A menudo el destino sonríe, presentando a la mujer moderna actual la inusual y preciosa oportunidad de obtener el deseo más secreto de su corazón. De encontrarse en tan afortunada y gloriosa circunstancia, debería pronunciar las sabias palabras Carpe Diem y no dudar en aprovechar el día, pues quizá sea su única oportunidad. Ser una mujer de acción, y no de lamentos, pues son las cosas que no hacemos las que nos causan pesar.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
Andrew recorría su habitación de un extremo al otro, alternando la mirada entre las candentes brasas de la chimenea y el jardín iluminado por la luna al otro lado de la ventana. Pasó con andar majestuoso por delante de la cama y lanzó una oscura mirada ceñuda al edredón azul marino. A pesar de lo cómodo que parecía el lecho, no tenía ganas de acostarse, pues sabía bien que el sueño no llegaría. Su mente, sus pensamientos estaban abrumadoramente colmados. Por ella.
Catherine. Con un gemido, se detuvo delante de las brasas encendidas de la chimenea y se pasó las manos por la cara, recordando vívidamente la expresión de júbilo de ella mientras bailaban esa noche al ritmo de vals. El exquisito contacto de sus brazos, sus hermosos ojos iluminados de pura felicidad, su delicado aroma floral llenándole la cabeza. Había tenido que echar mano de hasta el último gramo de su poder de autocontrol para evitar atraerla hacia él y profesarle su amor en presencia de toda aquella colección de invitados.
A pesar de que el delicioso recorrido en el carruaje y el posterior vals le habían proporcionado un atisbo de esperanza en relación a su plan para cortejarla, esa luz se había extinguido del todo en cuanto habían regresado a villa Bickley y Catherine se había disculpado inmediatamente, retirándose en el acto.
Una semana. Disponía de una condenada semana para cortejarla. Para lograr que se enamorara de él. Que cambiara de opinión y considerara la posibilidad de volver a casarse. Para convencerla de que se pertenecían. De que, a pesar de su cuna plebeya, sería para ella un buen marido y un buen padre para Spencer. Que la amaba tanto que vivía en una nube de dolor.
Cerró con fuerza los ojos, al verse presa del miedo. Una semana… y es que, a menos que algo drástico ocurriera, presentía con claridad que ella no le invitaría a quedarse más tiempo, y, en cualquier caso, él tenía que volver a Londres para supervisar la marcha del museo. No, en el plazo de una semana, él regresaría a su vida en la ciudad y ella se quedaría allí.
Una semana. Incluso aunque, por un milagro, fuera capaz de llevar a término todas esas tareas aparentemente imposibles y lograra convencerla para que accediera a compartir su futuro con él, no podía ignorar lo que ocurriría cuando revelara su pasado. ¿Le rechazaría Catherine cuando le confesara los secretos que nunca había contado a nadie? ¿Las circunstancias que le habían obligado a abandonar Norteamérica?
Abrió los ojos y clavó la mirada en el fuego, buscando inútilmente respuestas en las oscilantes llamas anaranjadas. Su conciencia se debatía en la misma duda a la que se enfrentaba cada vez que ponderaba la desalentadora pregunta de si revelar o no su pasado. Odiaba la idea de mentirle o de que existieran secretos entre ambos. Le gustaba pensar que, si surgía la ocasión, se lo diría.
Pero ¿lo haría? Dios santo, no lo sabía. Si era tan afortunado como para obtener finalmente su favor, ¿se arriesgaría, podía permitirse arriesgarse a perderla diciéndole la verdad? La conciencia le apremiaba a decírselo. Catherine merecía la verdad. Pero luego se imponía la racionalización que siempre le retorcía las entrañas hasta hacer con ellas un nudo imposible: nadie, salvo él, lo sabía. Si no se lo decía, ella jamás se enteraría.
Con un largo suspiro, se mesó los cabellos y apartó la cuestión de su cabeza, dejándola sin respuesta una vez más. Ahora tenía que concentrarse en revisar su estrategia para cortejarla, porque, hasta el momento, su cuidadoso plan no estaba dando el deslumbrante éxito que había esperado. Necesitaba uno nuevo, y, teniendo en cuenta las restricciones temporales y el hecho de que había otros pretendientes amenazando en el horizonte, tenía que ser un plan no sólo drástico, sino brillante. Pero ¿cuál? «Maldición. Necesito ayuda. Necesito…»
De pronto una idea asomó a su mente y Andrew se quedó paralizado durante unos segundos. Sí… quizá fuera eso lo que podría ayudarle. Con paso decidido, cruzó la alfombra persa azul y dorada hacia el armario y sacó la maleta de cuero marrón del rincón trasero. Metió dentro la mano y con sumo cuidado abrió el bolsillo oculto en el forro, del que sacó el objeto que había escondido dentro después de comprarlo en Londres la mañana que habían salido en dirección a villa Bickley.
La Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima de Charles Brightmore.
Hizo girar el fino ejemplar forrado en piel en sus manos. Aunque Catherine había apostado a que él no lo leería, Andrew le demostraría que estaba equivocada. No sólo lo leería, sino que, con suerte, aprendería algo del tal Charles Brightmore que quizá inspirara en él un nuevo plan para cortejarla. Como mínimo, ganaría su apuesta con lady Catherine, teniendo así derecho a un pago… una perspectiva colmada de posibilidades.
Acercó el sillón de orejas al fuego y se acomodó en la confortable butaca. No debía de llevarle más de una hora leer el libro. Luego diseñaría su nuevo plan.
Esta vez acudiría a la batalla armado hasta los dientes.
Arrellanada en su dormitorio en el confort de su sillón de orejas favorito junto al fuego, Catherine apoyó la cabeza en la blanda butaca y cerró el fino ejemplar forrado en piel. Pegó el libro a su pecho, cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y de nuevo maldijo su estupidez al leer las palabras que la llenaban de oscuros anhelos. Crudas necesidades. E insaciable curiosidad.
Algunos retazos de la Guía Femenina invadían su cerebro, prendiendo fuego a deseos que con tanto esfuerzo había intentado reprimir.
«La pausada caricia de la mano de un hombre recorriendo por entero el muslo de una mujer… las increíbles sensaciones experimentadas por ambos cuando la mujer es lentamente penetrada por su dureza… hacer el amor a plena luz para ver así cada matiz de la pasión que embarga a su amante… aprender los secretos más íntimos del otro con las manos, los labios y las lenguas… un hombre desnudo se convertirá en un festín de deleites para aquella mujer deseosa de explorar…»
Un suave gemido escapó de sus labios. Un calor que nada tenía que ver con el fuego de la chimenea la inundó. Sintió palpitar el pulso en la base del cuello. Entre los muslos. Sintió los pechos pesados e inflamados, y casi dolorosamente erectos.
Levantó una mano y despacio la cerró sobre la piel sensible envuelta en el tejido del camisón. El pezón, duro y anhelante, pegado a la palma. Apretó el seno con suavidad, lanzando llamaradas a sus entrañas, aumentando la incomodidad que la embargaba, más que aliviándola. Dejó la Guía a un lado, se levantó y empezó a caminar de un extremo a otro de la habitación.
Dios bendito, las cosas que Genevieve había descrito en la Guía… cosas increíbles, impensables, infinitamente atormentadoras. Mientras escribía al dictado de Genevieve, dando forma con mano temblorosa a semejantes maravillas íntimas, se cuestionaba si Genevieve estaría creando ficción. Sin embargo, su amiga le había asegurado que no. Genevieve había sido durante diez años la amante de un barón, al que había cautivado con sus proezas sexuales, proezas que había aprendido bajo la tutela de su madre, quien a su vez había dedicado toda su vida adulta a las labores de amante. Había puesto también en funcionamiento su propia imaginación, inspirada en el profundo amor que sentía por el barón. «Cometí un grave error al enamorarme de él, Catherine -había dicho Genevieve-. Se me partió el corazón cuando decidió poner fin a nuestra relación. Encontró a una mujer más joven. Más hermosa. Ya no deseaba que mis feas manos le tocaran…»
Catherine se detuvo junto a la ventana. Apoyando la frente contra el frío cristal, fijó la mirada en la oscuridad, viendo sólo las imágenes que la bombardeaban. El señor Stanton y ella… las manos de ambos explorándose. Las bocas tocándose. Brazos y piernas entrelazados.
¿Cómo sería el tacto de sus manos grandes, fuertes y callosas al acariciarla? ¿Sentir cómo su hermosa boca la besaba? ¿Sus piernas largas y musculosas pegadas a las suyas?
Sin duda había caído en un estado febril. No debería haber vuelto a leer el libro. Debería haber dejado que sus deseos y necesidades siguieran dormidos. Y lo habría logrado. Si el señor Stanton no los hubiera hecho nacer de nuevo a la vida.
Después de ayudar a Genevieve a escribir el libro y de haber aprendido las maravillas que podían existir físicamente entre un hombre y una mujer, Catherine se había quedado perpleja. Jamás había experimentado algo semejante con Bertrand.
No obstante, tras haber tenido acceso a la seductora información reflejada en la Guía, su mente había vagado con mayor frecuencia a los asuntos de índole sensual, avivando en ella la curiosidad y los deseos largamente reprimidos. Desde que, once meses atrás, y poco después de la muerte de Bertrand, se había embarcado en la escritura de la Guía, ¿cuántas noches había pasado acostada en su solitaria cama sintiendo palpitar el cuerpo con necesidades nuevamente despiertas e insatisfechas? Más de las que se atrevía a recordar. Sus intentos por calmar el deseo sólo habían conseguido dejarla más frustrada aún.
