La mujer moderna actual debe estar preparada para enfrentarse a lo inesperado. A veces puede resultar encantador, como un regalo sorpresa de su amante, en cuyo caso un beso de agradecimiento es apropiado, lo que, a su vez, puede llevar a más cosas deliciosamente inesperadas. Sin embargo, en ocasiones, lo inesperado resulta absolutamente desagradable, en este caso la reacción más sabia es decir lo menos posible y a continuación liberarse rápidamente de la situación.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Andrew vio cómo el color abandonaba el rostro de Catherine al tiempo que ella le miraba con los ojos como platos y presa de un enmudecido estado de conmoción. Los recuerdos que durante años había luchado denodadamente por mantener enterrados rugían hacia la superficie. Ahora que había empezado, y no había vuelta atrás, estaba desesperado por terminar.
Deseaba mirarla, pero simplemente no podía quedarse quieto. Caminando de un lado a otro delante de ella, dijo:
– Mi padre era el jefe de establos de Charles Northrip, un hombre muy acaudalado e influyente. Mi padre y yo vivíamos en las habitaciones situadas encima de los establos, y yo me crié en la propiedad. Me encantaba aquello. Me encantaba estar con los caballos. Cuando tenía dieciséis años, mi padre murió y el señor Northrip me nombró jefe de establos.
Guardó silencio durante unos segundos y miró a Catherine, que estaba sentada con la espalda tiesa en el sofá y que le miraba desde sus ojos solemnes. El único sonido que llenaba la estancia era el crepitar de las llamas y el tictac del reloj situado sobre la repisa de la chimenea. Tras empezar de nuevo a caminar por la habitación, Andrew prosiguió:
– El señor Northrip tenía una hija única llamada Emily, cuatro años menor que yo. Ya te hablé de ella cuando preparamos el helado de fresa.
– Sí, lo recuerdo.
– Emily era dolorosamente tímida, extraña, torpe y muy callada, cualidades que empeoraban la exigente personalidad de sus padres. Los Northrip estaban desesperados ante el carácter reservado de su hija. Emily se encontraba mucho más cómoda con los caballos que con la gente, y consecuentemente pasaba mucho tiempo en los establos. Siempre que su padre la encontraba en uno de los establos o en el pajar, se quejaba de que no sabía qué hacer con ella. ¿Cómo podían su esposa y él, dos personas amigables y sociables, haber tenido una hija tan insociable que prefería los animales a la gente? El señor Northrip decía esas cosas como si ella fuera sorda y yo me daba cuenta de lo mucho que sus palabras herían a Emily. Con el paso de los años, entre Emily, mi padre y yo floreció una buena amistad.
Andrew sintió que le embargaban recuerdos que no se había permitido resucitar durante años.
– Nunca olvidaré la noche en que murió mi padre. Yo estaba de pie en los establos, mirando su silla vacía. Me sentí… vacío. Y muy solo. Lo siguiente que recuerdo es que tenía a Emily a mi lado. Deslizó su pequeña mano de niña de doce años en la mía y me dijo que no me preocupara. Que no estaba solo porque ella era mi amiga, y que sería mi mejor amiga, si yo quería. -La nostalgia le cerró la garganta-. Le dije que me gustaría mucho. Y, durante los siete años siguientes, el vínculo que formamos ese día fue fortaleciéndose. Realmente éramos el mejor amigo del otro.
Deteniéndose delante de la chimenea, fijó la mirada en las oscilantes llamas.
– El señor Northrip no tenía ningún hijo varón que pudiera algún día heredar su negocio, de modo que decidió que Emily se casara con un hombre capaz de gestionar su empresa. Creyó encontrarlo en Lewis Manning, hijo único de otro acaudalado comerciante. Se acordó pues el matrimonio, por no mencionar la lucrativa fusión mercantil entre ambas familias. Emily aceptó el acuerdo, consciente de que era su deber casarse según los deseos de su padre. De hecho, se sentía aliviada de poder por fin hacer algo que contara con la aprobación de su padre después de llevar toda su vida decepcionándole.
»Pero no tardé en enterarme de que el tal Lewis Manning poseía un temperamento violento. Una noche, apenas unos días antes de la boda, Emily vino a buscarme bañada en lágrimas, dolorida a causa de lo que resultó ser una costilla rota. A pesar de que no tenía la menor señal en el rostro, tenía el resto del cuerpo, donde los golpes no saltaban a la vista, herido allí donde Lewis la había golpeado por osar cuestionar una de sus decisiones. Me contó entonces que, aunque era la primera vez que él la maltrataba de ese modo, Lewis había perdido los estribos varias veces antes y le había pegado. Emily le había hablado a su padre de esas agresiones, pero él no había dado importancia alguna a sus preocupaciones, diciendo que todos los hombres pierden en ocasiones los estribos. Sin embargo, después de ese último suceso, Emily temía que la próxima vez que Lewis perdiera los nervios no pudiera escapar de él.
