En toda relación llega un momento en que un hombre y una mujer se percatan de la existencia del otro de ese modo especial. En muchas ocasiones, esa conciencia se manifiesta o bien con un inexplicable tintineo o con un encogimiento de estómago. Desafortunadamente, la sensación a menudo se confunde con la fiebre o con la indigestión.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Las voces, inconexas y entrecortadas, resonaban en la cabeza de Catherine junto con una miríada de sensaciones inexplicables y contradictorias. Le dolía la cabeza como si alguien se la hubiera aplastado con una roca. Pero esa incomodidad no era nada comparada con el ardor infernal que sentía en el hombro. ¿Y quién habría instalado un panal de enojadas abejas sobre su labio inferior? Sin embargo, tenía la sensación de estar flotando, engullida por un fuerte y reconfortante abrazo que la colmaba de calor, como si estuviera envuelta en su aterciopelada manta favorita. Tenía la mejilla posada sobre algo cálido y sólido. Inspiró, llenando su dolorida cabeza con el olor de las sábanas limpias, el sándalo y algo más… un delicioso aroma que no lograba identificar, pero que le gustaba.
De pronto reparó en el zumbido de voces. Una voz, grave, profunda y ferviente, y muy cercana a su oído, logró infiltrarse entre el ruido de las demás. «Por favor, despierte… Dios, por favor.»
Algo la sacudió, causándole dolor, y Catherine gimió.
– Aguante -susurró la voz junto a su oído-. Ya casi hemos llegado.
¿Llegado? Obligándose a abrir los párpados, se encontró mirando el perfil del señor Stanton. Su rostro parecía pálido, la mandíbula tensa, los rasgos rígidos, marcados por una inescrutable emoción. Un soplo de brisa le apartó un rizo del pelo, que le frotó la mejilla, y Catherine se dio cuenta de que se movía apresuradamente por un pasillo… un pasillo de la casa de su padre, firmemente acunada contra el pecho del señor Stanton, con las rodillas sujetas por uno de sus brazos y la espalda apoyada en el otro.
Andrew bajó la mirada y Catherine se vio mirando fijamente unos intensos ojos de ébano que ardían como dos idénticos braseros. La mirada de él se posó en la suya, y un músculo se contrajo en su mejilla.
– Está despierta -dijo, volviendo ligeramente la cabeza, aunque sin apartar la mirada de la suya en ningún momento.
¿Despierta? ¿Se había quedado dormida? No, sin duda. Parpadeó varias veces, pero antes de lograr que su dolorida boca formulara una pregunta, cruzaron el umbral de una puerta y entraron en una habitación que reconoció como el dormitorio de su padre. Segundos después, el señor Stanton la posó suavemente sobre el cubrecama marrón. Al instante Catherine echó de menos su calor y la recorrió un escalofrío helado, pero segundos más tarde abrió aún más los ojos cuando vio que él apoyaba una cadera sobre el colchón y se sentaba a su lado en la cama mientras el calor de su mano apretaba su punzante hombro. Un pequeño rincón de su mente protestó, reparando en que la proximidad de Andrew rozaba la indecencia, aunque su presencia resultaba demasiado reconfortante… y Catherine se sentía inexplicablemente necesitada de ese consuelo.
Un movimiento captó su atención y su mirada se deslizó por encima del hombro del señor Stanton hasta ver a su padre mirándola con expresión ansiosa.
– Gracias a Dios que has vuelto en ti, querida -dijo su padre con voz ronca-. El doctor Gibbens viene de camino.
El señor Stanton se inclinó, acercándose a ella.
– ¿Cómo se encuentra?
Catherine se pasó la lengua, que sentía extrañamente gruesa, por los labios secos, estremeciéndose al tocar con ella un punto sensible.
Me duele el hombro. La cabeza también. -Intentó volver la cabeza, pero inmediatamente lo pensó mejor cuando un dolor agudo rebotó tras sus ojos y una oleada de náuseas la recorrió por entero-. ¿Qué…? ¿Qué ha ocurrido?
Algo indescifrable destelló en los ojos de Andrew.
– ¿No se acuerda?
En un intento por ignorar los dolores que la atravesaban, intentó concentrarse.
