Capítulo 12

La mujer moderna actual debe ser consciente de que no es ningún crimen ser egoísta cuando la ocasión lo requiere. En muchos aspectos de la vida, se espera de las mujeres, y en ocasiones se las fuerza a ello, que antepongan las necesidades y deseos de los demás a los propios. En muchos casos, tales sacrificios son admirables. En otros, sin embargo, son una temeridad. La mujer moderna actual debería tomarse el tiempo de mirarse al espejo y decirse: «Quiero esto, lo merezco, voy a tenerlo».


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima


– ¿Hemos terminado ya, señor Stanton? -preguntó Spencer por tercera vez en el último cuarto de hora.

Agachado sobre el tosco suelo de madera de una parte poco utilizada de los establos, Andrew sonrió por encima del hombro. Spencer estaba de pie junto a una bala de heno con una escoba en la mano… por primera vez en su vida. Cuando, media hora antes, Andrew le había dado la herramienta, Spencer había mirado el mango de madera durante varios segundos como si fuera una serpiente, pero no tardó en imbuirse del espíritu de la tarea. La pátina de trabajo duro brillaba en el rostro del joven, como también el claro testimonio de su satisfacción por los frutos de sus esfuerzos.

– El suelo tiene buen aspecto -dijo Andrew-. Sólo tengo que clavar unos cuantos clavos más. Luego podremos empezar.

Mientras Andrew colocaba otro clavo en su sitio, Spencer se aclaró la garganta.

– Quiero darle las gracias por haber cuidado de mi madre como lo hizo después del disparo.

Andrew se volvió, concentrando en el niño toda su atención.

– Fue un placer, Spencer.

– Le habría dado antes las gracias, pero ella no me lo contó hasta ayer. -Bajó la mirada y arrancó una brizna de heno de la bala-. Cuando me lo contó, no sólo me enfadé con ella, sino también con usted por no habérmelo contado.

– No me tocaba a mí contártelo, Spencer. Y las intenciones de tu madre eran buenas. Todos intentamos proteger a nuestros seres queridos.

– Lo sé. Mamá y yo hablamos de ello. Ya no estoy enfadado. Me prometió no ocultarme ningún otro secreto.

– Bien. -Andrew se adelantó hasta la bala de heno y tendió la mano-. Espero que todavía seamos amigos.

Spencer levantó la cabeza con gesto brusco y su mirada seria encontró la de Andrew. Tendiendo él también la mano, estrechó la de Andrew con fuerza y asintió.

– Amigos. Pero… no más secretos.

La culpa sacudió a Andrew como una bofetada y se limitó a ofrecer una leve inclinación de cabeza como respuesta, resistiéndose a dar voz a tamaña falsedad. Toda su vida estaba basada en secretos. Y mentiras.

Soltó la mano del chiquillo y retrocedió para volver a coger el martillo.

– Terminaré esto para que podamos empezar -dijo. Enterrando el pesar que provocaba en él su falta de honradez ante la confianza de Spencer, puso un clavo en la madera y lo golpeó con toda la fuerza de sus frustraciones.

Diez minutos más tarde, Andrew completó la tarea y se levantó para supervisar su obra. Mientras Spencer había quitado el polvo y las telarañas, Andrew había clavado al suelo tres docenas de rectángulos de madera, de aproximadamente el tamaño de un ladrillo, formando un amplio círculo. Sí, funcionaría a la perfección.

– ¿Preparado? -preguntó.

– Sí. Y ansioso. -Señaló los bloques de madera con la barbilla-. Y ahora ¿quiere decirme qué son?

– Los hemos puesto para ayudarte a conservar el equilibrio durante nuestras lecciones pugilísticas. En cuanto te encuentres firmemente plantado sobre tus pies, no veo razón alguna para que no te desenvuelvas bien. Permíteme que te lo demuestre. Apoya el lado de tu pie débil a lo largo del madero y da un paso adelante con tu pie fuerte, manteniendo casi todo tu peso en la pierna adelantada.

