Mientras la intimidad que ofrece la oscuridad se presta a encuentros sensuales, la mujer moderna actual no debería vacilar a la hora de intentar hacer el amor sin la protección que garantiza la oscuridad. Ver cada matiz de las expresiones de su amante, observar cómo la rendición toma el control, añade capas de placer a la experiencia de hacer el amor.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Presa de la necesidad de un enérgico paseo a caballo para aquietar sus pensamientos a la fuga, Catherine decidió detenerse en los establos de regreso a casa desde la villa de Genevieve. Encontró abiertas de par en par las puertas de roble de doble hoja y se adentró en las frescas sombras del interior. Motas de polvo bailaban en los rayos de sol que entraban a raudales por las ventanas, e inspiró hondo, encantada con el embriagador aroma del heno fresco, el olor a caballo y a cuero. El murmullo de voces masculinas llegó a sus oídos y se le aceleró el corazón. ¿Estaría de nuevo Andrew en los establos con Fritzborne?
Se dirigió hacia las voces y reparó en que el sonido procedía de algún lugar al otro lado de la esquina: la vieja sección trasera de los establos que no había sido restaurada. A medida que se acercaba, las voces resultaron más claras y Catherine se dio cuenta de que una de ellas pertenecía sin duda a Andrew. La otra era la de Spencer.
– Bien -dijo Andrew, cuyas palabras distinguió con mayor claridad con cada paso que daba-. Mantén en alto la mano izquierda. Más alto. Protégete la cara. Y ahora golpea con la derecha.
– No hay condenada manera de alcanzarle -sonó la jadeante respuesta de Spencer, seguida de un gruñido. Catherine se detuvo y arqueó las cejas al oír el lenguaje empleado por su hijo.
– Mueve un poco hacia atrás tu pierna fuerte. Eso me atraerá un poco más hacia ti. Luego, cuando me tengas a tiro, lánzate hacia delante y golpea.
– ¡Ja! Ya le tengo.
– ¡Ja! Me gustaría verlo.
Catherine avanzó de puntillas, silenciosa con sus zapatillas sobre el suelo de madera. Al llegar a la esquina, echó una mirada por la puerta abierta. Y se quedó helada.
Andrew y Spencer parecían estar ocupados… ¿dándose puñetazos? Ninguno de los dos llevaba corbata ni chaqueta y ambos se habían arremangado la camisa hasta los codos. Se quedó boquiabierta al ver a Andrew botar sobre las puntas de los pies, fintando adelante y atrás mientras Spencer, con los puños cerrados a la altura de la barbilla, le lanzaba varios puñetazos con los que no le alcanzó. Luego fueron las manos de Andrew las que salieron despedidas hacia delante, a punto de estamparse en la mandíbula de Spencer. Este se echó hacia atrás para evitar el golpe y a punto estuvo de caer de espaldas.
Un grito de pánico nació en su garganta, pero antes de que pudiera salir, Andrew cogió a su hijo por la parte superior del brazo y le ayudó a recuperar el equilibrio.
– Mantén el equilibrio, Spencer. Mantén el peso hacia delante y levanta las manos para impedir…
– ¿Qué diantre está ocurriendo aquí? -Catherine, con la voz temblorosa en una combinación de ira y de temor, salió de las sombras y se plantó las manos en las caderas.
Andrew se quedó de una pieza al oír su voz ultrajada y miró por encima del hombro con la esperanza de que Catherine no estuviera tan enojada como parecía indicar su voz. Sus miradas se encontraron y a Andrew se le cayó el alma a los pies. No sólo parecía enojada, sino que además estaba claramente horrorizada.
Abrió la boca para responder, pero antes de poder pronunciar palabra, algo le golpeó directamente debajo de la barbilla con un golpe perfectamente colocado. Reparando al instante en que aquel algo era el puño de Spencer, dio un paso hacia atrás, tropezó con su propio pie y fue a dar directamente con su trasero contra la dura madera del suelo. Sin poder evitar una mueca de dolor, tomó nota mentalmente de caer contra el montón de heno en la siguiente ocasión.
– Dios santo, Spencer ¿acaso has… habéis… perdido el juicio? -tronó la voz de Catherine a su espalda. Andrew la oyó correr hacia delante.
Spencer apartó su mirada estupefacta de su puño cerrado para fijarla en Andrew y devolverla luego a su puño. Miró entonces a su madre, quien parecía estar sacando vapor por las orejas. Tragó saliva visiblemente y se acercó a Andrew.
– Lo siento, señor Stanton, no era mi intención…
Andrew levantó una mano para hacer callar al niño mientras se frotaba la dolorida mandíbula con la otra.
– A eso le llamo yo un golpe excelente y perfectamente ejecutado, y un magistral ejemplo de la segunda regla que te he enseñado, ¿que es…?
– Aprovecharte siempre de la debilidad de tu rival.
– Exactamente. Me he visto momentáneamente distraído por la llegada de tu madre, y de pronto me he encontrado sentado en el suelo. Muy bien hecho. -Se puso de pie de un salto, se sacudió el polvo de los pantalones y, con una sonrisa, tendió su mano a Spencer-. Estoy orgulloso de ti.
El arrebol de inconfundible satisfacción que asomó al rostro del joven, combinado con el asombro y la gratitud impresos en su expresión, caldearon el corazón de Andrew de un modo que no había experimentado en mucho tiempo
– Gra… gracias, señor Stanton. -Su sonrisa se desvaneció con la misma celeridad con la que había aparecido-. No le habré hecho daño, ¿verdad?
