Capítulo 5

La mujer moderna actual debe admitir que en ocasiones las restrictivas normas de la sociedad deberían ser clara y rotundamente ignoradas. Y, cuanto más atractivo sea el caballero en cuestión, más clara y rotundamente debería ser tal muestra de ignorancia… en toda su discreción, naturalmente.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


– Villa Bickley aparecerá a la vista en cualquier momento -dijo lady Catherine dos horas más tarde, señalando a la izquierda-. Justo tras esa arboleda.

«Gracias a Dios.» Andrew esperaba que esa sensación de alivio no resultara demasiado obvia. Las cuatro horas de viaje habían alternado silencios incómodos y una absurda conversación. Ella se había concentrado en su labor, pero Andrew se tenía por un hombre que sabía leer en la actitud de la gente y Catherine estaba claramente preocupada por algo. El instinto le decía que estaba pensando en el incidente de la noche anterior, que, según sospechaba, la preocupaba más de lo que ella había querido reconocer.

Concentró su atención en el paisaje que se veía al otro lado de la ventanilla, deleitándose con la verde campiña. No veía la hora de salir del pequeño espacio del carruaje, donde había estado encerrado las últimas cuatro torturantes horas, respirando la delicada fragancia floral de Catherine. Dejó escapar un largo y discreto suspiro. Dios, ¿existía en el mundo una mujer que oliera mejor? No. Imposible. Había tenido que hacer acopio de cada gramo de sus fuerzas para no tocarla, inclinarse hacia ella y aspirar el olor de su piel. Sí, había cedido a la atormentadora tentación, acercándose a ella en una ocasión, y el esfuerzo que había tenido que hacer para no besarla había sido terrible.

Paciencia. Tenía que recordar que su plan para cortejarla debía ser sutil y pausado. Presentía que si se movía demasiado deprisa, ella se retiraría como una liebre asustada. Naturalmente, el hecho de que Catherine estuviera claramente irritada con él a causa de la Guía le hacía un flaco favor, aunque cierto era que también a él le resultaba irritante el entusiasmo que Catherine mostraba por el libro de Brightmore y por toda esa basura de la mujer moderna actual. Sospechaba que a ella no iba a hacerle ninguna gracia descubrir que le habían contratado para que encontrara y desenmascarara a su ídolo literario, Charles Brightmore.

A pesar de que su misión de encontrar al hombre había quedado temporalmente suspendida mientras estuviera en Little Longstone, se aplicaría por entero a la tarea en cuando regresara a Londres. Charles Brightmore quedaría al descubierto, Andrew recibiría por ello una buena gratificación y todas esas tonterías sobre la mujer moderna actual se desvanecerían, a la vez que desaparecería la tensión que había surgido entre lady Catherine y él. Mientras tanto, aprovecharía la oportunidad para pasar tiempo con ella y poner en marcha su plan para cortejarla.

Menos de un minuto más tarde, al dar una curva del camino, apareció ante sus ojos una majestuosa casa de ladrillo y columnas blancas cómodamente anidada contra un fondo de árboles enormes, suaves colinas y verdes prados. Las distintas tonalidades de verde quedaban rotas por serpenteantes senderos de vividos violetas y rosas, entremezclados con mantos de flores silvestres de tonos pastel. Retazos del sol de última hora de la tarde quedaban reflejados en las brillantes ventanas abovedadas, sumiendo la suavizada fachada de ladrillo en un resplandor dorado. La escena al completo denotaba una pintoresca y campestre tranquilidad. Un puerto tranquilo y seguro para ella y su hijo, lejos de la cruel mezquindad de la sociedad.

– Ahora entiendo por qué le gusta tanto esto -manifestó él.

– Es mi casa -respondió ella en voz baja.

– Es mucho más grande y majestuosa de lo que había imaginado. Llamarla «villa» es como llamar barca de remos a un barco.

– Quizá. Pero el entorno, el entrañable ambiente y los convencionalismos mucho menos formales que imperan aquí dotan a la casa de una comodidad que contradice su tamaño. Me enamoré de ella en cuanto la vi.

Andrew se volvió y paseó la mirada por el delicado perfil de Catherine. La blanda curva de su pálida mejilla, la suave línea de su mandíbula. La leve inclinación ascendente de la nariz. La lujuriosa carnosidad de sus labios. «Enamorarte en el instante mismo en que ves algo… sí, sé exactamente lo que es eso.»

– Comprar esta propiedad, donde Spencer dispone de un acceso fácil y privado a los curativos manantiales de agua caliente de la zona, fue el único gesto de generosidad que Bickley mostró con su hijo. -Catherine hablaba suavemente, con una voz totalmente desprovista de expresión. Se volvió a mirarle y Andrew se quedó perplejo al ver que sus ojos parecían totalmente vacíos. Maldición, cómo deseaba borrar todas las sombras que los años de infeliz matrimonio habían dejado en ella.

– Naturalmente, como sabe todo el mundo, la verdadera razón que llevó a Bickley a comprar la casa fue simplemente la de instalar a Spencer -y a mí- lejos, donde no tuviera que ver a su hijo imperfecto ni ser visto con él. Ni con la mujer que, según sus propias palabras, le había impuesto ese hijo.