– La fiesta de papá. Su cumpleaños. Usted y yo discutíamos… y ahora estoy aquí. «Tumbada en la cama, con usted sentado muy cerca de mí. Tocándome.» Me siento como si me hubieran golpeado… espero que no haya sido el resultado de nuestra discusión.
– Le han disparado -dijo el señor Stanton. La aspereza resultó evidente en su voz queda-. En el hombro. Y, al parecer, se dio un fuerte golpe en la cabeza al caer. Siento el dolor… mantengo la presión sobre la herida que tiene en el hombro para contener la sangre hasta que llegue el médico.
Las palabras de Andrew resonaron en su palpitante cabeza. «¿Disparado?» Deseó burlarse de semejante afirmación, pero el ardor que sentía en el hombro y la gravedad reflejada en la intensa mirada de él dejaban claro que decía la verdad. Y, sin duda, explicaban su cercanía y su contacto. Y su evidente preocupación.
– Recuerdo… recuerdo un fuerte ruido.
El señor Stanton sacudió la cabeza, asintiendo.
– Eso fue el disparo. Vino de fuera, de Park Lañe.
– Pero ¿quién? -susurró-. ¿Por qué?
– Eso es precisamente lo que vamos a descubrir -intervino su padre-, aunque el porqué resulta más que obvio. Estos malditos criminales están por todas partes. ¿En qué se está convirtiendo esta ciudad? Debe ponerse fin a la reciente oleada de crímenes en la zona. Sin ir más lejos, la semana pasada, lord Denbitty volvió a casa de la ópera y se la encontró desvalijada. La debacle de esta noche es claramente obra de algún condenado salteador cuya arma se ha disparado mientras cometía algún robo en la calle.
La mandíbula del padre de Catherine se cerró al tiempo que se pasaba unas manos visiblemente temblorosas por el rostro.
– Gracias a Dios que tenemos aquí al señor Stanton. Mientras reinaba el caos, él ha mantenido la cabeza fría. Ha mandado a un criado a buscar al médico, a otro a localizar al magistrado, y luego ha reunido a varios caballeros para que llevaran a cabo una búsqueda fuera en un intento por encontrar al culpable y quizá a otra víctima, y todo ello mientras examinaba tus heridas. En cuanto ha determinado que la bala no se había alojado en tu hombro, te ha traído aquí.
Catherine miró entonces al señor Stanton, quien la miraba a su vez con una expresión tan intensa que los dedos de los pies se le encogieron en sus zapatillas de satén.
– Gracias -susurró.
Durante varios segundos, él no dijo nada. Luego, con lo que parecía ser un gran esfuerzo, le ofreció una semisonrisa.
– De nada. Gracias a mis aventuras con su hermano, tengo alguna experiencia en estos asuntos, aunque quizá retire sus palabras cuando se dé cuenta de cómo le he dejado el vestido. Lamento decirle que he tenido que cortarle la manga.
Ella intentó responderle con una sonrisa, pero no estuvo segura de haberlo conseguido.
– Sin duda, la mancha de sangre habría resultado desastrosa de todos modos.
El padre de Catherine tendió el brazo y le tomó la mano.
– Tenemos que estar agradecidos por el hecho de que la bala simplemente te haya rozado y de que no haya impactado en nadie más antes de alojarse en la pared. Demonios, uno o dos centímetros más y quizá ahora estarías muerta. -La determinación le afinó los labios-. Juro que no descansaré hasta apresar al canalla que ha hecho esto, Catherine.
La habitación pareció girar a su alrededor en cuanto Catherine tomó conciencia de la verdadera dimensión de lo ocurrido. Antes de poder articular una respuesta, alguien llamó a la puerta y su padre gritó:
– Entre.
El doctor Gibbens entró en la habitación con su maletín médico de cuero negro. Mientras se acercaba a ella, su largo rostro era la viva imagen de la preocupación.
– ¿Sangra mucho la herida? -preguntó, dejando el maletín a los pies de la cama.
Catherine notó que remitía la presión sobre su hombro.
– Casi ha dejado de sangrar -dijo el señor Stanton, con inconfundible alivio-. Hay un bulto de gran tamaño en la parte posterior de la cabeza, pero no se ha mostrado incoherente en ningún momento. Además se mordió el labio al caer, pero también ha dejado de sangrar.