En el pasado, siempre que imaginaba que un amante la tocaba, la imagen del hombre en cuestión había sido informe y envuelta en sombras.
Ya no.
El rostro del señor Stanton llenaba su mente, encendiendo su imaginación y sus fantasías como nunca lo habían estado hasta entonces. El señor Stanton no era un producto de su imaginación, sino un hombre de carne y hueso. Que la había llamado hermosa. Que la había hecho sentir como si flotara sobre las nubes mientras bailaba el vals con ella. Que podía inspirarle escalofríos de placer con una simple mirada. Que, a ojos de Genevieve, sentía algo por ella, o, como mínimo, la deseaba.
La deseaba. Catherine cerró los ojos y dejó escapar un prolongado suspiro ante la miríada de sensuales imágenes que esas dos palabras inspiraban en ella. Imágenes que nada hicieron por enfriar su excitación ni relajar su tensión. Anhelaba poder disfrutar del olvido que sólo proporciona el sueño, pero sabía por experiencia que el sueño no llegaría.
Como siempre que no conseguía relajar el cuerpo ni la mente, las aguas la llamaron con su reconfortante calor. Catherine adoraba la privacidad que le proporcionaba poder disfrutar de las aguas en la oscuridad, a solas, sólo ella y los suaves murmullos de la noche a su alrededor. Apartándose de la ventana, giró sobre sus talones y fue hasta el armario, sacando el grueso y acolchado albornoz que la acompañaba en todas sus excursiones nocturnas.
Necesitaba sentir sobre la piel las calmantes aguas como nunca antes lo había necesitado.
Andrew se detuvo en el oscuro sendero y aguzó el oído. Un chapoteo. Debía de estar cerca de las aguas termales o quizá del pequeño estanque que Spencer había mencionado en alguna ocasión. Sería mejor que se anduviera con cuidado y no tropezara con las aguas o con el estanque de improviso, en cuyo caso aquel sería el último paseo nocturno que daría en su vida.
Se oyó otro suave chapoteo, al parecer procedente de un racimo de rocas perfiladas a la luz de la luna unos diez metros por delante de él. Lo mejor sería echar un vistazo a los condenados manantiales y así estar preparado en caso de que no fuera capaz de encontrar excusa alguna para evitar ir allí con Spencer. Si no le quedaba más remedio, se quedaría mirando, pero ni una manada de caballos salvajes lograría meterle en el agua.
Dio varios pasos adelante y se quedó helado cuando a sus oídos llegó otro sonido. Algo que sonaba claramente parecido a… ¿un canturreo? Seguido por un largo y ronroneante hummmmm de inconfundible placer. Inconfundible placer que sonaba claramente femenino. Sin duda no podía tratarse de…
Apartando de su mente la idea antes de que pudiera echar raíces y llenarle la cabeza con un centenar de fantasías, siguió avanzando. Rápido, silencioso, se acercó al racimo de rocas. Al amparo de las sombras, fue moviéndose alrededor de las rocas hasta que nada impidió su visión. Y el corazón a punto estuvo de dejar de latirle en el pecho.
Un pequeño estanque circular de agua, de unos tres metros de diámetro, rodeado de rocas por tres de sus lados, se dibujó ante su estupefacta mirada. Del agua se elevaban sinuosas espirales de vapor, brillantes a la luz de la luna… que rodeaban a lady Catherine en una etérea niebla.
Andrew parpadeó, convencido de que era su desesperada imaginación la que había conjurado a Catherine. Sin embargo, al abrir los ojos, ella seguía allí.
Sumergida hasta la barbilla en el agua vaporosa, con los ojos cerrados y una semisonrisa asomándole a los labios, Catherine soltó otro largo ronroneo de placer.
Como aturdido, Andrew se quedó totalmente inmóvil, transpuesto ante la visión de ella.
Quiso hacer… algo. Desvelar su presencia, o desaparecer sin ser visto, pero cuando Catherine se llevó las manos a la cabeza y, despacio, fue quitándose los pasadores que le sujetaban el pelo, fue incapaz de moverse. Los oscuros rizos fueron cayéndole sobre los hombros y al instante Andrew se imaginó pasando sus dedos entre los delicados mechones, hundiendo el rostro en esos suaves y fragantes bucles.
Catherine abrió la boca, inspiró hondo y desapareció bajo la superficie. Las cejas de Andrew se unieron en un repentino ceño. Maldición. Odiaba ver desaparecer a alguien bajo el agua de aquel modo. ¿Y dónde demonios estaba? ¿Por qué tardaba tanto en salir a la superficie?