Gracias a su íntima amistad con Philip, Andrew estaba al corriente del egoísta, insensible e indiferente bastardo en el que se había convertido el marido de lady Catherine con su cálida y vibrante esposa, y en el precario progenitor que había sido para un niño que tan desesperadamente necesitado estaba de un padre. Apenas pudo contenerse y decir: «Nada me habría gustado más que poder vérmelas durante cinco minutos con el bastardo con el que estuvo casada». En vez de eso, dijo:

– Lamento que su matrimonio no fuera feliz.

– También yo. Empezó con grandes promesas. Sin embargo, tras el nacimiento de Spencer… -Su voz se apagó y durante varios segundos sus ojos se colmaron con las sombras que sin duda seguían acechándola. A Andrew le picaban los dedos, tal era la necesidad de alargar la mano y tocarla. Reparar todo aquel dolor. Aliviarla y consolarla del mismo modo que para él era ya un consuelo pensar en ella.

Sin embargo, antes de que pudiera moverse, ella se recompuso y sonrió.

– Pero eso forma parte del pasado -dijo-. A Spencer y a mí nos encanta Little Longstone. Espero que disfrute de su estancia.

– No me cabe duda de que así será.

– Y debe usted disfrutar de las aguas calientes mientras esté aquí. Son muy terapéuticas. No veo llegado el momento de tomarlas yo misma para calmar la rigidez de mi hombro.

Andrew se tragó la aprensión que iba subiéndole por la garganta. No le atraía el plan de pasar tiempo cerca del agua. Descartado quedaba imaginarse dentro.

Se vio libre de responder cuando el carruaje se detuvo con un remezón, indicando que habían llegado a su destino.

– Antes de que bajemos -dijo Catherine, bajando la voz y hablando deprisa-, tengo que pedirle algo. Le agradecería que no le comentara el incidente de anoche a Spencer. No quiero alarmarle.

Andrew no pudo ocultar su sorpresa.

– Pero sin duda verá que está usted herida.

– La manga del vestido oculta mi vendaje.

– ¿Qué me dice de su labio?

– Apenas está inflamado. Estoy segura de que no lo notará.

– ¿Y si lo hace?

– Le diré que me lo he mordido, lo cual es cierto.

– Quizá, aunque de todos modos lleva a engaño.

– Prefiero llevarle amablemente a engaño que preocuparle.

Se abrió la puerta, y un criado formalmente vestido tendió la mano para ayudar a descender a lady Catherine, dando así la conversación por terminada. En realidad fue mejor así, puesto que Andrew sospechaba que cualquier comentario por su parte podía llevar a otra discusión.

– Las discusiones no conducen a un cortejo exitoso -murmuró.

– ¿Qué ha dicho usted, señor Stanton? -De pie en la puerta de carruaje, con la mano posada en la del criado, lady Catherine miró a Andrew por encima del hombro con una expresión interrogante.

– Ejem, que son muchas las ilusiones que… despierta en mí un buen retoce. -Dios mío, parecía un idiota. Tampoco eso llevaba a un cortejo con final feliz.

– ¿Retoce?

– Sí, en las cálidas y terapéuticas aguas. -Rezó para que su piel no palideciera al pronunciar las palabras.

– Ah. -Lady Catherine pareció relajar su expresión, aunque aún quedaban restos en ella que indicaban que no había renunciado totalmente a la noción de que era un poco idiota.

Tampoco llevaba eso a un final feliz.

Después de bajar del carruaje, Andrew se tomó unos instantes para mirar a su alrededor mientras lady Catherine daba instrucciones al criado sobre el equipaje. El camino quedaba a la sombra de enormes olmos y la luz del sol salpicaba la grava al colarse entre la bóveda de hojas. Inspiró hondo. Los aromas del verano tardío le colmaron la cabeza de una placentera mezcla impregnada de hierba y de tierra calentada por el sol, y un penetrante aroma a heno que indicaba la proximidad de unos establos. Cerrando los ojos, Andrew dejó que una imagen cobrara vida, un destello de un tiempo pasado cuando había disfrutado de la vida en un lugar similar a aquel. Sin embargo, como ocurría siempre que se permitía echar una mirada al pasado, la oscuridad veló rápidamente esos recuerdos de fugaz felicidad, cubriéndolos con la sombra de la culpa y de la vergüenza. De la pérdida, del pesar y de la autocondena. Abrió los ojos y parpadeó en un intento por quitarse de la cabeza su vida anterior. Era una vida muerta y pasada. Literalmente.

Se volvió y vio, lleno de temor, que lady Catherine tenía los ojos fijos en él con una mirada interrogante.

– ¿Está usted bien? -preguntó.

Como en innumerables ocasiones anteriores, Andrew volvió a sepultar sus dolorosos recuerdos y la culpa en las profundidades de su corazón, donde nadie pudiera verlos, y esbozó una amplia sonrisa.

– Estoy bien. Simplemente disfruto de estar aquí fuera tras tan largo viaje. Y con muchas ganas de ver a su hijo.