– Excelente -dijo el médico. Siguió de pie durante varios segundos y luego se aclaró la garganta-. En cuanto los caballeros tengan a bien salir de la habitación, examinaré a la paciente.
El señor Stanton le lanzó una mirada airada y pareció a punto de discutir, pero el doctor Gibbens añadió con firmeza:
– Les daré mi diagnóstico en cuanto termine. Mientras tanto, se necesita su presencia abajo. El magistrado ha llegado justo después que yo.
Aunque no cabía duda de que ni el señor Stanton ni su padre tenían deseos de dejarla, ambos siguieron las indicaciones del médico. Al ver que cerraban tras de sí la puerta, un escalofrío sacudió a Catherine, un temblor de miedo que nada tenía que ver con el incesante dolor que la recorría.
Su padre parecía estar convencido de que había sido víctima de un disparo absolutamente accidental. Un robo malogrado. Lo que no sabía era que había una gran cantidad de gente que quería terminar con la vida de Charles Brightmore.
Y que, esa noche, alguien había estado a punto de conseguirlo.
Andrew recorría los confines del pasillo al que daba la puerta del dormitorio de lord Ravensly con las entrañas hechas un nudo de impaciencia y frustración. Y un miedo absoluto. ¿Cuánto se tardaba en examinar y en vendar una herida? Sin duda, no tanto. Maldición, los invitados a la fiesta se habían marchado, había aparecido un testigo que ya había sido interrogado, ya habían hablado con el magistrado y el doctor Gibbens todavía seguía sin reaparecer. A lo largo de su vida se había encontrado con un sinnúmero de situaciones precarias, inquietantes e incluso peligrosas, pero el terror absoluto y el horror paralizante que había sentido al ver la figura sangrante e inconsciente de lady Catherine…
Dios. Se detuvo durante unos segundos y apoyó la espalda contra la pared. Cerró los ojos y se pasó las manos, que todavía no sentía demasiado firmes, por el pelo. Todo el miedo, la rabia y la desesperación que había sentido desde el instante en que aquel disparo había restallado rompieron el dique de control y contención tras el que se había refugiado. Notó que le temblaban las rodillas y, con un suave gemido, se acuclilló, pegándose las palmas de las manos a la frente.
Demonios. Durante toda su vida sólo en una ocasión se había sentido tan impotente… y la situación en cuestión había concluido desastrosamente. Y bajo circunstancias espantosamente similares. Un disparo. Alguien a quien amaba cayendo al suelo…
Sus terminaciones nerviosas palpitaban con la necesidad de echar abajo la condenada puerta, coger al médico por el cuello y exigirle que curara a lady Catherine. Y, en cuanto ella se recuperara, él mismo se encargaría del bastardo que le había hecho eso. Sin embargo, mientras tanto, la espera le estaba matando. Eso y el hecho de que, en los instantes previos al disparo, Catherine y él hubieran estado discutiendo. Discutiendo, por el amor de Dios. Nunca antes habían intercambiado una sola palabra de enojo. Una enfermiza sensación de pérdida le embargó al recordar la mirada fría y desapasionada de Catherine durante la conversación. Jamás le había mirado así.
– ¿Se sabe algo ya?
Andrew se volvió al oír la voz del padre de lady Catherine. El barón de Ravensly se acercaba a grandes zancadas por el pasillo con la tensión grabada en el semblante.
– Todavía no. -Se levantó y sacudió la cabeza hacia la puerta de dormitorio-. Voy a darle dos minutos más a su doctor Gibbens. Si para entonces no ha abierto la puerta, dejaré de lado las formas y tomaré la ciudadela por asalto.
El fantasma de una sonrisa recorrió durante un segundo el rostro macilento del barón.
– Muy americano de su parte. Aunque en este caso, debo mostrarme de acuerdo con usted. De hecho…
En ese momento se abrió la puerta y el doctor Gibbens salió al pasillo.
– ¿Y bien? -preguntó Andrew antes de que el barón pudiera decir nada. Se separó de un empujón del panel de madera que revestía la pared y se acercó al médico, apenas conteniéndose para no coger al hombrecillo por la corbata y sacudirle al igual que haría un perro con un trapo.