Andrew apartó la mirada del fuego y miró a Catherine, quien lo escuchaba con embelesada atención.
– Mi primera reacción fue darle una paliza a Lewis, pero Emily me suplicó que no lo hiciera. Me dijo que lo único que conseguiría sería acabar en prisión por inmiscuirme y que Lewis no lo merecía. A regañadientes, accedí a sus súplicas, pero estaba firmemente decidido a protegerla… de aquel maldito bastardo de Lewis, y de su padre, a quien obviamente importaban más los beneficios que el matrimonio de su hija reportaba a sus negocios que su propia hija. Y la única forma que se me ocurrió de protegerla fue casándome con ella. Los dos sabíamos que Emily tendría que renunciar a todo, pues su padre se pondría furioso y sin duda la desheredaría, pero no nos importó. Esa misma noche huimos y contrajimos matrimonio.
De nuevo fue incapaz de quedarse quieto y una vez más empezó a caminar por la estancia.
– Al día siguiente, después de instalar a Emily en una posada cercana, fui a ver a su padre. Quería contarle cara a cara que Emily y yo nos habíamos casado y hacerle saber que no toleraría que Emily volviera a sufrir ningún daño. Como era de esperar, el padre de Emily estaba furioso. Dijo que haría anular la boda, que me denunciaría por secuestro y que me haría ahorcar. Cuando le dije que no había motivos que validaran tal anulación, su furia se intensificó. Dijo que, de un modo u otro, recuperaría a su hija, aunque para eso tuviera que verme muerto. Ni por un instante dudé de que realmente hablaba en serio. Volví a la posada. Poco después, mientras nos preparábamos para la partida, llegó un furibundo Lewis Manning. Dijo cosas espantosas y odiosas de Emily y mi paciencia se agotó. Me informó de que no tenía intención de acudir a la justicia… deseaba ver hecho el trabajo de inmediato, y me retó a un duelo. Acepté a pesar de las súplicas de Emily, que me conminó a que no lo hiciera.
Andrew prosiguió. Ahora las palabras brotaban de él más deprisa.
– Adam Harrick, el capataz de la propiedad de los Northrip, era mi mejor amigo además de Emily, y me hizo las veces de testigo. En el duelo, sin que yo lo supiera, Lewis hizo trampas, disparando antes de que terminara el recuento. Emily, quien supuestamente se había quedado en la posada, vio el engaño. En un intento por avisarme, apareció corriendo y… fue alcanzada por el disparo de Lewis.
Andrew cerró los ojos y vio grabada indeleblemente en su mente la imagen de Emily derrumbándose en el suelo con la conmoción grabada en sus ojos abiertos y la pechera de su vestido de color marfil teñida de carmesí.
– Disparé y mi bala alcanzó a Lewis -dijo con un ronco chirrido-. Solté la pistola y corrí hasta Emily. Aunque seguía con vida, no había duda de que su herida era mortal. Yo… la abracé, intentando detener la hemorragia, aunque en vano. Con sus últimas palabras, me suplicó que huyera. Que me fuera de Norteamérica a algún lugar donde nadie pudiera encontrarme. Sabía que su padre me mataría o se aseguraría de que me colgaran por la muerte de Lewis, sin duda alguna, además de intentar culparme también de su muerte. Me suplicó, una y otra vez, que no dejara que eso ocurriera. Quería desesperadamente que yo viviera, que tuviera una vida plena y feliz. Me quería y no deseaba que yo muriera.
Clavando su mirada en Catherine, se llevó la palma de la mano al pecho y dijo con un entrecortado susurro:
– Sentí los últimos latidos de su corazón contra mi mano después de haberle prometido por fin que haría lo que me pedía. Y entonces murió.
Se le quebró la voz al pronunciar la última palabra. Luego el silencio quedó pesadamente prendido en el aire mientras él revivía el horror de aquel escalofriante día con una desgarradora y vívida claridad que había mantenido apartada de su mente durante años. El día en que lo había perdido todo. Su casa. La vida, tal como la había conocido. La dulce y cariñosa amiga que había sido su esposa.
Tosió para aclarar la tensión que le agarrotaba la garganta.
– Después de despedirme de Emily y de asegurarme de que Adam se encargaría de ella, mantuve mi promesa. Varias horas más tarde, y utilizando un nombre falso, huí en barco de Norteamérica.
Pasándose las manos por la cara, echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.
