Capítulo 17

Las cuestiones relacionadas con el amor y con los asuntos del corazón son muy semejantes a las campañas militares. La estrategia es clave, y cada movimiento debe ser cuidadosamente planeado para evitar caer presa de posibles emboscadas. Sin embargo, si, en el intento por conseguir sus objetivos íntimos, la mujer moderna actual se encuentra en una situación que destila fracaso, no debería vacilar en hacer lo que muchos grandes estrategas han hecho en el pasado: retirarse a la mayor brevedad.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


Catherine avanzó con paso firme por el sendero pulcramente barrido que llevaba a la modesta casa acogedoramente enclavada en la sombra de un bosquecillo de altos olmos, presa de una abrumadora combinación de rabia, confusión y desesperación que apenas lograba comprender. Desde la parte trasera de la residencia de piedra llegaron hasta ella apagados sonidos, entre ellos el plañidero balido de una oveja y el graznido de varios patos.

Cuando levantó la mano para llamar a la puerta, una voz grave la detuvo.

– Hola, lady Catherine.

Catherine se volvió. El doctor Oliver caminaba hacia ella con el rostro iluminado por una sonrisa sorprendida. Bajo el brazo acunaba un pequeño cerdo que no dejaba de resoplar.

– ¿Un nuevo paciente, doctor Oliver? -preguntó, con la esperanza de que su sonrisa no resultara forzada.

El doctor se rió.

– No, es el pago de mi último paciente. Sólo estaba intentando tranquilizarle. No me gusta demasiado el beicon.

– Estoy segura de que se ha quedado muy tranquilo.

El médico sostuvo el lechón en alto y, muy serio, le preguntó:

– ¿Estás muy tranquilo?

Una serie de resoplidos dieron respuesta a su pregunta y el médico asintió.

– Me alegra oírlo. -Con absoluta indiferencia, volvió a acomodar al lechón en su brazo doblado y a continuación saludó a Catherine con una formal reverencia-. ¿Qué la trae a mi humilde morada? Espero que no haya nadie enfermo.

– No, estamos todos muy bien, gracias. He venido a pedirle algo.

– Y será para mí un honor y un placer atenderla. Si espera aquí un instante mientras dejo a mi pequeño amigo en el corral de la parte trasera de la casa, podremos entrar.

De pie a la sombra que ofrecía uno de los olmos, Catherine le vio desaparecer detrás de la casa. Volvió a aparecer menos de un minuto más tarde y ella le observó mientras se acercaba. Era indudable que el doctor Oliver era un hombre apuesto. Muy apuesto. Desde un punto de vista estrictamente estético, desde luego mucho más apuesto que el señor Stanton, quien, con sus rasgos marcados y su nariz torcida, respondía más a la descripción de «atractivo».

Por primera vez se fijó en la anchura de los hombros del médico. En la estrechez de su cintura. La longitud de sus musculosas piernas, perfiladas por sus pantalones ceñidos. En la suavidad de sus andares. Con su pelo castaño dorado por el sol y esos ojos color miel, era el tipo de hombre que sin duda podía acelerar el corazón de cualquier mujer. El hecho de que no fuera ése su caso no hizo más que aumentar su desesperación y fortalecer su decisión. No tardaría en acelerarse.

Cuando entraron en el pequeño aunque elegantemente decorado salón, el médico preguntó:

– ¿Le apetece una taza de té, lady Catherine?

– No, gracias.

El doctor Oliver señaló un par de sillones de orejas de brocado que flanqueaban la chimenea.

– Si quiere sentarse…

– Prefiero quedarme de pie.

El doctor arqueó las cejas, que enmarcaron una mirada interrogante, aunque se limitó a asentir.

– Muy bien. ¿En qué puedo ayudarla?

Ahora que había llegado el momento, Catherine sintió que le abandonaba el valor. Dios santo, cómo podía estar tan loca como para haberse embarcado en semejante misión. Pero entonces se acordó de la Guía y de todos sus liberadores preceptos e irguió la espalda. «La mujer moderna actual vive el día. Y es directa y clara en lo que quiere.» Y sabía muy bien lo que quería. Tenía algo que probarse y, maldición, estaba decidida, desesperada, por hacerlo.

Alzó la barbilla.

– Béseme.

– ¿Cómo dice?

– Quiero que me bese.

El médico la miró atentamente durante lo que pareció una eternidad, como si intentara leer en su mente. Cuando por fin se movió, en vez de estrecharla entre sus brazos, la tomó ligeramente de los hombros y la sostuvo separada de él.

– ¿Por qué desea que la bese?

Catherine apenas logró reprimir su impaciencia y repicar contra el suelo de madera con el zapato. Cielos, no había nada en la Guía que sugiriera que un hombre pudiera hacer semejante pregunta.

– Porque… «Porque quiero saber, necesito saber, tengo que saber, si otro hombre puede hacerme sentir lo que él…» siento curiosidad. -Dicho estaba. Y sin duda era cierto.

– ¿Curiosidad por ver si puede sentir algo más por mí que una simple amistad?

– Sí.

– Bien, podría fácilmente satisfacer su curiosidad sin necesidad de besarla, pero sólo un idiota rechazaría oferta tan tentadora. Y debo admitir que también yo siento curiosidad… -La atrajo hacia él, estrechándola entre sus brazos, y posó luego sus labios en los de ella. Catherine apoyó sus manos en el pecho del doctor y se puso de puntillas, mostrándose como una voluntariosa colaboradora. Obviamente, el buen doctor estaba bien versado en el arte del beso. Aun así, no le aceleró el corazón. Ni siquiera un poco. Tenía unos labios cálidos y firmes, pero no generaban las ardientes sensaciones que Andrew le inspiraba con una simple mirada.