Sus ojos escudriñaron la superficie. ¿Por qué no había aparecido todavía? No debería pasar tanto rato sumergida. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Sin duda, sólo unos segundos. Aun así, se notó espoleado por diminutos clavos de pánico.
Avanzó unos pasos. ¿Y si Catherine se había enredado con algo bajo el agua? ¿Cómo se las ingeniaría para salvarla? No sabía nadar. Los dos morirían. Saltaría al agua para salvarla, pero ¿podría lograrlo antes de hundirse él mismo como una piedra?
Catherine seguía sin reaparecer. Perlas de sudor salpicaron la frente de Andrew y los clavos de pánico dieron paso a un terror absoluto que le contrajo el corazón.
– Catherine -gritó, echando a correr-. Cath…
La cabeza de Catherine asomó a la superficie y Andrew resbaló hasta detenerse bruscamente a poco más de un metro del borde del manantial.
Ella abrió los ojos, lo vio y soltó un jadeo.
– ¡Señor Stanton! -Sus ojos se abrieron como platos-. ¿Qué está haciendo aquí?
Andrew respiraba todavía en entrecortados jadeos al tiempo que sus pulmones funcionaban como fuelles. Cerró con fuerza los ojos e intentó recuperar el control de sus emociones. De hecho, estaba físicamente debilitado. Sentía débiles las rodillas y estaba furioso.
Avanzó hasta el borde del manantial con una furiosa zancada y le lanzó una mirada enojada.
– Más apropiada sería la pregunta: «¿Qué demonios está usted haciendo aquí?».
Catherine se quedó boquiabierta y sólo alcanzó a clavar en él la mirada. Andrew no supo si estaba conmocionada por la clara amenaza implícita en su postura y en su voz o por su empleo de la obscenidad que había salpicado su pregunta, aunque en ese momento, poco le importó.
– ¿Es que se ha vuelto usted loca viniendo aquí sola? -bufó de cólera-. ¿Y de noche? ¿Para nadar a solas? ¿Acaso sabe alguien que está aquí? ¿Y si le hubiera ocurrido algo? Por el amor de Dios, ¿en qué estaba usted pensando?
Catherine parpadeó varias veces y apretó los labios con firmeza. Mascullando algo que sonó sospechosamente a «qué hombre tan irritante e insoportable», se agarró al borde del estanque. Antes de que Andrew se diera cuenta de lo que ella pretendía, Catherine se impulsó fuera del manantial para subir al borde rocoso de la orilla. Entonces, con el agua cayéndole por el cuerpo, se acercó a él a grandes zancadas.
Cualquier pensamiento que Andrew pudiera haber albergado, y unos cuantos que todavía no se le habían ocurrido, desaparecieron de su cabeza al instante y cayeron al suelo, junto a sus pies, reuniéndose allí con su mandíbula.
Catherine parecía una pálida ninfa marina, con el pelo oscuro mojado echado hacia atrás, los oscuros rizos alisados por el agua y tapizándole la espalda hasta la cintura. Su cuerpo estaba cubierto, o, hablando con propiedad, descubierto, por una camisa mojada que se adaptaba a su cuerpo como pintada sobre él con pintura transparente. La mirada estupefacta de Andrew se deslizó hacia abajo, recorriendo su delicada clavícula hasta la generosa inflamación de sus pechos, coronados por unos pezones oscuros y endurecidos. La hendidura de su cintura. El ensanchamiento de las caderas. La sombra del oscuro triángulo anidado entre sus torneados muslos. Descendió hasta las pantorrillas, y de allí hasta sus esbeltos tobillos y sus delicados pies.
Catherine se detuvo a menos de un metro delante de él y Andrew volvió a clavar los ojos en su rostro. El hielo que emanaba de su gélida mirada sin duda pretendía dejarlo helado donde estaba.
– No, señor Stanton -dijo ella con la voz palpitando de ira-. No he perdido el juicio. A menudo visito este manantial de agua caliente, sola y de noche, y disfruto de esta soledad. No estaba nadando, simplemente me remojaba. No corría el menor riesgo pues no sólo soy una excelente nadadora, sino que el agua del manantial no llega a cubrirme los hombros. Nadie sabe de mi presencia aquí, pero le aseguro que estoy perfectamente a salvo. Little Longstone no es Londres, ni, salvo usted, tenemos personas peligrosas merodeando por los arbustos. Y ahora que he respondido a todas sus preguntas, quizá pueda aclararme qué demonios está usted haciendo aquí.
A pesar de que quiso responderle, Dios mío, no se encontró la voz. Verla allí mojada, hermosa y enojada le había dejado totalmente desprovisto de su capacidad de habla. Maldición, pero si casi había perdido hasta la capacidad de respirar.
Catherine se plantó los puños en las caderas.