– Ha manejado usted la situación con absoluta corrección, señor Stanton. Por fortuna, la herida de lady Catherine es un roce superficial, que he limpiado y vendado. Gracias a su rápida intervención, no ha sufrido una gran pérdida de sangre. Aunque el bulto que tiene en la cabeza le causará alguna que otra incomodidad, no provocará daños duraderos, como tampoco lo hará el corte del labio. Espero que se recupere totalmente. -Se quitó los anteojos y limpió las lentes con su pañuelo-. He dejado un poco de láudano en la mesita de noche, aunque se ha negado a tomarlo hasta haber hablado con ustedes dos. Recomiendo que no se la mueva esta noche. Vendré a visitarla mañana por la mañana para ver cómo evoluciona y para cambiarle el vendaje. Insiste en que desea volver mañana a Little Longstone y reunirse allí con su hijo.
Andrew se rebeló por dentro al pensar en la posibilidad de perder a Catherine de vista, y tuvo que apretar bien los labios para no dar voz a su objeción.
– Qué chiquilla tan testaruda -dijo el barón con ojos sospechosamente húmedos-. No soporta la idea de estar separada de Spencer. ¿Es aconsejable que viaje tan pronto?
– Le daré mi opinión después de que la examine mañana -dijo el doctor Gibbens-. Les deseo buenas noches a los dos. -Y con una inclinación de cabeza, el médico se marchó.
– Venga, Stanton -dijo el barón, abriendo la puerta-. Veamos con nuestros propios ojos cómo está mi hija.
Andrew ofreció un silencioso «gracias» a la invitación de lord Ravensly, pues lo cierto era que no sabía si era capaz de seguir en el pasillo un minuto más. Siguió al barón al dormitorio y se detuvo en la puerta.
Lady Catherine estaba acostaba en la inmensa cama. El edredón marrón la cubría por entero hasta la barbilla. Bañada en el resplandor cobrizo del fuego que ardía en la chimenea, parecía un ángel dorado. Mechones sueltos de cabellos castaños se desparramaban por la almohada de color crema, y los dedos de Andrew a punto estuvieron de apartar los brillantes mechones de su suave piel. En el sinnúmero de ocasiones en que había soñado con tenerla en sus brazos, jamás había sospechado que si llegaba el momento, lo haría llevando su cuerpo inconsciente y sangrante.
Se acercó despacio a la cama con las rodillas a punto de doblársele, al tiempo que su mirada captaba minuciosamente cada detalle de su ser. Los ojos de Catherine parecían inmensos, y unas sombras de dolor acechaban en sus doradas profundidades marrones junto a algo más, algo semejante al temor. Una pequeña marca roja desfiguraba su inflamado labio inferior. El rostro había perdido todo su color.
– El doctor Gibbens nos ha asegurado que te recuperarás del todo -dijo lord Ravensly, tomando la mano de Catherine entre las suyas-. ¿Cómo te encuentras?
Una mueca de dolor asomó a su rostro.
– Dolorida, pero muy agradecida. Mis heridas podrían haber sido mucho peores.
El barón se estremeció visiblemente, un sentimiento con el que Andrew comulgó de todo corazón. La mirada visiblemente preocupada de Catherine se alternó entre los dos hombres.
– ¿Se ha sabido algo de quién hizo el disparo?
Andrew se aclaró la garganta.
– Uno de los invitados a la fiesta, el señor Sydney Carmichael, ha informado de que oyó el disparo justo en el momento en que subía a su carruaje. Vio a un hombre adentrarse corriendo en Hyde Park. Dio una detallada descripción al magistrado y dijo que sin duda reconocería al hombre si volvía a verle. Lord Borthrasher, lord Kingsly, lord Avenbury y lord Ferrymouth, así como el duque de Kelby, estaban subiendo a sus carruajes en las proximidades y todos admiten haber visto una figura envuelta en sombras en el parque, aunque ninguno de ellos ha podido facilitar una descripción detallada del sujeto en cuestión.
»El grupo de caballeros que han estado buscando fuera ha encontrado a un hombre herido cerca de la casa. Se ha identificado como el señor Graham. Este afirma que, mientras iba andando por Park Lañe, fue atacado por la espalda. Cuando recuperó la conciencia, se dio cuenta de que le habían arrebatado la cartera y el reloj de bolsillo.
– Entiendo -dijo Catherine despacio-. ¿El ladrón llevaba una pistola?
