Capítulo 8

La mujer moderna actual debe actuar ante la atracción que siente hacia un hombre. Aun así, debería reconocer que es posible ser directa y discreta a la vez. Un roce «accidental» con el cuerpo de él, un susurro que sólo él debe oír, sin duda captarán al detalle su atención.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima


– Te toca, mamá.

Catherine alzó repentinamente el mentón y sus ojos se encontraron con la mirada de su hijo, sentado delante de ella a la mesa del comedor. Cielos, cuánto tiempo llevaba sumida en sus propias cavilaciones, con la mirada clavada en el plato de guisantes y rodaballo escalfado.

Parpadeó en un intento por deshacerse de la preocupación que la embargaba y forzó una sonrisa.

– ¿Me toca?

– Contar una historia de las de «ojalá no hubiera hecho eso». -La sonrisa de Spencer se ensanchó-. Cuéntale al señor Stanton la historia de cuando te quedaste colgada del árbol.

A pesar de sus esfuerzos por seguir concentrada en Spencer, la errante mirada de Catherine fue a posarse en el señor Stanton. ¿Por qué no podía dejar de mirar a aquel hombre? Durante toda la cena había estado mirándole a hurtadillas entre las pestañas, incapaz de olvidar la conversación que había tenido sobre él con Genevieve. En vano había estado esperando toda la tarde a que llegara una nota de su padre en la que le comunicara que el culpable había sido apresado, aliviándola así del miedo a seguir expuesta al peligro. En cuanto eso ocurriera, no habría ya necesidad de que el señor Stanton siguiera en Little Longstone. Su presencia, cada vez más turbadora, podría regresar a Londres y poner así punto y final a esa indeseada… lo que fuera. Sí, en cuanto él se marchara de su casa, Catherine lo olvidaría.

Mientras tanto, resultaba condenadamente difícil contemplar la posibilidad de olvidarlo cuando lo tenía sentado a menos de un par de metros de distancia, corpulento y masculino e increíblemente atractivo con su chaqueta marrón Devonshire y la camisa blanca inmaculada. Los ojos oscuros de Andrew la estudiaban con una llamativa combinación de calor, interés, diversión y algo más que ella no alcanzaba a definir. No obstante, y fuera lo que fuese aquel algo más, le producía un calor que se extendía hasta los dedos de los pies.

En el rostro de Andrew se arqueó una ceja oscura.

– ¿Colgada de un árbol? -repitió-. Acaba de despertar mi curiosidad, lady Catherine. Por favor, debe compartir con nosotros esa historia. ¿Cómo tuvo lugar tan infortunado incidente?

– Estaba rescatando a un gatito.

– No irá a decirme que subió a un árbol para eso.

– Muy bien. Pues no se lo diré. Sin embargo, si no lo hago, resultará muy difícil continuar con la historia.

No había duda de la sinceridad en la sorpresa que reflejaba el rostro de Andrew. Aun así, en vez de sentirse avergonzada por su expresión de absoluta perplejidad, Catherine apenas pudo reprimir una carcajada de deleite al darse cuenta de que había logrado conmocionarle.

– En ese caso, dígame lo que deba para continuar.

Catherine inclinó la cabeza en señal de consentimiento.

– Hace unos años, Fritzborne trajo a casa una gata que había encontrado deambulando por el bosque. En un período de tiempo notablemente breve nos habíamos convertido en los orgullosos propietarios de una camada de gatitos. Aunque eran adorables, se trataba de los animalillos más traviesos que han visto jamás la luz del día. La gatita a la que llamamos Angélica era la más malvada del grupo. Un día, cuando Spencer y yo volvíamos de tomar las aguas, oímos un lastimero sonido. Levantamos la vista y vimos a Angélica colgando de la rama alta de un olmo. Necesitaba que alguien la rescatara, así que fui yo quien se encargó de hacerlo. -Se aclaró la garganta y pinchó un guisante con el tenedor-. Fin de la historia.

– Pero, mamá, no has contado la mejor parte -protestó Spencer-. Cuando te quedaste colgada del árbol. -Con los ojos iluminados de pura animación, se volvió a mirar al señor Stanton-. A mamá se le enredó el vestido entre las ramas. Al ver que no podía liberarse por sí sola, tuve que ir a los establos a buscar a Fritzborne. Volvimos al árbol con una cuerda gruesa y una cesta. Fritzborne lanzó la cuerda a mamá, enganchó la cesta y luego, con cierto toque de ingenio, bajamos a Angélica en la cesta.

