticos paseos de un lado a otro de la casa con el repetido refunfuño de: «¿ya es la hora?». Después de una semana soportando semejante comportamiento, estaba a punto de sacudirle. Antes de exponerse al peligro de herir al padre de su hijo, mi cuñada se aferró a la excusa de esta fiesta para empujarle literalmente por la puerta.
El señor Stanton se rió entre dientes.
– Ah, ahora lo entiendo. Sí, puedo imaginar a Philip revoloteando alrededor de Meredith, con el pelo de punta, la corbata desanudada…
– … sin rastro de la corbata -le corrigió Catherine con una carcajada.
– Los anteojos torcidos.
– La camisa espantosamente arrugada…
– …arremangado. -Andrew sacudió la cabeza-. No puedo por más que compadecer a la pobre Meredith. Casi diría que me tienta estar presente en la casa de campo de Greybourne para disfrutar del espectáculo.
Catherine agitó la mano, desestimando la cuestión.
– Vamos. Usted simplemente desearía estar en cualquier otro sitio que no fuera éste, intentando convencer a posibles inversores.
Algo brilló en los ojos de Andrew y a continuación una atractiva sonrisa se extendió sobre su rostro, dibujando dos hoyuelos idénticos en sus mejillas, una sonrisa a la que a ella le resultó imposible no responder con otra semejante. Andrew se inclinó hacia ella y Catherine percibió un agradable olor a sándalo. Un inexplicable estremecimiento le recorrió la columna, sorprendiéndola debido al calor que reinaba en el salón.
– Debo reconocer que solicitar fondos no es mi pasatiempo favorito, lady Catherine. Le debo un favor por haberme concedido este momento de paz.
A punto estuvo de decirle que también ella le debía un favor por una razón similar, pero se contuvo.
– Le he visto hablando con lord Borthrasher y con lord Kingsly, y también con la señora Warrenfield -dijo ella-. ¿Han tenido éxito sus esfuerzos?
– Eso creo, sobre todo en el caso de la señora Warrenfield. Su marido le ha dejado una cuantiosa fortuna y siente un gran amor por las antigüedades. Una buena combinación, en lo que nos concierne a Philip y a mí.
Catherine sonrió y Andrew se quedó sin aliento. Maldición. Era una preciosidad. Todo el hilo de su conversación se desintegró en su mente mientras seguía mirándola. Por fin, su voz interior le devolvió la vida de golpe. «Deja de mirarla como un idiota y habla, cabeza de chorlito, antes de que lord-cómo-se-llame vuelva con un enorme ramo de flores y sus declamados sonetos.»
Se aclaró la garganta.
– ¿Y cómo está su hijo, lady Catherine?
Una mezcla de orgullo y de tristeza asomó a su rostro.
– En general, Spencer está bien de salud, gracias, pero el pie y la pierna le causan dolor.
– ¿No ha venido con usted a Londres?
– No. -La mirada de Catherine recorrió a los invitados congregados en el salón y se le heló la expresión del rostro-. No le gusta viajar y siente especial animadversión hacia Londres, sentimiento que comparto con él. Tampoco le gustan las fiestas. Si no hubiera sido por la fiesta de cumpleaños de mi padre, yo no me habría aventurado a venir a la ciudad. Tengo planeado regresar a Little Longstone mañana mismo después del desayuno.
Sintió una oleada de desilusión. Había esperado que ella se quedara en Londres al menos unos días, concediéndole así la oportunidad de pasar un tiempo en su compañía. Invitarla a la ópera. Mostrarle los progresos en el museo. Montar en Hyde Park y pasear por Vauxhall. Maldición, ¿cómo iba a llevar a cabo su plan para cortejarla si ella insistía en ocultarse en el campo? Sin duda se imponía una visita a Little Longstone, aunque, como ella no le había extendido ninguna invitación, tendría que pensar en alguna excusa plausible para aparecer por allí. Sin embargo, mientras tanto, necesitaba dejar de desperdiciar un tiempo precioso y aprovechar al máximo la oportunidad presente. Los acordes de un vals flotaban en el aire y todo su cuerpo se alteró ante la perspectiva de bailar con ella, de sostenerla entre sus brazos por primera vez.