«Oh, Dios.»

El doctor levantó la cabeza y la soltó lentamente. Tras estudiarla durante varios segundos, dio un paso atrás y la observó, sorprendido.

– Bastante insípido, ¿no le parece?

Catherine sintió que le ardían las mejillas.

– Me temo que sí.

– Y bien, ¿ha quedado satisfecha su curiosidad?

Sentimientos de culpa llovieron sobre Catherine, llenándola de vergüenza por haberle utilizado de un modo tan poco gentil. Dios santo, ¿en qué clase de persona se había convertido? No estaba segura… aunque lo que sí sabía era que no se gustaba demasiado.

Se sintió presa de un calor nacido del remordimiento. El hecho de que él hubiera encontrado el beso tan falto de pasión como ella era un claro indicador de que no sentía por ella el menor deseo. Y ella se había echado en sus brazos. Como una vulgar ramera. Se habría reído de su propia vanidad de haber sido capaz de hacerlo. Por el contrario, rezó para que milagrosamente se abriera un agujero en la tierra que la tragara. «Retirada -gritó su mente-. ¡Retirada!»

– No sabe cuánto lo siento -dijo-. Yo…

– No tiene por qué disculparse. Lo entiendo perfectamente. Debo confesar que en una ocasión besé a una mujer a fin de comparar mi reacción con otra. Lo cierto es que creo que es una práctica de lo más común. Un poco como probar una muestra de mermelada de fresa y de mora para determinar cuál de las dos preferimos.

Su buen humor y su comprensión sólo lograron que Catherine se sintiera peor. De nuevo su mente le ordenó que se retirara, pero antes de que pudiera moverse, el doctor dijo:

– No se aflija, lady Catherine. Desde el momento en que llegué a Little Longstone, y de eso hace ya seis meses, usted me ofreció una amistad que yo tengo en gran estima. Me ha invitado a su casa a compartir con usted comida y risas y, salvo por este pequeño error, jamás me ha dado la menor esperanza de que pudiéramos ser nada más que amigos, error que valoro en la medida en que también ha satisfecho mi propia curiosidad. Estamos destinados a ser sólo amigos. -Se pasó la yema del pulgar por los labios y le guiñó el ojo-. Mejores amigos que muchos, pero, aun así, sólo amigos.

Eternamente agradecida al verle comportarse con tamaña elegancia, y al ver que no la había humillado aún más, Catherine forzó una sonrisa y dijo:

– Gracias. Me alegro de que seamos amigos.

– También yo. -Se dio una palmadita en la mandíbula-. Sólo espero que él no intente rompérmela.

– ¿A quién se refiere? ¿Romperle qué?

– A Andrew Stanton. Y mi mandíbula. No le haría nada feliz descubrir que la he besado -confesó con una sonrisa de oreja a oreja-. Aunque confío en que lograría convencerle para que no me golpeara hasta convertirme en polvo. Y si no, bueno… puede que él sea un hombre fuerte, pero también yo conozco unos cuantos trucos.

Si la temperatura que encendía las mejillas de Catherine aumentaba un poco más, muy pronto empezaría a echar vapor por los poros. Retrocedió lentamente hacia la puerta abierta al tiempo que todo su ser la conminaba a la retirada.

– Debo irme. Gracias por su amabilidad y por su comprensión.

– Ha sido un placer. -El doctor la acompañó a la puerta principal y Catherine se alejó apresuradamente por el sendero que llevaba a villa Bickley. En cuanto tuvo la certeza de estar fuera del campo de visión del doctor Oliver, se llevó las manos a las mejillas encendidas, rezando para no sufrir ninguna enfermedad en el futuro cercano porque tendría que pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a mirar al médico de nuevo a la cara.


Antes de dirigirse a caballo a villa Bickley, Andrew se detuvo brevemente en el pueblo de Little Longstone para hacer algunas compras. Justo cuando estaba a punto de entrar en la herrería, le recorrió una extraña sensación. Se volvió, escudriñando la zona con atención. Filas de tiendas, varias docenas de peatones, un coche de dos caballos con un hombre y una joven sentados en el asiento, dos damas charlando debajo de un toldo de rayas azules y blancas. Nadie parecía prestarle ninguna atención especial y aun así tenía la intensa sensación de que alguien le observaba. Y era la segunda vez en lo que iba de día que experimentaba la misma sensación.

Aproximadamente una hora antes, mientras se dirigía allí desde Londres, había sentido el mismo hormigueo de advertencia. Había detenido a Afrodita, pero no había visto ni oído a nadie. Sin embargo, la inquietante sensación persistía ahora, incluso más fuerte que antes. Aunque ¿quién podía estar observándole? ¿Y por qué? ¿Serían acaso imaginaciones suyas? No podía negar que estaba cansado y que tenía en la cabeza muchas cosas. Sin duda era todo obra de sus preocupaciones, de pronto enloquecidas. Aun así, se aseguró de permanecer alerta.

Después de terminar sus asuntos con el herrero, se dirigió a lomos de su caballo a villa Bickley, donde estuvo unos minutos charlando con Fritzborne en los establos antes de cruzar apresuradamente los parterres de césped que llevaban a la casa, ansioso por ver a Catherine y a Spencer. Les había echado muchísimo de menos, víctima de un profundo y reverberante vacío que había hecho presa en él desde su partida de Little Longstone el día anterior. Volver a villa Bickley era como volver a casa, una cálida sensación que no experimentaba desde hacía más de una década.