– Dejando a tu madre todavía colgada del árbol -dijo el señor Stanton.

– Sí -intervino Catherine con un suspiro exagerado-. Mientras la cobarde gatita se alejaba tranquilamente como si nada hubiera ocurrido.

– ¿Y cómo bajó?

– Fritzborne regresó a la casa a buscar unas tijeras, que me mandó en la cesta -dijo Catherine-. Naturalmente, Milton, Cook y Timothy, el mozo de cuadras, regresaron con él. Mientras yo seguía sobre el árbol, dando tijeretazos para lograr soltar el vestido de la rama, el grupo seguía abajo, discutiendo la mejor forma de bajarme. Spencer, bendito sea, dio con la mejor solución. Até la cuerda a la rama sobre la que estaba sentada y luego simplemente me deslicé por ella hasta el suelo. Fin.

Spencer le dedicó una mirada sufrida.

– ¿Mamá…?

Catherine le miró y arrugó la nariz.

– Oh, muy bien. Estaba tan orgullosa de mí misma por haber logrado deslizarme por la cuerda que decidí soltarme cuando todavía estaba a un par de metros del suelo y regalar a mi público una elegante reverencia. Desgraciadamente, aterricé sobre un resbaladizo trozo de barro. Levanté los pies y mi trasero fue a dar al suelo. -Dedicó a ambos una sonrisa triste-. Afortunadamente, el barro estaba muy blando, como lo eran también mis enaguas, y nada, salvo mi orgullo, resultó herido. Sin embargo, ni la más avezada imaginación podría calificar de digno lo sucedido. Y mi vestido quedó totalmente destrozado. Sin duda, un episodio al que calificar de «no debería haber hecho eso».

Dio un sorbo a su copa de vino y dijo:

– En cuanto logré tranquilizarlos a todos y les aseguré que no había sufrido ningún daño, se echaron a reír de mi aspecto espantosamente desaliñado.

– Tendría que haberla visto, señor Stanton -dijo Spencer con los ojos colmados de buen humor-. El pelo lleno de hojas, la nariz sucia, el vestido manchado de barro y hecho jirones.

– Aun así, no me cabe duda de que estaría usted encantadora -dijo el señor Stanton.

Un bufido impropio de una dama escapó de los labios de Catherine, incluso a pesar de que el cumplido de Andrew provocó en ella una oleada de calor que la recorrió por entero.

– Me temo que mi aspecto era exactamente lo contrario a «encantador». Sin embargo, algo bueno resultó de tamaño desastre, puesto que fue ese día cuando nació la tradición del «no debería haber hecho eso». Desde entonces, Spencer y yo a menudo nos contamos esa clase de historias en un intento por evitarle al otro la vergüenza. -Lanzó a Spencer un fingido ceño de enojo y agitó el dedo hacia él-. Aprende de mi estupidez, hijo.

Spencer adoptó una expresión igualmente seria.

– No temas. Si alguna vez me veo en la necesidad de bajar de un árbol deslizándome por una cuerda, me aseguraré de no aterrizar sobre un resbaladizo agujero lleno de barro.

Catherine dedicó al señor Stanton una sonrisa conspiradora.

– ¿Ve usted el maravilloso resultado que da?

– Estoy profundamente impresionado -dijo el señor Stanton. La sonrisa que le devolvió estaba colmada de una calidez que de pronto dejó casi sin aliento a Catherine-. Salvo por su vestido, un final totalmente feliz. ¿Qué fue de Angélica?

– Oh, sigue aquí, deambulando por la propiedad y por los establos junto a varios de sus hermanos y algunos hijos propios.

– Un impresionante relato sobre el valor, lady Catherine -dijo el señor Stanton-. Aunque lo que me sorprende es que se le ocurriera subir al árbol.

– Oh, mamá solía trepar a los árboles continuamente cuando tenía mi edad -dijo Spencer con una nota de orgullo en la voz.

La mirada del señor Stanton no se apartó ni un segundo de la de ella.

– ¿Es cierto eso? Su hermano no me lo había dicho, lady Catherine.

– Seguramente porque mi hermano desconoce mi predilección juvenil por trepar a los árboles. -Se le escapó una carcajada que fue incapaz de contener-. Aunque debería, teniendo en cuenta que fue víctima de… pero nunca llegó a resolver ese misterio en particular.

Un inconfundible interés iluminó los ojos de Andrew.

– ¿A qué se refiere? ¿A algo que Philip desconoce? Debe contármelo.