– El señor Graham no lo sabe, aunque no llegó a ver al hombre que le asaltó antes de perder el conocimiento.
– Sin duda el canalla le golpeó con la culata de la pistola -bufó de cólera lord Ravensly-. Entonces el arma se disparó, y aquí estamos. Malditos salteadores. -Sacudió la cabeza y luego miró ceñudo a lady Catherine-. Y dime, ¿qué es esa bobada que ha dicho el doctor Gibbens de que quieres volver a Little Longstone mañana?
– Le prometí a Spencer que estaría mañana de vuelta en casa, padre.
– Haré traer al joven a Londres.
– No. Ya sabes que odia la ciudad. Y, después de esta noche, ¿acaso puedes culparme por no desear prolongar mi estancia aquí?
– Supongo que no, pero no me gusta imaginarte sola, aislada en el campo mientras te recuperas. Necesitas a alguien que cuide de ti.
– Estoy de acuerdo -dijo ella despacio, frunciendo el ceño de un modo que llevó a Andrew a preguntarse en qué estaría pensando. Estaba totalmente de acuerdo con el barón, aunque, en cierto modo, había esperado que la nueva «testaruda e independiente» lady Catherine se opusiera, declarando que su servidumbre podía perfectamente ocuparse de ella.
– Es una lástima que Philip no pueda venir a Little Longstone durante una larga temporada -Catherine pronunció las palabras con absoluta ligereza, pero hubo algo en su tono que captó la atención de Andrew. Eso y el hecho de que no hubiera dicho «Philip y Meredith».
– Sí -musitó el barón-, pero en estos momentos no puede dejar a Meredith. Yo me ofrecería voluntario, pero me temo que hacer de enfermera no se me da demasiado bien.
Andrew se obligó a no comentar que el papel de enfermera tampoco era el fuerte de Philip precisamente. Miró a lady Catherine, y las miradas de ambos se encontraron. Se le hizo un nudo en el estómago cuando de nuevo vio en sus ojos un destello de miedo y de algo que no logró descifrar. Entonces la expresión de Catherine se tornó especulativa, y casi… ¿calculadora?
Antes de que él pudiera tomar una decisión, Catherine dijo:
– Creo que he dado con la solución perfecta. Señor Stanton, ¿contemplaría usted la posibilidad de acompañarme a Little Longstone y quedarse allí como mi invitado? Así me ahorraría tener que viajar sola, y estoy segura de que disfrutaría usted de una visita al campo. A Spencer le encantaría volver a verle y saber más de sus aventuras con Philip en Egipto. Apenas tuvieron ocasión de conocerse durante el funeral de mi esposo. Y con Spencer allí como carabina, su visita no suscitaría el menor reproche y resultaría de lo más decente.
Por razones que Andrew no supo explicar en ese momento, sintió en su interior una advertencia -una reacción instintiva que en el pasado siempre había resultado certera- que le decía que la invitación de Catherine encerraba más de lo que parecía a primera vista. Pero ¿qué? ¿Y realmente deseaba cuestionar sus razones en ese momento? No. Había pasado gran parte de la última hora intentando urdir un argumento plausible para ir a Little Longstone con ella y quedarse allí durante una prolongada estancia, y ella acababa de ofrecerle la solución al problema.
– Soy consciente de que tiene usted sus obligaciones en Londres…
– Nada que no pueda esperar -la tranquilizó-. Será un honor acompañarla y quedarme un tiempo con usted, lady Catherine. Le aseguro que me ocuparé personalmente de que no vuelva a ocurrirle nada. -Cierto. Cualquiera que intentara de nuevo hacerle algún daño bien podía encomendarse a Dios.
– Una solución excelente, querida -dijo el barón con una aprobatoria inclinación de cabeza-. Tendrás así protección y compañía.
– Sí. Protección… -La voz de Catherine se apagó. No había duda del evidente alivio que sentía. Obviamente no se sentía a salvo en Londres, sentimiento que Andrew podía entender a la perfección. Aun así, sospechaba que ella le había pedido que se quedara en Little Longstone durante un largo período por la misma razón: protección. ¿Por qué? ¿Acaso no se sentía segura en su propia casa?
No lo sabía, pero sin duda iba a averiguarlo.