Andrew movió la mandíbula adelante y atrás y luego le guiñó un ojo.
– Sobreviviré.
Luego volvió su atención a Catherine y sonrió, fingiendo no reparar en su tormentosa expresión.
– Su hijo es un alumno excelente.
– ¿Alumno? Por favor, le ruego que no me diga que le está enseñando a pelear con los puños.
– Muy bien, en ese caso no se lo diré.
– ¿Qué está haciendo entonces?
– Ya que me ha pedido que no le diga que le estoy enseñando a pelear con los puños, me va a resultar muy difícil responder a esa pregunta.
Catherine le dedicó una mirada ante la que Andrew dio las gracias por no ser leche, de lo contrario se habría cuajado al instante. A continuación apartó la mirada de Andrew para posarla en Spencer.
– ¿Estás bien?
– Sí, mamá, claro. Es el señor Stanton quien ha ido a dar con el culo al suelo.
– Y estoy muy bien, gracias.
Su mirada de enojo fue alternándose entre Andrew y Spencer.
– Estoy esperando una explicación.
– Le estaba enseñando a Spencer algunos conocimientos básicos sobre pugilismo -dijo Andrew-. Y, como puede ver, es un alumno muy aventajado.
– ¿Y por qué demonios iba a enseñarle usted algo semejante? ¿Es que ninguno de los dos ha tenido en cuenta los riesgos que implica semejante actividad? Spencer podría haberse caído. Podría haber resultado gravemente herido. A punto ha estado de tropezar y caer de espaldas hace apenas un instante.
– Pero no me he caído, mamá -intervino Spencer-. El señor Stanton me ha cogido.
– ¿Y si no lo hubiera conseguido?
– Pero lo ha hecho -reiteró Spencer-. Es muy fuerte y muy rápido. Ha construido este cuadrilátero especialmente para mí. Me ayuda a mantener el equilibrio. Mira. -Le hizo una pequeña demostración y luego añadió-: el cuadrilátero está rodeado de heno para que caiga en blando si llega a darse la ocasión… algo que no ocurrirá porque el señor Stanton es un maestro excelente. Y, en cuanto a la pregunta de por qué el señor Stanton me está enseñando… -levantó un centímetro la barbilla-. Porque yo se lo pedí. Era la sorpresa que te tenía reservada.
Catherine agitó la mano, dibujando con ella un arco que incluyó la habitación entera.
– Bien, pues ciertamente estoy sorprendida.
– Y ya que te has enterado de esto, quizá sea mejor que sepas el resto, mamá.
– ¿Hay más?
– También he pedido al señor Stanton que me instruya en la disciplina de la esgrima y de la equitación.
Ayer dimos nuestra primera lección de equitación y fue muy bien. -Se volvió hacia Andrew-. ¿O no fue así?
– Ciertamente -confirmó Andrew.
El color se desvaneció del rostro de Catherine al tiempo que miraba a Andrew.
– ¿Equitación? Pero ¿está usted loco? ¿Y si se cae de la silla?
– ¿Y si es usted la que se cae de la silla? -respondió Andrew-. ¿O yo? ¿O Philip? ¿Acaso nadie debería entonces montar a caballo?
Con el ceño fruncido Catherine se volvió hacia Spencer, reparando en la expresión iluminada y esperanzada de su hijo.
– ¿Has… disfrutado de la lección?
– Mucho. Oh, al principio estaba nervioso, pero enseguida le he pillado el tranquillo y he dejado de estarlo.
– Es un joven extremadamente brillante, lady Catherine.
– ¿Lo ves, mamá? La lección de equitación de ayer fue bien y la de pugilismo de hoy también ha sido perfectamente segura -dijo el chiquillo apresuradamente. Avanzó arrastrando los pies hacia Catherine y le puso una mano tranquilizadora en el brazo-. El señor Stanton se aseguró de que así fuera. Y no te preocupes. No intento convertirme en el mejor púgil de Inglaterra. Sólo intento hacerlo lo mejor que pueda. Así, si alguien intenta alguna vez hacerte daño, podré dejarle sentado en el suelo como lo he hecho con el señor Stanton.
Catherine parpadeó varias veces.
– Eso es muy dulce de tu parte, cariño. Y terriblemente caballeroso. Pero…
– Por favor, no me pidas que lo deje, mamá. Me encanta.
– Ya… veo. -Catherine inspiró hondo-. ¿Por qué no vuelves a casa y me dejas unos instantes a solas para que hable de esto con el señor Stanton?
Spencer lanzó una mirada a la vez preocupada y esperanzada a Andrew, quien a su vez le dedicó una alentadora inclinación de cabeza.
– ¿Puedo ir a las aguas en vez de a casa, mamá?
– Sí, naturalmente.
Spencer se acercó a Andrew y susurró:
– ¿Vendrá a encontrarse conmigo para nuestra lección?
Andrew asintió. Catherine y él se quedaron en silencio, atentos al sonido del arrastrar de pies de Spencer.
Cuando las pisadas del joven se fundieron en el silencio, Catherine dijo:
– Por favor, le ruego que se explique. ¿En qué estaba pensando cuando alentó a Spencer con este peligroso cometido?
Andrew inspiró hondo y a continuación relató la conversación que había mantenido con Spencer la tarde de su llegada a Little Longstone.
– Spencer se está convirtiendo en todo un hombre -concluyó-. Desea y necesita sentir que puede hacer las mismas cosas que otros jóvenes de su edad. Me pareció muy perdido, muy titubeante e inseguro de sí mismo. Sólo pretendía darle un poco de aliento y de confianza en sí mismo… la misma clase de aliento que yo recibí de niño.