Catherine adoptó su expresión más remilgada.

– Mis labios están sellados.

– No es justo, mamá -declaró Spencer-. Ya que lo has mencionado, tienes que contarlo.

El señor Stanton arqueó las cejas y miró a Spencer.

– ¿No sabes de lo que está hablando?

– No tengo la menor idea. Pero, a menos que quiera vernos morir de curiosidad, nos lo contará.

Catherine se dio unos golpecitos en los labios con las yemas de los dedos.

– Supongo que no puedo tener ese peso sobre mi conciencia. Pero debéis prometerme no contárselo jamás a nadie.

– Prometido -dijeron Spencer y el señor Stanton obedientemente.

– Muy bien. Cuando yo tenía la edad de Spencer, de noche trepaba al árbol que estaba junto a la habitación de Philip y le lanzaba piedrecitas a la ventana.

– ¿Por qué lo hacías? -preguntó Spencer con los ojos como platos.

– Era mi hermano mayor, cariño. Era mi responsabilidad fastidiarle. Estaba convencido de que el ruido provenía de algún espantoso pájaro que picoteaba contra su ventana. Abría los ventanales y salía hecho una furia al balcón, agitando los brazos y soltando los peores exabruptos, prometiendo toda clase de venganzas en cuanto atrapara al pájaro culpable.

– Eso es horrible, mamá -dijo Spencer, aunque abortando su reprimenda con una carcajada.

– ¿Y Philip nunca llegó a saber que era usted y no un pájaro? -preguntó el señor Stanton, evidentemente divertido.

– Nunca. De hecho, no se lo había contado a nadie hasta ahora.

– Es un honor para mí ser merecedor de su confianza -anunció Andrew riéndose por lo bajo-. Aunque realmente me encantaría contarle a Philip que sé algo que él desconoce. -Ante el ceño de Catherine, levantó las manos en un gesto de fingida rendición-. Pero mantengo mi promesa de no decir nada. Soy un hombre de palabra.

– ¿Y cuándo dejaste de tirarle las piedrecitas, mamá? ¿Acaso el abuelo te descubrió?

– Cielos, no. Tu abuelo se habría quedado de piedra de haber sabido que se me había ocurrido subirme a un árbol. Había atado una cestita a una de las ramas del árbol, y en ella guardaba mi arsenal de piedrecitas. Una noche, metí la mano en la cesta y descubrí horrorizada que estaba infestada de gusanos. -Un escalofrío la recorrió al recordarlo-. No me gustan los gusanos. Ese episodio realmente curó de inmediato mis tendencias a trepar al árbol.

– Y le dio una buena lección -dijo el señor Stanton con una sonrisa burlona.

– Sí -concedió Catherine entre risas-. Temo haber sido merecedora del apodo de «Imp» que Philip me otorgó. Seguro que le ha contado lo malvada que yo era de pequeña.

– Oh, ya lo creo. -Poco a poco la expresión divertida fue abandonando el rostro del señor Stanton-. Pero también me ha dicho que era un joven extraño, torpe, serio y rechoncho, cuya timidez logró usted curar enseñándole a reír y a sonreír. A sacar tiempo para divertirse. Que su exuberancia, lealtad y amor lo salvaron de la que de otro modo hubiera resultado una infancia muy solitaria.

Un repentino respingo fruto de la emoción cogió a Catherine por sorpresa, inflamándole la garganta, mientras por su mente pasaban entre parpadeos imágenes de Philip y ella durante la infancia de ambos. Tragó saliva para encontrar su propia voz.

– Sus compañeros a menudo lo trataban de forma desagradable, algo que jamás dejó de enfurecerme. Sólo pretendía verle tan feliz como ellos lo entristecían. Philip era, y sigue siendo, el mejor de los hermanos. Y de los hombres.

– Estoy de acuerdo -dijo el señor Stanton-. De hecho, lady Catherine, no me sorprendería que Philip sospechara que era usted la que estaba delante de su ventana después de haber trepado al árbol. Eso explicaría que hubiera descubierto su pequeña cesta de piedrecitas. ¿Debo suponer que él era plenamente conocedor de la aversión que sentía usted hacia los gusanos?

Catherine parpadeó, anonadada, y a continuación sacudió la cabeza y se rió por lo bajo al considerar su propia estupidez.