Justo cuando abrió la boca para pedirle que le concediera ese baile, ella se inclinó hacia él y le susurró:
– Oh, Dios. Mire eso. Está actuando de forma absolutamente errónea.
– ¿Cómo dice?
Catherine señaló con la cabeza hacia la ponchera.
– Lord Nordnick. Está intentando seducir a lady Ofelia y está cayendo en el más absoluto ridículo.
Andrew volvió su atención hacia la pareja que estaba de pie junto a la profusamente adornada ponchera de plata. Un joven de aspecto ansioso, presumiblemente lord Nordnick, estaba dando a una atractiva joven, presumiblemente lady Ofelia, una copa de ponche.
– Ejem, ¿existe acaso una forma incorrecta de dar un refresco a una mujer? -preguntó Andrew.
– No sólo le está dando un refresco, señor Stanton. La está cortejando. Y me temo que no se está luciendo demasiado.
Andrew estudió a la pareja durante varios segundos más y luego sacudió la cabeza, perplejo.
– No veo nada extraño.
Catherine se acercó a él unos centímetros más. Un embriagador aroma de flores le llenó la cabeza y Andrew tuvo que apretar los dientes para seguir concentrado en sus palabras.
– Fíjese en sus modales exageradamente entusiastas.
– ¿Exageradamente entusiastas? Está claro que el joven está encaprichado y que desea complacerla. ¿No creerá que debería haber permitido que lady Ofelia se sirviera el ponche ella misma?
– No, pero sin duda él no le ha consultado cuál es su preferencia. A juzgar por su expresión, es obvio que lady Ofelia no deseaba una copa de ponche… sin duda porque él ya le había servido una hace menos de cinco minutos.
– Quizá lord Nordnick esté simplemente nervioso. Según creo, la cordura suele abandonar la cabeza de un hombre cuando está en compañía de una dama a la que considera atractiva.
Catherine respondió con un leve chasqueo de la lengua.
– Y eso me parece de lo más desafortunado. Observe lo aburrida que está ella con sus ineptas atenciones.
Humm. Lady Ofelia parecía sin duda aburrida. Demonios. ¿Cuándo había empezado el arte del cortejo a ser tan condenadamente complicado? Con la esperanza de parecer más un conspirador que un hombre deseoso de obtener información, preguntó:
– ¿Qué debería hacer lord Nordnick?
– Debería colmarla de romanticismo. Descubrir cuál es su flor favorita. Su comida preferida.
– ¿Debería pues enviarle rosas y dulces?
– Como amiga suya, señor Stanton, debo apuntar que esa es precisamente una suposición masculina tristemente típica. Quizá lady Ofelia prefiera las costillas de cerdo a los dulces. ¿Y cómo sabe que la rosa es su flor favorita?
– Como amigo suyo, lady Catherine, debo apuntar que resultaría muy extraño que un pretendiente apareciera de visita con una caja de regalo llena de costillas de cerdo. ¿Y acaso las rosas no gustan a todas las mujeres?
– No sabría decirle. A mí me gustan. Sin embargo, no son mis favoritas.
– ¿Y cuáles son entonces sus favoritas?
– Las dicentra spectabilis.
– Lamento reconocer que el latín no es mi fuerte.
– ¿Lo ve?
– De hecho, no.
– Ahí tiene usted otro problema con los métodos poco originales de lord Nordnick. Debería recitar a lady Ofelia algo romántico en otra lengua. Pero estoy cayendo en una mera digresión. Dicentra spectabilis significa «corazón sangrante».
Andrew apartó los ojos de la pareja y se volvió a mirarla.
– ¿Una flor llamada «corazón sangrante» es su flor favorita? No me parece que haya mucho romanticismo en ese nombre.
– Aún así, es mi favorita, y eso es precisamente lo que la hace romántica. Resulta que sé que a lady Ofelia le gustan especialmente los tulipanes. Pero ¿cree usted que lord Nordnick se molestará en averiguarlo? No lo creo. Después de ver la cantidad de veces que ha ido a buscar copas de ponche que ella no deseaba, estoy segura de que enviará rosas a lady Ofelia porque eso es lo que él cree que a ella le gusta. Y, precisamente por eso, está condenado al fracaso.