Catherine guardó silencio durante varios segundos y Andrew vio aliviado que ya no parecía tan enfadada como antes.
– Le agradezco su amabilidad, señor Stanton…
– Andrew.
Catherine se sonrojó.
– Andrew. Aun así…
– No es una cuestión de amabilidad, Catherine. Es una cuestión de cariño. Spencer me ha… tocado el corazón. Me recuerda mucho a alguien que conocí en Norteamérica, y me gustaría ayudarle en la medida de mis posibilidades. -Tendió los brazos y tomó las manos de ella entre las suyas-. Le doy mi palabra de que jamás haría nada que pudiera ponerle en peligro.
Los ojos de Catherine buscaron los suyos.
– Naturalmente, no creo que le hiciera daño intencionadamente, pero una cosa así… -Su mirada deambuló por la habitación para volver de nuevo a fijarse en la de Andrew-. No puedo evitar preocuparme. ¿Cómo puede prometerme que no sufrirá ningún daño?
– Si lo piensa bien, él o cualquiera podría resultar herido en cualquier parte. En cualquier momento.
– Es cierto, pero seamos realistas. Teniendo en cuenta su incómoda cojera, las posibilidades de que Spencer se haga daño son mayores que las de cualquiera que ande con normalidad.
– Cierto. Razón de más para pensar que las lecciones de pugilismo son una buena idea. Le fortalecerán. Le ayudarán a adquirir equilibrio. Y eso, a la vez, alentará su confianza en sí mismo. Ya ha podido ver con sus propios ojos lo satisfecho que estaba consigo mismo cuando me ha tirado al suelo.
– Sí. Sin embargo, creo que en eso le ha ayudado usted un poco. Y, se lo ruego, no olvide que antes Spencer ha estado a punto de caerse.
– No voy a mentirle, Catherine. Spencer ha estado a punto de caerse una docena de veces antes de que usted llegara. -Los ojos de Catherine se abrieron como platos sobre unas mejillas ahora desprovistas de color-. Pero le he ayudado a recuperar el equilibrio cada vez que eso ha sucedido. Y cada vez han pasado más minutos hasta que ha vuelto a perder el equilibrio. Ha mejorado rápidamente, y sólo con una lección, tal como ocurrió ayer con la lección de equitación.
– De hecho, intenté que Spencer se interesara por aprender a montar cuando era más pequeño, pero nunca quiso. Creyendo que era el tamaño de los caballos lo que le atemorizaba, se me ocurrió tener un poni y compré a Afrodita, pero Spencer no mostró el menor interés. Del mismo modo en que dejé de esperar que se aventurara fuera de las tierras de la propiedad, también en eso terminé por dejar de insistir. -Sus ojos volvieron a encontrarse con los de él, y el corazón de Andrew ejecutó la ya familiar pirueta inducida por la mirada de Catherine-. Su presencia parece tener el efecto de hacer que mi hijo desee expandir sus horizontes e intentar cosas nuevas.
– ¿Y eso la molesta?
Catherine se dio unos segundos para ponderar su respuesta, y dijo:
– No, pero reconozco que la cauta madre que hay en mí habría preferido que Spencer pidiera que le diera lecciones de backgammon en vez de lecciones de equitación, pugilismo y esgrima.
Andrew sonrió.
– Créame, el niño no necesita que le den lecciones de backgammon.
– Pero la madre protectora que llevo dentro desea que mi hijo tenga una vida lo más normal y plena posible. Cuando pienso en la movilidad añadida que le proporcionará aprender a montar. -Dio un largo suspiro-. No puedo permitir que mis temores enturbien su entusiasmo y su incipiente independencia. Pero, aunque hable así, seguiré preocupada e inquieta por su seguridad. Le confío su seguridad, Andrew.
Andrew se llevó las manos de Catherine a la boca y tocó las yemas de sus dedos con los labios, disfrutando al verla contener el aliento ante su gesto.
– Me siento honrado y agradecido por la fe que deposita en mí, pues sé lo importante que Spencer es para usted. Le juro que su confianza está en buenas manos. Y ahora, ¿damos por zanjada la cuestión?
– Sí, supongo que sí. Pero se lo advierto: no pienso quitarle ojo.
Andrew sonrió.
– Qué delicia, pues nada puede hacerme más feliz que sentir su mirada sobre mí. Hace un momento ha dicho que mi presencia parece provocar en su hijo el deseo de expandir sus horizontes e intentar cosas nuevas. ¿Quizá mi presencia produce el mismo efecto en su madre?
El corazón le dio un vuelco ante el inconfundible destello de conciencia que asomó a los ojos de Catherine.
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a que me gustaría invitarla a intentar algo nuevo conmigo. Nunca he dado un paseo a la luz de la luna por un jardín de la campiña inglesa. ¿Le gustaría acompañarme esta noche?
– ¿Siente usted un repentino deseo de oler las rosas al abrigo de la oscuridad?
– No. Siento un deseo largamente anhelado de pasear con usted por un jardín al abrigo de la oscuridad. -Disfrutó intensamente al ver el fulgor de los ojos de Catherine al oírle reconocer sus intenciones-. Si estuviéramos en Londres, la invitaría a Vauxhall. Pero ya que estamos en Little Longstone, me veo obligado a improvisar -añadió, dejándose llevar por el abrumador deseo que le embargaba y pasándole las yemas de los dedos por su satinada mejilla-. ¿Me acompañará?