El sol de última hora de la tarde doraba la casa, iluminándola como si un halo rodeara el edificio, y aceleró el paso. Había estado fuera apenas treinta y seis horas y tenía la sensación de que habían transcurrido años. Sin duda, pues de hecho habían pasado treinta y siete horas. Y veintidós minutos. Y no es que llevara la cuenta.

Milton abrió la puerta con un inhóspito ceño que se relajó de inmediato al ver a Andrew de pie en el umbral.

– Ah, es usted, señor.

Andrew arqueó las cejas y sonrió.

– Obviamente, esperaba usted a alguien más.

– De hecho, esperaba que no hubiera más visitas esta tarde. -Se aclaró la garganta-. Salvando la presente, por supuesto. Aunque usted no es una visita. Es un invitado. Pase, se lo ruego, señor Stanton. Verle en la puerta es un alivio que se agradece.

– Gracias. -Andrew entró en el vestíbulo. Se le tensaron los hombros cuando notó el tremendo nuevo arreglo floral-. Al parecer el duque de Kelby ha vuelto a vaciar su invernadero.

El fantasma de una sonrisa asomó a los finos labios de Milton.

– Sí. Qué afortunados somos. Lord Avenbury y lord Ferrymouth han enviado tributos más pequeños, benditos sean.

– ¿Están lady Catherine y Spencer en casa?

– Están dando un paseo por los jardines. -Dio un profundo suspiro-. Odio enormemente molestarles.

– No lo haga por mí.

– No me refiero a usted, señor. -Milton inclinó la cabeza hacia el pasillo y frunció el labio superior-. Sino a ellos.

– ¿Ellos?

– Al duque, a lord Avenbury y lord Ferrymouth. Las notas que han enviado esta mañana con sus flores indicaban que deseaban visitarnos, aunque ninguno de ellos ha escrito que pensara hacerlo hoy.

– ¿Y están todos en el salón?

– Eso me temo. Les he mantenido a raya, teniéndoles de pie un rato en el porche, pero los tres eran un grupo demasiado numeroso. Y muy ruidoso. Les he sugerido con firmeza que regresen en otro momento, pero se han negando en redondo a marcharse. Hace unos instantes han amenazado con irrumpir en los jardines en busca de lady Catherine. Para evitarlo, les he hecho entrar a mi pesar en el salón y desde entonces he estado estudiando una forma de librarme de ellos que no sea la de sacarlos de aquí a sartenazos.

– Entiendo. -Andrew se dio unas pensativas palmaditas en la barbilla-. Creo que podré serle de ayuda, Milton.

– Le estaría inmensamente agradecido, señor.

– Delo por hecho.

Todavía riéndose tras la humorística imitación que su hijo acababa de hacer de un sapo, Catherine y Spencer entraron en la casa por los ventanales traseros y desde allí se dirigieron al vestíbulo. El rato en compañía de su hijo había ayudado a Catherine a poner en orden sus caóticas ideas y dar forma a una nueva resolución. Su relación con Andrew era una deliciosa y agradable diversión de la que pensaba disfrutar durante el resto del corto período de tiempo que él pasaría en Little Longstone. Cuando él regresara a Londres, ella seguiría con su vida, cuidando de Spencer, disfrutando de su independencia, libre de los gravámenes que la habían ahogado en el curso de su matrimonio. Como correspondía a toda mujer moderna actual, recordaría su aventura con entrañables recuerdos y deseando a Andrew una vida próspera y larga. Pues, aparte de ese breve interludio, sencillamente no había en su vida sitio para él.

Mientras Spencer y ella se acercaban al vestíbulo, les llegó el sonido de varias voces masculinas.

– ¿Quién será? -murmuró Catherine.

Entraron en el vestíbulo por el arco situado delante de la puerta principal y Catherine se detuvo en seco como si se hubiera topado con una pared de cristal. Miró fijamente el espectáculo que tenía ante sus ojos.

El duque de Kelby, lord Avenbury y lord Ferrymouth estaban de pie en el vestíbulo, cada uno de ellos estrechando la mano de Andrew mientras Milton estaba de pie junto a la puerta con una expresión sospechosamente pagada de sí misma en el rostro. Como si el hecho de ver a ese inesperado surtido de hombres en su vestíbulo no fuera ya de por sí sorprendente, fue la condición en que se encontraban los hombres lo que la dejó perpleja. El ojo derecho del duque estaba tan hinchado que casi no podía abrirlo, además de rodeado de un feo moratón. Lord Avenbury sostenía un pañuelo con inconfundibles manchas de sangre pegado a la nariz y lord Ferrymouth mostraba un labio inferior con tres veces su tamaño normal.

Catherine se volvió a mirar a Spencer, quien observaba la escena con una expresión de asombro que no era sino el vivo reflejo de la suya. En ese preciso instante, lord Avenbury se volvió y la vio. En vez de dedicarle una sonrisa de bienvenida, parecía… ¿asustado? Le dio un codazo a lord Ferrymouth y a continuación señaló a Catherine con la cabeza. Los ojos de lord Ferrymouth se abrieron como platos y éste, a su vez, le sacudió un codazo al duque. Los tres la miraron fijamente durante varios segundos. En sus rostros se dibujaron varios grados de lo que parecía una clara señal de alarma. Luego mascullaron un montón de palabras ininteligibles mientras se dirigían apresuradamente hacia la puerta, que Milton abrió con florido ademán. En cuanto los caballeros salieron a toda prisa de la casa, Milton cerró dando un portazo y luego se frotó las manos como expulsándose la suciedad. Andrew y él intercambiaron sonrisas de satisfacción.

Catherine se aclaró la garganta para encontrarse la voz.

– ¿Qué diantre les ha ocurrido al duque, a lord Avenbury y a lord Ferrymouth?