– Estoy segura de que no tendrá que esperar mucho.

Como si la hubiera oído, las dobles puertas de roble que conducían a la casa se abrieron de par en par y apareció un joven vestido con pantalones de color gamuza y una sencilla camisa blanca. Sonrió y saludó con la mano, gritando:

– ¡Bienvenida a casa, mamá!

Spencer avanzó con paso extraño y la mirada de Andrew se desvió hacia el pie zopo del jovencito. La compasión le encogió el corazón por el sufrimiento que el chiquillo debía de padecer a diario, no sólo producido por una incomodidad física, sino a causa del dolor interno de ser considerado distinto de los demás. Defectuoso. Se le tensó la mandíbula, consciente de que, en gran medida, la decisión de que lady Catherine y Spencer vivieran en Little Longstone se debía a la crueldad y al rechazo que el chico había experimentado en Londres. Andrew recordaba perfectamente lo difícil que era esa edad, cercana a los doce años, en la que un niño rozaba ya las puertas de la hombría. Bastante duro le había resultado a él sin la carga adicional de una enfermedad.

Spencer se encontró a medio camino del sendero con su madre, que lo envolvió en un abrazo que él correspondió con gran entusiasmo. Una oleada de algo semejante a la envidia recorrió a Andrew ante aquella cálida muestra de afecto. No recordaba lo que era verse envuelto en un abrazo materno, puesto que su madre había muerto al traerle al mundo. Reparó en que Spencer era casi tan alto como su madre y sorprendentemente ancho de hombros, al tiempo que sus brazos larguiruchos indicaban que todavía le quedaba mucho por crecer. Tenía un gran parecido con lady Catherine, de quien había heredado el pelo castaño y esos dorados ojos marrones.

Madre e hijo se separaron y, entre risas, lady Catherine levantó la mano -con el brazo ileso, según pudo ver Andrew- y la pasó por el denso pelo de Spencer.

– Todavía estás mojado -dijo-. ¿Cómo ha ido tu visita a los manantiales?

– Excelente. -Frunció el ceño y se inclinó hacia ella-. ¿Qué te ha pasado en el labio?

– Me lo he mordido por accidente. Nada de lo que preocuparse.

El ceño desapareció.

– ¿Cómo fue la fiesta del abuelo?

– Fue… agitada. Y te he traído una maravillosa sorpresa. -Miró hacia la parte posterior del carruaje, donde estaba Andrew.

Spencer apartó la mirada de su madre y, cuando reparó en Andrew, se le agrandaron los ojos.

– ¿Es realmente usted, señor Stanton?

– Sí. -Andrew se reunió con ellos y le tendió la mano al jovencito-. Encantado de volver a verte, Spencer.

– Lo mismo digo.

– El señor Stanton ha tenido la amabilidad de acompañarme a casa, y ha accedido además a quedarse unos días de visita. Me ha prometido deleitarnos con historias de sus aventuras con tu tío Philip.

La sonrisa de Spencer se ensanchó.

– Excelente. Quiero oír cómo logró engañar a los canallas que le encerraron en el calabozo. No logré que tío Philip me contara la historia.

Lady Catherine arqueó las cejas.

– ¿Canallas? ¿Calabozo? No sabía nada. Creía que Philip y usted se habían dedicado a desenterrar artefactos.

– Y así fue -la tranquilizó Andrew-. Sin embargo, como su hermano hizo gala de una misteriosa inclinación a meterse en líos, me vi obligado a realizar varios rescates.

La malicia brilló en los ojos de lady Catherine.

– Entiendo. ¿Y usted, señor Stanton? ¿No se vio nunca necesitado de alguien que le rescatara?

Andrew puso todo de su parte para parecer inocente y se señaló el centro del pecho.

– ¿Yo? ¿Se refiere a mí, que soy la personificación del modelo de decoro…?

– Una vez tío Philip le ayudó a escapar de unos cortacuellos armados con machetes -intervino Spencer con un tintineo de animación en la voz-. Luchó contra ellos utilizando sólo su bastón y su rapidez de ingenio. Les perseguían porque usted había besado a la hija de un sinvergüenza.

– Una gran exageración -dijo Andrew con un ademán disuasorio-. Tu tío Philip es famoso por su tendencia a la hipérbole.

Lady Catherine frunció los labios.

– ¿Es cierto eso? Entonces, ¿cuál es la verdadera historia, señor Stanton? ¿Acaso no besó usted a la hija de ese sinvergüenza?

Maldición. ¿Por qué últimamente todas las conversaciones que tenía con ella tomaban esos desastrosos derroteros?

– Fue más bien un amistoso beso de despedida. Totalmente inocente. -No había necesidad de mencionar que las dos horas que habían precedido a ese amistoso beso de despedida habían tenido poco de inocentes-. Desgraciadamente, me temo que el padre de la joven se opuso de forma bastante enérgica. -Se encogió de hombros y sonrió-. Justo cuando parecía que iba a convertirme en un acerico humano, un desconocido se inmiscuyó en la refriega, totalmente encendido, blandiendo su bastón y gritando en una lengua extranjera. Lo cierto es que creí que estaba loco, pero la verdad es que me salvó la vida. Resultó ser nuestro Philip, y desde ese día somos amigos.