– Durante los primeros cinco años, viví… temerariamente, sin importarme realmente si vivía o moría. Para mí fue una temporada muy oscura. Solitaria. Triste. Vacía. Había hecho lo que Emily me había pedido, y aún así me odiaba por haberlo hecho. Por haber huido. Por todos mis actos que habían llevado a su muerte. Me sentía como un cobarde y sentía también que había comprometido mi honor. De hecho, llegué a esperar que su padre me encontrara de algún modo, aunque nunca lo hizo.
»Pero un día tu hermano me encontró… justo a tiempo para salvarme de los macheteros, un rescate que, por cierto, no le agradecí de inmediato. Puesto que no tenía nada mejor que hacer, regresé con Philip a su campamento y, por primera vez en cinco años, tuve la sensación de pertenecer a algún sitio. Tu hermano no sólo me salvó la vida, sino que gracias a él volví a recuperar las ganas de vivir. De hacer algo de mí mismo. Era el primer amigo que tenía desde que me había ido de Norteamérica, y mi amistad con él me cambió la vida. Llegó un momento en que logré enterrar en lo más hondo aquel día espantoso que viví en el campo de duelo, pero cuando oí ese disparo en Londres, cuando te vi en el suelo… -Cerró un momento los ojos-. Reviví la peor de mis pesadillas.
Inspiró hondo, sintiéndose totalmente agotado, aunque más ligero de lo que se había sentido en una década. Se volvió hacia Catherine. Tenía las manos apretadas sobre las rodillas y la mirada fija en el fuego. Andrew deseaba desesperadamente saber lo que ella pensaba, pero se obligó a permanecer en silencio y permitirle que asimilara todo lo que le había dicho. Pasó un minuto entero antes de que ella hablara.
– ¿Y Philip sabe todo esto?
– No. Nada. Nunca se lo había dicho a nadie hasta ahora.
Andrew hubiera deseado que ella le mirara para poder ver la expresión de su rostro, leer sus ojos. ¿Le miraría con asco y vergüenza… del mismo modo en que él se había estado mirando durante años? Desafortunadamente, temía que el hecho de que ella se empeñara en no mirarle estuviera diciéndoselo todo.
Por fin, Catherine se volvió y le miró con unos ojos solemnes y brillantes, colmados de lágrimas no derramadas.
– La querías mucho.
– Sí. Era una joven callada y solitaria que jamás hizo daño a nadie. Fuimos los mejores amigos durante años. Habría hecho cualquier cosa por protegerla. En vez de eso, fue ella la que murió intentando protegerme.
– ¿Por qué, tras permanecer callado durante todos estos años, me cuentas esto?
Andrew vaciló y luego preguntó:
– Antes de decírtelo, ¿podría hacer uso de una hoja de papel vitela y de una pluma?
La sorpresa de Catherine fue evidente, pero se levantó y fue hasta el escritorio situado junto a la ventana, de donde sacó una hoja de papel vitela de un estrecho cajón.
– Aquí lo tienes.
– Gracias.
Andrew se sentó en la silla de delicado tapiz y cogió la pluma de manos de Catherine. Por el rabillo del ojo la vio cruzar la estancia hasta la chimenea. Tras varios minutos, se reunió allí con ella y le entregó el papel vitela.
Catherine miró las inscripciones con expresión confundida.
– ¿Qué es esto?
– Jeroglíficos egipcios. Deletrean los motivos por los que te he hablado de mi pasado.
– Pero ¿por qué ibas a escribir tus motivos empleando una lengua que yo no puedo comprender?
– En la fiesta de cumpleaños de tu padre, me hablaste de los métodos de lord Nordnick en relación a lady Ofelia. Dijiste que debería recitarle algo romántico en otra lengua. Esta es la única otra lengua que conozco.
La mirada sorprendida de Catherine se encontró con la de él. Andrew tocó el borde del papel vitela.
– La primera línea dice «Me salvaste la vida».
– No entiendo cómo puedes decir una cosa así, pues es culpa mía que hayas resultado herido esta noche.
– Esta noche no. Hace seis años. La mañana después de unirme a Philip en su campamento, le encontré sentado en una manta junto a la orilla del Nilo, leyendo una carta. Según me dijo, la carta era de su hermana. Me leyó algunos divertidos fragmentos y me senté a su lado a escuchar las palabras que le habías escrito, presa de la envidia al ver el obvio afecto que os profesabais. Me habló entonces de ti, de lo infeliz que eras en tu matrimonio, de la alegría que habías encontrado en tu hijo y también de la aflicción de Spencer. Cuando volvimos al campamento, me mostró la miniatura que le habías dado antes de partir de Inglaterra.
Cerró los ojos un segundo, reviviendo el instante en que había puesto los ojos por primera vez en la imagen de Catherine.