– ¿Y todo porque ha ido a buscar ponche y porque le enviará las flores inadecuadas? -Andrew volvió a mirar a la pareja y fue presa de una oleada de pena por lord Nordnick. Pobre diablo. Anotó mentalmente pasar la información sobre los tulipanes al desventurado joven. En esos peligrosos empeños del cortejo, los hombres tenían que permanecer unidos.
– Quizá esos torpes intentos habrían ganado el favor de una dama en el pasado, pero ya no. La mujer moderna actual prefiere a un caballero que tome en consideración sus preferencias, en oposición a un hombre que en su arrogancia crea saber lo que es mejor para ella.
Andrew se rió por lo bajo.
– ¿La mujer moderna actual? Suena como si lo hubiera sacado de esa ridícula Guía femenina de la que habla todo el mundo.
– ¿Por qué «ridícula»?
– Humm, sí, quizá me haya equivocado en la elección de la palabra. «Escandalosos y espantosos disparates llenos de basura» se acerca más a lo que quiero decir.
Andrew siguió estudiando a la pareja durante unos segundos más, intentando descifrar los errores del aparentemente equivocado lord Nordnick para no cometerlos él mismo, aunque lo cierto es que no alcanzaba a ver lo que el hombre no estaba haciendo bien. Se mostraba cortés y atento, dos estrategias que el propio Andrew consideraba importantes para su plan para cortejar a lady Catherine.
Se volvió de nuevo hacia ella.
– Me temo que no veo…
Se interrumpió bruscamente al ver que ella le miraba con las cejas arqueadas y una expresión de frialdad.
– ¿Me he perdido algo?
– No sabía que hubiera leído la Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima, señor Stanton.
– ¿Yo? ¿Una Guía femenina? -Andrew se rió de nuevo entre dientes, intentando decidir si estaba más perplejo o divertido por sus palabras-. Naturalmente que no la he leído.
– En ese caso, ¿cómo puede calificarla de «escandalosos y espantosos disparates llenos de basura»?
– No necesito leer las palabras para conocer su contenido. La Guía se ha convertido en el tema principal de conversación de la ciudad. -Sonrió, pero la expresión de Catherine permaneció inmutable-. Como usted ha pasado los últimos meses en Little Longstone, no puede estar al corriente del escándalo que ese libro ha provocado con las disparatadas ideas propuestas por el autor. No tiene más que escuchar a los caballeros que hay en el salón para darse cuenta de que no sólo el libro está plagado de estupideces, sino que al parecer está además precariamente escrito. Charles Brightmore es un renegado y posee poco talento literario, en caso de que posea algo.
Dos banderas gemelas de color asomaron a las mejillas de Catherine y a través de sus ojos entrecerrados su mirada se tornó claramente glacial. Sonaron campanadas de advertencia en la cabeza de Andrew que le sugirieron (desgraciadamente con unas cuantas palabras de retraso) que había cometido un grave error táctico. Ella alzó la barbilla y le lanzó una mirada con la que de algún modo logró dar la sensación de estar mirándole por encima del hombro, lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que él era unos veinticinco centímetros más alto que ella.
– Debo decir que estoy sorprendida, por no decir decepcionada, al descubrir que es usted muy estrecho de miras, señor Stanton. Habría dicho que un hombre de su vasta inteligencia viajera se mostraría más abierto a las ideas nuevas y modernas, y que, como mínimo, era un hombre que se tomaría el tiempo de examinar todos los hechos y formarse su propia opinión sobre un tema, en vez de confiar en los chismes que oye en bocas ajenas, sobre todo cuando esas bocas ajenas con toda probabilidad no han leído el libro.
Andrew arqueó las cejas al percibir su tono.
– No soy en absoluto estrecho de miras, lady Catherine. Sin embargo, no creo necesario experimentar algo para saber que no es de mi agrado o que no coincide con mis creencias -dijo suavemente, preguntándose qué había ocurrido para que la conversación se hubiera desviado de aquel modo-. Si alguien me dice que el pescado podrido apesta, me conformo con creer en su palabra. No siento la necesidad de meter la nariz en el barril para olerlo por mí mismo. -Soltó una risa queda-. Casi diría que ha leído usted esa Guía… y que ve con buenos ojos sus rebuscados ideales.