– ¿Qué diantre les dijo Philip? -preguntó lady Catherine.

– No lo sé. Se negó a contármelo, diciéndome que era su pequeño secreto. Hasta la fecha sigo todavía sin saberlo.

– Con lo cual intuyo que debe de haber dicho algo absolutamente atroz de usted -dijo Spencer con una sonrisa de oreja a oreja.

– Sin duda -concedió Andrew, riéndose.

– Bueno, Spencer y yo deseamos fervientemente saber más cosas de sus viajes durante su estancia aquí, señor Stanton. ¿Permite que le acomodemos? -Catherine tendió a Spencer su brazo ileso. Echaron a andar por el sendero y Andrew les siguió. Reparó en la firmeza del brazo de Catherine, permitiéndole soportar gran parte del peso de Spencer mientras el niño avanzaba cojeando por el sendero. Fue presa de un gran sentimiento de admiración por ella, por ambos. Andrew sabía de las cargas emocionales con las que ella bregaba. Aun así, Catherine lo hacía con humor y dignidad, mientras el amor que profesaba a su hijo brillaba como el cálido resplandor del sol. Y Spencer, a pesar de las dificultades físicas a las que se enfrentaba, era obviamente un joven inteligente y afable que correspondía abiertamente al afecto de su madre. Sin duda, un joven al que cualquier hombre estaría orgulloso de tener por hijo. Andrew apretó las manos al pensar en la crueldad con la que el padre del niño le había rechazado.

Atravesaron el umbral de la puerta principal y entraron en un espacioso vestíbulo, con suelo de parquet. Había una mesa redonda de caoba en el centro de la estancia sobre cuya brillante superficie reposaba un jarrón de porcelana con un enorme arreglo de flores recién cortadas. La fragancia de las flores llenaba el aire, mezclada con el agradable aroma de la cera de abeja. Asomando al otro lado del vestíbulo, Andrew vio la amplia y curva escalera que conducía a la planta superior, y pasillos que se perdían a derecha e izquierda. Varias mesas alargadas decoraban los pasillos, todas adornadas con jarrones llenos de flores frescas.

Un mayordomo formalmente uniformado y de estilizada figura estaba de pie junto a la puerta, como un centinela, con los anteojos cercanos a la punta de su ganchuda nariz.

– Bienvenida a casa, lady Catherine -dijo el mayordomo con una voz demasiado grave y sonora para provenir de un hombre de tan delgada figura. Cierto, parecía como si una ráfaga de viento pudiera hacer caer al hombre de espaldas.

– Gracias, Milton. -Mientras le entregaba su sombrero y el chal, le dijo-: Este es el señor Stanton, el socio de mi hermano y un gran amigo de la familia. Se quedará unos días. He dado instrucciones para que lleven sus cosas a la habitación azul de invitados.

Milton inclinó la cabeza.

– Iré a comprobar que la habitación esté preparada.

Spencer señaló con la barbilla la mesa de caoba.

– ¿Has visto tus flores nuevas, mamá?

Andrew se percató del ligero sonrojo que tiñó las mejillas de Catherine.

– Es difícil no verlas.

Spencer, enojado, soltó un bufido.

– Este es mucho más pequeño que el arreglo del salón. ¡Están convirtiendo nuestra casa en un jardín interior! ¿Por qué no te dejan en paz? -Se volvió hacia Andrew, buscando en él a un aliado-. ¿No le parece que tendrían que dejarla en paz?

– ¿Tendrían quiénes?

– Sus pretendientes. Lord Avenbury y lord Ferrymouth. El duque de Kelby, lord Kingsly. Y luego está lord Bedingfield, quien recientemente ha comprado la casa que linda con la nuestra por el oeste. Entre todos ellos, envían flores suficientes para hacer que uno se sienta como si viviera en una prisión botánica. -Spencer volvió a soltar otro bufido-. Me siento como si me estuviera ahogando con tantas flores. ¿No le parece que deberían parar?

«Sí, demonios.» Andrew se obligó a no lanzar una mirada asesina al tributo floral. Antes de poder responder, lady Catherine, cuyo sonrojo se había teñido de rosa, dijo:

– Spencer, eso es muy descortés de tu parte. Lord Avenbury, lord Ferrymouth y los demás sólo pretenden mostrarse amables.

Andrew se tragó el irritado «¡Bah!» que le subía por la garganta. ¿Amables? Difícilmente. Tuvo que morderse la lengua para no anunciar que ningún hombre enviaba flores suficientes como para hundir una fragata simplemente en un gesto de cortesía.

– ¿Sirvo ya el té? -preguntó Milton, vadeando en el incómodo silencio.

– Sí, gracias, pero sólo para dos. En el salón. -Se volvió hacia Andrew-. Me aseguraré de dejarle cómodamente instalado, pero lamento decirle que tengo una cita previa. -Tocó la manga de Spencer-. ¿Te ocuparás del señor Stanton en mi ausencia?