Ambos hombres se volvieron hacia ella. Milton recompuso de inmediato la expresión de su rostro, recuperando su habitual máscara inescrutable. Su mirada se cruzó con la de Andrew y el calor la bañó por completo. Un placer inconfundible, junto con una saludable dosis de ardor, chispeó en los ojos de Andrew, llenando la mente de Catherine con una lluvia de imágenes sensuales y provocándole un escalofrío en la columna.

Andrew la saludó con una reverencia.

– Es un placer volver a verla, lady Catherine. -Lanzó un guiño a Spencer-. A ti también, Spencer.

Haciendo caso omiso del revuelo que la presencia de Andrew había provocado en su estómago, Catherine cruzó el vestíbulo con Spencer a su lado. Antes de que pudiera volver a hablar, Spencer miró a Andrew y preguntó con un susurro de absoluta perplejidad:

– Me pregunto si… ¿las bofetadas recibidas por esos tipos son obra suya?

Andrew se cogió de las solapas de la chaqueta al tiempo que la expresión de su rostro se tornaba muy seria

– En el curso de mis obligaciones, me temo que así es.

Catherine clavó en él la mirada.

– No irá a decirme que ha utilizado los puños contra esos caballeros.

– Muy bien, no se lo diré.

– Dios santo. ¿Les ha golpeado?

– Bueno, es imposible no emplear los puños en la práctica del pugilismo. Cuando los caballeros se enteraron de mi -tosió modestamente en la mano- reputación estelar en el Emporium de Gentleman Jackson, insistieron en que les diera una lección. Como eran invitados suyos, me pareció descortés negarme a su petición.

– Entiendo. ¿Y cómo llegó a sus oídos su reputación estelar?

– Yo mismo se la hice llegar.

Un sonido que sólo podría haber sido descrito como una risilla salió de la garganta de Spencer.

Catherine se tragó su propio e inapropiado deseo de echarse a reír.

– ¿Y cómo, exactamente, ha tenido lugar todo esto?

– Cuando he llegado de Londres -dijo Andrew- he descubierto a los tres caballeros en el salón. La verdad es que eran todo un espectáculo, posados sobre el sofá como una manada de gordas palomas en una rama, lanzándose miradas asesinas entre sí, dándose codazos, compitiendo por un poco más de sitio. Como usted no estaba en casa, me he ofrecido a recibirles en su nombre. Desgraciadamente, durante el curso de nuestra lección de pugilismo, recibieron sus heridas, que, por otra parte, carecen de importancia. -Negó con la cabeza-. Me temo que ninguno de ellos es demasiado fuerte, aunque el gancho de lord Avenbury apuntaba buenas maneras. Después de la lección, he informado a los caballeros de que he estado dando algunas lecciones a Spencer… y de que tengo intención de dárselas también a usted, lady Catherine.

Catherine notó que se quedaba literalmente boquiabierta.

– ¿A mí?

– Se mostraron tan sorprendidos como usted, se lo aseguro, pero les he dicho que en realidad esas lecciones eran necesarias debido al elevado índice de criminalidad. Al fin y al cabo, la mujer moderna actual debe ser capaz de defenderse, ¿no le parece?

Catherine no estaba segura de si estaba más horrorizada que divertida o a la inversa.

– Supongo, aunque no imagino que el arma más efectiva de una mujer sean sus puños.

– Precisamente por eso el elemento sorpresa funcionaría tan bien.

– Y supongo que los caballeros habrán quedado horrorizados.

– Mi querida lady Catherine, por su forma de seguir mi relato casi diría que estaba usted en la habitación. Sí, se han quedado muy perplejos. Espero que no estuviera usted deseosa de su compañía, porque no creo que ninguno de ellos vuelva a hacer acto de presencia en su casa.

– ¿Ah, sí? ¿Y por qué iba a ocurrir algo semejante?

– Porque todos le tienen miedo.

La risa burbujeó en su garganta, y Catherine tuvo que apretar los labios con fuerza para reprimirla.

– Bueno, personalmente me alegro de que no vuelvan -dijo Spencer-. Pesados, eso es lo que eran, intentando todos impresionar a mamá. -Sonrió a Andrew-. Y me alegro de que haya vuelto, señor Stanton.

– También yo, Spencer.

– Ha regresado antes de lo que esperábamos -dijo Catherine, negándose a admitir lo mucho que eso la complacía-. Espero que eso signifique que todo ha ido bien en Londres.

– Significa que, por el momento, he hecho todo lo que he podido.

– ¿Son muy cuantiosos los daños que ha sufrido el museo?

– Lo son sí, pero ya se están llevando a término las reparaciones.

– ¿Y los inversores?

A Andrew se le tensó la mandíbula, y Catherine sintió un pellizco de compasión al ver las líneas de agotamiento que le rodeaban los ojos.

– No están encantados, como podrá imaginar, pero espero no tardar en recuperar su confianza. He escrito a Philip, contándoselo todo. He intentado presentarle lo ocurrido de la mejor forma posible, aunque obviamente se quedará muy preocupado, lo cual a su vez no hará más que preocupar a Meredith. Y sólo hay una forma de evitar eso. -Una pesarosa mirada asomó a sus ojos y Catherine de pronto supo lo que vendría a continuación-. Por mucho que odie acortar mi visita, lamento anunciar que debo regresar a Londres mañana mismo.

– ¿Mañana? -repitió Spencer con la voz preñada del mismo desaliento que inundaba a Catherine.

– Sí. Pero no me iré hasta la tarde, de modo que tendremos tiempo de sobra para nuestras lecciones matinales.