– Si sólo casi diría usted que he leído la Guía no creo entonces que me haya estado escuchando con la debida atención, señor Stanton, defecto que, según me temo, comparte usted con la gran mayoría de hombres.
Totalmente seguro de que su oído acababa de jugarle una mala pasada, Andrew dijo despacio:
– No me diga que ha leído ese libro.
– Muy bien, en ese caso no se lo diré.
– Pero… ¿lo ha leído? -Sus palabras sonaron más a acusación que a pregunta.
– Sí. -Catherine le lanzó una mirada inconfundiblemente retadora-. De hecho, varias veces. Y no me ha parecido que los ideales que propone sean en absoluto rebuscados. De hecho, me parecen exactamente lo contrario.
Andrew sólo podía mirarla. ¿Lady Catherine había leído aquella escandalosa basura? ¿Varias veces? ¿Y había adoptado sus preceptos? Imposible. Lady Catherine era todo un parangón. El epítome de una perfecta dama, sosegada y de gentil crianza. Pero estaba claro que la había leído, puesto que no había posibilidad alguna de malinterpretar sus palabras ni su expresión obstinada.
– Le veo muy perplejo, señor Stanton.
– No puedo negar que lo estoy.
– ¿Por qué? Si me guío por sus propias palabras, casi todas las mujeres de Londres han leído la Guía. ¿Por qué iba a sorprenderle que yo la haya leído?
«Porque usted no es como las demás mujeres. Porque no quiero que sea usted "independiente" ni "moderna". Lo que quiero es que me necesite, que me desee, que me ame del mismo modo que yo la necesito, la deseo y la amo.» Dios santo, si las tonterías del bastardo de Brightmore habían transformado a lady Catherine en una de esas arribistas marisabidillas, el hombre lo pagaría muy caro. Sin duda, todas esas condenadas tonterías sobre «la mujer moderna actual» no iban a ser de ninguna ayuda en su plan para cortejarla. A juzgar por lo que ella había dicho sobre lord Nordnick, corría ya el riesgo de distanciarse de lady Catherine por el simple acto de ir a buscarle una copa de ponche.
– No me parece que ese libro sea la clase de lectura que corresponda a una dama como usted.
– Y, dígame, ¿qué clase de dama soy, señor Stanton? ¿La clase de dama que no sabe leer?
– Por supuesto que no.
– ¿La clase de mujer que no es lo bastante inteligente para comprender palabras que contengan más de una sílaba?
– No, sin duda.
– ¿La clase de mujer que es incapaz de formarse sus propias opiniones?
– No. -Se pasó una mano por el pelo-. Es un hecho de indudable claridad que es usted capaz de eso. ¿Cómo había podido torcerse la conversación tanto tan deprisa?-. Lo que quería decir es que no me parece el tipo de lectura adecuado para una dama decente.
– Entiendo. -Catherine le dedicó una mirada fría y distante que le tensó la mandíbula. Definitivamente, no era esa la forma en que había esperado que ella le mirara al término de la velada-. Bien, quizá la Guía no sea tan escandalosa como le han llevado a creer, señor Stanton. Quizá la Guía podría ser mejor descrita como un documento brillante. Provocativo. Inteligente. Aunque, claro, cómo iba a saberlo si no la ha leído. Quizá debería hacerlo.
Andrew arqueó las cejas ante el inconfundible reto que brillaba en los ojos de Catherine.
– Debe de estar bromeando.
– No. De hecho, estaría encantada de prestarle mi ejemplar.
– ¿Y por qué iba yo a querer leer una guía femenina?
Catherine le ofreció una sonrisa que se le antojó un poco demasiado dulce.
– Muy sencillo: para que pudiera ofrecer así una opinión informada e inteligente la próxima vez que hable de la obra. Y, además, quizá hasta aprenda algo.
Dios mío, aquella mujer estaba chiflada. Quizá fuera debido a un exceso de vino. Andrew la olió discretamente, pero sólo percibió el seductor aroma de las flores.
– ¿Y qué demonios podría yo aprender de una guía femenina?
– Lo que les gusta a las mujeres, por ejemplo. Y lo que no les gusta. Y por qué las tentativas de cortejo de lord Nordnick dirigidas a lady Ofelia están condenadas al fracaso. Sólo por citar algunas razones.