Catherine no dijo nada. Su mirada buscó la de él, y el corazón de Andrew palpitó tan fuerte que habría jurado que ella tenía que haberlo oído. Él estaba pidiendo algo más que un simple paseo y ambos lo sabían, aunque sin duda ella había pensado en la conversación de la noche anterior. Y él apenas había pensado en otra cosa. Obviamente ella había llegado a alguna conclusión. Aun así, con cada segundo de silencio que pasaba, las esperanzas de Andrew se desvanecían, pues podía ver cómo ella seguía ponderando su decisión.
Entonces, por fin, Catherine se aclaró la garganta.
– Sí, Andrew. Le acompañaré.
Aunque él suponía que en la historia de la humanidad se habrían pronunciado palabras más dulces, no alcanzaba a imaginar qué palabras podían haber sido esas.
Catherine se pasó toda la tarde presa de un exaltado estado de conciencia que, además, la abocó a un estado cercano al vértigo. Todo le parecía más claro, más agudo, y tenía los sentidos totalmente alertas. No recordaba haber comido un cordero más sabroso, unas zanahorias más deliciosas ni haber tastado un vino más embriagador. Con cada movimiento, su vestido de muselina aguamarina le acariciaba la piel, ahora extrañamente sensible, provocándole pequeños hormigueos en sus terminaciones nerviosas. Las oscilantes y pálidas velas de los candelabros de plata daban una luz más brillante, el sonido de la risa de Spencer la deleitaba más y el profundo timbre de la voz de Andrew le provocaba escalofríos de anticipación en la columna.
¿Algún hombre le había resultado más atractivo? ¿Más tentador? La muda luz de las velas ensalzaba su oscuro atractivo, envolviendo su rostro en un intrigante diseño de sombras que atraía la mirada de Catherine una y otra vez. Con una chaqueta azul marino, camisa blanca y pantalones de color gamuza, Andrew tenía un aspecto masculino, imponente y absolutamente delicioso.
Cada mirada entrecruzada entre ambos la inflamaba, encendiéndole la piel. Cada sonrisa que él le dedicaba le llenaba el corazón de una palpitante excitación. Catherine sabía que su inminente paseo con Andrew a la luz de la luna era responsable de una gran dosis del vértigo que la embargaba, aunque también era plenamente consciente de que el resto se debía a la estrategia que había diseñado. Estaba decidida. Sabía lo que quería. Y, tras varias horas dándole vueltas a sus diferentes opciones en lo que llevaba de tarde, por fin había descubierto cómo conseguirlo. Ahora simplemente esperaba poder soportar la espera hasta poner en acción su plan.
Después de la cena, los tres se retiraron al salón, donde Catherine vio a Andrew y a Spencer jugar una animada y altamente competitiva partida de backgammon.
– Es su última tirada, señor Stanton -se rió Spencer entre dientes, frotándose las manos con evidente regocijo-. Está a punto de ser derrotado.
– Quizá. Aunque si saco un doble seis, gano yo.
Spencer soltó un bufido burlón.
– ¿Y qué probabilidades tiene de que eso ocurra?
Andrew sonrió.
– Una entre treinta y seis.
– No demasiadas.
– Podría ser peor.
Andrew lanzó los dados sobre el tablero. Catherine observó perpleja el par de seises.
A Spencer los ojos se le salieron de las órbitas y se echó a reír.
– Diantre. No había visto nunca tanta suerte, ¿y tú, mamá?
– No -dijo Catherine entre risas-. Sin duda el señor Stanton es un hombre muy afortunado. -Su mirada se posó en Andrew y, cuando los ojos de ambos se encontraron, él sonrió.
– Sí, sin duda soy un hombre muy afortunado.
Su sonrisa la envolvió como una cálida capa, rodeándola con un aura de placentero calor.
Spencer se levantó y tendió la mano.
– Excelente trabajo. Pero saldré victorioso la próxima vez que juguemos.
Andrew se levantó y estrechó su mano con gesto solemne.
– Espero ansioso la ocasión.
Spencer bostezó y dedicó una tímida mirada a Catherine.
– Estoy cansado -reconoció.
– Has tenido un día ajetreado. -Catherine dedicó a Andrew una mirada arqueada y de soslayo-. Debes de estarlo, sobre todo después de haber hecho caer al señor Stanton de culo y todo lo demás.
El chiquillo se rió entre dientes y contuvo un segundo bostezo.
– Creo que me voy a la cama. Necesito descansar para las lecciones de equitación y de pugilismo de mañana.
Catherine hizo caso omiso del nudo de preocupación que se hizo en su estómago al pensar en esas lecciones.
– Muy bien, cariño. ¿Quieres que te ayude a subir las escaleras?
– No, gracias. Puedo hacerlo solo.
Catherine se obligó a asentir y a sonreír. Y aceptó una muestra más en la necesidad de autoconfianza de su hijo.
– Que duermas bien.
– Siempre lo hago. -Spencer besó a Catherine en la mejilla, estrechó la mano de Andrew y luego salió de la sala, cerrando la puerta tras él con un silencioso chasquido.
La mirada de Andrew se posó entonces en la de ella con unos ojos colmados de silenciosa comprensión.
– Cuanto más nos acercamos a la edad adulta -dijo-, más deseamos hacer cosas por nosotros mismos.
– Lo sé. En el fondo estoy muy orgullosa de su incipiente independencia, aunque parte de mí echa en falta al niño que me necesitaba para todo.