En cuanto Spencer siguió sus indicaciones, Andrew dijo:

– Siempre que mantengas el peso hacia delante, la madera impedirá que tu pie izquierdo resbale, impidiéndote así caer hacia atrás.

Spencer flexionó despacio las rodillas varias veces y entonces una amplia sonrisa le iluminó la cara.

– Muy ingenioso, señor Stanton.

Andrew saludó sus palabras con una reverencia.

– Gracias. Estoy seguro de que no era tu intención parecer perplejo.

La sonrisa se desvaneció del rostro de joven.

– Oh, no. Yo…

– Bromeaba, Spencer. Y ahora, empecemos con las nociones básicas. El pugilismo tiene dos principios básicos. ¿Alguna idea de cuáles son?

– Golpear al otro y no dejar que te golpee.

– Exacto. -Andrew ladeó la cabeza-. Al parecer, conoces bien la materia. ¿Estás seguro de no haberlo practicado antes?

– Totalmente seguro -dijo Spencer con el rostro perfectamente serio.

Andrew reprimió una sonrisa.

– A fin de llevar a cabo esas dos cosas, debes saber cómo dar un puñetazo y cómo bloquear o evitar el del adversario.

– Imagino que la velocidad es muy importante en este deporte -dijo Spencer con voz triste.

– Cierto. Pero no es lo único. La coordinación y la capacidad de adelantarte a las intenciones de tu oponente son igualmente importantes. Lo que quizá te falte en velocidad, lo compensarás con la inteligencia. Y no olvides que el objetivo no es convertirte en el púgil más temido del reino… sino sólo hacerlo lo mejor que puedas.

– Pero ¿y si no puedo hacerlo?

– Si lo intentas y descubres que no puedes hacerlo, no pasa nada. No todo el mundo destaca en todo lo que intenta, Spencer. Lo importante es intentarlo. Estoy convencido de que puedes hacerlo. De no ser así, no habría clavado aquí este cuadrilátero casero. Si resulta que me equivoco, no pasa nada. Al menos, habrás descubierto que no te gusta.

– ¿Y no pensará que soy… tonto? ¿O estúpido? -Miró al suelo-. ¿Ni un fracasado?

La preocupación y la resignación implícitas en la voz del niño desgarraron el corazón de Andrew. Tendió los brazos, posó las manos sobre los hombros de Spencer y esperó a que el niño levantara los ojos para encontrarse con su mirada.

– Tanto si esto se te da bien como si no, siempre me parecerás un joven valeroso, inteligente y exitoso.

La esperanza que asomó a los ojos del joven ahuecó el espacio que rodeaba el corazón de Andrew. Spencer parpadeó y tragó saliva.

– ¿Lo dice de verdad?

– Te doy mi palabra. -Le soltó los hombros y luego le pasó la mano por el pelo-. No sabes hasta qué punto envidio tu valor.

– ¿Usted? -La palabra fue un bufido de incredulidad-. Tío Philip y usted son los hombres más valientes que conozco.

– Gracias, aunque creo que somos los dos únicos hombres que conoces -bromeó.

El rostro de Spencer se tiñó de un rojo carmesí.

– No es cierto. Conozco…

– Estaba bromeando, Spencer.

– Oh… ya lo sabía. -Frunció el ceño-. ¿Qué clase de valor tengo yo que usted envidie?

Andrew se paseó pensativo delante del niño varias veces y luego se detuvo en seco.

– Si te lo digo, ¿prometes no considerarme un bobo ni un fracasado?

Spencer abrió los ojos como platos.

– Nunca pensaría eso de usted, señor Stanton. Se lo prometo.

– Muy bien. -Se pasó los dedos por el pelo y a continuación inspiró hondo-. No sé nadar -soltó apresuradamente. Ya estaba. Lo había dicho. A viva voz.

– ¿Perdón?

Maldición. Al parecer tendría que volver a decirlo.

– No sé nadar.

Los ojos de Spencer se abrieron aún más.

– No me diga. ¿Está seguro?