– ¿Cuándo volverá? -preguntó Spencer.

La mirada de Andrew se posó en Catherine y a continuación sonrió a Spencer, una sonrisa, según pudo apreciar Catherine, que pareció en cierto modo forzada.

– Tu madre y yo hablaremos de eso para ver si podemos ponernos de acuerdo en una fecha.

– ¡Pero si es usted siempre bienvenido! -dijo Spencer-. ¿No es así, mamá?

Catherine se quedó sin aliento ante la pregunta y su mirada voló hacia Andrew, quien a su vez la miraba con una expresión insondable. Se negaba desesperadamente a dar a Spencer falsas esperanzas de que el señor Stanton regresaría, pero no se veía capaz de obligarse a decir que Andrew no era bienvenido.

Un pesado silencio se instaló durante varios segundos hasta que por fin dijo alegremente:

– No te preocupes. El señor Stanton y yo discutiremos la cuestión.

– ¿Cuándo? -insistió Spencer.

– Esta noche -dijo Catherine. «Después de que Andrew y yo hayamos hecho el amor en las aguas. Después de que hayamos hecho el amor por última vez…»

– ¿Estás con ánimos de tomar hoy una lección, Spencer? -preguntó Andrew.

Catherine dejó a un lado sus inquietantes pensamientos y vio iluminarse los ojos de su hijo.

– Sí.

– Excelente. Pero primero tengo una sorpresa para ti. -Se volvió a mirar a Catherine-. Y también para usted, lady Catherine.

A Catherine se le aceleró el pulso. Hasta entonces no le hacían gracia las sorpresas. En aquel momento, sin embargo, parecían gustarle mucho. Demasiado. Y antes de poder contenerse, preguntó:

– ¿De qué se trata?

Andrew negó con la cabeza con tristeza y luego se sacudió con gesto exagerado la chaqueta.

– Vaya, ¿dónde habré dejado ese diccionario? -Miró a Spencer, quien intentaba, sin éxito, no sonreír-. ¿Te puedes creer que tu madre todavía desconoce el significado de la palabra «sorpresa»?

– Resulta de lo más chocante -dijo Spencer.

– Cierto. Por lo tanto, sugiero que vayamos a los establos lo antes posible para enseñarle a tu madre el significado de la palabra «sorpresa».

Sin embargo, antes de que dieran un solo paso, alguien llamó a la puerta. Milton entrecerró los ojos.

– Espero que no sean más pretendientes -masculló. Abrió la puerta, dejando a la vista a un joven criado.

– Traigo una nota para lady Catherine -anunció el lacayo con gesto importante-. De parte de lord Greybourne.

Catherine se adelantó y el joven le hizo entrega de la misiva con un florido gesto. Con el corazón latiéndole en el pecho, Catherine rompió rápidamente el sello y leyó atentamente el breve contenido de la nota. Levantó los ojos para mirar los rostros ansiosos que la rodeaban y sonrió.

– Ha llegado al mundo el heredero Greybourne, un niño sano al que han llamado William. Tanto la madre como el hijo están espléndidamente, aunque Philip asegura que no volverá a ser el mismo. Jura que todo el proceso ha sido para él una prueba tan dura como lo ha sido para Meredith. -Catherine miró al techo-. Qué hombre más idiota.

Después de que fueran expresadas las felicitaciones, Catherine se excusó brevemente para escribirle una rápida nota a Philip y enviársela de regreso con el lacayo. Luego el grupo se dirigió a los establos. Cuando llegaron, Fritzborne les saludó al tiempo que una sonrisa de oreja a oreja le dilató la boca.

– Todo está perfectamente, señor Stanton.

– Excelente.

Andrew guió al grupo al interior del edificio, deteniéndose delante del tercer establo, que, como Catherine sabía ya, en raras ocasiones se utilizaba.

– Antes de regresar hoy, he pasado por el pueblo a hacer unas compras. Mientras estaba allí, he visto algo a lo que no he podido resistirme.

– Creía que eran las mujeres las que supuestamente son compradoras compulsivas. Aun así, parece usted poseer muy poco autocontrol en cuanto se las ve con cualquier clase de tienda -se burló Catherine.

La mirada de Andrew, ávida y cálida, se posó en la de ella.

– Al contrario. Poseo un exceso de autocontrol. -Guardó silencio durante unos segundos… el tiempo suficiente para encender el fuego en las mejillas de ella, dejándole claro que no solamente se refería a las compras. Luego prosiguió-. Aunque admito que me gusta comprar cosas a la gente a la que… quiero. Sin embargo, en este caso, me he comprado algo para mí en un acto de total egoísmo. ¿Qué les parece? -preguntó, abriendo la puerta del establo.

En el rincón, y acurrucado sobre un lecho de heno fresco, dormía un cachorro de perro de pelo negro.

– Es un perro -dijo Spencer con la voz colmada de silencioso asombro.

– Cierto -concedió Andrew, entrando en el establo. Con suavidad cogió al pequeño cachorro en brazos y fue recompensado con un satisfecho suspiro perruno.

– Llevo queriendo tener uno desde que tu tío Philip adquirió a Prince, un perro precioso, sin duda. ¿Te gustaría cogerlo?

Spencer, con los ojos como platos, asintió.

– Oh, sí, por favor.

Con sumo cuidado, Andrew le hizo entrega del perro adormecido. Segundos más tarde, el cachorro levantó la cabeza y soltó un tremendo bostezo, dejando a la vista su lengua rosada. En cuanto vio a Spencer, de inmediato se transformó en una alborotada masa de júbilo canino y movimientos de cola, lamiendo cada centímetro de la barbilla de Spencer que pudo alcanzar, para absoluto deleite del niño, quien no podía parar de reír.