– Sí. ¿Tu cita es con la señora Ralston o con el doctor Oliver?

– ¿Con el doctor? -preguntó Andrew, al tiempo que su mirada saltaba sobre lady Catherine-. ¿Está usted enferma?

– No -se apresuró a responder lady Catherine-. Mi cita es con la señora Ralston.

Spencer se volvió a mirar a Andrew.

– La señora Ralston es la mejor amiga de mi madre. A menos que el tiempo lo impida, mamá va a su casa todos los días para visitarla y prestarle su ayuda.

– ¿A ayudarla? -preguntó Andrew.

Spencer asintió.

– La señora Ralston sufre de artritis en las manos. Mamá le escribe las cartas y se ocupa de sus flores.

Andrew sonrió a lady Catherine.

– Muy gentil de su parte.

Catherine pareció sonrojarse.

– Genevieve es una dama muy querida.

– Y afortunada de poder contar con una amiga tan fiel. -Andrew volvió a centrar su atención en Spencer-. ¿Y quién es el doctor Oliver? -preguntó, como restándole importancia.

– Otro pretendiente, aunque bastante agradable, y además no es tan adinerado como para enviar esos exagerados ramos. No, el doctor se limita a mirar a mamá con ojos soñadores. -Spencer procedió entonces a parodiar lo que él entendía por la expresión «ojos soñadores» adoptando una expresión bobalicona y haciendo revolotear sus pestañas.

Si la mujer implicada en la parodia hubiera sido otra, a Andrew le habrían parecido muy divertidas las bufonadas del jovencito. Sin embargo, reparó, taciturno, en que las mejillas de lady Catherine ardían hasta teñirse de carmesí. Recordó con claridad haber oído mencionar a Philip que uno de los admiradores de lady Catherine era un médico de pueblo. A tenor de su reacción, Andrew tuvo la indudable sospecha de que ese era el hombre.

– Tonterías, Spencer -dijo Catherine-. El doctor Oliver no pone esas caras y no es más que un amigo.

– Que pasa a verte a diario.

– No, a diario no. Y, además, simplemente lo hace en un afán por mostrarse cortés.

– Al parecer, hay abundancia de caballeros corteses en Little Longstone -dijo Andrew secamente.

Spencer miró al techo.

– Sí, y todos empeñados en cortejar a mi madre.

– No puede hablarse de cortejo si yo muestro indiferencia -dijo lady Catherine con voz firme-. Su interés cesará en cuanto se den cuenta de que no estoy en absoluto interesada.

Andrew se aclaró la garganta.

– Si tenemos en cuenta estas muestras -empezó, agitando la mano e incluyendo con su gesto el trío de arreglos florales-, todavía no se han dado cuenta.

– Ahora lord Bedingfield ya lo sabe -dijo Spencer-. Yo mismo se lo dije cuando vino a verte ayer por la tarde.

– ¿Qué diantre le dijiste? -preguntó lady Catherine.

– Le dije: «Mamá no está interesada en usted».

Lady Catherine emitió un sonido semejante a una carcajada mal disimulada seguida por una tos. Andrew se mordió el labio para reprimir su sonrisa. Spencer era sin duda un buen chico.

– ¿Y qué dijo lord Bedingfield? -preguntó Catherine.

Spencer vaciló y luego se encogió de hombros.

– Algo de que a los niños se les ve pero no se les oye.

Milton se aclaró la garganta.

– De hecho, su señoría dijo algo extremadamente desagradable que no merece repetición, momento en el cual le invité a abandonar la casa antes de echarle los perros.

Andrew apretó la mandíbula al darse cuenta de que lord Bedingfield le había dicho algo desagradable a Spencer.

– No tenemos perros -dijo lady Catherine.

– No creí necesario hacérselo saber a su señoría, señora.

A pesar de que había dolor en sus ojos, una sonrisa asomó a la comisura de los labios de Spencer.

– Y cuando lord Bedingfield se marchaba, tropezó al cruzar el umbral…

– No sabría decir cómo pero mi pie se interpuso en su camino -dijo Milton con estoica expresión-. Qué desafortunado incidente.

– Nunca había visto el tono de rojo que vi en su rostro -dijo Spencer, ahora con una amplia sonrisa-. No puedo ni imaginar cuánto se habría enfadado de haber sabido que no tenemos perros.

– Sí, me temo que su señoría no volverá -dijo Milton con una cara perfectamente imperturbable-. Mil disculpas por mi torpeza, lady Catherine.

– De algún modo lograré encontrar el perdón en mi corazón -respondió ella con voz igualmente seria. Luego se volvió y dedicó a su hijo un inmenso guiño. «Bueno, un pretendiente menos», pensó Andrew sonriendo para sus adentros. Desafortunadamente, todavía quedaba un buen número de ellos a los que debía hacer desaparecer.


Mientras el cochero permanecía en el carruaje, Catherine entró en el modesto vestíbulo de villa Ralston.