– Sí, lo era. Recordaré preguntarle por el incidente la próxima vez que le vea. Qué demonios. Como ninguno de ustedes, caballeros, tiene hermanos, no espero que puedan llegar a apreciar del todo la necesidad que tienen los hermanos y hermanas de irritarse mutuamente. Aunque lo cierto es que tanto él como yo sólo pretendíamos divertirnos.

– Mamá todavía hace alguna que otra travesura, ¿sabe usted? -anunció Spencer.

El señor Stanton pareció inmediatamente interesado.

– ¿Ah, sí? ¿Como cuál?

– Baja la escalera deslizándose por la barandilla.

Unos ojos oscuros preñados de diversión la juzgaron.

– Demonios, lady Catherine, ¿es cierta esta sorprendente afirmación?

– Es sólo que a veces tengo demasiada prisa como para bajar andando las escaleras -dijo lo más recatadamente que le fue posible.

– Y a veces me despierta después de que Cook se haya acostado para que bajemos los dos a las cocinas a buscar un buen tentempié.

– Spencer está en pleno crecimiento e indudablemente requiere una alimentación abundante -dijo Catherine con actitud aún más recatada, a pesar de que el efecto quedó desvirtuado cuando sintió que se le crispaban los labios.

– Canta canciones con letras subidas de tono mientras trabaja en el jardín.

– ¡Spencer! -A Catherine se le encendió el rostro. Dios mío, nunca se había dado cuenta de que él la había oído-. Estoy segura de que, ejem, has entendido mal las letras.

– Ni por asomo. Sueles cantar a viva voz. Y desafinas. -Spencer sonrió al señor Stanton-. Mamá tiene un oído imposible.

– ¿Sería tan amable de deleitarnos con una selección, lady Catherine? -se burló el señor Stanton.

Una burbuja de risa horrorizada escapó de labios de Catherine, quien enseguida tosió para disimularla.

– Quizá en otro momento. Y ahora que todos saben mucho más sobre mí de lo que debieran, le toca a usted, señor Stanton, compartir con nosotros una historia de «no debería haber hecho eso».

Andrew se recostó contra el respaldo de la silla y se golpeó la barbilla con los dedos. Tras varios segundos de consideración, dijo:

– El día que llegué a Egipto, después de estar a bordo de un barco durante semanas, sólo deseaba dos cosas: un plato de comida caliente y decente y un baño caliente y decente. Después de comer, di con una casa de baños en las afueras de El Cairo. Salí de allí, sintiéndome bien alimentado y limpio. No tardé en descubrir que, sin darme cuenta, me había metido en una zona famosa por ser el refugio de ladrones y asesinos. Afortunadamente, logré salir de allí con vida. Desgraciadamente, me robaron antes de lograr escapar.

– ¿Por qué no venció al canalla con los puños? -preguntó Spencer con ojos como platos.

– Canallas. Eran cuatro. Y teniendo en cuenta que todos llevaban cuchillos y pistolas, me temo que no habría salido de la pelea muy bien parado.

– ¿Qué le robaron?

– El dinero. Y mi… ropa.

Spencer se quedó boquiabierto.

– ¡No es posible! ¿Toda la ropa?

– Toda. Hasta las botas, algo que me irritó enormemente, pues eran mis favoritas.

– Entonces, ¿se quedó…? -A Spencer se le apagó la voz en una clara muestra de incredulidad.

– Desnudo como el día en que nací -confirmó el señor Stanton.

– ¿Qué hizo?

– Durante breves instantes, a punto estuve de plantarles cara para que me devolvieran la ropa, aunque finalmente decidí que mi vida valía más que el riesgo al que me enfrentaba. Afortunadamente, parecían no tener intención de terminar conmigo. Lo cierto es que creo que les divirtió mucho dejarme para que encontrara el camino a casa a plena luz del día, desnudo como un bebé.

Una oleada de calor recorrió a Catherine al tiempo que se le secaba la garganta al pensar en el señor Stanton recién bañado y de pie en una columna de luz dorada. Desnudo.

Al instante recordó el capítulo de la Guía dedicado a instruir a la mujer moderna actual no sólo sobre la gran cantidad de cosas que podía hacerle a un hombre desnudo, sino también las que podía hacer con él. El recuerdo no ayudó a enfriar el infierno que parecía haberla engullido.

– ¿Alguien le vio? -preguntó Spencer con los ojos llenos de curiosidad. Catherine rezó para no mostrar una expresión de similar arrobamiento y apenas logró contener las ganas de abanicarse con la servilleta de lino.