– Siempre la necesitará, Catherine. No del mismo modo que cuando era pequeño, naturalmente, pero la necesidad de su amor y de su apoyo no desaparecerá jamás.
– Sí, supongo que es cierto. Y me alegro. -Sonrió-. Sentirte necesitada es una sensación muy agradable.
– Cierto.
Algo en la forma en que él pronunció esa palabra la llevó de pronto a preguntarse si en realidad seguían hablando de Spencer. Antes de poder decidirlo, Andrew preguntó:
– ¿Le gustaría que diésemos nuestro paseo? O quizá… -Indicó el tablero de backgammon con una inclinación de cabeza-. Quizá antes preferiría recibir una paliza, ejem… me refiero a que quizá le apetezca jugar una partida.
Catherine arqueó las cejas.
– ¿Con un hombre que acaba de demostrar que puede sacar un doble seis a voluntad? Gracias, pero no.
Andrew inclinó la cabeza antes de extender el codo con un cortés floreo.
– En ese caso, salgamos al jardín.
Catherine posó la mano con gran corrección en el doblez de su codo, consciente de que si conseguía lo que tenía en mente, aquel iba a ser el último gesto decente que haría en lo que quedaba de noche.
Salieron de la casa por los ventanales que daban a la terraza. Avanzaron despacio sobre las piedras del jardín y Catherine inspiró hondo, absorbiendo el bienvenido aire fresco sobre su acalorada piel y los reconfortantes aromas de la hierba, las hojas y las flores mezclados con el intrigante y sutil rastro de sándalo que desprendía Andrew. La luna llena brillaba en la oscuridad del cielo como una perla reluciente contra el terciopelo negro, cubriendo el paisaje con una tornasolada iluminación plateada.
Tras bajar por los escalones, se dirigieron al jardín. El sendero se bifurcaba en varias direcciones, pero Catherine viró a la derecha.
– ¿Le importa si tomamos el sendero de la izquierda? -preguntó Andrew-. Hay algo que quiero mostrarle.
Frunció el ceño ante lo que parecía ser un inconveniente destinado a entorpecer el desarrollo de sus planes perfectamente diseñados.
– ¿De qué se trata?
– Lo verá cuando lleguemos.
Demonios, ese hombre la fastidiaba en cada toma de caminos, literalmente hablando en este caso. A la izquierda no había nada excepto algunas estatuas de mármol, mientras que a la derecha estaba el belvedere. Y ese era el lugar al que Catherine pretendía llevarle. Quiso insistir en tomar el camino de la derecha. De hecho, deseaba galopar hasta el maldito belvedere, aunque ante la cortés solicitud de Andrew, no se le ocurrió forma alguna de negarse a su propuesta sin parecer grosera. Ni confesando la verdad de sus planes.
– Muy bien -accedió, con la esperanza de no sonar tan contrariada como realmente lo estaba. Vaya. Bueno, se limitaría a mirar educadamente lo que fuera que él quería mostrarle y luego le haría volver por donde habían ido. O también podía animarle a continuar andando por el mismo sendero, que en un momento dado dibujaba una curva que llevaba a la parte posterior del belvedere, aunque sin duda por una ruta mucho más larga.
Ansiosa por terminar con aquello, Catherine echó a andar por el sendero de la izquierda, apenas resistiéndose al deseo de coger a Andrew de la manga y tirar de él.
– ¿Normalmente anda usted tan deprisa, Catherine? -preguntó Andrew con la voz salpicada de buen humor.
– ¿Normalmente anda usted tan despacio?
– Bueno, en teoría esto iba a ser un paseo. Desgraciadamente, he olvidado traer conmigo un diccionario, y al parecer de nuevo lo necesitamos. Parece que usted ha confundido el significado del término «paseo» por el de «carrera».
– No necesito ningún diccionario. Simplemente no soy mujer a la que le guste perder el tiempo.
– Ah, una cualidad admirable -dijo él, andando todavía más despacio. «Dios santo, hasta los caracoles se movían más deprisa»-. Sin embargo, hay ciertas cosas que sí deberían ser tomadas con calma.
– ¿Cómo por ejemplo? -Catherine no estaba especialmente interesada en la respuesta, pero quizá si seguía haciéndole hablar, él se distraería lo bastante como para avanzar un poco más deprisa.
– El sonido de la brisa nocturna acariciando las hojas. El aroma todavía presente de las flores diurnas…
Apenas logró contener un suspiro de impaciencia. Que el cielo la ayudara. Ahí estaba él, poniéndose poético sobre las brisas y las flores mientras ella estaba más frustrada con cada minuto que pasaba. ¿Es que aquel hombre no se daba cuenta de que se moría de ganas de verse entre sus brazos y de ser besada hasta que las rodillas se le volvieran puré?
«Ohhh», bufó de cólera en silencio. ¿Qué clase de maldita suerte había caído sobre ella para maldecirla así con la atracción por un hombre que sin duda era más espeso que la más espesa niebla y que avanzaba más despacio que una tortuga dormida?
– … el olor del cuello de una mujer.
Esa frase la arrancó bruscamente de su ensimismamiento. ¿El olor del cuello de una mujer? Eso sonaba… interesante. Prometedor. Maldición, ¿qué se había perdido? Antes de poder preguntárselo, Andrew se detuvo y la rodeó hasta quedar frente a ella. Catherine miró a su alrededor y reparó en que estaban en su rincón preferido del jardín: un pequeño y aislado semicírculo al que cariñosamente había bautizado con el nombre de La Sonrisa del Ángel. Andrew debía de haber dado con él por mera casualidad, pues quedaba oculto del sendero principal por unos altos setos. Un paseante ajeno a la propiedad jamás habría reparado en él, a menos que supiera dónde buscarlo.