– ¿Me espiaba? ¿Intentaba acaso asustarme?
Andrew frunció el ceño, negó con la cabeza y tragó saliva.
– No. -Su voz sonó ronca, como si llevara una o dos décadas sin utilizarla-. No podía dormir. Necesitaba tomar un poco el aire. Oí un chapoteo… y ahí estaba usted. Todavía no me había recuperado de mi sorpresa cuando la vi sumergirse en el agua. Me pareció que estaba demasiado tiempo sin aparecer. Creí que se estaba ahogando. -Apenas logró empujar la última palabra entre sus labios.
Incapaz de detenerse, alargó la mano y pasó unos vacilantes dedos por su mejilla. Su piel era suave, cálida y mojada bajo sus yemas. Catherine abrió aún más los ojos ante aquel gesto, pero no apartó la cara.
– Siento haberle gritado. Creí que se estaba ahogando… -Los dedos de Andrew se retiraron de su mejilla y le pareció ver una sombra de decepción en los ojos de Catherine. Bajó las manos y tomó las de ella, llevándolas a continuación al punto exacto de su pecho donde su corazón todavía palpitaba acelerado-. ¿Nota usted lo mucho que me he asustado? -preguntó, deleitándose al sentir las manos de ella sobre su cuerpo, deseando que su camisa desapareciera como por arte de magia.
La cabeza de Catherine dibujó una leve inclinación.
– Yo… yo también lo siento. Sólo me estaba mojando el pelo.
Andrew inspiró y el delicioso aroma del cuerpo cálido, mojado y casi desnudo de Catherine le colmó por completo los sentidos, embriagándole. Su repentino arranque de ira se desvaneció tan rápido como había estallado, reemplazado ahora por un rugido de deseo que amenazaba con hacerle caer de rodillas. Todos los sentimientos que había contenido durante tanto tiempo afloraron a la superficie, desbaratando su contención como una pluma a lomos de un mar revuelto. La deseaba tanto…
Le soltó las manos, rodeó con las palmas su rostro y, despacio, bajó la cabeza.
Al sentir el primer suave roce de sus labios contra los de ella, Andrew se detuvo, asumiendo la increíble realidad de que estaba ciertamente besándola, memorizando la sensación. De nuevo rozó con sus labios los de ella y Catherine no pudo reprimir un jadeo casi imperceptible. Sus dedos se cerraron contra el pecho de él, sus labios se separaron ligeramente y el deseo que él había contenido durante tanto tiempo estalló en un torrente.
Con un gemido, Andrew borró el espacio que se abría entre los dos con un sólo paso. Rodeándole la cintura con un brazo, la atrajo con fuerza hacia él. Le enredó los dedos entre el pelo mojado y entonces intensificó la fuerza del beso.
Catherine quedó de pie en el fuerte círculo de los brazos de Andrew y simplemente permitió que la violencia de sensaciones que la martilleaban se adueñaran por completo de ella. Cálido. Andrew era tan cálido… Se sentía como si la hubieran envuelto en una manta de terciopelo.
Sólida. La sensación de su cuerpo pegado al de él desde el pecho a la rodilla le arrebató el aliento. Sus dedos se cerraron para volver a abrirse contra su pecho, y sintió entonces la dureza de los músculos de aquel hombre bajo la finura del lino. El corazón de Andrew palpitaba contra sus palmas y absorbió entonces cada latido, consciente de que su corazón palpitaba a un ritmo de idéntico frenesí.
Despegó los labios y fue recompensada con el erótico y delicioso contacto de su lengua con la de ella. Andrew tenía un sabor oscuro y exótico, con un leve rastro de brandy.
Más. Quería más de aquella embriagadora maravilla, más de aquellas sensuales delicias. Se pegó aún más contra él, deleitándose al sentir su dureza contra su vientre. Un gemido sordo vibró en la garganta de Andrew y Catherine deslizó una mano hasta ella para tocar el sonido. Él no llevaba corbata y sus dedos rozaron la suave hendidura de la base de su cuello para introducirse bajo el tejido y tocar su cálida y firme piel antes de subir deslizándose y abrirse paso entre su abundante pelo.
El señor Stanton la agarró con más fuerza y ella se pegó más a él, retorciéndose contra su cuerpo. «Más, por favor, más…»
Andrew respondió a su silenciosa súplica, inclinando su boca sobre la de ella con un largo, lento y profundo beso de lengua contra lengua con el que a Catherine le disolvió los huesos. Sus grandes manos recorrieron sus cabellos y se deslizaron poco a poco por su espalda, como intentando memorizar cada centímetro de ella.
Cuando sus palmas llegaron a su cintura, Andrew separó sus labios de los de ella y deslizó su boca a lo largo de su mandíbula, bajando por su cuello con una serie de besos y pequeños mordiscos ardientes. Escalofríos de placer la sacudieron y echó hacia atrás la cabeza para facilitarle el acceso.