– Oh, sí, pero eché a correr lo más deprisa que pude. Finalmente logré robar una sábana de la colada de alguien, lo que me devolvió un mínimo de mi dignidad perdida. No es uno de mis períodos más estelares, sin duda, y, aunque ahora puedo reírme de ello, en aquel momento no resultó en absoluto divertido. Sí, deambular por El Cairo sólo fue uno de mí muchos momentos de «no debería haber hecho eso». -Sonrió de oreja a oreja-. ¿Les gustaría que les contara otro?

– ¡Sí! -dijo Spencer.

– ¡No! -exclamó Catherine al mismo tiempo. El señor Stanton desnudo, deambulando con una sábana, víctima de un robo a manos de unos rufianes armados, desnudo… Sólo Dios sabía qué más habría hecho, y Catherine estaba segura de que no quería saberlo. Sí, totalmente segura.

Una sonrisa nerviosa escapó de sus labios y se levantó, poniendo así fin a la comida.

– Quizá en otra ocasión. Por ahora, sugiero que nos retiremos al salón. ¿Juega usted a las cartas, señor Stanton? ¿Al ajedrez? ¿Al backgammon?

– Me encantan los tres, lady Catherine. ¿Qué prefiere usted?

«Verle desnudo.» Catherine apenas pudo reprimir el chillido de horror que le subió por la garganta. Dios santo, ¿de dónde procedía esa ridícula idea? Por supuesto que no deseaba verle desnudo. Lo absurdo e inapropiado de la idea era sin duda consecuencia de la absurda e inapropiada historia relatada por el señor Stanton. «Sí, eso era.»

Catherine irguió los hombros y dijo:

– ¿Por qué Spencer y usted no juegan mientras yo disfruto de mi labor de costura junto al fuego?

– Muy bien. -Andrew se volvió hacia Spencer-. ¿Backgammon?

– Es mi preferido -dijo Spencer.

Catherine abrió el camino hacia el salón y se felicitó mentalmente por su excelente plan. Ahora tendría su labor de costura en la que concentrarse en vez de tener que hacerlo en el inquietante atractivo de su invitado.

Una hora más tarde, sin embargo, se dio cuenta de que, después de todo, su plan no era tan excelente como había pensado. Resultaba prácticamente imposible centrar su atención en el intrincado diseño floral de su odiada labor de costura mientras su mirada se desviaba continuamente y de un modo absolutamente molesto, cruzando el salón hacia los ventanales, donde estaban sentados el señor Stanton y Spencer con el tablero de backgammon sobre una mesa de madera de cerezo situada entre ambos. Maldición, ¿cuándo había empezado a perder el control sobre sus propias pupilas? Incluso cuando lograba fijar la mirada en su costura, poco era lo que avanzaba, pues todo su ser estaba concentrado en intentar captar retazos de la conversación de los dos hombres, conversación que sin duda hacía las delicias de Spencer.

El profundo rugido de la risa del señor Stanton se mezcló con las carcajadas de Spencer y, por enésima vez, las manos de Catherine se detuvieron y miró a la pareja de jugadores por debajo de sus pestañas. La boca de Spencer dibujaba una sonrisa infantil de oreja a oreja. De él emanaba el más puro deleite, y el hecho de que en sus ojos no se adivinara el menor rastro de sombra le estrujó el corazón con una oleada del más puro amor maternal.

Spencer volvió a reírse y Catherine dejó de fingir la atención que era incapaz de prestar a su labor. Dejando la costura a un lado, se recostó contra el blando brocado de su sillón de orejas y observó abiertamente a su hijo. Le encantaba verle reír y sonreír, algo que él hacía, según su opinión, en raras ocasiones. Durante el último año, Spencer se había aficionado a dar paseos en solitario, deambulando por los jardines de la casa y los senderos que llevaban a las aguas termales. Mientras él disfrutaba de la libertad que le proporcionaban los vastos terrenos de la propiedad, a ella le preocupaba verle pasar tanto tiempo solo, sumido en una triste reflexión. Ella le daba la intimidad que él necesitaba, pero se aseguraba de que pasaran a diario tiempo juntos: leyendo, hablando, compartiendo historias, comiendo sus platos favoritos, disfrutando de los jardines y de la compañía del otro.

Ahora, sentado delante del señor Stanton, Spencer parecía feliz, despreocupado y relajado como ella había presenciado tan sólo en contadas ocasiones cuando el joven estaba en compañía de alguien que no formaba parte de su círculo más íntimo y familiar. Normalmente Spencer era receloso y tímido con los desconocidos. Temía que se burlaran de él o que compadecieran su minusvalía. Pero no albergaba ninguno de esos sentimientos hacia el señor Stanton.