– Eras muy hermosa. No me cabía en la cabeza que tu marido no venerase el suelo que pisabas. A partir de ese momento, con cada historia que Philip me contaba sobre ti, mi consideración y mi admiración fueron a más, y creo que ansiaba recibir las cartas que le enviabas a Philip incluso más que él mismo. Tu bravura, tu fortaleza ante tu situación marital y las dificultades de Spencer me conmovían profundamente, animándome a la vez a examinar mi más honda pena y culpa por mi pasado y la vida disoluta que había llevado desde mi partida de Norteamérica. Tu bondad, tu gentileza y tu coraje me inspiraban, forzándome a cambiar mi vida. A redimirme. Yo sabía que algún día volvería a Inglaterra con Philip y estaba decidido a ser una persona de la que lady Catherine pudiera sentirse orgullosa. Tú me enseñaste que la bondad y la gentileza todavía existían y me diste la fuerza de voluntad para volver a desearlas. Hace seis años que quiero darte las gracias por eso. -Tendió la mano y estrechó la de Catherine entre la suya-. Gracias.
El corazón de Catherine palpitaba envuelto en lentos e intensos latidos ante sus palabras y la total sinceridad de sus ojos oscuros. Tragó saliva. Su corazón penaba por él, por la desesperación con la que Andrew había vivido durante tanto tiempo.
– De nada. No tenía la menor idea de que mis cartas te hubieran… inspirado de tal modo. Siento mucho el dolor que has sufrido y me alegro de que hayas podido encontrar la paz en tu interior.
Sin apartar la mirada, Andrew le soltó la mano y a continuación tendió el brazo para tocar el borde del papel vitela.
– La segunda frase dice: «Te quiero».
Catherine se quedó totalmente inmóvil, a excepción de su pulso, que palpitaba errática. Los sentimientos de Andrew hacia ella refulgían en sus ojos sin la menor tentativa por ocultarlos.
– Mi mente comprende que mi condición social y mi pasado no me hacen merecedor de ti. Pero mi corazón… -Andrew negó con la cabeza-. Mi corazón se niega a escuchar. La lógica me dice que debería esperar, darme más tiempo para cortejarte. Pero esta noche he estado a punto de perderte y sencillamente no puedo esperar. Nuestra amistad, los momentos que hemos pasado juntos como amantes, todo lo que hemos compartido, cada caricia, cada palabra, me ha dado más felicidad de la que puedo describir. Pero ser tu amante no es suficiente.
Se metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó de él un objeto que le mostró al instante.
– Quiero más. Lo quiero todo. Todo de ti. Quiero que seas mi esposa. Catherine, ¿quieres casarte conmigo?
El fondo pareció desaparecer de golpe del estómago de Catherine. Se quedó mirando la perfecta esmeralda ovalada engastada en un sencillo aro de oro que ahora reposaba en la callosa mano de Andrew. Debía de haber comprado la gema mientras estaba en Londres. Las lágrimas intentaron abrirse paso desde el fondo de sus ojos. Desconsuelo, confusión e inesperado anhelo… todo ello entró en conflicto en su interior. Sus emociones fueron de pronto un revoltijo a flor de piel, cada una exigiendo su atención hasta que simplemente se vio incapaz de diferenciarlas entre sí.
– Ya sabes lo que opino del matrimonio.
– Sí. Y, dada tu experiencia, tus reservas son comprensibles. Pero también sabes cómo me siento yo al respecto. Te dije en el carruaje, durante el viaje de regreso a Little Longstone, que quería una esposa y una familia. ¿Creías acaso que soy la clase de hombre que podría comprometerte para luego dejarte?
– Andrew, no soy ninguna joven y virginal señorita a la que un hombre pueda «comprometer». Soy una mujer moderna y adulta que disfruta de una aventura placentera. Cuando dijiste que querías una esposa, describiste un parangón de perfección de cuya existencia dudo mucho.
– No. La estaba mirando en ese preciso instante. Tú eres todas las cosas que describí entonces, y muchas más: una mujer con sus defectos, que, a pesar de ellos, a causa de ellos, es la mujer perfecta para mí. Te pido que reconsideres tu opinión sobre el matrimonio y que, a cambio, consideres tus sentimientos hacia mí. -La estudió atentamente durante varios segundos y luego dijo con voz queda-: Sé que te importo. Nunca me habrías llevado a tu cama, ni me habrías dejado entrar en tu cuerpo, de no ser así.
El calor arrobó las mejillas de Catherine.
– No te tomé como amante para conseguir una propuesta de matrimonio.
– Lo sé. Y no hay ninguna necesidad de que lo hagas. Te ofrezco mi propuesta por propia voluntad. Y con toda mi esperanza de que, a pesar de todo lo que te he contado esta noche, aceptarás.
– Cuando iniciamos nuestra relación, ambos acordamos que sería algo temporal.