– Totalmente. Nunca aprendí. Como bien sabes, mi padre no sabía nadar, ¿y quién más podría haberme enseñado? Cuando se ahogó, cualquier entusiasmo que yo pudiera haber albergado por el agua me abandonó de golpe. La última vez que me metí en el agua, sin mencionar la bañera, naturalmente, fue durante la ridícula celebración de una antigua travesía en canoa por el Nilo en la que me vi obligado a participar por insistencia de tu tío. Me dio demasiada vergüenza admitir que no sabía nadar y, en contra de lo que dictaba mi cordura, lo hice. La canoa volcó y a punto estuve de ahogarme. -Le recorrió un escalofrío cuando revivió el espantoso terror del agua cerrándose sobre su cabeza. Llenándole los pulmones. Sacudiéndose de encima el recuerdo, miró firmemente a Spencer-. Créeme, entiendo la inquietud que te provoca intentar algo sobre lo que crees no tener control. Pero te ayudaré. Puedes hacerlo. Si realmente lo deseas.

– Y usted también.

Andrew sonrió.

– Yo ya sé pelear.

– Me refería a nadar. ¿Ha intentado aprender?

– No. Aunque odie reconocerlo, me da miedo el agua.

– ¡Pero si ha cruzado un océano entero!

– Y no creas que no me dio miedo. Créeme, en ningún momento me acerqué a las barandillas.

– Yo podría enseñarle. ¡Podríamos empezar hoy mismo! En cuanto terminemos con nuestra lección de pugilismo.

Andrew sintió literalmente que la sangre le abandonaba el rostro.

– ¿Hoy? No, no creo que…

– Podría enseñarle a nadar, señor Stanton -prosiguió Spencer con los ojos iluminados de pura excitación-. ¿Por qué no me deja intentarlo? Sería para mí un honor enseñarle algo a cambio de todo lo que usted me está enseñando. Y, en cuanto aprenda, podrá tomar las aguas con mamá y conmigo… aunque lo cierto es que no necesita saber nadar para tomar las aguas. El agua de los manantiales sólo cubre hasta el pecho.

El «no» que había merodeado por los labios de Andrew se alejó en cuanto consideró esa oportunidad. Si aprendía a nadar… al instante se imaginó a Catherine y a él juntos de noche en el manantial, besándose, tocándose en el agua templada y calmante. Luego una relajante y divertida tarde familiar, chapoteando y nadando con Spencer y con Catherine.

– ¿Señor Stanton?

Andrew despertó de su ensimismamiento.

– ¿Sí?

– Si lo intenta, y descubre que no puede hacerlo, no pasa nada. No todo el mundo destaca en todo lo que intenta. Lo importante es intentarlo.

Una de las comisuras de los labios de Andrew se curvó hacia arriba.

– Estoy seguro de que en algún lugar está escrito: «no utilizarás las palabras de un hombre en su contra».

– Desgraciadamente para usted, no está escrito en ninguna parte -dijo Spencer sin asomo de duda-. Y estoy seguro de que no esperará de mí que siga su consejo si usted no está dispuesto a hacerlo.

Andrew parpadeó. El pequeño le tenía bien pillado.

– ¿Alguna vez has pensado en ser abogado?

– No. Pero si tengo alguna posibilidad de ganar este, mi primer caso, puede que me lo plantee. -Alargó el brazo y posó una tranquilizadora mano en el hombro de Andrew-. Sé que será difícil, sobre todo después de lo que le ocurrió a su padre. Pero un hombre muy sabio me dijo hace poco que si te limitas a hacer lo que siempre has hecho, siempre te quedarás donde estás.

Andrew negó con la cabeza.

– Me estás dando de beber mi propia medicina -masculló.

– Le agradezco su confianza por haber compartido su secreto conmigo, señor -dijo Spencer con voz muy seria-. Le doy mi palabra de que está buen recaudo.

Era evidente el fuerte deseo que Spencer tenía de sentirse necesitado e importante, de ser lo bastante bueno en algo como para poder enseñarlo a alguien más. Estaba todo ahí, en los ojos del joven, pidiéndoselo a gritos. Una llamada que Andrew no podía pasar por alto.

