Capítulo 1

La mujer moderna actual debería luchar por la iluminación personal, la independencia y la franqueza. El lugar idóneo para dar comienzo a esta lucha por la asertividad es el dormitorio…


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


– Un escándalo, eso es lo que es -se oyó el ultrajado susurro de una voz masculina-. Mi esposa se ha hecho no sé cómo con un ejemplar de esa maldita Guía femenina.

– ¿Cómo lo sabe? -se oyó decir a otro gruñón susurro masculino.

– Es más que obvio. A juzgar por su forma de actuar. No hace más que vomitar estupideces sobre «la mujer moderna actual» y sobre «la independencia» como una tetera hirviendo. ¡Ayer mismo entró en mi salón privado y me preguntó sobre mis resultados en el juego y sobre la cantidad de tiempo que paso en White's!

Siguieron agudas inspiraciones.

– Menudo ultraje -musitó el susurrante gruñón.

– Precisamente lo que yo le dije.

– ¿Qué hizo?

– Naturalmente, la eché de mi salón, llamé a un carruaje y la envié a Asprey's para que se comprara una baratija nueva con la que distraerse.

– Excelente. ¿Debo entender que su estrategia surtió efecto?

– Desafortunadamente no todo lo que habría deseado. Anoche la encontré esperándome en mi antecámara. Me dio un buen susto, se lo aseguro. Sobre todo porque acababa de despedirme de mi amante y estaba profundamente agotado. Maldita sea, una esposa no debe proferir tales demandas ni albergar tales expectaciones.

– Mi esposa hizo exactamente lo mismo la semana pasada -se oyó decir a un tercer susurro ofendido-. Entró en mi alcoba con todo el descaro que pueda imaginarse, me empujó contra el colchón y luego… bueno, el único modo en que me atrevo a describirlo es diciendo que saltó sobre mí. Me dejó los pulmones sin una gota de aire y a punto estuvo de aplastarme. Allí tumbado, inmóvil bajo aquel estado de profunda conmoción, luchando por recuperar el aliento, va ella y me dice con el más impaciente de los tonos: «Mueve un poco el culo». ¿Pueden acaso imaginar acto y palabras más indignos? Y, entonces, justo cuando creí que ya nada podía causarme mayor perplejidad, exigió saber por qué yo nunca…

La voz se apagó aún más y lady Catherine Ashfield, vizcondesa de Bickley, se inclinó más sobre el biombo oriental que ocultaba su presencia de los hombres que hablaban al otro lado.

– …tenemos que detener a ese tal Charles Brightmore -susurró uno de los caballeros.

– Estoy de acuerdo. Un desastre de proporciones tremendas, eso es lo que nos ha causado. Ni que decir tiene que, si mi hija lee esa maldita Guía, no casaré jamás a la tontuela muchacha. Independencia, sin duda. Completamente insoportable. Esta Guía podría ser peor que el levantamiento incitado por las escrituras de esa tal Wollstonecraft. No son más que ridículos disparates reformistas.

La declaración encontró eco en los murmullos de conformidad. El susurrante prosiguió:

– En cuanto a la alcoba, las mujeres están exigiendo ya suficientes chiquilladas, reclaman constantemente nuevos vestidos, pendientes, carruajes y demás. Es un ultraje que sus expectativas se extiendan a esa parcela. Sobre todo cuando se trata de una mujer de la edad de mi esposa, madre de dos hijos mayores. Indecente, eso es lo que es.

– No podría estar más de acuerdo. Si llego a encontrarme en compañía del bastardo ese de Brightmore, le retorceré el cuello personalmente. Emplumarlo no me parece suficiente para él. Todo el mundo con quien he hablado parece ser de la opinión que Charles Brightmore es un seudónimo, y, siendo como es un cobarde, se niega a dar la cara e identificarse. El libro de apuestas de White's es un auténtico frenesí de apuestas sobre su identidad. Malditos sean todos. ¿Qué clase de hombre es capaz de pensar, por no hablar ya de escribir, ideas tan impropias?

– Bueno, he pasado por White's justo antes de venir aquí, y la última teoría propone la posibilidad de que el tal Charles Brightmore sea en realidad una mujer. De hecho, he oído…

Las palabras veladas del caballero quedaron sofocadas por el estallido de una cercana risa femenina. Catherine se acercó aún más hasta casi pegar la oreja al biombo.