– Este es su rincón favorito del jardín -dijo Andrew.
Las cejas de Catherine se arquearon bruscamente.
– ¿Cómo lo sabe?
– Me lo ha dicho Fritzborne.
– ¿Ah, sí? No sabía que fueran ustedes tan… íntimos.
– Tuvimos una larga charla el día de mi llegada. También hablamos bastante mientras limpiábamos la zona de los establos donde he montado el cuadrilátero de pugilismo, tras lo cual él me ofreció un vaso de whisky. Es un buen hombre. Toma un whisky absolutamente espantoso, pero aún así es un buen hombre.
– ¿Se tomó un whisky con el mozo de cuadras? -Catherine intentó imaginar a Bertrand haciendo algo semejante, sin éxito.
– Así es. Y, a juzgar por el sabor del licor, no estoy seguro de ser capaz de repetirlo. -Sonrió y sus dientes brillaron a la luz de la luna-. De hecho, fue sólo el primer sorbo lo que dolió. Después de eso, mis entrañas dejaron de sentir.
– Y mientras tomaba usted ese whisky, él mencionó por casualidad que éste es mi rincón favorito del jardín.
– De hecho, fue mientras ejercitábamos a los caballos ese primer día. Le pedí que me describiera su rincón favorito del jardín. Me dijo que era un lugar al que usted llamaba La Sonrisa del Ángel y que era una réplica del rincón favorito que su madre tenía en su propio jardín.
Catherine asintió, ligeramente perpleja.
– Le pedí a Fritzborne que plantara los setos y me encargué personalmente de las flores: básicamente rosas, ásteres, delfiniums y lirios, las favoritas de mi madre. -Miró a su alrededor, sintiéndose imbuida de la paz que aquel rincón siempre le producía-. Hay que verlo durante el día para apreciar su belleza y serenidad. El modo en que el sol brilla entre esos árboles -dijo, señalando un bosquecillo de altos olmos situados a unos cinco metros de donde estaban- baña este pequeño rincón con un semicírculo de luz que parece…
– La sonrisa de un ángel.
– Sí. Antes de su muerte, mi madre y yo pasamos muchas horas felices juntas en los jardines. Cuando estoy aquí, me siento como si ella estuviera conmigo, sonriéndome desde el cielo. -Repentinamente avergonzada de sus divagaciones, dijo-: No es más que una tonta extravagancia.
Andrew la tomó suavemente de las manos y entrelazó sus dedos con los de ella, gesto que la reconfortó y la excitó simultáneamente.
– No es ninguna bobada, Catherine. Es importante tener sitios que signifiquen algo para nosotros, lugares a los que poder ir y poner en orden las ideas. O simplemente a disfrutar de un poco de tranquilidad.
– Usted debe de tener un lugar así para comprenderme tan bien.
– He tenido varios durante mis viajes.
– ¿Tiene alguno en Inglaterra?
– Sí. -Sonrió-. La próxima vez que viaje a Londres, le enseñaré mi banco favorito de Hyde Park, y mi sala favorita del Museo Británico.
Catherine le devolvió la sonrisa e ignoró firmemente su voz interior, que volvió a la vida entre toses para recordarle que no tenía intención de viajar a Londres en un futuro cercano.
– ¿Por qué le preguntó a Fritzborne por mi rincón favorito del jardín?
– Porque tenía que saberlo para su sorpresa.
– ¿Otra sorpresa? No estoy segura de ser hoy capaz de soportar más sorpresas.
– No tema. Venga.
Le soltó una mano y luego, todavía con la otra firmemente cogida, la llevó hasta el bosquecillo de olmos. Curiosa, Catherine miró a su alrededor, pero no vio nada fuera de lo común. No obstante, cuando Andrew se detuvo junto al árbol más alto, el aroma de la tierra recién excavada le hizo cosquillas en la nariz y la obligó a bajar los ojos. Y se quedó helada.
Ante sus ojos, a la pálida luz de la luna, se extendía un parterre de flores lleno de una profusión de plantas de varios tamaños que rodeaban los dos árboles más alejados. Al instante Catherine reconoció el familiar follaje y contuvo el aliento.
– ¿Qué es eso?
– ¿Reconoce la planta? Es una…
– Dicentra spectabilis -susurró-. Sí, lo sé.
– Según me dijo, el corazón sangrante era su favorita. Me he dado cuenta en que tiene algunos corazones sangrantes repartidos por su jardín, pero ningún grupo numeroso.
Como aturdida, Catherine soltó su mano y se agachó para pasar con suavidad el dedo por una delicada hilera de diminutos y perfectamente torneados brotes colgantes rojos y blancos.
– ¿Usted ha hecho esto?
– Bueno, no puedo atribuirme todo el mérito. He contado con la ayuda de Fritzborne y de Spencer.
– ¿Están ellos al corriente de esto?
– Sí. Spencer me ayudó a elegir las plantas cuando visitamos el pueblo. Fritzborne las escondió en los establos y esta tarde las ha transportado hasta aquí. Spencer y yo las hemos plantado. -Se rió entre dientes-. Creo que guardar el secreto de esta sorpresa a punto ha estado de matarle.