Andrew trazó un pequeño sendero de regreso, ascendiendo de nuevo por su cuello hasta el reencuentro con sus labios, destruyéndola con otro beso abrasador y lujurioso de bocas abiertas con el que le hizo sentir que era un puñado de dinamita a punto de estallar. Un largo gemido preñado de anhelo ascendió entre rugidos desde las inmediaciones de los dedos de los pies de Catherine. Andrew suavizó el beso, levantó la cabeza y el gemido de ella se transformó en una clara muestra de protesta.
Catherine se obligó a abrir los ojos y se quedó quieta. Un femenino estremecimiento en nada parecido a lo que hubiera podido sentir hasta entonces la cubrió al ver el fuego que ardía en la mirada de Andrew. Nunca un hombre la había mirado así. Con tanto ardor. Tanta pasión. Tanta reverencia. Con un hambre tan pura. Sintió que un temblor recorría al señor Stanton y vio cómo luchaba por dominar sus impulsos… una lucha que una parte de ella anhelaba ver perdida. La parte femenina que anhelaba volver a sentir su beso. Sus manos sobre su cuerpo. Piel contra piel.
El fuerte brazo la soltó y Andrew le llevó la mano al rostro. Despacio, las yemas de sus dedos le rozaron la frente. Las mejillas, los labios… todo ello mientras con su otro brazo la sostenía fuertemente abrazada contra su cuerpo… elección de lo más conveniente, pues Catherine sospechaba que de lo contrario se deslizaría al suelo en un amasijo acalorado y deshuesado. Andrew tragó saliva y luego susurró una palabra.
– Catherine.
Sonó como una sensual caricia. Ronca y profunda, con un leve deje de asombro. El sonido de su voz hormigueó sobre la piel de Catherine, haciéndola sentir malvada y decadente. Más femeninamente viva de lo que lo había estado en años. Sólo había una palabra que pudiera dar como respuesta.
– Andrew.
Una lenta sonrisa se dibujó en los labios de él.
– Me gusta cómo suena mi nombre cuando usted lo pronuncia.
– Es todo lo que se me ha ocurrido decir, excepto «Oh, Dios».
– Estoy totalmente de acuerdo con usted.
– Pero ¿es posible eso? ¿Que volvamos a estar de acuerdo esta noche?
– Asombroso, pero cierto. Sin embargo, parece usted sorprendida de que se le haya ocurrido decir «Oh, Dios» cuando la he besado.
– Confieso que, hasta cierto punto, lo estoy. ¿Usted no?
Andrew negó con la cabeza.
– En ningún momento he dudado que sería así. Lo único que me ha sorprendido es haber sido capaz de reunir la fortaleza suficiente para detenerme.
– ¿Había pensado en besarme? -Catherine bendijo la capa de oscuridad que impedía que Andrew viera el rubor que le tiñó las mejillas ante su pregunta directa, pero quería saberlo. Necesitaba saberlo.
– Sí. ¿Eso… la molesta?
«No. Me excita. Casi insoportablemente.»
– No. -Los ojos de Catherine buscaron los de él y, tras un rápido debate, confesó la verdad sin ambages-. Nunca me habían besado así.
Andrew cubrió su mejilla con la palma de la mano y le frotó levemente los labios con el pulgar.
– Bien. Me gusta ser el primero.
Una docena de sensuales imágenes colisionaron en la mente de Catherine, quien se dio cuenta de que aquel hombre podía representar una gran cantidad de «primeras veces» para ella, «primeras veces» que su cuerpo estaba deseoso por experimentar. La excitación que seguía presionándole el vientre y el intenso y acelerado latir del corazón de Andrew bajo sus palmas indicaban que él no se mostraría en ningún modo reacio a la idea.
Pero Catherine no podía tomar una decisión tan importante como la de tomarle o no como amante mientras seguía entre sus brazos. Necesitaba pensar. Y, para ello, tenía que poner espacio entre ambos.
Despacio, retrocedió hasta que entre los dos medió una distancia prudencial. Vio descender por su cuerpo la mirada de Andrew. El camisón mojado se le pegaba a la piel, revelando todo ante sus ávidos ojos. Sin embargo, en vez de sentirse tímida, Catherine se recreó en el intenso deseo y necesidad grabados en su rostro.
– Es hermosa, Catherine. La mujer más hermosa del mundo.
El deseo que su voz despertó en ella la dejó temblorosa y asustada. Con la esperanza de enfriar el fuego que la recorría y disipar la tensión sensual que existía entre los dos, intentó reírse.
– ¿Cómo puede decir algo semejante? No ha conocido a todas las mujeres del mundo.