– No, tú insististe en que fuera temporal. Yo nunca estuve de acuerdo. Y, aunque hubiera sido de otro modo, en este mismo instante reniego formalmente de lo dicho. No quiero nada temporal. Quiero el para siempre. Quiero ser tu marido. Quiero ser un padre para Spencer… si él lo desea también. Al menos, quiero ser su amigo y paladín. -Inspiró hondo-. Te he contado mi pasado. Te he dicho lo que siento por ti. Mi corazón y mi alma te pertenecen. Dime lo que quieres hacer con ellos.
Catherine tensó las rodillas en un intento por conseguir que dejaran de temblar.
– No comprendes lo que me estás pidiendo, y sin duda no sabes lo que el matrimonio significa para una mujer. Significa que dejaría de existir. Que lo perdería todo porque ya nada me pertenecería. Pertenecería a mi esposo. Mi marido podría desterrarme al campo, descuidar a nuestro hijo, vender mis posesiones personales… y todo eso legalmente. Ya he pasado por ese horror. No necesito más dinero, ni más contactos familiares. El matrimonio no tiene nada que ofrecerme.
– Está claro que utilizamos diccionarios distintos porque para mí el matrimonio significa cuidar el uno del otro. Querernos juntos. Compartir las risas y ayudarnos en el dolor. Saber que siempre habrá otra persona a tu lado. Pendiente de ti.
– Debo reconocer que tu definición suena maravillosa, pero la experiencia me ha demostrado que el matrimonio nada tiene que ver con eso. ¿Sinceramente crees que tu definición se ajusta a la realidad?
– Supongo que eso depende de por qué se casa una persona. Si nos casamos por dinero o buscando una posición social, estoy entonces de acuerdo en que podría resultar desastroso. Pero si el matrimonio está basado en el amor y en el respeto, porque no puedes imaginarte pasar un sólo día de tu vida sin la persona a la que has entregado tu corazón, entonces sí, creo que puede ser todas esas cosas hermosas. -Andrew tendió la mano en busca de la de ella. Tras dejar suavemente el anillo en su palma, cerró los dedos de Catherine y anidó su puño cerrado entre sus manos-. Catherine, si decides que no quieres casarte conmigo, que sea porque no pertenezco a tu clase social, porque no soy más que un vulgar norteamericano, porque tengo un pasado turbio, porque no me quieres. Pero, por favor, no me rechaces porque crees que te arrebataré cosas cuando lo único que quiero es darte. Dártelo todo. Siempre. Quiero cuidar de ti.
– Creo haber demostrado con bastante claridad durante la última década no necesitar que ningún hombre cuide de mí. -Una enfermiza sensación de pérdida la invadió al ver el dolor que asomaba a los ojos de Andrew. Cierto, ella no quería un marido, aunque también se dio cuenta, con repentina y punzante claridad, de que no quería que Andrew desapareciera de su vida-. ¿Por qué no seguimos como hasta ahora? -dijo, odiando la nota de desesperación que oyó en su voz.
– ¿Teniendo una aventura?
– Sí.
Catherine contuvo el aliento, a la espera de su respuesta. Finalmente, y en voz muy baja, Andrew dijo:
– No. No puedo hacerte eso. Ni a Spencer. Ni a mí mismo. Si seguimos así, llegará el momento en que alguien descubrirá la verdad, y las habladurías no harían más que perjudicaros a ti y a Spencer. No tengo el menor deseo de seguir escondiéndome, viviendo contigo momentos robados y manteniendo mis sentimientos ocultos. Lo quiero todo, Catherine. Todo o… nada.
El suelo pareció moverse bajo los pies de Catherine. La firmeza de la voz y de los ojos de Andrew era inconfundible, y de pronto fue presa de una oleada de rabia.
– No tienes ningún derecho a darme semejante ultimátum.
– No estoy de acuerdo contigo. Creo que el hecho de estar dolorosamente enamorado de ti y de haber compartido tu cama me dan ese derecho.
– El hecho de que hayamos compartido una cama no cambia nada.
– Te equivocas. Lo cambia todo. -Andrew le apretó un poco más la mano-. Catherine, o bien sientes lo mismo que yo, o no lo sientes. O me amas, o no. O quieres pasar el resto de tu vida conmigo, o no.
– ¿Y esperas que te dé una respuesta enseguida? ¿Todo o nada?
– Sí.
Catherine clavó en él la mirada, sintiendo la presión del anillo contra la palma de la mano. Una miríada de conflictivas emociones la golpearon en todas direcciones, pero apartó a un lado el revoltijo de sentimientos y se centró en la rabia: hacia él por obligarla a tomar una decisión como esa y hacia ella misma por haberse permitido vacilar. Su elección estaba clara. No quería un marido. Entonces, ¿por qué le resultaba tan condenadamente difícil decir la palabra precisa que le alejaría de ella?
«Porque esa palabra provocaría justamente eso… alejarle de ella.»
Se humedeció los labios secos.