– Buenas tardes, Baxter -saludó al imponente mayordomo de Genevieve, echando la cabeza hacia atrás para fijar los ojos en su mirada de obsidiana-. ¿Está la señora Ralston en casa?

– La señora siempre está en casa para usted, lady Catherine -anunció Baxter con su voz grave y profunda. Aliviada, Catherine puso su sombrero de terciopelo y su chal de cachemira en las enormes manos de Baxter.

Por muchas veces que le viera, la enorme altura y corpulencia de Baxter nunca dejaban de asombrar a Catherine. Medía al menos un metro noventa, y sus impresionantes músculos tensaban las costuras de su formal uniforme negro. Sus proporciones, en combinación con la calva de su cabeza, por no mencionar los diminutos aros de oro que adornaban los lóbulos de sus orejas, o el hecho de que tuviera tendencia a responder a las preguntas con un gruñido monosilábico, le daban un aire de lo más intimidatorio. Sin duda, nadie que se encontrara con Baxter sospecharía que le encantaban las flores, que cuidaba de las crías del gato de Genevieve como una madre gallina y que horneaba las galletas más deliciosas que Catherine había probado nunca. Protegía a Genevieve y a su casa de los peligros como si fueran las joyas de la corona, y se refería a Genevieve como a «la que me salvó».

Catherine sabía que ambos se habían conocido durante la vida «anterior» de Genevieve, la que había vivido antes de instalarse en Little Longstone, y agradecía que Genevieve dispusiera de un amigo fuerte que la ayudara. Y que la protegiera. Simplemente las manos de Baxter parecían capaces de pulverizar una roca, y, según Genevieve, lo habían hecho en más de una ocasión. Catherine rezaba para que no volvieran a conocer esa violencia.

Baxter la escoltó hasta el salón, y a continuación se retiró. Cinco minutos más tarde, Genevieve entró en la habitación con su hermoso rostro iluminado de puro placer. Un vestido de muselina de color verde pastel adornaba su exuberante figura y llevaba su pelo rubio claro recogido en un moño sencillo por el que sentía preferencia, un estilo que resaltaba sus ojos de color azul pensamiento y sus labios carnosos. A las dos y media, el rostro de Genevieve seguía cubierto de cremas, y hasta las ligeras arrugas que se insinuaban alrededor de sus ojos y en su frente no le restaban un ápice de belleza.

– Qué maravillosa sorpresa -dijo, cruzando la alfombra Axminster azul y crema con sus pasos lentos y mesurados-. Creía que estarías demasiado cansada después del viaje para visitarme hoy.

Como era su costumbre, Genevieve le lanzó un beso como saludo, apenas tocando con sus labios las enguantadas yemas de sus dedos. Catherine le devolvió el gesto con el corazón encogido de compasión ante esas desgraciadas manos que ni siquiera los gruesos guantes lograban disimular. Durante todos los años que habían sido amigas, Catherine nunca había visto las manos de su amiga al descubierto.

– Tenía que venir -dijo Catherine-. Hay algo de lo que tenemos que hablar.

Genevieve le dedicó una mirada penetrante.

– ¿Qué te ha pasado en el labio?

– Eso es parte de lo que tenemos que hablar. Ven, sentémonos.

En cuanto estuvieron sentadas en un sofá de brocado extremadamente mullido, Catherine habló a su amiga del disparo.

– Dios santo, Catherine -dijo Genevieve con los ojos llenos de preocupación-. Qué trago tan espantoso. ¿Cómo te encuentras ahora?

– Un poco dolorida, pero mucho mejor. La herida era superficial.

– Afortunadamente. Para todos nosotros. -Su expresión se tornó fiera-. Esperemos que apresen al canalla que ha hecho esto. Cuando pienso en lo que podría haber ocurrido con un disparo extraviado… tú, o cualquier otro de los invitados a la fiesta, podríais haber resultado seriamente heridos. O muertos. -Un delicado estremecimiento sacudió su cuerpo-. Un accidente absolutamente espantoso. No sabes cuánto me alegro de que no estés malherida.

– Cierto. Aunque… -Catherine inspiró hondo-. De hecho, no estoy convencida de que fuera un accidente. -Seguidamente le habló a Genevieve de la conversación que había oído antes del disparo, concluyendo con un-: Rezo para que fuera un mero incidente, pero estoy asustada. Asustada de que el disparo estuviera dirigido a mí. Que alguien, quizá ese investigador, haya descubierto mi conexión con Charles Brightmore. Y, de ser así…

– En ese caso, también yo estaría en peligro -dijo despacio Genevieve, cuya expresión adquirió tintes de profundo pesar y arrepentimiento-. Oh, Catherine, no sabes cuánto lamento haberte implicado, con mi libro, que eso te haya puesto en esta insostenible situación. Debemos poner fin a esto. De inmediato. Viajaré mañana a Londres para hablar con nuestro editor y daré instrucciones al señor Bayer para que desvele que yo soy Charles Brightmore.

– No harás nada de eso -dijo Catherine con firmeza-. Eso sólo conseguiría ponerte en un peligro más inminente y destruir tu reputación.