– No necesito tocar el fuego para saber que quema. No necesito golpearme el dedo con un martillo para saber que dolerá. Ni comerme un dulce de la confitería para saber que desearé otro. Hay cosas, Catherine, que uno sabe. -Alargó la mano y tomó la suya con suavidad, entrelazando sus dedos-. También sé que nuestro próximo beso será incluso más «Oh, Dios» que el que acabamos de compartir. Y el siguiente… -Alzó sus manos unidas, llevándoselas a los labios y depositando un cálido beso en la cara interna de la muñeca de Catherine-, indescriptible.
– ¿Nuestro próximo beso, señor Stanton? ¿Qué le hace pensar que habrá un próximo beso?
– Como ya le he dicho, hay cosas que uno simplemente sabe.
Otra oleada de calor la arrasó. Dios santo. Había llegado el momento de poner fin a aquel interludio antes de que el próximo beso se hiciera realidad. Catherine se volvió de espaldas y se dirigió con paso firme a la roca donde había dejado su ropa. Tras meter los brazos en las mangas, tensó la banda alrededor de su cintura. Cuando se volvió de nuevo, Andrew estaba a menos de un metro de ella. Catherine inspiró hondo y su cabeza se llenó con la deliciosa esencia a almizcle de él.
– Andrew -dijo él con voz queda.
– ¿Perdón?
– Acaba de llamarme señor Stanton. Preferiría que me llamara Andrew. Del mismo modo que preferiría llamarla Catherine.
Catherine le había llamado así para poner un poco de distancia emocional entre los dos, aunque dudaba de su capacidad de volver a pensar en él empleando esos formales términos. Sobre todo ahora que conocía la textura de su piel. El sedoso tacto de sus cabellos. La sensación de su lengua acariciando la suya. Y no podía negar que le gustaba el sonido de su nombre pronunciado desde los labios de él. Resultaba increíble cómo la simple elisión de la palabra «lady» lo cambiaba… todo.
– Supongo que a partir de ahora podemos llamarnos por nuestros nombres de pila. De acuerdo… Andrew. -Su nombre le dejó en la lengua un sabor decadente y voluptuoso.
Andrew alargó el brazo y la tomó de las manos, envolviéndolas con su calidez.
– ¿Se arrepiente de lo que ha ocurrido entre nosotros, Catherine?
Ella negó con la cabeza.
– No, no me arrepiento. Aunque sí… -Su voz se apagó, incapaz de encontrar la palabra exacta con la que describir el torbellino de emociones que se abrían paso en su interior.
– ¿La atemoriza? -adivinó-. ¿La confunde?
Maldición. ¿Cuándo se había vuelto tan transparente?
– ¿Tiene usted dotes de clarividente, Andrew?
– En absoluto. -Andrew levantó las manos, una tras otra, para llevárselas a la boca sin apartar en ningún momento su mirada de la de ella-. Sólo sugiero esas posibilidades porque son algunas de las cosas que yo siento.
– ¿Asustado? ¿Usted? -Catherine quiso reírse, pero el sonido que salió de sus labios pareció más un jadeante suspiro cuando la lengua de Andrew acarició el centro de la palma de su mano.
– De hecho, aterrorizado sería un término más fiel a la verdad.
El hecho de que ese hombre fuerte y viril admitiera tal cosa la conmovió de un modo que se vio incapaz de describir.
– ¿Por qué?
– Diría que por las mismas razones que usted.
– Porque, por muy agradable que haya sido nuestro beso, ¿no está seguro de que fuera una buena idea?
– No. Me parece que ha sido una buena idea. Y Catherine, nuestro beso ha sido mucho más que «agradable».
– ¿Tiene usted que estar en desacuerdo con todo lo que digo?
– Sólo cuando se equivoca. Y se equivoca al describir lo ocurrido entre nosotros empleando una palabra tan suave como «agradable».
Bien, sin duda no podía discutirle eso.
– ¿De qué tiene usted miedo?
Andrew no dijo nada durante varios largos segundos, ponderando cómo responder a la pregunta. Por fin, dijo:
– Me da miedo el mañana. Me da miedo que, cuando nos marchemos de aquí, separándonos para pasar a solas el resto de la noche, mañana, cuando vuelva a verla, haya usted olvidado lo que hemos compartido. O, que si no lo ha olvidado, haya decidido ignorarlo. Tengo miedo a que me mire con frialdad y no con calor en sus ojos. Tengo miedo a que ponga fin a lo que podríamos compartir juntos antes de que haya tenido la posibilidad de empezar.
Catherine se aclaró la garganta.
– Me temo que en este momento no hay nada que pueda decir para acallar sus temores. Pero puedo asegurarle que nunca olvidaré lo que hemos compartido esta noche.
El fantasma de una sonrisa asomó a los labios de Andrew.