– …y, de ser cierto, sería el escándalo del siglo. -Oyó entonces más murmullos ininteligibles, y luego-:…contratado a un detective hace dos días para llegar al fondo del asunto. Es un hombre altamente recomendado… despiadado, y dará con la verdad. De hecho… oh, maldición, me ha visto mi esposa. Un momento, miren cómo revolotean sus pestañas al mirarme. Chocante, eso es lo que es. Espantoso. Y definitivamente aterrador.

Catherine echó una mirada por el borde del panel. Lady Markingworth estaba en uno de los extremos del salón de baile con sus rotundas proporciones embutidas en un desafortunado vestido de satén verde amarillento que daba a su rostro un tinte claramente cetrino. Llevaba el cabello castaño dispuesto en un complicado peinado que incluía tirabuzones y lazos y plumas de pavo real. Con su atención fija en el lado opuesto del biombo, lady Markingworth parpadeaba como si hubiera sido sorprendida en una tormenta de viento plagada de polvo. Entonces, con aire decidido, se encaminó hacia allí.

– Maldita sea -se oyó un horrorizado y aterrado susurro que, según supuso Catherine, pertenecía a lord Markingworth-. Tiene ese condenado brillo en la mirada.

– Y es demasiado tarde para poder escapar, viejo amigo.

– Maldición. Que caiga una plaga sobre la casa del bastardo de Charles Brightmore. Voy a descubrir la identidad de ese personaje y luego lo mataré… o a ella. Lentamente.

– Así que estabas aquí, Ephraim -dijo lady Markingworth, añadiendo una risilla juvenil a su saludo-. Te he estado buscando por todas partes. Va a empezar el vals. Y qué suerte que lord Whitly y lord Carweather estén en tu compañía. Sus esposas les esperan ansiosas junto a la pista de baile, mis queridos señores.

El anuncio provocó en el círculo de los tres hombres un reguero de carraspeos y de toses nerviosas a los que siguió el arrastrar de zapatos sobre el suelo de parquet cuando el grupo se movió.

Catherine se apoyó contra el panel de roble que tapizaba la pared y soltó un tembloroso jadeo, llevándose las manos al diafragma. Haberse deslizado tras el biombo en busca de un instante de tranquilidad, lejos de las hordas de invitados a la fiesta, se había saldado con un giro totalmente inesperado. Su único deseo era evitar a lord Avenbury y a lord Ferrymouth, que se acercaban ya y que le seguían los pasos desde el momento en que ella había llegado a la fiesta de cumpleaños de su padre, intentando llevarla por separado a un tête a tête. Tanto lord Avenbury como lord Ferrymouth habían sido seguidos de cerca por sir Percy Whitehall y algunos otros cuyos nombres se le escapaban y en cuyos ojos se apreciaban inconfundibles -e indeseados- destellos de interés. Dios santo, el período de luto oficial por su marido había concluido hacía sólo dos días. Casi podía oír la voz de su querida amiga Genevieve advirtiéndola la semana anterior: «Aparecerán hombres de todos los rincones. Tal es el destino de las solteras herederas».

Maldición, ella no era soltera, sino viuda. Y con un hijo casi en edad adulta. Nunca hubiera creído que fuera a generar tal entusiasmo masculino… tan pronto. De haberlo sospechado, sin duda se habría sentido tentada de seguir llevando el luto.

Sin embargo, al tratar de evitar a sus inesperados pretendientes, había escuchado inadvertidamente una conversación mucho más turbadora que la atención masculina de la que huía. Las enojadas palabras de lord Markingworth resonaban en su cabeza: «La posibilidad de que Charles Brightmore sea una mujer… de ser cierto, sería el escándalo del siglo».

¿Qué más había dicho que ella no pudo oír? ¿Y qué había de aquel despiadado investigador contratado para llegar al fondo de todos los pormenores? ¿Quién sería? ¿Y cuan cerca estaba de descubrir la verdad?

«… descubriré quién es esa persona, y luego lo mataré… o a ella. Lentamente.»

Un escalofrío provocado por un presentimiento se deslizó por su columna. Dios santo, ¿qué había hecho?

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