– Querida mía, ¿crees acaso que eso importa en comparación con tu vida? Siempre puedo marcharme de aquí e instalarme en cualquier otra parte. Tú tienes que pensar en Spencer.

– No te irás de aquí -insistió Catherine-. Necesitas los manantiales de agua caliente para tus manos y para tus articulaciones tanto como Spencer.

– Hay otras termas en Inglaterra. En Italia. -Se miró las manos y se le tensaron los labios-. Tantas veces he maldecido estas manos tullidas. Me han costado la vida. El hombre al que amo… -Una risa carente del menor atisbo de humor se abrió paso entre sus labios-. Al fin y al cabo, ¿quién quiere una amante con unas manos como éstas? Ningún hombre desea que le toquen con semejante fealdad. Pero nunca las había maldecido tanto como ahora. Si fuera físicamente capaz de escribir, o de sostener una pluma, nunca habría pedido tu ayuda para firmar ese maldito libro.

– Por favor, no digas eso. Yo quise ayudarte. Escribir el libro, escuchar tu dictado, implicarme, dio a mi vida un propósito del que carecía desde hacía años. Tú crees que me has quitado algo, pero la realidad apunta a todo lo contrario. Me has dado más de lo que nunca podré devolverte.

– Como siempre lo has hecho tú conmigo, aunque no podrás negarme que te he arrebatado la sensación de seguridad, que esta empresa en la que te he implicado te ha puesto en peligro.

– No podemos estar seguras de que eso sea cierto. El crimen en Londres está a la orden de día, y lo ocurrido puede perfectamente haber sido un accidente.

– ¿Y cómo podríamos saberlo con seguridad? -preguntó Genevieve-. No podemos limitarnos a esperar a que una de las dos, o ambas, resulte herida. O peor. Debemos poner fin a esto. De inmediato. Tengo que hablar con el señor Bayer.

– Te suplico que no lo hagas, al menos durante uno o dos días. Hubo un testigo que puede identificar al culpable. Mi padre me ha prometido que me escribirá para comunicarme si han apresado al autor de lo ocurrido. De ser así, nos estamos preocupando en vano. Esperemos a tener noticias de mi padre.

Genevieve arrugó el labio inferior y finalmente asintió en señal de acuerdo.

– Muy bien. Pero si no has tenido noticias de él mañana por la noche, viajaré a Londres al día siguiente. Mientras tanto, debemos hacer algo para garantizar nuestra seguridad. Baxter se encargará de que nada me ocurra, pero temo que, a pesar de su valentía, Milton y Spencer no puedan ofrecerte la protección necesaria en caso de que la necesites.

– Ya me he ocupado de eso. El amigo norteamericano de mi hermano, el señor Stanton, me ha acompañado a Little Longstone y se queda unos días de visita.

– Pero ¿podrá protegerte? -preguntó Genevieve con voz dubitativa.

La imagen del señor Stanton llevándola en sus fuertes brazos parpadeó en su cabeza y, mortificada, sintió que el calor le subía por el cuello.

– Ejem… sí. No me cabe duda.

La mirada de Genevieve se tornó especuladora y a continuación arqueó una ceja rubia, dibujando con ella una curva perfecta.

– ¿Ah, sí? Muy bien, me dejas enormemente aliviada. Recuerdo haberte oído mencionar al señor Stanton, aunque sólo vagamente. ¿Cómo es?

– Fastidioso y testarudo -respondió Catherine sin la menor vacilación.

Genevieve se rió.

– Querida, así son todos los hombres. ¿Posee acaso alguna buena cualidad?

Catherine se encogió de hombros.

– Supongo que, si me viera presionada a pensar en ello, se me ocurriría una o dos. -Al ver que Genevieve seguía esperando con expresión expectante, Catherine miró al techo y soltó un suspiro resignado-. Al parecer fue de gran ayuda cuando me hirieron anoche. Y, bueno… no tiene un olor corporal desagradable.

Algo sospechosamente parecido a la diversión chispeó en los ojos de Genevieve.

– Entiendo. La rapidez de ingenio y el compromiso con el aseo personal son sin duda buenas cualidades en un hombre. Dime, ¿cuál fue exactamente la ayuda que te prestó tras el disparo?

Una nueva oleada de calor invadió a Catherine.

– Presionó la herida hasta que llegó el médico.

– Excelente. Está claro que sabe algo sobre cómo tratar unas heridas. -Abrió aún más los ojos-. Oh, pero, te lo ruego, ¡no irás a decirme que el médico te examinó allí mismo, en el salón!

– No. -«Maldición, qué calor hace aquí dentro.» Consciente de que Genevieve terminaría por sacarle toda la información, Catherine la miró directamente a los ojos y dijo con su mejor voz evasiva-: El señor Stanton fue tan amable de llevarme en brazos al dormitorio de mi padre para apartarme de los ojos curiosos de los demás invitados.

– Ah, y además es un hombre de demostrada discreción -dijo Genevieve con una aprobatoria inclinación de cabeza-. Y supongo que percibiste que no posee un ofensivo olor corporal mientras te llevaba en sus brazos.

– Sí.

– Y, obviamente, es un hombre fuerte.