– En ese caso, me temo que es nada.
Pasaron varios largos y silenciosos segundos y Catherine vio cómo la expresión de Andrew se tornaba vacía, como si hubiera corrido una cortina sobre sus sentimientos. Le palpitó un músculo en la mandíbula y su garganta se accionó en lo que Catherine supuso sería un intento por tragarse su decepción. Despacio, le soltó la mano al tiempo que en el interior de Catherine una vocecilla gritaba «¡No!», aunque mantuvo firmemente cerrados los labios para contenerla. Abrió lentamente la mano y le mostró el anillo. Él miró fijamente la gema durante tanto tiempo que Catherine pensó que se negaría a aceptarla. Y, de hecho, eso fue lo que hizo, tendiendo finalmente la mano y obligándola a que fuera ella quien depositara el anillo en su palma. Después, Andrew se retiró apresuradamente y salió de la habitación, cerrando con suavidad la puerta a su espalda sin volver la vista atrás.
Sin apartar los ojos de la puerta cerrada, Catherine se hundió en el sofá. El calor que la mano de Andrew había dejado en la suya en el punto donde se la había tomado apenas segundos antes había desaparecido, dejando un escalofrío que se extendió por todo su cuerpo. Su mente, su lógica, le decían que había tomado la decisión correcta. Sin embargo, el debilitador dolor que le embargaba el corazón indicaba que quizá acababa de cometer un terrible error.
Justo antes del amanecer, Andrew estaba sentado en el borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y las manos acunando su dolorida cabeza. Sin embargo, el dolor sordo que le aquejaba las sienes no era nada comparado con el dolor desgarrador que le aprisionaba el pecho.
¿Cómo era posible que el corazón le doliera tanto y que aún así siguiera latiéndole? Lamentaba no poder achacar el resultado de su propuesta a su precipitada formulación, pero sospechaba que incluso aunque hubiera tardado meses en cortejar a Catherine, al final, ella le habría rechazado de todos modos.
«Pero, al menos, podrías haber disfrutado de esos meses con ella -se mofó de él su voz interna-. Ahora no tienes… nada.»
Andrew gimió y se levantó de golpe. Obviamente había cometido un error obligando a Catherine a elegir entre todo o nada, aunque maldición, llevaba mucho tiempo deseándola, mucho tiempo esperando. Había albergado muchas esperanzas de que ella terminara queriéndole. De que se diera por fin cuenta de que estaban hechos el uno para el otro.
La imagen del bastardo de Carmichael llevándola a rastras hacia los manantiales parpadeó en su mente y sus manos se cerraron con fuerza. ¿Qué había en la Guía que hubiera provocado en él un odio tan encarnizado como para intentar matar a su autor? Sí, las premisas y el explícito contenido de la mujer moderna actual eran escandalosas… pero ¿hasta el punto de incitar al asesinato?
Recordaba haberse encontrado con Carmichael tras el disparo en la fiesta de cumpleaños de lord Ravensly. Había sentido algo extraño, casi familiar, mientras a Carmichael le oía informar de que había visto a un hombre adentrarse a la carrera en Hyde Park tras el disparo. Y había tenido la misma sensación tanto en la velada en casa del duque como en el museo, el día anterior. Philip había dicho que Carmichael había pasado tiempo en Norteamérica…
Andrew cerró los ojos, obligándose a recordar cada detalle de sus encuentros con Carmichael, primero en las fiestas, luego en el museo…
Una imagen apareció en su mente: vio a Carmichael acariciándose la barbilla al tiempo que un arco iris de prismas de luz salían rebotados del diamante cuadrado y de los ónices del anillo que llevaba en el dedo. De pronto, Andrew fue presa de una oleada de reconocimiento y todo se congeló en su interior. Carmichael también llevaba ese anillo en las dos fiestas en las que se habían encontrado. No era el hombre quien había inspirado aquel destello de recuerdo… era el anillo.
Andrew se pasó las manos por la cabeza mientras el corazón le latía con fuerza. Si no hubiera revivido el día de la muerte de Emily, probablemente no habría reparado nunca en ello. Había enterrado ese dolor, esa imagen tan adentro… pero no había lugar a error. El particular anillo de diamantes y ónices era idéntico al que llevaba Lewis Manning el día en que Andrew le había disparado.
«Carmichael no busca a Charles Brightmore. Me quiere a mí.»
La verdad le golpeó como un puñetazo y la cabeza le dio vueltas. Carmichael debía tener alguna conexión con Lewis Mannig. De hecho, a medida que las piezas del rompecabezas rápidamente iban colocándose en su sitio, Andrew se dio cuenta de que existía cierto parecido entre ambos, en la zona que rodeaba los ojos. ¿Sería Carmichael el padre de Lewis? ¿El tío? Probablemente el padre, decidió. Lo cual le daba sin duda un claro motivo para odiarle.