La mirada de Catherine se desvió hasta posarse en el hombre que había invadido su pensamiento demasiado a menudo desde la noche anterior. Andrew tenía la barbilla apoyada en la palma de la mano mientras estudiaba el tablero de backgammon al tiempo que Spencer se desternillaba de risa, una risa fingidamente diabólica, prediciendo su derrota. De pronto Catherine se sorprendió ante lo cálida y doméstica que era la escena que tenía ante sus ojos -y no sólo la escena, sino la noche entera-, y un penetrante anhelo la embargó hasta lo más profundo de su ser.

¿Cuántas veces en el curso de su matrimonio había deseado inútilmente experimentar una plácida escena hogareña como esa? ¿Cuántas horas había desperdiciado estúpidamente inventando escenas en su cabeza en las que Bertrand, Spencer y ella disfrutaban de una comida tras la cual padre e hijo se reían, inclinados ambos sobre algún juego de mesa mientras ella les observaba, encandilada? Más de las que era capaz de recordar.

El hecho de que esa vívida y anhelada imagen que tanto había atesorado se hubiera hecho realidad ante sus ojos, teniendo como protagonista al señor Stanton, la colmó de una dolorosa sensación a la que no logró poner nombre. Él nunca había figurado en el cuadro que ella había imaginado. Sin embargo, aunque su presencia debería resultar absolutamente inadecuada, a ojos de Catherine resultaba turbadoramente apropiada.

Se dio un remezón mental. Dios santo, hacía tiempo que debería haber dejado de esperar y desear una escena doméstica de ese calibre. Spencer y ella no necesitaban a nadie más en sus vidas. Aun así, viendo la expresión de júbilo de su hijo y la animación con la que hablaba con el señor Stanton, sintió un escalofrío de gratitud con su invitado por la amabilidad que demostraba con su hijo. A pesar de que el señor Stanton era poseedor de muchas cualidades que le resultaban molestas, sin duda Spencer disfrutaba de su compañía.

En ese instante, el señor Stanton se volvió y las miradas de ambos se encontraron. Una oleada de calor la inundó, provocándole calambres en el estómago; los dedos de los pies se le encogieron en un acto reflejo dentro de las zapatillas de satén. ¿Cómo lograba aquel hombre desconcertarla tanto con una simple mirada? ¿Cómo podía ser que su presencia en su casa la reconfortara y la agitara a la vez? ¿Y por qué, oh, por qué, estaba tan pendiente de él?

Los labios del señor Stanton se curvaron hacia arriba, esbozando una lenta sonrisa, y a continuación volvió a concentrarse en el tablero de backgammon. Catherine apretó los labios, horrorizada al descubrir que habían estado ligeramente despegados mientras tenía los ojos clavados en él. Con ceñuda determinación, volvió a coger la labor y clavó la aguja en el tejido.

– Es un hombre fastidioso, presuntuoso y tampoco es tan atractivo, para qué engañarnos -masculló entre dientes-. Sin duda he conocido a docenas de hombres mucho más guapos.

«Quizá. Pero ninguno de ellos te hacía flaquear las piernas como este», se mofó de ella su voz interior.

Apretó aún más los labios. Demonios. Si tenía las piernas débiles, era simplemente debido al agotamiento. Había pasado por una prueba agotadora. No era más que el cansancio jugando con su cuerpo y con sus emociones. Después de una noche de sueño reparador, todo volvería a su sitio.

Irguiendo la espalda, volvió a traspasar el lino del bordado con la aguja. Muy bien, el hombre le resultaba atractivo, aunque sólo un poco, y en un plano estrictamente físico. Así pues, su mejor recurso era evitarle en lo posible, todo un reto, teniendo en cuenta que el único propósito de la presencia del señor Stanton en la casa era el de protegerla en caso de que fuera necesario. Aunque nada decía que tuvieran que estar en la misma habitación. E, incluso aunque se encontrara en la misma estancia que él, nada la obligaba a hablar con él. Ni a estar cerca de él. Podía simplemente ignorarlo.

Sintió una oleada de alivio. Evitarlo e ignorarlo sería su estrategia, dos tareas sin duda fáciles de conseguir.

Su voz interior canturreó algo que sonó sospechosamente a «que te crees tú eso», pero, con una gran dosis de esfuerzo, Catherine se las apañó para hacer caso omiso de ella.

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