– Sí, puedo imaginarlo. -Catherine apartó la mirada de la asombrosa maravilla del parterre y miró a Andrew por encima del hombro-. ¿Por eso quería ir al pueblo? ¿Para comprarlas?
– Entre otras cosas, sí.
Ella hizo ademán de levantarse y Andrew inmediatamente tendió la mano para ayudarla. Catherine deslizó su mano en la de él, absorbiendo la cálida y callosa textura de su palma al rodear la suya. Cuando de nuevo estuvo de pie frente a él, no le soltó la mano.
– ¿Otras cosas? -repitió, sintiendo que el corazón le palpitaba en latidos lentos e intensos-. No me diga que hay más sorpresas.
Andrew sonrió.
– Muy bien. No se lo diré. -Le apartó con el dedo un rizo errante de la frente, y su acelerado corazón dio un vuelco ante la intimidad que encerraba aquel gesto.
– No puedo creer que la pequeña floristería del pueblo dispusiera de tal abundancia de plantas -dijo.
– De hecho, tenían sólo unas cuantas. Cuando le dije al florista que quería más, sugirió que algunos de los habitantes del pueblo quizá estarían dispuestos a venderme sus plantas. Así que Spencer y yo fuimos a llamar a algunas puertas -explicó, echándose a reír-. Creo que conocimos a casi todos los habitantes del pueblo en nuestra búsqueda de corazones sangrantes.
Catherine le miró sin salir de su asombro.
– ¿Me está diciendo que fue a casa de gente a la que no conoce a preguntar si podía comprarles las plantas de su jardín?
– Eso lo resume a la perfección. Todos se mostraron encantados de dejar que Spencer y yo nos lleváramos sus plantas para la «sorpresa de lady Catherine».
Cielos, al menos había tres docenas de plantas alrededor de los olmos.
– Se ha tomado muchas molestias.
– No llamaría molestia a hacer algo por usted.
Catherine volvió a bajar los ojos y, al ver lo que Andrew había hecho por ella, un torrente de ternura la embargó, inflamándole la garganta de emoción y haciendo asomar un velo de húmedo calor tras sus ojos. Volviendo a posar en él la mirada, le apretó la mano y pronunció la pura verdad:
– Ningún hombre ha hecho jamás por mí nada tan precioso y tan considerado.
«Ni romántico», canturreó su voz interior con un femenino suspiro. «Has olvidado añadir romántico.»
Andrew se llevó a los labios las manos entrelazadas de ambos y depositó un beso en la sensible piel de la cara interna de la muñeca de Catherine.
– Ya le he dicho que me gusta ser siempre el primero.
El contacto de su boca en su piel, las suaves palabras exhalando aliento, enviaron diminutas lenguas de fuego por su brazo. Andrew bajó entonces la mano de Catherine hasta pegarla contra su pecho, donde su corazón palpitó deprisa y con fuerza contra su palma. Casi tan deprisa y con tanta potencia como el de ella. Por la forma en que él la miraba. Por lo cerca que estaban el uno del otro. Y no sólo por lo que él había hecho, sino también por cómo lo había hecho.
– Las flores son aún más especiales porque ha incluido a Spencer en su sorpresa -dijo con voz queda-. Gracias.
– De nada.
Para mortificación de Catherine, la humedad que había asomado a sus ojos se desbordó y un par de lágrimas se deslizaron de sus ojos.
Los ojos de Andrew se abrieron con una expresión que sólo podría haber sido descrita como de pánico masculino.
– Llora usted.
Sus palabras sonaron tan horrorizadas y acusatorias que el sollozo contenido en la garganta de Catherine estalló en una carcajada.
– No es cierto.
– ¿Y cómo llama usted a esto? -Andrew atrapó una lágrima en la yema del dedo mientras su otra mano palpaba frenéticamente sus bolsillos, presumiblemente en busca de un pañuelo.
Ya más tranquila, gracias a Dios, Catherine hizo aparecer su propio pañuelo de encaje de su larga manga y se secó con él los ojos.
– ¿Sigue llorando?
– No estaba llorando.
– De nuevo necesitamos recurrir al diccionario. -Andrew alargó la mano y le cogió el pañuelo, secándole con suavidad las mejillas. Cuando terminó, ladeó la cabeza primero a la izquierda y luego a la derecha, mirándola atentamente-. Al parecer, ha dejado de llorar.
– No había empezado. Simplemente… he sufrido una inesperada erupción líquida de las pupilas. La mujer moderna actual no llora cuando un hombre le regala flores. Cielos, si fuera ese el caso, habría estado sumida en un estado de histerismo constante durante las últimas dos semanas.
Pronunció las palabras a modo de burla, pero en cuanto se oyó decirlas, fue consciente de que las que tenía ante sus ojos no eran unas flores cualquiera. Además, estaba empezando a resultar alarmantemente claro que el hombre que estaba de pie delante de ella no era un hombre cualquiera.
Andrew le devolvió el pañuelo, que ella volvió a meterse en la manga.
– Bien, considéreme entonces aliviado de que la… ejem… inesperada erupción de sus pupilas se haya corregido.
Ciertamente parecía aliviado, y Catherine tuvo que reprimir una sonrisa. Incluso en los momentos posteriores al disparo, él se había mostrado sereno y sosegado. Aún así, el espectáculo de unas lágrimas femeninas habían desarmado visiblemente a ese hombre, rasgo que a Catherine se le antojó absolutamente enternecedor.
Dios santo. Si es que ella no deseaba ni por asomo encontrar en él nada que resultara enternecedor. Ya era bastante malo que le pareciera un hombre dolorosamente atractivo. «Por cierto -intervino su voz interior-, ya va siendo hora de que pongas en acción tu plan.»