Cuando Catherine había sido víctima del disparo, Andrew estaba de pie junto a ella. La bala iba dirigida a él. Y esa noche, Carmichael había planeado matarle a él, plan que había frustrado la presencia de Catherine. Sin saberlo, le había salvado la vida y a punto había estado de ahogarse en el proceso.
Dio un profundo suspiro y se mesó los cabellos con manos vacilantes. Jesús. Lo único que había pretendido era protegerla, y era él el peligro. Lo cual significaba que tenía que alejarse de ella. De inmediato.
Tras once años, al parecer su pasado le había dado caza. Y en dos ocasiones a punto había estado de matar a Catherine. Bien, Carmichael no dispondría de ninguna oportunidad más.
Se dirigió apresuradamente al armario, sacó su bolsa de cuero del fondo y rápidamente empezó a meter dentro sus pertenencias.
«No te preocupes, Carmichael. Me encontrarás. Voy a ponértelo muy fácil.»
Catherine estaba sentada en su sillón de orejas mirando los restos del fuego que se había extinguido hacía unas horas. La ceniza gris y muerta era un reflejo perfecto de su estado de ánimo.
Con una exclamación de enfado, se levantó y empezó a recorrer la habitación. ¿Qué demonios le ocurría? Había tomado la decisión correcta, la única que podía tomar habida cuenta de las circunstancias. ¿Todo o nada? ¿Cómo podría haber accedido a dárselo «todo»? No podía, así de sencillo. Sin embargo, a pesar de esa lógica, en cierto modo todavía se sentía como si la hubieran cortado por la mitad.
Dios santo, las cosas que Andrew le había dicho. Su pasado la había dejado totalmente conmocionada, pero después de unas horas de reconsideración, la prueba por la que él había pasado no hacía más que reforzar la compasión y la admiración que sentía por él. Sí, había matado a un hombre, pero un hombre que apenas unos segundos antes había intentado matarle. Un hombre que había matado a su esposa… una joven a la que había ayudado arriesgando mucho al hacerlo. Andrew lo había perdido todo, y todo ello en nombre del amor. Aun así, y a diferencia de ella, era obvio que no le había vuelto la espalda al amor ni al matrimonio. Era un hombre gentil, noble, generoso, considerado y…
Oh, Dios, su forma de mirarla, el corazón asomándole a los ojos, esos ojos colmados de deseo abrasador y de desnuda emoción. Catherine se detuvo en seco y sus ojos se cerraron, imaginándole tan claramente como si lo tuviera delante. Nadie la había mirado así antes. Y, que Dios la ayudara, por mucho que había luchado contra ello, por mucho que había intentado negarlo, deseaba que Andrew la volviera a mirar así. Sencillamente no esta preparada para renunciar a él como amante.
Abrió los ojos y siguió caminando por la estancia con la mente enfebrecida. Seguro que si se esforzaba un poco, podría convencerle de que su propuesta era precipitada y persuadirle de que continuaran con su aventura. La mujer moderna actual no iba a permitirle que fuera él quien tuviera la última palabra y desaparecer. No. La mujer moderna actual haría uso de toda la munición que guardaba en su arsenal femenino para tentarle, atraerle, convencerle y seducirle según sus propias convicciones.
En cuanto fue consciente de ello, fue como si el sol asomara entre un banco de nubes. ¿Por qué le habría llevado toda la noche darse cuenta de algo que ahora le resultaba tan obvio? Al instante maldijo su vena testaruda, aunque al menos había recuperado la cordura.
Cuanto antes pusiera en práctica su campaña de persuasión, mejor. ¿Y qué mejor forma de empezar que extenderle una invitación para que regresara a Little Longstone la semana siguiente? Mejor incluso si le extendía la invitación de inmediato. En la cálida intimidad de su dormitorio. Vestida sólo con su camisón y el salto de cama.
La pálida luz del amanecer justo rompía tras los cristales de las ventanas cuando salió del dormitorio y corrió silenciosamente por el pasillo. Al llegar a su puerta, llamó discretamente.
– ¿Andrew? -dijo en voz baja.
El silencio salió a recibirla y Catherine volvió a llamar, aunque siguió sin oír ningún ruido procedente del interior. Preocupada, hizo girar la manilla y abrió la puerta lo suficiente para poder echar una mirada dentro. Le tartamudeó el corazón y luego empujó la puerta hasta abrirla de par en par.
La habitación estaba vacía, y la cama intacta. Recorrió el dormitorio con la mirada, reparando, presa de un perplejo temor, en que no quedaba ninguno de los enseres personales de Andrew. Como en estado de trance, cruzó la estancia hasta el armario y abrió las puertas de roble. Vacío.