Andrew se acercó un poco a Catherine y dijo sotto voce:

– Me parece que a mi perro le gusta su hijo.

– Humm. Y es evidente que a mi hijo le gusta su perro. Aunque tengo la ligera sospecha de que usted sabía…

– ¿Qué se enamorarían en cuanto se vieran? -Sintió que Andrew se volvía a mirarla, y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener la mirada fija en Spencer-. Sí, admito que lo sospeché.

– Es fantástico, señor Stanton -dijo Spencer, aceptando los extáticos lametones del cachorro en las mejillas-. ¿Dónde lo ha comprado?

– En el pueblo, al herrero. Me he detenido a hacer unas compras y me ha enseñado toda la camada que su perra había parido hace apenas dos meses. Seis adorables diablillos. Me ha sido muy difícil decidirme. Este pequeñín me ha elegido y el sentimiento ha sido mutuo.

– No me cabe duda -murmuró Spencer, hundiendo la cara en el pelo rizado del perro.

Incapaz de resistirse por más tiempo, Catherine tendió la mano y rascó al perro detrás de las orejas. Una mirada de absoluta devoción asomó a los ojos negros del cachorro.

– Oh, eres un encanto, ¿verdad? -dijo, echándose a reír.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Spencer.

– El herrero le llamaba Sombra, y lo cierto es que el nombre parece irle de perlas, pues el pequeñín no paraba de seguirme por todas partes. ¿Qué te parece?

Spencer tendió los brazos y sostuvo al cachorro en el aire, inclinando primero la cabeza hacia la derecha y luego a la izquierda. Con la lengua rosada asomándole entre los dientes y las diminutas orejas erguidas, el cachorro imitó sus acciones, inclinando su pequeña cabeza. Todos se rieron y Catherine dijo:

– Al parecer, Sombra es sin duda el nombre perfecto.

– Pues sea. Y ahora, salgamos y vayamos detrás de los establos. Spencer, ¿te importaría llevar a Sombra por mí?

Catherine no pudo contener la risa.

– Eso es como preguntar a un ratón si le importaría comer un poco más de queso.

Salieron juntos de los establos y Andrew les condujo hasta una gran manta extendida en el césped a la sombra de un olmo. Catherine miró con curiosidad la lona que estaba a un lado de la manta.

– ¿Qué hay ahí debajo?

Andrew sonrió.

– Vamos a hacer un poco de magia. Aunque me temo que es trabajo de dos hombres. Necesito la ayuda de alguien fuerte. -Miró a su alrededor con exagerada teatralidad.

– Yo le ayudaré -dijo Spencer entusiasmado.

– Un voluntario. Excelente. Lady Catherine, ¿sería tan amable de vigilar a Sombra para que Spencer y yo podamos proceder?

Catherine accedió, tomando al cachorro de brazos de Spencer.

– Usted limítese a ponerse cómoda en la manta -dijo Andrew- mientras yo doy instrucciones a mi ayudante sobre sus deberes.

Catherine tomó asiento en la manta y se rió de las piruetas de Sombra, que intentaba atrapar su propia cola, de soslayo, vio hablar en voz baja a Andrew y a Spencer y reparó en el arrebol de satisfacción que tiñó las mejillas de su hijo. Regresaron varios minutos después, y, con un florido ademán, Andrew retiró la lona dejando ver lo que ocultaba.

Catherine estiró el cuello y se quedó mirando los cinco cubos de diversos tamaños que Andrew había dejado al descubierto.

– ¿Qué hay ahí?

– Hielo, sal, nata, azúcar y fresas -dijo, señalando cada cubo por orden. Luego indicó con una inclinación de barbilla una bolsa de tela-. Cuencos y cucharas.

– ¡Vamos a hacer helado de fresa, mamá! -dijo Spencer.

– ¿En serio? -Tomó a Sombra en brazos y se acercó para ver mejor-. ¿Y cómo vamos a hacerlo?

– Usted mire -dijo Andrew-. No ha probado nada más delicioso en su vida, se lo aseguro.

– Tomé helado de fresa en Londres el año pasado -dijo Catherine-. Era delicioso.

– Pues éste será extraordinariamente delicioso -prometió con una sonrisa.

Casi una hora más tarde, después de que Andrew agitara hasta el agotamiento un cubo lleno de trozos de hielo y de sal mientras Spencer removía vigorosamente un cubo lleno de nata, azúcar y fresas, Andrew por fin anunció:

– Listo.

Spencer, con la cara roja por el esfuerzo, soltó un fuerte jadeo.

– Gracias a Dios. Tengo los brazos a punto de saltárseme de los hombros.

– Como los míos -concedió Andrew-. Pero, créeme, en cuanto pruebes esto, el dolor desaparecerá.

– Me siento terriblemente culpable -dijo Catherine-. Mientras vosotros agitabais y removíais, yo simplemente me he quedado aquí sentada disfrutando de este tiempo maravilloso.

– Estaba vigilando a Sombra -le recordó Andrew, sirviendo enormes cucharadas de sustancia rosada en los cuencos de porcelana.

– No es una labor difícil, sobre todo teniendo en cuenta que el diablillo ha estado durmiendo durante el último cuarto de hora. -Bajó los ojos para mirar al amasijo de pelo negro repantigado en sus rodillas e intentó, sin el menor éxito, ocultar el afecto que la embargaba-. Creo que he aburrido tanto a Sombra que se ha quedado dormido.

– Bueno, quien aburre al perro hasta hacerle dormir sirve a la causa tanto como los que agitan y remueven -dijo Andrew, dándole un cuenco y una cuchara-. Pruébelo.