– Muy bien -concedió-. Lo intentaré. Pero una sola vez -añadió apresuradamente cuando el rostro de Spencer se iluminó con una sonrisa entusiasmada-. Pero si no me gusta, paramos. De inmediato.

– Trato hecho. Pero, antes, nuestra lección de pugilismo.

Andrew asintió.

– ¿Preparado?

Spencer cerró los dos puños contra el pecho y adoptó una postura de combate.

– Preparado.


– ¿Te dedicas ahora a estudiar las hojas del té, Catherine?

Ante la pregunta de Genevieve, Catherine levantó abruptamente la mirada de su taza de té y parpadeó.

– ¿Cómo dices?

– Me preguntaba si de pronto sientes algún interés especial por las hojas del té, puesto que es evidente que encuentras fascinante algo que tienes en el fondo de tu taza.

El calor abrasó las mejillas de Catherine.

– Disculpa, Genevieve. Estoy un poco preocupada.

– Sí, ya me he dado cuenta. ¿Ocurre algo?

Catherine miró la afectuosa preocupación reflejada en los ojos azules de Genevieve y cuál fue su consternación cuando sintió una cálida humedad abrirse paso desde el fondo de los suyos.

– No, no es que ocurra nada, aunque sí hay algo que me tiene preocupada.

– Me haría feliz oírlo si quieres contármelo.

– No sé realmente cómo ni por dónde empezar.

Genevieve asintió despacio.

– Entiendo. Y ello afecta al señor Stanton.

Catherine la miró fijamente.

– Dios mío. O me he vuelto totalmente transparente o todos los que me rodeáis habéis desarrollado claras tendencias clarividentes.

– Nada hay aquí de naturaleza clarividente ni transparente, querida. Simplemente te conozco tan bien, y es tanta mi experiencia en estas lides, que fácilmente puedo reconocer las señales.

– ¿Estas lides? ¿Señales? ¿A qué te refieres?

– Naturalmente, estoy hablando de ti y del señor Stanton. Anoche. De cómo te miraba. De los esfuerzos que hacías para no mirarle. De la forma en que bailasteis juntos el vals.

– No… no sé qué decir. Me encuentro tan confundida que no estoy segura de saber cómo describir lo que pienso.

– No hay nada de lo que debas estar confundida, Catherine. Lo entiendo perfectamente.

Una risa totalmente desprovista de humor escapó de labios de Catherine.

– Entonces quizá puedas explicármelo.

– Será un placer. El señor Stanton te resulta un hombre muy atractivo… a pesar de que pongas todo tu empeño en que no sea así.

– Cierto, no quiero que sea así -concedió Catherine enérgicamente-. Y, peor aún, no alcanzo a comprender por qué lo encuentro tan fascinante. Es el hombre más irritante que he conocido en mi vida.

– Razón por la cual lo encuentras fascinante -dijo Genevieve con una suave risilla-. Te resulta estimulante por cuanto no cae rendido a tus pies ni se muestra de acuerdo contigo en todo lo que dices como el resto de hombres que buscan tus favores. Sin embargo, es gentil y te tiene en muy alta estima. Por no mencionar el hecho de que es una delicia para la vista. -La mirada penetrante de Genevieve estudió a Catherine durante varios segundos-. ¿Me equivoco al suponer que te ha besado?

El fuego encendió las mejillas de Catherine.

– Sí.

– Y es un hombre que sabe besar a una mujer.

– Palabras más ciertas probablemente no hayan sido jamás pronunciadas.

– ¿Has hecho el amor con él?

Un temblor acalorado recorrió a Catherine ante esa posibilidad.

– No.

– Pero lo deseas. -Genevieve no necesitó confirmación de ello porque, antes de que Catherine pudiera decir nada, continuó-. Obviamente, también él. ¿Te ha dado alguna indicación de cuáles son sus intenciones?

– Ha dicho que pretende cortejarme.

– ¡Ah! -Los ojos de Genevieve chispearon-. No sólo es encantador, guapo, inteligente y…

– Irritante. Al parecer lo olvidas una y otra vez.