Un dolor agudo y penetrante le robó el aliento. Con una cálida humedad abriéndose paso desde el fondo de sus ojos, se volvió hacia la cama y el corazón le dio un vuelco al ver el pequeño paquete colocado sobre la almohada. Corrió por la alfombra y cogió la nota que estaba encima del paquete. Rompió el sello y leyó atentamente las palabras escritas en ella.
Mi querida Catherine:
Creo que Carmichael es el padre de Lewis Manning y que no es a ti, sino a mí, a quien busca. En mi deseo de protegerte del peligro, no hice sino traerlo hasta ti.
Mantén cerradas puertas y ventanas y Spencer, tú y el servicio quedaos en la casa. Me encargaré de que Carmichael no vuelva a hacer daño a nadie.
Dejo como regalo de despedida mi más preciado tesoro. Philip a punto estuvo de dejarlas cuando nos marchamos de Egipto, de modo que las cogí. Desde la primera vez que oí las palabras que le habías escrito a tu hermano, sentí como si me hubieran vuelto del revés. Me enamoré profunda y perdidamente de ti en cuanto vi tu hermosa imagen en esta miniatura. Has vivido en mi corazón desde ese día. He vivido del recuerdo de tus palabras durante años y te doy gracias por el valor y la esperanza que me han infundido. Por favor, guarda el anillo como una muestra de mi gratitud y de mi afecto.
Andrew
Con dedos temblorosos, Catherine desdobló el pequeño envoltorio de lino, consciente, con el corazón en un puño, de que se trataba del pañuelo que ella le había regalado. Al desdoblar el último fragmento de tela, bajó la mirada. El anillo de esmeraldas estaba colocado encima de un grueso fajo de cartas descoloridas atadas con un deshecho lazo de cuero. Al instante reconoció su propia letra.
Sintió que la sangre le abandonaba el rostro. Aquellas eran las docenas de cartas que había escrito a Philip mientras él estaba de viaje. Los tesoros más preciados de Andrew.
La verdad la golpeó como una bofetada dada con el revés de la mano y sintió una abrumadora necesidad de sentarse. El amor de Andrew por ella no era de reciente cuña, como ella había supuesto. Estaba enamorado de ella desde hacía… seis años. Había rescatado esas cartas antes de marcharse de Egipto, guardándolas con él durante todo ese tiempo. Y ahora se las había devuelto. Envueltas en el pañuelo que le había bordado, dejando tras él todo lo que tenía de ella. Porque ella le había alejado de su lado.
Algo mojado le cayó en la mano. Perpleja, miró la lágrima al tiempo que otra, y otra más, caían sobre su piel. Durante todos esos años, mientras sufría los rigores de la soledad, soportando el cruel rechazo e indiferencia que su marido mostraba hacia ella y hacia Spencer, Andrew la había estado deseando. Necesitándola. Amándola.
La dimensión de esa verdad, la profundidad de los sentimientos de Andrew, su devoción, la humillaron, enervándola, y casi pudo sentir cómo el muro que había construido a su alrededor y en torno a su corazón se derrumbaba, dejándola al descubierto y desnudando totalmente sus sentimientos. Convirtiéndolos en algo innegable. Ya no podía seguir ocultándose de ellos. No deseaba solamente a Andrew. Le amaba.
Dejó escapar un sollozo y apretó sus temblorosos labios. Con una impaciente exclamación, se pasó el dorso de la mano por los ojos. Después. Podría llorar después, aunque esperaba con toda el alma que no fuera necesario. Por el momento, necesitaba averiguar dónde habría ido Andrew y pensar en la forma de ayudarle a encontrar a Carmichael. Luego decirle lo estúpida que había sido. Y rezar para que la perdonara por el dolor que sus miedos y su confusión les habían causado a ambos.
Cogió las cartas y el anillo para llevárselos después al pecho, y fue hasta la ventana y perdió la mirada en la suave luz dorada que anunciaba el amanecer. Sus ojos se desviaron a lo lejos, hacia los establos, y parpadeó al ver la conocida figura de hombros anchos de Andrew acercándose a la enorme puerta de doble hoja. El corazón le dio un vuelco de puro alivio. Andrew seguía allí. Si se daba prisa, podría llegar a los establos antes de que él se fuera. Aunque, con Carmichael probablemente acechando en las inmediaciones, necesitaba protección.
Corrió entonces a su habitación, cayó de rodillas ante su armario y sacó de él una vieja sombrerera. Abrió la tapa, cogió la pequeña pistola con mango perlado que ocultaba debajo de un montón de guantes. Puso a continuación las cartas y el anillo de Andrew encima y volvió a colocar la caja en su sitio. Maldiciendo el ulterior retraso, se vistió a toda prisa y, metiéndose la pistola en el bolsillo del vestido, salió de la estancia.