Catherine hundió la cuchara en el cremoso preparado y se la llevó a los labios. Se le abrieron los ojos como platos de puro placer al sentir el suave y dulce escalofrío con sabor a fresa deslizarse por su garganta.

– Oh, Dios.

Andrew se rió. Tras servirle a Spencer una generosa porción, y hacer lo propio consigo mismo, se sentaron los tres en la manta y disfrutaron del festín.

– Tiene razón, señor Stanton -dijo Spencer-. Es el manjar más delicioso que he probado en mi vida.

– Apuesto a que te cura todos los males.

– Todos -concedió Spencer.

– ¿Dónde ha aprendido a hacer esto? -preguntó Catherine, saboreando otra deliciosa cucharada.

– En Norteamérica. La familia dueña de los establos donde yo trabajaba solía servirlo a sus invitados. -Un fantasma de cierta emoción que Catherine no alcanzó a leer destelló en los ojos de Andrew-. Siempre que lo hacían, su hija me guardaba una ración. Un día le pregunté a la cocinera cómo se preparaba.

Una oleada sospechosamente semejante a los celos recorrió a Catherine al pensar en Andrew sentado en una manta con la hija de su jefe, disfrutando de una delicia helada que ella le había llevado.

– La joven que le llevaba el helado… ¿Cómo se llamaba? -preguntó Spencer, dando voz a la pregunta que Catherine no había tenido el valor de formular.

– Emily -dijo Andrew con voz queda y bajando los ojos al cuenco.

– ¿Era agradable?

– Mucho. -Andrew levantó la mirada y dedicó a Spencer una pequeña sonrisa que a Catherine le resultó más triste que feliz-. De hecho, me recuerdas mucho a ella, Spencer.

– ¿Que le recuerdo a una chica?

Andrew se rió entre dientes al ver su expresión horrorizada.

– No por el hecho de que fuera una chica, sino porque… se esforzaba por encontrar su lugar. No se sentía muy cómoda con la gente. De hecho, exceptuándome a mí, tenía muy pocos amigos.

El ceño de Spencer se frunció mientras ponderaba las palabras de Andrew. Luego preguntó:

– ¿Sigue siendo amigo de ella? ¿Se escriben todavía?

El dolor que veló los ojos de Andrew no dejó lugar a dudas.

– No. Murió.

– Oh. Lo siento.

– También yo.

– ¿Cuándo murió?

Andrew tragó saliva y dijo:

– Hará unos once años. Justo antes de que me fuera de Norteamérica. Apuesto a que estaría encantada de vernos disfrutar de este banquete. Y deseaba especialmente prepararlo de fresa porque sé que es el favorito de ambos. ¿Un poco más de helado?

– Yo sí, muchas gracias -dijo Spencer, tendiéndole el cuenco.

El diestro cambio de tema no pasó desapercibido a Catherine, quien se preguntó si habría tras él algo más que simplemente la falta de ganas de hablar de un tema triste. El dolor que había embargado a Andrew al hablar de la tal Emily era palpable, y eso la había llenado de compasión por él. La conversación también había espoleado su curiosidad.

Entre muchos murmullos apreciativos, cada uno disfrutó de otro cuenco de helado mientras se reían de Sombra, que acababa de despertarse y mostraba un gran interés en lo que ocurría a su alrededor.

– Sólo queda helado para una ración más -dijo Andrew-. Dado que sé por experiencia que este es un manjar preferido por los mozos de establos, apuesto a que a Fritzborne le encantará.

– Yo se lo llevaré -se ofreció Spencer.

Mientras Catherine veía alejarse a su hijo hacia los establos al tiempo que el andar de Spencer formaba el familiar nudo de amor en su garganta, también se sintió aguda y dolorosamente consciente de que Andrew y ella estaban a solas.

Se volvió a mirarle y se quedó paralizada al ver la mirada seria e irresistible que asomaba a sus ojos oscuros.

– Te he echado de menos -dijo él con suavidad.

Cinco sencillas palabras. ¿Cómo podía abrirse camino entre su férrea determinación con cinco sencillas palabras? Sintió que se le deshacían las entrañas y dio gracias a Dios por estar sentada, pues sintió extrañamente débiles las rodillas. Por mucho que odiara reconocerlo, también ella le había echado de menos. Más de lo que creía posible echar de menos a nadie. Mucho más de lo que le habría gustado. Y, sin duda, mucho más de lo aconsejable. Y ahora, con esas sencillas cinco palabras, temía que todos sus intentos por mantener el corazón libre de cualquier carga estaban condenados al fracaso.

Andrew tendió la mano y, despacio, acarició con los dedos el dorso de la mano de Catherine adelante y atrás, provocándole deliciosos hormigueos en el brazo.

– Antes me has dicho que carezco de autocontrol y quiero qué sepas lo equivocada que estás. Ni siquiera puedo describir la cantidad de control que estoy poniendo en práctica en este mismísimo instante para no besarte. Para no tocarte.

– Me estás tocando -dijo Catherine, apenas sin aliento.

– No de la forma que me gustaría hacerlo, te lo aseguro.

El calor se le acumuló en el estómago y un torrente de sensuales imágenes de todos los modos seductores en que él la había tocado restallaron en su mente.

– ¿Todavía deseas que nos encontremos esta noche en los manantiales, Catherine?

– Sí. «Desesperadamente.» ¿Y tú?

– ¿De verdad necesitas preguntarlo?

– No. -Fácilmente podía leer el deseo en sus ojos. Y, si no cambiaba de tema, corría el peligro de decir o hacer algo que muy bien podría lamentar después.