Andrew apretó los dientes. Él sabía lo que les gustaba a las mujeres… ¿o quizá no? No recordaba haber recibido ninguna queja en el pasado. Pero su voz interior le estaba advirtiendo de que quizá no supiera tanto sobre lo que le gustaba a lady Catherine como creía. De hecho, quizá no conociera a lady Catherine tan bien como creía, lo que le inquietó y le intrigó a la vez. Ella había revelado un lado inesperado de su personalidad en el curso de la noche. Andrew se acordó de la advertencia de Philip sobre el nuevo comportamiento testarudo y resuelto de Catherine. En aquel momento, no había dado ningún crédito al comentario de Philip, aunque al parecer su amigo estaba en lo cierto. Más aún, parecía que la culpa de ese cambio era debida a la Guía femenina.
«Maldito seas, Charles Brightmore. Tú y tu estúpido libro habéis dificultado aún más el cortejo de la mujer que deseo, tarea, por otra parte, hercúlea de por sí. Me encantará descubrirte y poner fin a tu carrera de escritor.»
Sí, más difícil todavía, porque la Guía no sólo había llenado claramente la cabeza, de lady Catherine de ideas de independencia, sino que la conversación, que supuestamente debía llevar a Andrew a pedirle que bailara con él y así dar inicio a su plan para cortejarla, se había tornado contenciosa; un giro de los acontecimientos que tenía que corregir de inmediato. No, el encuentro no se estaba desarrollando en absoluto como él había imaginado. Según sus planes, lady Catherine tendría que haber estado en sus brazos, mirándole con cálido afecto. En vez de eso, se había distanciado de él con una mirada glacial de fastidio, una sensación que él compartía, pues era presa de no poca irritación.
Apretó con fuerza los labios para no seguir discutiendo. Sin duda, discutir era lo último que deseaba, sobre todo esa noche, cuando disponían de tan poco tiempo juntos. Su plan para cortejarla se había visto condenado a un comienzo desastroso. La retirada y la reagrupación de fuerzas era sin duda su mejor alternativa. Andrew levantó las manos en una muestra de aquiescencia y sonrió.
– Aunque aprecio sobremanera la oferta de leer su ejemplar, creo que la declinaré. En cuanto a lo que le gusta o no a la mujer moderna actual, me inclino ante su superior conocimiento sobre el tema, señora mía.
Ella no le devolvió la sonrisa. En vez de eso, se limitó a arquear una ceja.
– Continúa sorprendiéndome, señor Stanton.
Una risa carente de toda muestra de humor escapó de sus labios.
– ¿Que continúo sorprendiéndola? ¿De qué modo?
– No le había tomado por un cobarde.
Las palabras de Catherine le dejaron de una pieza. Maldición, aquello había ido demasiado lejos.
– Supongo que porque no lo soy. Tampoco yo la había tomado por una instigadora, aunque al parecer me esté hostigando deliberadamente, lady Catherine. Me pregunto por qué.
Una nueva capa de carmesí tiñó más aún las sonrojadas mejillas de Catherine. Dio un profundo suspiro y dejó escapar a continuación una risilla nerviosa.
– Sí, eso parece. Me temo que he tenido una noche muy difícil y que…
Sus palabras quedaron interrumpidas por un fuerte estallido y el crujido del cristal al romperse. Jadeos y gritos de perplejo temor se elevaron entre los invitados a la fiesta. Andrew se volvió rápidamente y un temor enfermizo le recorrió la columna cuando reconoció que el primer sonido era el de un disparo de pistola. Los fragmentos del cristal roto de uno de los ventanales salpicaban el suelo. En el espacio de un latido de corazón, una miríada de atormentadoras imágenes que Andrew había creído enterradas destellaron en su mente con un reguero de vivida angustia. Empezó a sonar un timbre en sus oídos, engullendo los sonidos a su alrededor, y los indeseados recuerdos del pasado volvieron a golpearle.
– ¡Dios mío, está herida!
El grito aterrado que surgió directamente detrás de él le obligó a volverse de golpe. Entonces todo en su interior se congeló.
Lady Catherine estaba tumbada en el suelo a sus pies con un hilo de sangre entre los labios.