Catherine lanzó a su amiga una mirada maliciosa.

– ¿No estarás insinuando que peso más de lo que debiera?

La musical risa de Genevieve repicó de pronto.

– Por supuesto que no. Simplemente me refería a que sólo un hombre fuerte puede llevar a una mujer en brazos desde el salón a la alcoba, viaje que naturalmente incluye el ascenso por las escaleras, mientras mantiene la presión sobre su herida. Realmente impresionante. ¿Es hombre de fortuna personal?

– Nunca lo he preguntado.

Genevieve sacudió la cabeza.

– Querida mía, estoy segura de que alguna idea debes de tener. ¿Cómo es su ropa?

– Muy refinada. Cara.

– ¿Su residencia?

– Tiene habitaciones en Chesterfield. No conozco su condición puesto que, naturalmente, jamás le he visitado allí.

– Una elegante parte de la ciudad -dijo Genevieve, aprobatoria-. Hasta ahora, suena muy prometedor.

– ¿Prometedor? ¿Para qué?

La expresión inocente de Genevieve era comparable a la de un ángel.

– Para que te preste la protección necesaria, naturalmente.

– Una fortuna y ropas de buen corte no resultan suficiente para ello. Es un experto esgrimidor y un gran pugilista, y lo bastante musculoso como para que su presencia resulte amenazadora. Es todo lo que necesito.

– Naturalmente, estás en lo cierto. Así que pugilista. Supongo que tendrá muchas cicatrices y que le habrán roto algunos huesos en el pasado. Lástima. -Genevieve soltó un suspiro-. ¿Debo entender que es un hombre de escaso atractivo?

Los dedos de Catherine juguetearon con el cordón de terciopelo de su retícula.

– Bueno, si he de hacerle justicia, no diría eso.

– ¿Oh? ¿Y qué dirías entonces?

«Que esta conversación ha dado un giro de lo más incómodo.» Le vino a la cabeza una imagen del señor Stanton, sentado delante de ella en el carruaje, con sus ojos oscuros firmemente posados en ella y una sonrisa burlona asomando a sus labios. Se aclaró la garganta.

– Aunque el señor Stanton no sea poseedor de una belleza clásica en ninguno de los sentidos, entiendo que cierta clase de mujer pueda encontrarle… no desagradable.

– ¿Qué clase de mujer?

«Toda mujer que viva y respire.» Las palabras brotaron de improviso en su mente, horrorizándola. Cielos, estaba perdiendo los nervios.

– No sabría decirte -dijo, mucho más envarada de lo que era su intención-. ¿Quizá las miopes?

Desgraciadamente, Genevieve hizo caso omiso del tono envarado de su respuesta.

– Oh, querida. Pobre hombre. ¿Y cuál es exactamente el aspecto del señor Stanton?

– ¿Su aspecto?

La preocupación veló los ojos de Genevieve.

– Querida, ¿estás segura de que el golpe que te diste en la cabeza no es más serio de lo que crees? Tu comportamiento es de lo más extraño.

– Estoy bien. -Soltó un profundo suspiro-. El señor Stanton es… tiene… «Unos atractivos ojos oscuros de los que te obligan a apartar la mirada. Una sonrisa lenta y cautivadora que, por alguna razón enfermiza, hace que el corazón se me acelere simplemente al pensar en ella. Una mandíbula fuerte y esa preciosa boca que parece a la vez firme y deliciosamente suave. Pelo oscuro y sedoso, con algunos mechones cayéndole sobre la frente de un modo que a una le entran deseos de volver a colocar los rizos en su sitio…»

– ¿Tiene qué, querida?

La voz de Genevieve sacó a Catherine de su ensueño con un sobresalto. Dios mío, sin duda acababa de perder por completo el norte. Quizá se había golpeado la cabeza más fuerte de lo que creía.

– Tiene el pelo oscuro, los ojos oscuros y una… ejem… sonrisa bastante agradable. -Su conciencia se resistió al oír de sus labios la tibia descripción de «agradable» de la sonrisa del señor Stanton, aunque apartó a un lado con firmeza su voz interior.

– Entonces, es un hombre de aspecto bastante común.

¿Común? Catherine intentó aplicar la palabra al señor Stanton y su intento resultó espectacularmente fallido. Antes de que pudiera pensar en una respuesta, Genevieve continuó.

– Bueno, quizá sea mejor así. Está aquí para protegerte. Si te sintieras atraída por él, quizá hasta te plantearas entablar una liaison con él, y eso llevaría a toda clase de complicaciones que podrían distraerle de sus funciones.

– Puedo asegurarte de que una liaison con el señor Stanton, o con cualquier otro hombre, ahora que lo mencionas, es lo último que tengo en mente.

Genevieve sonrió.

– En ese caso, gracias a Dios que no le encuentras ningún atractivo.

– Sí, gracias a Dios.

Sin embargo, incluso mientras esas cuatro palabras salían de sus labios, oyó susurrar a su voz interior cuatro palabras por iniciativa propia.

«Mentirosa, mentirosa, mentirosa, mentirosa.»

Загрузка...