– Esto -Catherine extendió la mano para indicar la zona del picnic y la colección de cubos- ha sido una agradable sorpresa. Y un gran detalle de tu parte.

– Me alegro de que te haya gustado.

– Debo confesar que también yo tengo una sorpresa para ti.

– ¿De verdad? ¿Cuál?

Catherine le lanzó una mirada agraviada.

– ¿Qué estás diciendo siempre de un diccionario?

Andrew se rió.

Touché. ¿Cuándo será desvelada mi sorpresa?

– ¿Siempre eres tan impaciente?

Sus ojos se oscurecieron.

– A veces.

Cielos, Catherine lamentó no tener con ella su abanico para aliviar el calor que ese hombre le inspiraba.

– De hecho, quizá te sea desvelada ahora mismo. -Deslizó un paquetito plano de papel tisú atado con un lazo de satén azul del bolsillo del vestido y se lo entregó.

Un inesperado placer parpadeó en los ojos de Andrew.

– ¿Un regalo?

– No es nada -dijo Catherine, de pronto sintiéndose muy tímida.

– Al contrario. Es extraordinario.

Se rió.

– Pero si todavía no lo has abierto.

– Eso no tiene importancia. Sigue pareciéndome extraordinario. ¿Cómo es que tenías esto en el bolsillo?

– Lo he cogido de mi habitación después de escribirle la nota a Philip… antes de reunirme contigo en el vestíbulo.

Andrew deshizo el lazo, abrió el papel tisú y a continuación sacó del paquete el cuadrado de lino blanco.

– Un pañuelo. Con mis iniciales bordadas.

Con la mirada clavada en el tejido, pasó con suavidad el pulgar por las letras bordadas en oscura seda azul que obviamente habían sido obra de una mano inexperta.

– La noche que pasamos en el jardín -dijo Catherine, cuyas palabras surgieron de su garganta en un torrente-, cuando me mostraste los corazones sangrantes, no tenías pañuelo cuando creíste que lloraba, y no es que llorara, perdona que te lo recuerde. Pero, como no tenías ninguno, creí que quizá podrías utilizar éste.

Andrew no dijo nada durante varios segundos, limitándose simplemente a acariciar las letras con el pulgar. Luego, con voz ronca, dijo:

– No te gusta bordar y aún así has bordado esto para mí.

Una risa tímida escapó de labios de Catherine.

– Lo he intentado. Como puedes ver, la labor de aguja no es mi fuerte.

Andrew levantó los ojos y su mirada capturó la de ella. El placer que le produjo el regalo de Catherine era más que evidente.

– Es hermoso, Catherine. El regalo más hermoso que me han hecho nunca. Gracias.

Sintió que la inundaba una cálida oleada que al instante se transformó en calor cuando la mirada de Andrew se posó en sus labios. Contuvo entonces el aliento, anticipando el roce de sus labios contra los suyos, la voluptuosidad del sabor de él, la sedosa caricia de su lengua.

Sombra eligió ese momento para dejarse caer delante de ella, panza arriba con las pezuñas dobladas, suplicando desvergonzadamente ser acariciado. Sobresaltada, Catherine recordó dónde estaban y al instante apartó la atención de la distrayente mirada de Andrew. Para delicia del pequeño, pasó los dedos sobre la suave panza del cachorro mientras Andrew se metía su pañuelo nuevo en el bolsillo.

– Eres consciente de que ahora Spencer querrá un perro.

– ¿Tan terrible sería eso?

Catherine lo pensó bien antes de dar una respuesta y luego dijo:

– Aunque tanto a Spencer y a mí nos encantan los perros, siempre me ha dado miedo tener uno.

– ¿Porque creías que quizá el perro se abalanzaría sobre él? ¿Que lo tiraría al suelo?

– Sí. -Catherine alzó la barbilla-. Sólo intentaba mantener a Spencer a salvo.

– No pretendía criticarte. De hecho, cuando era pequeño, creo que fue una decisión sabia y prudente. Pero Spencer ya no es un niño.

– ¿Y un hombre debería tener un perro?

– Sí, creo que debería.

– No ha vuelto a sacar el tema desde hace unos años… aunque sospecho que eso está a punto de cambiar.

Andrew le tomó la mano y ella reprimió un suspiro de placer al sentir esos dedos callosos cerrándose alrededor de los suyos.

– He visto a los padres de la camada, y ninguno de los dos perros era grande. Fritzborne ha mencionado que le encantaría tener un perro en los establos si no quisieras al animal dentro de la casa. Dice que un perro mantendría a todos esos gatos a raya.

Catherine lo meditó durante unos instantes y luego dijo:

– No te negaré que Spencer ya no es un niño. Y que es cuidadoso. Y fuerte. Un joven como él merece un cachorro si lo desea. -Negó con la cabeza-. Todo parece estar cambiando, y muy deprisa. Juro que parece que fue ayer cuando no era más que un bebé en mis brazos.

– Sólo porque algo parezca estar cambiando deprisa, no significa que sea malo, Catherine. Según mi experiencia, normalmente significa que esas cosas son… inevitables. -Antes de que a ella se le ocurriera algo que responder, añadió-: Aquí llega Spencer. -Retiró su mano con obvia reticencia y luego se la metió en el bolsillo del chaleco y sacó el reloj. Tras consultar la hora, miró a Catherine con una expresión que la abrasó-. Siete horas y treinta y tres minutos hasta la medianoche, Catherine. Rezo para poder aguantar tanto.

No era él el único que rezaba esa oración en particular. Esa noche la aventura entre ambos alcanzaría su inevitable fin. Un poco antes de lo que ella había anticipado, pero sin duda sería lo mejor.

Sí, sin duda.

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