La Sonrisa del Ángel era tan perfecto como el belvedere, y Catherine no deseaba esperar más para que él la estrechara entre sus brazos. Para que la besara. Lo que, por algún motivo que ella desconocía, él todavía no había hecho. Deseó agarrarle de los hombros, sacudirlo y preguntarle qué demonios estaba esperando. En fin, había llegado la hora de pasar a la acción.
Dedicando a Andrew lo que, según esperaba, pasara por una sonrisa despreocupada, aunque no exenta de una ligera sombra seductora, dijo:
– Su generosidad y su consideración me hacen sentir aún más culpable por la apuesta que hicimos.
– ¿La apuesta?
– En relación a su lectura de la Guía femenina.
La expresión confusa de Andrew se disipó.
– Ah, sí, la apuesta. ¿Qué la hace sentirse culpable?
– Cuando hicimos la apuesta, acordamos un plazo de tres semanas. Desde entonces, hemos acordado los dos que usted estará en Little Longstone sólo una semana. Me temo que, dados los imperativos temporales y el hecho de que resultaría prácticamente imposible que se agencie un ejemplar de la Guía aquí, debemos renegociar los términos de la apuesta.
La expresión de Andrew se tornó pensativa y, retrocediendo dos pasos, apoyó la espalda contra el grueso tronco del olmo que tenía tras él y la observó atentamente.
– Si ya me es prácticamente imposible conseguir un ejemplar de la Guía aquí, en Little Longstone, en el plazo de una semana, no veo cómo podría haber podido cumplir con la tarea en tres semanas. Ni siquiera en tres meses. Lo cual me lleva a preguntarme si quizá me he dejado embaucar.
– En absoluto. Disponiendo de tres semanas, habría tenido tiempo suficiente para enviar un pedido a alguna librería de Londres para que le enviaran aquí un ejemplar. Eso en caso de que hubiera tenido realmente ganas de leerlo.
– Ah. Pero ahora sólo dispongo de una semana…
– Me temo que ha dejado de ser una opción viable -dijo Catherine, inyectando la nota justa de pesar a su voz. Sin embargo, su conciencia la llevó a preguntar-: Si aún dispusiera de tres semanas, ¿habría hecho un pedido a Londres?
– No.
Catherine logró hacer a duras penas que sus labios esbozaran una sonrisa triunfal. Perfecto. Andrew había mordido su anzuelo sin parpadear. Ahora, ya sólo tenía que recoger el hilo.
– Eso imaginaba -dijo, conservando una expresión seria-. Lo cual significa que…
– Nuestra apuesta queda cancelada. -Andrew asintió-. Sí, supongo que tiene usted razón.
Catherine clavó en él la mirada.
– ¿Cancelada? Eso no es lo que iba a decir.
– ¿Ah? ¿Y qué iba a decir entonces?
– Que he ganado yo.
Las cejas de Andrew se dispararon hacia arriba y se cruzó de brazos.
– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión?
– Acaba de reconocer que no habría movido un sólo dedo para hacerse con un ejemplar de la Guía femenina en Londres, independientemente de la duración de su estancia en Little Longstone. Recordará que para que usted ganara la apuesta tenía que leer la Guía y entrar en una discusión sobre ella, algo que no puede hacer si no cuenta con un ejemplar, lo cual, según acaba de reconocer, no tiene intención de hacer, lo que, aunque estuviera en sus planes, ya no tiene tiempo de llevar a cabo. -Concluyó su discurso con un florido ademán y tomó una bocanada de aire que necesitaba desesperadamente. Luego ofreció a Andrew la más dulce de sus sonrisas-. Así pues, eso significa que la ganadora soy yo.
Andrew se quedó varios segundos en silencio, observándola con una expresión ligeramente divertida que hizo las delicias de Catherine. Excelente. Era evidente que lo había desconcertado. Su estrategia estaba funcionando a las mil maravillas. Y ahora, a por el último paso…
– ¿Admite usted su derrota? -preguntó.
– Diría que tengo poca elección.
El corazón de Catherine le dio un vuelco de anticipación.
– Como sin duda recordará, el ganador tiene derecho a cobrarse la deuda exigiendo un favor de su elección.
– Ah, sí. Ahora que lo menciona, lo recuerdo -reconoció, riéndose entre dientes-. Así que por eso quería oírme aceptar mi derrota en vez de dar por zanjada la apuesta. Supongo que me pasaré todo el día de mañana sacándole brillo a la plata.
Catherine dio un paso hacia él.
– No.
– ¿Desbrozando los rosales?
Otro paso.
– No.
– ¿Limpiando los establos?
Un paso más. Ahora apenas les separaba la distancia de un brazo. El corazón de Catherine palpitaba con tanta fuerza que sintió los latidos en los oídos.
– No.
La observadora mirada de Andrew se mantuvo firme en la de ella durante lo que pareció una eternidad, aunque sin duda no fueron más de diez segundos. Por fin, dijo con voz ronca:
– En ese caso, quizá deba decirme qué es lo que quiere, Catherine.
«Carpe Diem», la apremió su voz interior. Haciendo acopio de todo su valor, dio un paso más hacia delante. Su cuerpo rozó el de Andrew, cuya masculina esencia llenó su cabeza. Animada al verle tomar aliento con gesto brusco, posó las palmas de las manos sobre su pecho y le miró directamente a los ojos.
– Quiero que me haga el amor.