– … y viajado, sino que además es un hombre honorable.

Sintiéndose decididamente como una gallina con las plumas totalmente agitadas, Catherine dijo cáusticamente:

– Como ya le dije anoche, no hay ninguna razón para que me corteje, pues no tengo la menor intención de volver a casarme.

– Entonces tan sólo deseas que te seduzca -dijo Genevieve con una pragmática inclinación de cabeza-. Podrías convencer a la mayoría de hombres para que acepte tus términos, pero a primera vista queda claro que tu señor Stanton no es uno de ellos.

– No es mi señor Stanton.

Genevieve desestimó el comentario con su mano enguantada.

– No lo imagino desaprovechando la oportunidad de convertirse en tu amante, aunque sus intenciones de cortejarte me llevan a pensar que, a la larga, no quedará satisfecho con ese acuerdo.

– Sí, no me cabe duda de que se cansará de mí después de un tiempo. -Las palabras fueron como el serrín en boca de Catherine, quien dio un sorbo a su té para aliviar su malestar.

– No lo has entendido, querida. El señor Stanton desea cortejarte. Quiere una esposa. No se cansará de ti, sino de la naturaleza temporal de vuestra relación. Cuando eso ocurra, insistirá en que te cases con él.

– No lo conseguirá.

– Entonces, todo me lleva a pensar que en ese momento pondrá fin a vuestra relación.

Catherine hizo caso omiso de la extraña sensación que la invadió al oír la tajante afirmación de Genevieve, y se rió.

– No tenía conciencia de que los hombres pusieran fin a sus relaciones porque la mujer en cuestión se negara a casarse. ¿Qué clase de hombre desearía la responsabilidad de una esposa, sobre todo tratándose de una esposa que llega al matrimonio con el hijo de otro hombre, cuando podría disfrutar del despreocupado placer de una amante?

– La clase de hombre que desea una familia. La permanencia. Una mujer y un hijo con quienes compartir su vida. Un hombre capaz de dar a una mujer todas las cosas que alguien como tu marido no era capaz de ofrecer. La clase de hombre que está enamorado. -Genevieve se encogió de hombros-. El señor Stanton podría ser cualquiera de ellos… o quizá todos.

– Es imposible que esté enamorado de mí, Genevieve. Apenas nos conocemos.

– No tardamos mucho en enamorarnos. -Una mirada distante y melancólica asomó a los ojos de Genevieve, y Catherine supo que su amiga estaba pensando en su antiguo amante. Genevieve pareció propinarse un remezón mental y a continuación dedicó a Catherine una sonrisa triste-. Te aseguro que puede ocurrir con desafortunada rapidez. Y, desafortunadamente también, la flecha de Cupido a menudo alcanza nuestros corazones en el momento menos oportuno y nos hace enamorarnos de gente que no nos conviene. Dios sabe que soy el perfecto ejemplo de ello.

– No estoy enamorada del señor Stanton. Cielos, ¡pero si ni siquiera me gusta especialmente!

– De hecho, me refería al señor Stanton, querida. Sin duda resulta inconveniente para él albergar sentimientos por una mujer que es declaradamente contraria al matrimonio. Por no mencionar que la mujer en cuestión es socialmente superior a él. Y estoy convencida de que te gusta más de lo que crees. Sin duda, más de lo que estás dispuesta a reconocer.

Una negativa asomó a los labios de Catherine. Sin embargo, se dio cuenta de que no era capaz de pronunciar las palabras. Se limitó entonces a dejar la taza de té a un lado y se levantó para pasearse delante del sofá de zaraza floreada.

– No te negaré que me veo obligada a decidir qué hacer con esta… inconveniente atracción que siento hacia el señor Stanton.

– No es difícil, Catherine, pues cuentas sólo con dos opciones: hacer caso omiso de tus sentimientos, o disfrutar de ellos y entregarte a un romance.

Catherine negó con la cabeza.

– No te creas que es tan sencillo. Debo considerar algunas cosas antes de tomar una decisión tan importante como esa.