– Algo más en lo que estamos de acuerdo, pues tampoco yo lo olvidaré. Ni aunque viva cien años. Y ahora, dígame… ¿qué la tiene tan confundida?
Catherine consideró recurrir a la mentira. También estuvo tentada de marcharse. Sin embargo, lo mejor sin duda era sincerarse.
– La cabeza y el sentido común me dicen que me vaya sin volver la vista atrás. Sin embargo, el resto de mi ser no quiere hacerlo. No soy ninguna doncella inocente y virginal, y sé adonde este… flirteo podría conducirnos. Aun así, no sólo puedo pensar en mí y en mis deseos. Por lo tanto, tengo mucho en lo que pensar. Y decisiones que tomar.
– También yo.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de decisiones tiene usted que tomar?
Una sombra de malicia destelló en los ojos de Andrew.
– Debo decidir cuál es la mejor manera de convencerla para que tome la decisión que quiero que tome.
En un tono igualmente malicioso, Catherine dijo:
– Se da usted cuenta, naturalmente, de que la arrogancia es un irritante rasgo de su carácter que en ningún caso le hará ganar enteros a su favor en mi toma de decisiones.
– No es arrogancia de lo que bebe mi discurso, sino sinceridad… un rasgo que mucha gente aprecia y que considera admirable.
– ¿Está diciendo que pretende seducirme?
– Estoy diciendo que pretendo cortejarla.
A Catherine se le detuvo el corazón. Una ridícula reacción a una ridícula declaración.
– No sea ridículo.
Andrew arqueó las cejas.
– ¿Preferiría entonces no ser cortejada?
– No hay razón alguna para que lo haga.
– Entonces preferiría simplemente que la sedujera.
– Sí. ¡Quiero decir no! Lo que quiero decir es que… ¡oh! -Se apartó de él y se apretó más el albornoz alrededor de cuerpo-. Es usted tan…
– ¿Incontenible? ¿Irresistible?
Un regocijo que Catherine no pudo negar la recorrió por entero y sus labios se arrugaron.
– Iba a decir irritante.
– Debo confesar que prefiero con mucho mis elecciones.
– Sí, estoy segura.
– ¿Por qué no tiene sentido que la corteje?
– El cortejo es el precursor del matrimonio y, como no tengo intención de volver a casarme, sus esfuerzos serían en vano.
– ¿Es que un hombre no puede cortejar a una mujer simplemente porque disfruta del placer de su compañía?
– ¿Disfruta usted de mi compañía, señor Stanton?
– Andrew. Y sí, así es. Cuando no se muestra usted quisquillosa. Aunque debo reconocer que disfruto de su compañía incluso cuando está quisquillosa. Simplemente la disfruto más cuando no lo está.
– No soy quisquillosa.
– Si no lo cree así es porque obviamente desconoce la definición de la palabra. Entre eso y no saber lo que es una sorpresa, creo que se impone tener siempre un diccionario al alcance de la mano.
– ¿Y a esto le llama usted cortejarme? ¿Irritarme hasta provocarme jaqueca?
– No. Sin embargo, no creo que importe demasiado puesto que acababa de decir que no desea ser cortejada.
Catherine se mordió los labios, sin saber a ciencia cierta si estaba más divertida o enojada. Dedicándole un ceño exagerado, preguntó:
– ¿Sabe quién es más irritante que usted?
Un evidente regocijo chispeó en los ojos de Andrew.
– No, pero no me cabe duda de que está a punto de decírmelo.
– Nadie, señor Stanton. No he conocido a nadie más irritante que usted.
– Andrew. Y qué afortunado me siento de ocupar la primera plaza.
Sonrió. Fue una sonrisa plena y hermosa, completa con aquellos seductores hoyuelos que la obligaron a apretar con fuerza los labios para evitar así responderle con idéntico gesto. Maldición, ¿dónde había ido a parar su irritación? No tendría que haber tenido ganas de sonreír. Se suponía que tenía que estar molesta. Fastidiada.
¿Por qué, entonces, estaba tan absolutamente… encantada?
Sin duda había llegado el momento de despedirse de él.
Dio un paso adelante, pero él la detuvo tomándola con suavidad del brazo. Todo vestigio de humor había desaparecido de su mirada y alargó la mano para pasarle la yema del dedo por la mejilla.
– Creo que hemos compartido algo bueno esta noche, Catherine.
Un hormigueo le recorrió la columna. ¿Cómo podía aquel hombre provocar en ella una reacción física tan fuerte simplemente con el roce de su tacto? A pesar de que habría deseado desesperadamente lo contrario, ya no podía seguir mintiéndose y negarse que aquel hombre le parecía irresistiblemente atractivo.
Ahora la única pregunta pendiente de respuesta era: ¿qué pensaba hacer al respecto?