– Precisamente es así de sencillo. Le deseas, te desea, ambos sois libres y ninguno de los dos es inocente… ¿qué más hay que considerar?

– Mi hijo, por ejemplo. ¿Y si descubre que tengo un amante?

– Bien, naturalmente deberías actuar con la más absoluta discreción, Catherine. Ya no sólo para proteger a Spencer, sino a ti misma.

– Aun así, alguien podría descubrirlo.

– Sí, pero nadie ha dicho que tomar un amante esté libre de riesgo. A menudo, es el propio riesgo el que da un aire excitante al romance.

– ¿Y qué me dices del hecho de que Andrew viva en Londres?

– Puede que viva en la ciudad, pero ahora está en Little Longstone.

– Pero volverá a Londres dentro de una semana.

Genevieve arqueó las cejas.

– Diría que es perfecto. Tú no deseas una relación permanente y él se marcha de Little Longstone dentro de una semana. ¿Acaso podría ser más ideal?

Catherine se detuvo en seco delante de la chimenea.

– No me lo había planteado de ese modo.

– Quizá deberías.

Agarrándose al borde de la repisa de la chimenea, echó hacia atrás la cabeza para mirar al techo.

– No debería haber vuelto a leer la Guía anoche. -Miró a Genevieve por encima de hombro y soltó una risa tímida-. Como seguramente imaginarás, me metió toda clase de ideas en la cabeza.

– Estoy muy segura de ello. Pero creo que lo más probable es que volvieras a leer la Guía porque ya tenías esas ideas en la cabeza… puestas allí por el señor Stanton.

Catherine asintió despacio.

– Sí, tienes razón. -Se volvió a mirar a su amiga-. ¿Y si me quedara embarazada?

– Como bien sabes después de haber leído la Guía, hay varias formas de impedir que eso ocurra. -Se levantó y se acercó a Catherine. Sin duda la angustia de Catherine debía de resultar evidente, pues Genevieve hizo algo que en raras ocasiones hacía: tendió su mano enguantada y le tocó el hombro en una muestra de apoyo y de simpatía-. Sé que estás desolada, querida, y no deberías. Sólo existe una decisión posible, y creo que en el fondo de tu corazón sabes cuál es. Permitirte disfrutar del placer sensual no te resta valor como madre. Como bien apunta la Guía, ser egoísta cuando la ocasión lo requiere no es ningún crimen.

– No hay lugar para este hombre en la vida que me he creado aquí.

– Quizá no a la larga, pero sí podría haber lugar para él durante esta semana.

El silencio se dilató entre ambas hasta que por fin Catherine dijo con voz queda:

– Tú lo tomarías como amante.

– Sí -replicó Genevieve sin asomo de duda-. No nos negaría el placer a ninguno de los dos. Escucharía a mi corazón y ¡Carpe Diem! ¡Vive el día! Aunque, a juzgar por las palabras de la Guía, estoy segura de que ya estabas al corriente de eso. -Una sonrisa triste se dibujó en sus labios-. Toda mujer merece vivir una gran pasión en su vida, Catherine. Una cosa es leer que esa clase de placeres sensuales existen, pero experimentarlos… -Dejó escapar un suspiro soñador-. Los recuerdos de mis años con Richard seguirán dándome calor el resto de mis días.

El corazón de Catherine dio un vuelco de compasión.

– No tienes por qué estar sola, Genevieve.

Su amiga levantó las manos.

– No son éstas las manos que un hombre desea tocar.

– No sólo eres tus manos. Eres una mujer hermosa, inteligente y vibrante.

– Gracias. Pero un gran romance, la aceptación de un amante, está basada en una fuerte atracción física, y eso, lamento decirte, forma para mí parte del pasado. Pero no para ti. Catherine, ¿qué es lo que te dice el corazón?

Cerró los ojos. Había esperado escuchar una batalla interna entre su cabeza y su corazón, pero los anhelos del corazón ahogaron cualquier otro sonido… y con sólo dos palabras.

Abrió los ojos.

– Mi corazón dice Carpe Diem.

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